IBN ARABI — FUTUHAT – La Tierra que fue creada con el resto de la arcilla de Adán
Extrato de Henry Corbin, Cuerpo espiritual y Tierra celeste
El título completo del capítulo VIII de la gran obra de Ibn ‘Arabī, Kitāb al-Futūḥāt almakkiyya (Las iluminaciones de La Meca (o El Libro de las Conquistas espirituales de La Meca), ed. de El Cairo, 1329 h., vol. I, págs. 126-131) es: “Sobre el conocimiento de la Tierra que fue creada con el resto de la semilla de arcilla de Adán, y que es la Tierra de la Verdadera Realidad, con la mención de las sorpresas y de las maravillas que contiene”. Como casi todos los capítulos de la obra, éste comienza con algunos versos a los que es muy difícil restituir la densidad de sus alusiones. Su tema: la palmera como símbolo de la Tierra celeste. En el límite del reino vegetal y animal, la palmera ha llamado especialmente la atención de los filósofos en el Islam, como una criatura excepcional. Al ser la Tierra celeste el secreto más íntimo del hombre, algo parecido a su Eva mística, se puede presentir el secreto de los términos en que el poeta se dirige a la palmera que la simboliza. Como símbolo de esta Tierra secreta, la palmera es “la hermana de Adán” (la palabra palmera, najla, en árabe es femenina). “¡Hermana mía o, más bien, tía! visible para todos, Tú eres el Imam femenino cuyo secreto sin embargo todos ignoramos. Los hijos te miran, oh hermana de mi padre… Tía, dime cómo se revela en ti el secreto fraterno… Tú eres el Imam femenino y el Imam es tu hermano; y aquéllos a quienes él precede son otras tantas imágenes extraídas de sí mismo”.
Otras tantas alusiones que explican en cierta medida las primeras líneas del capítulo: el secreto de la creación de la palmera, creada con el resto de la arcilla o gred con la que se formó al propio Hombre. Y de la greda con la que se formó su propia “hermana”, todavía quedó un resto invisible, el equivalente a un grano de sésamo, no más. Pero eso mismo indica que no se puede considerar en términos corrientes de medida la extensión del espacio sensible y la que comienza allí donde terminan las coordenadas del espacio sensible. Allí mismo se desplegará la extensión sin límite de la Tierra celeste. Esto también quiere decir que podemos “separarnos del espacio sin salir de su extensión”. ‘Adb al-Karīm Ŷīlī (II.III, en esta edición) tratará a su vez de explicar el símbolo: la “Tierra de sésamo” es la hermana de Adán, o más bien la hija de su secreto íntimo. El linaje de uno es el linaje del otro. Perdura y sobrevive, cuando todo desaparece. Es una palmera que surgió del fruto que es el propio Adán; no hay otro recinto, pues el palmeral no está en otro lugar sino en el propio Adán. Por eso responden recíproca y espontáneamente el uno a la llamada del otro”.
Habría que reunir las múltiples referencias que aluden a la función de la palmera como símbolo de la Tierra celeste y de la resurrección. Además la revelación coránica ignora, como ya sabemos, todo lo referente al nacimiento de Jesús en Belén; sin embargo, recuerdo o transposición de algún Evangelio de la Infancia, alude al nacimiento milagroso “bajo la palmera”. Algunos comentaristas coránicos permiten establecer el nexo entre la “palmera de Maryam” y la palmera que es “hermana de Adán” como símbolo de la Tierra celeste, esa misma en la que nace el niño Jesús. No podemos insistir aquí, como tampoco podemos insistir en todas las dificultades que presentan los textos cuya traducción hemos realizado por primera vez. Queremos no obstante llamar la atención sobre el parentesco temático entre el presente texto que trata de “la Tierra que fue creada con el resto de la arcilla de Adán”, y el texto que podemos leer más adelante (II.X, 1) que aclara “en qué sentido el cuerpo del fiel creyente es la Tierra de su paraíso”.
Debemos saber que, cuando Dios creó a Adán, que fue el primer ser humano formado, sobró un resto de arcilla. Con ese resto Dios creó la palmera, de tal modo que esta planta (najla, palmera, es femenino) es la hermana de Adán; luego para nosotros es como una tía paterna. La teología la designa de este modo y la asimila al creyente fiel. Alberga secretos extraordinarios como no los contiene ninguna otra planta. Ahora bien, después de la creación de la palmera, quedó oculto un resto de la arcilla con que se había formado la planta; este resto representaba el equivalente de un grano de sésamo, y con este resto Dios hizo una Tierra inmensa. Como en ella colocó el Trono y todo lo que éste contiene, el Firmamento, los Cielos y las Tierras, los mundos subterráneos, todos los paraísos y los infiernos, es todo el conjunto de nuestro universo el que se encuentra íntegramente en esta Tierra, y sin embargo, todo ese conjunto no es, con relación a la inmensidad de esa misma Tierra, más que un anillo perdido en un desierto de nuestra Tierra. Esa Tierra encierra maravillas y sorpresas que somos incapaces de enumerar, y ante las que la inteligencia queda impresionada.
En esa misma Tierra dios ha creado en cada alma (y en correspondencia con cada alma) universos de glorificación cuya himnología no se interrumpe ni de día ni de noche, ya que sobre esa misma Tierra se ha manifestado la magnificencia de Dios y su poder creador resplandece ante los ojos de quien la contempla. Hay muchísimas cosas que son imposibles racionalmente, es decir, muchísimas cosas ante las que la razón ha establecido la prueba decisiva de que eran incompatibles con el ser real. Pues bien, todas esas cosas existen sin embargo en esa Tierra. Es la inmensa pradera en la que los místicos teósofos sacian su mirada; por ella se desplazan, van y vienen como les place. En el conjunto de los universos que componen esa Tierra, Dios ha creado especialmente un universo a nuestra imagen (un universo que mantiene un paralelismo exacto con cada uno de nosotros). Cuando el místico contempla este universo, se contempla a sí mismo, a su propia alma. ‘Abd Allāh Ibn ‘Abbās aludía a algo semejante, según lo que se cuenta de él en un determinado hadiz: “Esa Kaaba es una morada entre otras catorce moradas. En cada una de las siete Tierras hay una criatura semejante a nosotros (nuestro homólogo), de tal modo que en cada una de las siete Tierras hay un Ibn ‘Abbās que es mi homólogo”. Esta tradición ha gozado de gran aceptación entre los místicos visionarios.
Volvamos a la descripción de esta Tierra, con su inmensidad y la multitud de universos que se han formado de ella y en ella. Esta Tierra es para los místicos el lugar donde se realizan las teofanías y las visiones teofánicas. Uno de ellos nos cuenta un caso que yo mismo conozco a través de una visión personal: “En esa Tierra”, dice, “penetré un día en una reunión que se denominaba la Reunión de la Misericordia (Maŷlis al-Raḥma). Nunca he visto una reunión más maravillosa que esa. Mientras estaba en ella tuve una visión teofánica; lejos de arrancarme de mí mismo, ME estabilizó en mi propia compañía. Ésta es una de las peculiaridades de esa Tierra. Cuando los místicos tienen visiones teofánicas en nuestro mundo material, mientras están presentes con su cuerpo de carne, estas visiones arrebatan a los extáticos ante sí mismos y los reducen a su visión; esto es lo que ocurrió con los profetas, con los grandes iniciados y todos aquellos que han experimentado estos éxtasis. Así pues, el mundo de las Esferas celestes, el Firmamento (Kursī, el Cielo de los Fijos) resplandeciente de constelaciones, el mundo del Trono que engloba a todo el cosmos, todo esto, se les arranca a los extáticos cuando tienen las visiones teofánicas, todo ello queda fulminado. Sin embargo, cuando el místico visionario ha penetrado en esa Tierra de la que hablo y tiene una visión teofánica, ésta no lo reduce a su percepción contemplativa, no lo arranca de su acto de existir y permite que convivan en él la visión y la palabra”.
También dice: “En esta reunión a la que acabo de aludir, viví experiencias y conocí secretos que no puedo contar a causa de lo oculto de las cosas tratadas, y porque no se puede llegar a percibir y comprender estas cosas antes de verlas uno mismo tal como las ve el que tiene la visión directa”.
Y en esa Tierra hay jardines, paraísos, animales, minerales, cuyo número sólo Dios puede conocer. Ahora bien, todo lo que se encuentra en esta Tierra, absolutamente todo, está vivo y habla, tiene una vida similar a la de cualquier ser vivo, dotado de pensamiento y de palabra. Dotados de vida y de palabra, esos seres ofrecen un paralelismo con los que se encuentran aquí abajo, con la diferencia de que en esa Tierra celeste las cosas son permanentes, imperecederas, inmutables; su universo no muere. Esto es así porque esa Tierra no acoge a ninguno de nuestros cuerpos físicos hechos de arcilla humana perecedera; tiene como exigencia peculiar el no admitir más que cuerpos cuya cualidad debe ser homogénea con su propio universo o con el mundo de los Espíritus. Los místicos penetran en ella con su Espíritu, y no con su cuerpo material. Abandonan su habitáculo de carne sobre nuestra Tierra terrenal y se inmaterializan.
Sobre esta Tierra existen formas y figuras de una raza maravillosa, de un carácter extraordinario. Velan en las entradas de las avenidas que dominan este mundo en el que estamos, Cielo y Tierra, paraíso e infierno. Cuando uno de nosotros busca el camino de acceso a esa Tierra, la de los Iniciados, de la categoría que sea, hombres o genios, Ángeles o habitantes del paraíso, la primera condición que tienen que cumplir es la práctica de la gnosis mística y el abandono fuera del cuerpo material. Entonces encuentra estas Formas que se alzan y velan en las entradas de las avenidas, donde Dios las colocó especialmente para este fin. Una de ellas se dirige al recién llegado, lo cubre con un vestido adecuado a su rango espiritual, lo coge de la mano, pasea con él por esta Tierra y la disfrutan según sus deseos.
Se dedica a reflexionar sobre las obras maestras divinas, no pasa cerca de ninguna piedra, de ningún árbol, de ningún pueblo, de cualquier cosa, sin hablarle, si lo desea, igual que un hombre charla con un compañero. Hablan idiomas distintos, desde luego, pero esta Tierra posee como don propio el conferir a cualquiera que entre en ella la capacidad de comprender cualquier lengua. Cuando ha alcanzado su objetivo y piensa en volver a su morada, su compañera camina con él para acompañarle hasta el mismo lugar por el que había entrado. Allí se despide de él, le despoja del vestido con el que le había cubierto y se aleja de él. Entonces éste ha recibido ya un caudal de conocimiento y de indicios, y su conocimiento de Dios ha aumentado con algo de lo que todavía no se había dado cuenta el visionario. No creo que la comprensión pueda penetrar jamás con una profundidad y una rapidez comparables a la que se produce en esa Tierra. También entre nosotros, en nuestro propio mundo y en nuestra existencia presente, algunas manifestaciones corroboran nuestra afirmación.