La máscara es uno de los modos más extendidos y, sin duda, más antiguos del arte sagrado. Lo mismo se la encuentra en las más elaboradas civilizaciones, como las de la India o el Japón, que entre los pueblos llamados primitivos. La única excepción la proporcionan las civilizaciones vinculadas al monoteísmo semítico, aunque la máscara se haya conservado en el folklore de los pueblos cristianos y de algunos pueblos musulmanes,1 y eso, a veces, bajo formas cuyo simbolismo es manifiesto todavía;2 la tenacidad misma de su supervivencia, en oposición con cualquier pensamiento “evolucionado”, prueba además, indirectamente, su origen sagrado.
Para el cristianismo, como para el judaísmo y el Islam, el uso natural de la máscara no podía ser más que una forma de idolatría. De hecho no se vincula a la idolatría, sino al politeísmo, si por este término se entiende, no al paganismo, sino una “visión” espiritual del mundo, que personifica espontáneamente las funciones cósmicas sin ignorar la naturaleza una e infinita de la Realidad suprema.
Esta visión implica un concepto de “persona” algo diferente del que conocemos del monoteísmo. Se deduce de la propia expresión “persona”; se sabe que en el teatro antiguo, que procede del teatro sagrado de los Misterios, tal palabra designaba a la vez la máscara y el papel.3 Ahora bien, la máscara expresa necesariamente, no una individualidad –cuya figuración apenas exigiría máscara– sino un tipo, luego una realidad intemporal, cósmica o divina. La “persona” se identifica así con la función, y ésta es a su vez una de las múltiples máscaras de la Divinidad, cuya naturaleza infinita permanece impersonal.
Pero volvamos a la máscara sagrada como tal: ante todo es el medio de una teofanía; la individualidad de su portador no solamente desaparece ante el símbolo revestido, antes se funde en él hasta tornarse en instrumento de una “presencia” suprahumana. Porque el uso ritual de la máscara va mucho más allá que una simple figuración: es como si la máscara, al cubrir el rostro o “yo” exterior de su portador, pusiera al descubierto, al propio tiempo, una posibilidad latente en él. El hombre se vuelve realmente el símbolo que ha revestido, lo que presupone a la vez una cierta plasticidad psíquica y una influencia espiritual actualizada por la forma de la máscara. Por eso se considera generalmente la máscara sagrada como un ser real; se la trata como si fuese viva y no se la reviste sino después de haber llevado a cabo ritos de purificación.4
El hombre se identifica, por otra parte, espontáneamente con el papel que representa y que le ha sido impuesto por su procedencia, su destino y su ambiente social. Tal papel es una máscara, las más de las veces una falsa máscara en un mundo facticio como es el nuestro, y, en cualquier caso, una forma que delimita más que libera. La máscara sagrada, en cambio, con todo lo que su porte indica en lo tocante a gestos y palabras, ofrece de repente a la “consciencia de sí mismo” un molde mucho más vasto y, por ello mismo, ocasión de realizar la “liquidez” de tal consciencia, su facultad de adoptar todas las formas sin ser ninguna de ellas.
(TBSimbolos)
Especialmente entre los musulmanes de Java y África negra. La máscara existe también entre los bereberes del África del Norte, donde toma un carácter carnavalesco. ↩
En los pueblos germánicos se encuentra la máscara grotesca –de carácter “apotropeico”, utilizada sobre todo durante las mascaradas solsticiales- y la feérica, al igual que la heroica, que también existe en el folklore español. ↩
Se ha hecho derivar persona de personare, “sonar a través” –siendo literalmente la máscara, portavoz de la Esencia cósmica que se manifiesta por ella-, pero esta etimología parece ser dudosa, conforme a Littré, por razones fonéticas; no deja de tener, aún en ese caso, cierto valor desde el punto de vista de las coincidencias significativas –las cuales no son precisamente “azares”- en el sentido del nirukta hindú. ↩
Lo mismo sucede con la concepción de la máscara en la mayoría de los pueblos africanos: el escultor de una máscara sagrada ha de someterse a una cierta ascesis. Cf., Jean-Louis Bédouin, Les Masques (Les Presses Universitaires, París, 1961). ↩