René Guénon — APRECIAÇÕES SOBRE A INICIAÇÃO
CONTRA LA MEZCLA DE LAS FORMAS TRADICIONALES
Como ya lo hemos dicho en otra parte1, según la tradición hindú, hay dos maneras opuestas, una inferior y la otra superior, de estar fuera de las castas: se puede ser «sin casta» (avarna), en el sentido «privativo», es decir, por debajo de ellas; y se puede ser «más allá de las castas» (ativarna) o por encima de ellas, aunque este segundo caso sea incomparablemente más raro que el primero, sobre todo en las condiciones de la época actual2. De una manera análoga, se puede estar también más acá o más allá de las formas tradicionales: el hombre «sin religión», por ejemplo, tal como se encuentra corrientemente en el mundo occidental moderno, está incontestablemente en el primer caso; el segundo, por el contrario, se aplica exclusivamente a aquellos que han tomado efectivamente consciencia de la unidad y de la identidad fundamentales de todas las tradiciones; y, aquí también, este segundo caso no puede ser actualmente sino muy excepcional. Por lo demás, hay que comprender bien que, al hablar de consciencia efectiva, queremos decir que las nociones simplemente teóricas sobre esta unidad y esta identidad, aunque están ya ciertamente muy lejos de ser desdeñables, son completamente insuficientes para que alguien pueda estimar haber rebasado la etapa donde es necesario adherirse a una forma determinada y atenerse estrictamente a ella. Esto, bien entendido, no significa de ningún modo que aquel que está en este caso no deba esforzarse al mismo tiempo en comprender las otras formas tan completa y tan profundamente como sea posible, sino solo que, prácticamente, no debe hacer uso de los medios rituales u otros pertenecientes en propiedad a varias formas diferentes, lo que, como lo decíamos más atrás, no solo sería inútil y vano, sino incluso perjudicial y peligroso bajo diversos aspectos3.
Las formas tradicionales pueden ser comparadas a vías que van todas a una misma meta4, pero que, en tanto que vías, por eso no son menos distintas; es evidente que no pueden seguirse varias a la vez, y que, cuando uno se ha comprometido en una de ellas, conviene seguirla hasta el final sin apartarse de ella, ya que querer pasar de una a otra sería el mejor medio de no avanzar en realidad, si no incluso de correr el riesgo de extraviarse completamente. No es sino aquel que ha llegado al término el que, por eso mismo, domina todas las vías, y eso porque ya no tiene que seguirlas; así pues, si hay lugar a ello, podrá practicar indistintamente todas las formas, pero precisamente porque las ha rebasado y porque, para él, están unificadas en adelante en su principio común. Por lo demás, generalmente continuará quedándose entonces exteriormente en una forma definida, aunque no fuera más que a título de «ejemplo» para los que le rodean y que no han llegado al mismo punto que él; pero, si algunas circunstancias particulares vienen a exigirlo, podrá así mismo participar en otras formas, puesto que, desde ese punto donde él está, ya no hay entre ellas ninguna diferencia. Por lo demás, desde que esas formas están así unificadas para él, en modo alguno podría haber en eso mezcla o confusión cualquiera, lo que supone necesariamente la existencia de la diversidad como tal; y, todavía una vez más, se trata sólo de aquel que está efectivamente más allá de esta diversidad: para él, las formas ya no tienen el carácter de vías o de medios, de los cuales ya no tiene necesidad, y ya no subsisten sino en tanto que expresiones de la Verdad una, expresiones de las que es completamente legítimo servirse según las circunstancias como lo es hablar en diferentes lenguas para hacerse comprender por aquellos a quienes uno se dirige5.
En suma, entre este caso y el de una mezcla ilegítima de las formas tradicionales, hay toda la diferencia que hemos indicado como siendo, de una manera general, la de la síntesis y del sincretismo y es por eso por lo que era necesario, a este respecto, precisar bien ésta primeramente. En efecto, aquel que considera todas las formas en la unidad misma de su principio, como acabamos de decirlo, tiene de ellas por eso mismo una visión esencialmente sintética, en el sentido más riguroso de la palabra; no puede colocarse sino en el interior de todas igualmente, e incluso, deberíamos decir, en el punto que es para todas el más interior, puesto que es verdaderamente su centro común. Para retomar la comparación que hemos empleado hace un momento, todas las vías, partiendo de puntos diferentes, van acercándose cada vez más, pero permaneciendo siempre distintas, hasta que desembocan en ese centro único6; pero, vistas desde el centro mismo, ya no son en realidad sino otros tantos radios que emanan de él y por los cuales él está en relación con los puntos múltiples de la circunferencia7. Estos dos sentidos, inverso uno del otro, según los cuales las mismas vías pueden ser consideradas, corresponden muy exactamente a lo que son los puntos de vista respectivos del que está «en camino» hacia el centro y del que ha llegado a él, y cuyos estados, precisamente, son frecuentemente descritos así, en el simbolismo tradicional, como los del «viajero» y del «sedentario». Este último es comparable también a aquel que, estando en la cumbre de una montaña, ve igualmente, y sin tener que desplazarse, sus diferentes vertientes, mientras que aquel que escala esa misma montaña, no ve de ella sino la parte más próxima a él; es muy evidente que sólo la visión que tiene de ella el primero es la única que puede llamarse sintética.
Por otra parte, aquel que no está en el centro está siempre forzosamente en una posición más o menos «exterior», incluso con respecto a su propia forma tradicional, y con mayor razón todavía respecto de las otras; por consiguiente, si quiere, por ejemplo, cumplir ritos pertenecientes a varias formas diferentes, pretendiendo utilizar concurrentemente los unos y los otros como medios o «soportes» de su desarrollo espiritual, realmente no podrá asociarlos así sino «desde afuera», lo que equivale a decir que lo que hará no será otra cosa que sincretismo, puesto que éste consiste justamente en una tal mezcla de elementos dispares a los que nada unifica verdaderamente. Todo lo que hemos dicho contra el sincretismo en general vale pues en este caso particular, e incluso, se podría decir, con algunas agravantes: en efecto, en tanto que no se trata más que de teorías, el sincretismo ritual puede, aunque es perfectamente insignificante e ilusorio y aunque no representa más que un esfuerzo dispensado en pura pérdida, ser al menos todavía relativamente inofensivo; pero aquí, por el contacto directo que está implicado con realidades de un orden más profundo, corre el riesgo de arrastrar, a aquel que actúa así, a una desviación o a una detención de ese desarrollo interior para el que, al contrario, él creía, bien equivocadamente, procurarse con eso mayores facilidades. Un tal caso es bastante comparable al de alguien que, bajo el pretexto de obtener más seguramente una curación, empleará a la vez varios medicamentos, cuyos efectos no hicieran otra cosa que neutralizarse y destruirse, y que pudieran inclusive, a veces, tener entre ellos reacciones imprevistas y más o menos peligrosas para el organismo; hay cosas de las cuales cada una es eficaz cuando uno se sirve de ellas separadamente, pero que por eso no son menos radicalmente incompatibles.
Esto nos lleva a precisar todavía otro punto: es que, además de la razón propiamente doctrinal que se opone a la validez de toda mezcla de las formas tradicionales, hay una consideración que, aunque es de un orden más contingente, pero eso no es menos importante desde el punto de vista que se puede llamar «técnico». En efecto, suponiendo que alguien se encuentre en las condiciones requeridas para cumplir ritos que dependen de varias formas de tal manera que los unos y los otros tengan efectos reales, lo que implica naturalmente que tenga al menos algunos lazos efectivos con cada una de las formas, podrá ocurrir, e incluso ocurrirá casi inevitablemente en la mayoría de los casos, que esos ritos harán entrar en acción no solo influencias espirituales, sino también, e incluso en primer lugar, influencias psíquicas que, al no armonizarse entre sí, chocarán y provocarán un estado de desorden y de desequilibrio que afectará más o menos gravemente a aquel que las haya suscitado imprudentemente; se concibe sin esfuerzo que un tal peligro es de aquellos a los que no conviene exponerse irreflexivamente. Por lo demás, el choque de las influencias psíquicas hay que temerle más particularmente, por una parte, como consecuencia del empleo de los ritos más exteriores, es decir, de aquellos que pertenecen al lado exotérico de las diferentes tradiciones, puesto que es evidentemente bajo este aspecto sobre todo como éstas se presentan como exclusivas las unas de las otras, siendo la divergencia de las vías tanto mayor cuanto más lejos del centro se consideran; y, por otra parte, aunque eso pueda parecer paradójico a quien no reflexione sobre ello suficientemente, la oposición es entonces tanto más violenta cuantos más caracteres comunes tengan las tradiciones a las que se hace llamada, como, por ejemplo, en el caso de aquellas que revisten exotéricamente la forma religiosa propiamente dicha, ya que cosas que son muy diferentes, no entran en conflicto entre ellas sino difícilmente, debido al hecho de esta diferencia misma; en este dominio como en todo otro, no puede haber lucha sino a condición de colocarse sobre el mismo terreno. No insistiremos más sobre esto, pero hay que desear que al menos esta advertencia baste a aquellos que podrían estar tentados de poner en obra tales medios discordantes; que no olviden que el dominio espiritual es el único donde uno está al abrigo de todo alcance, porque las oposiciones mismas ya no tienen ahí ningún sentido, y que, en tanto que el dominio psíquico no está completa y definitivamente rebasado, las peores desventuras permanecen siempre posibles, y, quizás deberíamos decirlo, sobre todo para aquellos que hacen demasiado resueltamente profesión de no creer en ellas.
Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. IX. ↩
Según lo que hemos indicado en una nota precedente, éste era al contrario el caso normal para los hombres de la época primordial. ↩
Esto debe permitir comprender mejor lo que decíamos más atrás de la «jurisdicción» de las organizaciones iniciáticas que dependen de una forma tradicional determinada: puesto que la iniciación en el sentido estricto, obtenida por el vinculamiento a una tal organización, es propiamente un «comienzo», es evidente que aquel que la recibe está todavía muy lejos de poder estar efectivamente más allá de las formas tradicionales. ↩
Para ser completamente exacto, convendrá agregar aquí: a condición de que sean completas, es decir, de que conlleven no solo la parte exotérica, sino también la parte esotérica e iniciática; por lo demás, la cosa es siempre así en principio, pero, de hecho, puede ocurrir que, por una suerte de degeneración, esta segunda parte esté olvidada y en cierto modo perdida. ↩
Es precisamente eso lo que significa en realidad, desde el punto de vista iniciático, lo que se llama el «don de lenguas», sobre el que volveremos de nuevo más adelante. ↩
En el caso de una forma tradicional devenida e incompleta como lo explicábamos más atrás, se podría decir que la vía se encuentra cortada en un cierto punto antes de alcanzar el centro, o, quizás más exactamente todavía, que es impracticable de hecho a partir de ese punto, que marca el paso del dominio exotérico al dominio esotérico. ↩
Entiéndase bien que, desde este punto de vista central, las vías que, como tales, no son practicables hasta el final, así como acabamos de decirlo en la nota precedente, no constituyen en modo alguno una excepción. ↩