Caridad

En cuanto a la CARIDAD, que es la más importante de las tres virtudes teologales, comporta dos aspectos, uno pasivo y el otro activo: el Amor espiritual es una participación pasiva en Dios que es Amor infinito; pero el amor será por el contrario activo con respecto a lo creado. 463 UTR: VIII

El amor al prójimo, en tanto que expresión necesaria del Amor a Dios, es un complemento indispensable de la Fe; estos dos modos de la CARIDAD se encuentran afirmados por la enseñanza evangélica sobre la Ley suprema, implicando el primer modo la consciencia de que sólo Dios es Beatitud y Realidad, y el segundo la consciencia de que el ego no es ilusorio, identificándose el «yo» de otro en realidad a «mí mismo» (NA: Esta realización del «no-yo» explica el importante papel que en la espiritualidad cristiana juega la humildad, a la que corresponde, en la espiritualidad islámica, la «pobreza» (NA: faqr) y, en la espiritualidad hindú, la «infancia» (NA: bâlyá); se recordará el simbolismo de la infancia en la enseñanza de Cristo.); si yo debo amar al «prójimo» porque él es «yo», esto significa que yo debo amarme a priori, no siendo por otra parte otra cosa que «prójimo»; y si yo debo amarme, sea en «mí mismo» o en el «prójimo», es porque Dios ME ama y yo debo amar lo que El ama; y si El ME ama es porque ama Su creación o, en otros términos, porque la Existencia misma es Amor y porque el Amor es como el perfume del Creador inherente a toda criatura. De la misma manera que el Amor de Dios, es decir, la CARIDAD que tiene por objeto las Perfecciones divinas y no nuestro bienestar, es el Conocimiento de la sola Realidad divina en la que se disuelve la aparente realidad de lo creado – conocimiento que implica la identificación del alma con su Esencia increada (NA: «Nosotros somos totalmente transformados en Dios – dice el Maestro Eckhart – y convertidos en El; de la misma manera que, en el sacramento, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, así yo soy convertido en El, de manera que El ME hace Su Ser uno y no simplemente semejante; por el Dios vivo, es cierto que aquí no hay ya ninguna distinción.»), lo que representa también un aspecto del simbolismo del Amor -, de la misma manera el amor al prójimo no es en el fondo otra cosa que el conocimiento de la indiferenciación de lo creado ante Dios; antes de pasar de lo creado al Creador, o de lo manifestado al Principio, es preciso en efecto haber realizado la indiferenciación o, digamos, la «nada» de este manifestado; es hacia esto hacia lo que apunta la moral de Cristo, no solamente por la indistinción que ella establece entre el «yo» y el «no-yo», sino también, secundariamente, por su indiferencia al respecto de la justificación individual y del equilibrio social; el Cristianismo se sitúa, pues, fuera de las «acciones y reacciones» del orden humano; no es, pues, exotérico por definición primera. La caridad cristiana no tiene ni puede tener ningún interés en el «bienestar» por sí mismo, porque el verdadero Cristianismo, como toda religión ortodoxa, estima que la única verdadera felicidad de la que puede gozar la sociedad humana es su bienestar espiritual con, como flor de éste, la presencia del santo, meta de toda civilización normal; porque «los muchos sabios son la salud del mundo» (NA: Sab. 6,24). Una verdad que los moralistas ignoran es la de que, cuando la obra de caridad es cumplida por amor a Dios, o en virtud del conocimiento de que «yo» soy el «prójimo» y que el «prójimo» es «yo mismo» – conocimiento que implica por otra parte este amor – la obra de caridad tendrá para el prójimo no solamente el valor de un beneficio exterior, sino también el de una bendición; por contra, cuando la caridad no es ejercida ni por amor a Dios ni en virtud del dicho conocimiento, sino únicamente en vista del simple «bienestar» humano considerado como un fin en sí, la bendición inherente a la verdadera caridad no acompaña el aparente beneficio, ni para quien la ejerce ni para quien la recibe. 465 UTR: VIII

Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo – como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes – un Nombre del Verbo manifestado (NA: En este punto, se nos viene a la mente la invocación de Amida-Buddha y la fórmula Om mani padmê hum y, por lo que respecta al hinduismo, las invocaciones de Rama y de Krishna.), en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo (NA: De la misma manera Cristo, según la perspectiva cristiana, no es en primer lugar hombre, sino Dios.). «El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor – dice el profeta Joel -, pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados» (NA: Los Salmos contienen varias referencias a la invocación del Nombre de Dios: «Invoco al Señor con mi voz y él ME oye desde su montaña santa.» «Yo he invocado el Nombre del Señor. ¡Señor, salva mi alma!». «El Señor está cerca de todos aquellos que le invocan, de quienes le invocan seriamente.» Dos pasajes contienen al mismo tiempo una referencia al modo eucarístico: «Abre tu boca, que quiero llenarla.» «El que hace feliz tu boca a fin de que vuelvas a ser joven como un águila.» Y en Isaías: «No temas, porque Yo te he salvado, Yo te he llamado por tu nombre, tú eres para Mí.» «Buscad al Señor, porque El puede ser encontrado; invocadle, porque El está cerca.» Y Salomón, en el Libro de la Sabiduría: «He invocado, y el Espíritu de la Sabiduría ha venido a mí.»); y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Corintios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación» (NA: En un comentario de San Juan Damasceno, las palabras «invocar» y «acordarse» aparecen para describir o ilustrar una misma idea; ahora bien, es sabido que la palabra árabe dhikr significa a la vez «invocación» y «recuerdo»; de la misma manera, en el Budismo, «pensar en Buda» e «invocar» a Buda se expresa con una misma palabra (NA: buddhânusmriti; el nienfo chino y el nembutsu japonés). Por otra parte, es digno de nota el hecho de que los Hesiquiastas y los Derviches designan la invocación con la misma palabra: los Hesiquiastas llaman «trabajo» la recitación de la «oración de Jesús», mientras que los Derviches llaman «ocupación» o «asunto» (NA: shughl) a toda invocación.). No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así – dice la Centuria de los monjes Calixto e Ignacio – como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre… ha legado a los Suyos estas tres cosas (NA: la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la CARIDAD)… El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (NA: Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada… Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (NA: Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (NA: Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: ‘¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí…’ (NA: Esta fórmula se reduce frecuentemente, sobre todo en los espirituales más avanzados en la vía al simple Nombre de Jesús. «El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios, invocado en la oración. Los ascetas y todos cuantos llevan una vida de oración, desde los anacoretas de la Tebaida y los hesiquiastas del Monte Athos…, insisten sobre todo en esta importancia del Nombre de Dios. Fuera de los oficios, existe para todos los ortodoxos una regla de oraciones, compuestas de salmos y de diferentes plegarias; para los monjes es mucho más considerable. Pero lo que es más importante en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la plegaria, es que es llamada la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.» Esta oración repetida cientos de veces, inclusive indefinidamente, constituye el elemento esencial de toda regla de oración monástica; ella puede, si es necesario, reemplazar los Oficios y todas las demás plegarias, porque su valor es universal. La fuerza de esta oración no reside en su contenido, que es simple y claro (NA: es la oración del peajero), sino en el dulcísimo Nombre de Jesús. Los ascetas dan testimonio de que este Nombre reafirma la fuerza de la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado por este Nombre, sino que El está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo Nombre de Dios, pero hay que decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el Nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha concedido» (NA: S. Boulgakof, La Ortodoxia). 475 UTR: VIII

37. San Vicente de Paúl, al crear la toca de las hermanas de la CARIDAD, tenía la intención de imponerles una suerte de reminiscencia del aislamiento monástico. 731 FSCI 1