René Guénon — O ERRO ESPÍRITA
A COMUNICAÇÃO COM OS MORTOS
Al discutir la comunicación con los muertos, o la reencarnación, o cualquier otro punto de la doctrina espiritista, hay un género de argumentos que no tendremos en cuenta: son los argumentos de orden sentimental, que consideramos como absolutamente nulos, tanto en un sentido como en el otro. Se sabe que los espiritistas han recurrido de buena gana a estas razones que no son tales, que hacen el mayor caso de ellas, y que están sinceramente persuadidos de que pueden justificar realmente sus creencias; eso es enteramente conforme a su mentalidad. Los espiritistas, ciertamente, están lejos de tener el monopolio del sentimentalismo, que predomina bastante generalmente en los occidentales modernos; pero su sentimentalismo reviste formas particularmente irritantes para cualquiera que esté exento de sus prejuicios: no conocemos nada más neciamente pueril que esas invocaciones dirigidas a los «espíritus queridos», esos cantos por los que se abren la mayoría de las sesiones, ese absurdo entusiasmo en presencia de las «comunicaciones» más banales y de las manifestaciones más ridículas. En estas condiciones, no tiene nada de sorprendente que los espiritistas insistan a todo propósito sobre lo que hay de «consolador» en sus teorías; que las encuentran tales, es su asunto, y no tenemos nada que ver en ello; constatamos solamente, que hay otros, al menos tan numerosos, que no participan en esa apreciación y que piensan incluso exactamente lo contrario, lo que, por lo demás, no prueba nada tampoco. En general, cuando dos adversarios se sirven de los mismos argumentos, es muy probable que esos argumentos no valgan nada; y, en el caso presente, siempre nos ha sorprendido ver que algunos no encuentran nada mejor que decir contra el espiritismo que esto, a saber, que es poco «consolador» representarse a los muertos viniendo a despachar inepcias, a remover mesas, a librarse a mil chistes más o menos grotescos; ciertamente seríamos más bien de esta opinión que de la de los espiritistas, que, ellos sí, encuentran eso muy «consolador», pero no pensamos que estas consideraciones tengan que intervenir cuando se trata de pronunciarse sobre la verdad o la falsedad de una teoría. Primero, nada es más relativo: cada quien encuentra «consolador» lo que le place, lo que concuerda con sus propias disposiciones sentimentales, y no hay más que discutir sobre eso, como tampoco sobre todo lo que no es más que asunto de gusto; lo que es absurdo, es querer persuadir a los demás de que tal apreciación vale más que la apreciación contraria. Después, no todos tienen una igual necesidad de «consolaciones», y, por consiguiente, no están dispuestos a acordar la misma importancia a esas consideraciones; a nuestros ojos, no tienen más que una importancia muy mediocre, porque lo que nos importa, es la verdad: los sentimentales no consideran las cosas así, pero, todavía una vez más, su manera de ver no vale más que para ellos, mientras que la verdad debe imponerse igualmente a todos, por poco capaces que sean de comprenderla. Finalmente, la verdad no tiene por qué ser «consoladora»; si hay quienes, al conocerla, le encuentran este carácter, tanto mejor para ellos, pero eso no viene más que de la manera especial en que su sentimentalidad se encuentra afectada por ella; al lado de éstos, puede haber otros sobre quienes el efecto producido será enteramente diferente e incluso opuesto, y es cierto incluso que los habrá siempre, ya que nada es más variable y más diverso que el sentimiento; pero, en todos los casos, la verdad no intervendrá en eso para nada.
Dicho esto, recordaremos que, cuando se trata de comunicación con los muertos, esta expresión implica que aquello con lo que se comunica es el ser real del muerto; es así como lo entienden los espiritistas, y es esto lo que vamos a considerar exclusivamente. No podría tratarse de la intervención de elementos cualesquiera provenientes de los muertos, elementos más o menos secundarios y disociados; hemos dicho que esta intervención es perfectamente posible, pero los espiritistas, por el contrario, no quieren oír hablar de ello; así pues, ya no tenemos que ocuparnos más de ese asunto aquí, y tendremos que hacer una observación semejante en lo que concierne a la reencarnación. Después, recordaremos igualmente que, para los espiritistas, se trata esencialmente de comunicar con los muertos por medios materiales; al menos, es en estos términos como hemos definido su pretensión en el comienzo, porque era así como querían hacérnoslo comprender; pero en eso hay un equívoco posible, porque puede haber concepciones de la materia que sean extremadamente diferentes, y que lo que no es material para los unos puede serlo no obstante para los otros sin contar a aquellos a quienes la idea misma de materia les es extraña o les parece vacía de sentido; así pues, para mayor claridad y precisión, diremos que los espiritistas consideran una comunicación establecida por medios de orden sensible. Es eso, en efecto, lo que constituye la hipótesis fundamental del espiritismo; y esto es precisamente aquello cuya imposibilidad absoluta afirmamos, y vamos a dar ahora las razones de ello. Hemos de atenernos a que se comprenda bien nuestra posición a este respecto: un filósofo, aunque se niegue a admitir la verdad o incluso la probabilidad de la teoría espiritista, puede considerarla no obstante como representando una hipótesis como cualquier otra, e, incluso si la encuentra muy poco plausible, puede ocurrir que la comunicación con los muertos o la reencarnación se le aparezcan como «problemas», que quizás no tiene ningún medio de resolverlos; para nos, al contrario, no hay en eso ningún «problema», porque no son más que imposibilidades puras y simples. No pretendemos que la demostración de ello sea fácilmente comprehensible para todos, porque hace llamada a datos de orden metafísico, por lo demás relativamente elementales; tampoco pretendemos exponerla aquí de una manera absolutamente completa, porque todo lo que presupone no podría ser desarrollado en el cuadro de este estudio, y hay puntos que retomaremos en otra parte. No obstante, esta demostración, cuando se comprende plenamente, entraña la certeza absoluta, como todo lo que tiene un carácter verdaderamente metafísico; así pues, si algunos no la encuentran plenamente satisfactoria, la falta no se deberá más que a la expresión imperfecta que le daremos, o a la comprehensión igualmente imperfecta que ellos mismos tendrán de ella.
Para que dos seres puedan comunicarse entre ellos por medios sensibles, es menester primero que los dos posean sentidos, y, además, es menester que sus sentidos sean los mismos, al menos parcialmente; si uno de ellos no puede tener sensaciones, o si no tienen sensaciones comunes, ninguna comunicación de este orden es posible. Esto puede parecer muy evidente, pero son las verdades de este género las que se olvidan más fácilmente, o a las que menos atención se presta; y sin embargo tienen frecuentemente un alcance que no se sospecha. De las dos condiciones que acabamos de enunciar, es la primera la que establece de una manera absoluta la imposibilidad de la comunicación con los muertos por medio de las prácticas espiritistas; en cuanto a la segunda, compromete al menos muy gravemente la posibilidad de las comunicaciones interplanetarias. Este último punto se relaciona inmediatamente con lo que hemos dicho al final del capítulo precedente; vamos a examinarle en primer lugar, ya que las consideraciones que va a permitirnos introducir facilitarán la comprehensión de la otra cuestión, la que nos interesa principalmente aquí.