Revolta contra o Mundo Moderno
En Creta, la tierra de los orígenes era llamada, en lugar de “patria”, patris, “Tierra de la madre”, metris, particularidad que emparenta esta civilización de una forma específica con la civilización atlántico-meridional y con el substrato de cultos aun más antiguos del Sur. Los dioses son mortales; como el verano, sufren cada año la muerte. Aquí, Zeus (Teshub) no tiene padre y su madre es la sustancia húmeda terrestre: es pues la “mujer” quien está en el principio. El — el Dios — es algo “engendrado” y mortal: se muestra su tumba. Por el contrario el substrato femenino inmutable de cada vida es inmortal. Cuando se disipan las sombras del caos hesiódico, es la negra Gaia — melaina gaia — un principio femenino, quien aparece. Sin esposo, Gaia engendra — tras las “grandes montañas”, el Océano y el Puente — su propio varón o esposo; y toda generación divina nacida de Gaia, tal como indica Hesiodo según una tradición que no debe ser confundida con la del puro culto olímpico, se presenta como un mundo sometido al movimiento, a la alteración, al devenir. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 6
Doctrinalmente el cristianismo se presenta como una forma desesperada de dioninismo. Habiéndose formado esencialmente en vistas de adaptarse a un tipo humano roto, utilizó como palanca la parte irracional del ser y, en lugar de las vías de elevación “heroica”, sapiencial e iniciática, afirmó como medio fundamental la fe, un impulso del alma agitada y trastornada, desplazada confusamente hacia lo suprasensible. A través de sugestiones relativas a la llegada inminente del Reino, mediante imágenes evocadoras de una alternativa de salvación o condenación eterna, el cristianismo de los orígenes tendía a exasperar la crisis de este tipo humano y a reforzar el impulso de la fe hasta abrir una vía problemática hacia lo sobrenatural a través del símbolo de salvación y de redención del Cristo crucificado. Si, en el símbolo crístico, aparecen las huellas de un esquema inspirado en los antiguos Misterios, con referencias al orfismo y a corrientes análogas, es característico de la nueva religión el utilizar este esquema sobre un plano ya no iniciático, sino esencialmente afectivo y, como máximo, confusamente místico. Es por ello que, desde cierto punto de vista, es exacto decir que con el cristianismo, Dios se hizo hombre. Ya no estamos en presencia de una pura religión de la Ley como el hebraismo ortodoxo, ni de un auténtico Misterio iniciático, sino ante algo intermediario, un sucedáneo del segundo formulado de manera que pudiera adaptarse al tipo humano “roto” al que hemos aludido antes. Este se siente redimido de su abyección por la sensación pandémica de la “gracia”, animado por una nueva esperanza, justificado, liberado del mundo, de la carne y de la muerte. Todo esto representaba algo fundamentalmente ajeno al espíritu romano y clásico, es decir, en general, ario. Históricamente, esto significaba la preponderancia del pathos sobre el ethos, esta soteriología equívoca y emocional, que el alto porte del patriciado sagrado romano, el estilo severo de los juristas, de los Jefes, de los ascetas paganos, siempre había combatido. Dios dejó de ser símbolo de una esencia exenta de pasión y de cambio, que crea una distancia en relación a todo lo que no es más que humano; dejó también de ser el Dios de los patricios que se invocaba en pie, llevado a la cabeza de las legiones y encarnado en la figura del vencedor. Lo que se encuentra en primer plano, es más bien una figura que, en su “pasión” recupera y afirma, en términos exclusivistas (“Nadie va al Padre sino a través mío”. “Yo soy el camino, la verdad y la vida”) el motivo pelasgo-dionisíaco de los dioses sacrificados, dioses que mueren y renacen a la sombra de las Grandes Madres . El mito mismo del nacimiento de la Virgen evidencia una influencia análoga y evoca el recuerdo de las diosas que, como la Gaia hesiódica, engendran sin esposo. El papel importante que debía jugar, en el desarrollo del cristianismo, el culto a la “Madre de Dios”, a la “Virgen divina”, es, a este respecto, significativo. En el catolicismo, Maria, la “Madre de los Dioses” es la reina de los ángeles y de los santos, del mundo y también de los infiernos; es igualmente considerada como la madre, por adopción, de todos los hombres, como la “Reina del mundo”, “dispensadora de toda gracia”. Conviene señalar que estas expresiones — desproporcionadas en relación al papel efectivo de María en el mito de los Evangelios — no hacen más que repetir los atributos de las Madres divinas soberanas del Sur pre-ario. En efecto, si el cristianismo es esencialmente una religión de Cristo más que una religión del Padre, las representaciones, tanto del niño Jesús como del cuerpo de Cristo crucificado entre los brazos de la Madre divinizada, recuerdan netamente a los cultos del Mediterráneo oriental, en contraste con el ideal de las divinidades puramente olímpicas, exentas de pasión, distanciadas del elemento telúrico-materno. El símbolo adoptado por la misma Iglesia fue el de la Madre (la Madre Iglesia). Y la actitud religiosa, en sentido eminente, es la del alma implorante, consciente de la indignidad de su naturaleza pecadora y de su impotencia frente al Crucificado. El odio del cristianismo de los orígenes hacia toda forma de espiritualidad viril, el hecho de que estigmatice, como locura y pecado de orgullo, todo lo que puede favorecer una superación activa de la condición humana, expresa netamente su incomprensión del símbolo “heroico”. El potencial que la nueva fe supo engendrar entre los que sentían el misterio viviente de Cristo, del Salvador, y que extrajeron de él la fuerza necesaria para alimentar su frenesí de martirio, no impide que el advenimiento del cristianismo significase una caida, y determinase en su conjunto, una forma especial de desvirilización propia de los ciclos de tipo lunar — sacerdotal. REVUELTA CONTRA EL MUNDO MODERNO II: 10