Esto nos conduce a repetir una vez más, ya que ese es un punto completamente esencial y sobre el que es indispensable no dejar subsistir ningún equívoco, que la intuición intelectual, única por la cual se obtiene el verdadero conocimiento metafísico, no tiene absolutamente nada en común con esa otra intuición de la que hablan algunos filósofos contemporáneos: ésta es del orden sensible, es propiamente infraracional, mientras que la otra, que es la inteligencia pura, es al contrario supraracional. Pero los modernos, que no conocen nada superior a la razón en el orden de la inteligencia, no conciben siquiera lo que puede ser la intuición intelectual, mientras que las doctrinas de la antigüedad y de la edad media, incluso cuando no tenían más que un carácter simplemente filosófico y, por consiguiente, no podían hacer llamada efectivamente a esta intuición, por eso no reconocían menos expresamente su existencia y su supremacía sobre todas las demás facultades. Es por eso por lo que no hubo «racionalismo» antes de Descartes; eso es también una cosa específicamente moderna, y que, por lo demás, es estrechamente solidaria del «individualismo», puesto que no es nada más que la negación de toda facultad de orden supraindividual. En tanto que los occidentales se obstinen en desconocer o en negar la intuición intelectual, no podrán tener ninguna tradición en el verdadero sentido de esta palabra, y no podrán entenderse tampoco con los auténticos representantes de las civilizaciones orientales, en las que todo está como suspendido de esta intuición, inmutable e infalible en sí misma, y único punto de partida de todo desarrollo conforme a las normas tradicionales. La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO III
Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo que constituye el «racionalismo», cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía un cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el «naturalismo», puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal; por lo demás, «naturalismo» o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una «pseudometafísica» cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad; de ahí el «relativismo» bajo todas sus formas, ya sea el «criticismo» de Kant o el «positivismo» de Augusto Comte; y, puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el «relativismo» es la única conclusión lógica del «racionalismo». Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a destruirse a sí mismo: «Naturaleza» y «devenir», como lo hemos indicado más atrás, son en realidad sinónimos; así pues, un «naturalismo» consecuente consigo mismo no puede ser más que una de esas «filosofías del devenir» de las que ya hemos hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el «evolucionismo»; pero es precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el «racionalismo», al reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma del «evolucionismo» que es el «intuicionismo» bergsoniano, que, bien entendido, no es menos individualista y antimetafísico que el «racionalismo», y que, si critica justamente a éste, cae todavía más bajo al hacer llamada a una facultad propiamente infraracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy significativo, es que aquí ya no se habla más de la «verdad», sino únicamente de la «realidad», reducida exclusivamente al orden sensible solo, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del conocimiento, la substitución de la «verdad» por la «utilidad»; fue el «pragmatismo», al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el «racionalismo», estamos verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al «subconsciente» que marca la inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía «profana» librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como que respetaba lo que ignoraba y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y es de eso de donde procede toda la filosofía moderna. La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO V
Pero basta ya de filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva, cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno; desde el punto de vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una forma tan claramente definida como es posible, las tendencias de tal o cual momento, más bien que crearlas verdaderamente; y, si se puede decir que las dirige hasta un cierto punto, eso no es sino secundariamente y a destiempo. Así, es cierto que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes; pero la influencia que éste ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha limitado únicamente a los filósofos, no habría sido posible si sus concepciones no hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la generalidad de sus contemporáneos; el espíritu moderno se ha reencontrado en el cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo que la que había tenido hasta entonces. Por lo demás, no importa en cuál dominio, un movimiento tan visible como lo ha sido el cartesianismo bajo la relación filosófica es siempre una resultante más bien que un verdadero punto de partida; no es algo espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso; si un hombre como Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, si se puede decir que la encarna en cierto modo bajo un cierto punto de vista, no es sin embargo el único ni el primer responsable, y sería menester remontar mucho más lejos para encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes manifestaciones del espíritu moderno, acabaron la ruptura con la tradición mucho más de lo que la provocaron; para nos, el comienzo de esta ruptura data del siglo XIV, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es menester hacer comenzar los tiempos modernos. La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO V
Los modernos, en general, no conciben otra ciencia que la de las cosas que se miden, se cuentan y se pesan, es decir, una vez más, la de las cosas materiales, ya que es únicamente a éstas a las que se les puede aplicar el punto de vista cuantitativo; y la pretensión de reducir la cualidad a la cantidad es muy característica de la ciencia moderna. En este sentido, se ha llegado a creer que no hay ciencia propiamente dicha allí donde no es posible introducir la medida, y que no hay otras leyes científicas sino las que expresan relaciones cuantitativas; el «mecanicismo» de Descartes ha marcado el comienzo de esta tendencia, que no ha hecho más que acentuarse desde entonces, a pesar del fracaso de la física cartesiana, ya que no está ligada a una teoría determinada, sino a una concepción general del conocimiento científico. Hoy día se quiere aplicar la medida hasta en el dominio psicológico, que, no obstante, se le escapa por su naturaleza misma; se acaba por no comprender ya que la posibilidad de la medida no reposa más que sobre una propiedad inherente a la materia, propiedad que es su divisibilidad indefinida, a menos que se piense que esta propiedad se extiende a todo lo que existe, lo que equivale a materializar todas las cosas. Es la materia, ya lo hemos dicho, la que es principio de división y de multiplicidad pura; el predominio atribuido al punto de vista de la cantidad, y que, como lo hemos mostrado precedentemente, se encuentra hasta en el dominio social, es pues materialismo en el sentido que indicábamos más atrás, aunque no esté necesariamente ligado al materialismo filosófico, al que, por lo demás, ha precedido en el desarrollo de las tendencias del espíritu moderno. No insistiremos sobre lo que hay de ilegítimo en querer reducir la cualidad a la cantidad, ni sobre lo que tienen de insuficiente todas las tentativas de explicación que se vinculan más o menos al tipo «mecanicista»; no es eso lo que nos proponemos, y notaremos solamente, a este respecto, que, incluso en el orden sensible, una ciencia de este género tiene muy poca relación con la realidad cuya parte más considerable se le escapa necesariamente. La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO VII
Nos es menester recordar todavía, aunque ya lo hayamos indicado, que las ciencias modernas no tienen un carácter de conocimiento desinteresado, y que, incluso para aquellos que creen en su valor especulativo, éste no es apenas más que una máscara bajo la cual se ocultan preocupaciones completamente prácticas, pero que permite guardar la ilusión de una falsa intelectualidad. Descartes mismo, al constituir su física, pensaba sobre todo en sacar de ella una mecánica, una medicina y una moral; y con la difusión del empirismo anglosajón, se hizo mucho más todavía; por lo demás, lo que constituye el prestigio de la ciencia a los ojos del gran público, son casi únicamente los resultados prácticos que permite realizar, porque, ahí también, se trata de cosas que pueden verse y tocarse. Decíamos que el «pragmatismo» representa la conclusión de toda la filosofía moderna y su último grado de abatimiento; pero hay también, y desde hace mucho más tiempo, al margen de la filosofía, un «pragmatismo» difuso y no sistematizado, que es al otro lo que el materialismo práctico es al materialismo teórico, y que se confunde con lo que el vulgo llama el «buen sentido». Por lo demás, este utilitarismo casi instintivo es inseparable de la tendencia materialista: el «buen sentido» consiste en no rebasar el horizonte terrestre, así como en no ocuparse de todo lo que no tiene interés práctico inmediato; es para el «buen sentido» sobre todo para quien el mundo sensible es el único «real», y para quien no hay conocimiento que no venga por los sentidos; para él también, este conocimiento restringido mismo no vale sino en la medida en la cual permite dar satisfacción a algunas necesidades materiales, y a veces a un cierto sentimentalismo, ya que, es menester decirlo claramente a riesgo de chocar con el «moralismo» contemporáneo, el sentimiento está en realidad muy cerca de la materia. En todo eso, no queda ningún sitio para la inteligencia, sino en tanto que consiente en servir a la realización de fines prácticos, en no ser más que un simple instrumento sometido a las exigencias de la parte inferior y corporal del individuo humano, o, según una singular expresión de Bergson, «un útil para hacer útiles»; lo que constituye el «pragmatismo» bajo todas sus formas, es la indiferencia total al respecto de la verdad. La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO VII
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«Según Dante, el octavo cielo del Paraíso, el cielo estrellado (o de las estrellas fijas) es el cielo de los Rosa-Cruz: en él los Perfectos están vestidos de blanco; exponen un simbolismo análogo al de los Caballeros de Heredom (La Orden de Heredom de Kilwining es el Gran Capítulo de los altos grados vinculado a la Grande Loge Royale d’Edimbourg, y fundada, según la Tradición, por el rey Robert Bruce (Thory, Acta Latomorum, t. I, p.). El término inglés Heredom (o Heirdom) significa «herencia» (de los Templarios); no obstante, algunos hacen venir esta designación del hebreo Harodim, título dado a aquellos que dirigían a los obreros empleados en la construcción del Templo de Salomón (cf. nuestro artículo sobre este tema en los Études traditionnelles, n de marzo de).); profesan la “doctrina evangélica”, la misma de Lutero, opuesta a la doctrina católica romana». Ésta es la interpretación de Aroux, que da testimonio de esa confusión, frecuente en él, entre los dos dominios del esoterismo y del exoterismo: el verdadero esoterismo debe estar más allá de las oposiciones que se afirman en los movimientos exteriores que agitan el mundo profano, y, si estos movimientos son a veces suscitados o dirigidos invisiblemente por poderosas organizaciones iniciáticas, se puede decir que éstas los dominan sin mezclarse en ellos, de manera que ejercen igualmente su influencia sobre cada uno de los partidos contrarios. Es verdad que los protestantes, y más particularmente los Luteranos, se sirven habitualmente de la palabra «evangélica» para designar su propia doctrina, y, por otra parte, se sabe que el sello de Lutero llevaba una cruz en el centro de una rosa; se sabe también que la organización rosacruciana que manifestó públicamente su existencia en (aquella con la que Descartes buscó vanamente ponerse en relación) se declaraba claramente «antipapista». Pero debemos decir que esa Rosa-Cruz de comienzos del siglo XVII era ya muy exterior, y estaba muy alejada de la verdadera Rosa-Cruz original, la cual no constituyo nunca una sociedad en el sentido propio de esta palabra; y, en cuanto a Lutero, no parece haber sido más que una suerte de agente subalterno, sin duda incluso bastante poco consciente del papel que tenía que jugar; por lo demás, estos diversos puntos nunca han sido completamente elucidados. Esoterismo de Dante CAPÍTULO III
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Los occidentales modernos tienen el hábito de concebir el compuesto humano bajo una forma tan simplificada y tan reducida como es posible, puesto que no le hacen consistir más que en dos elementos, de los cuales uno es el cuerpo, y al otro se le llama indiferentemente alma o espíritu; decimos los occidentales modernos, porque, ciertamente, esa teoría dualista no se ha implantado definitivamente sino después de Descartes. No podemos emprender hacer aquí una historia, siquiera sucinta, de la cuestión; solo diremos que, anteriormente, la idea que se hacían del alma y del cuerpo no conllevaba esta completa oposición de naturaleza que hace su unión verdaderamente inexplicable, y también que había, incluso en occidente, concepciones menos «simplistas», y más aproximadas a las de los orientales, para quienes el ser humano es un conjunto mucho más complejo. Con mayor razón se estaba muy lejos de pensar entonces en este último grado de simplificación que representan las teorías materialistas, más recientes todavía que todas las demás, y según las cuales el hombre ya no es ni siquiera un compuesto, puesto que se reduce a un elemento único, el cuerpo. Entre las antiguas concepciones a las que acabamos de hacer alusión, sin remontar a la Antigüedad, y yendo solo hasta la Edad Media, se encontrarían muchas que consideran en el hombre tres elementos, al distinguir el alma y el espíritu; por lo demás, hay una cierta fluctuación en el empleo de estos dos términos, pero, lo más frecuentemente, el alma es el elemento medio, el elemento al que corresponden en parte lo que algunos modernos han llamado el «principio vital», mientras que solo el espíritu es entonces el ser verdadero, permanente e imperecedero. Es esta concepción ternaria la que los ocultistas, o al menos la mayoría de entre ellos, han querido renovar, introduciendo en ella una terminología especial; pero no han comprendido su sentido verdadero, y le han quitado todo alcance por la manera fantasiosa en que se representan los elementos del ser humano: así, hacen del elemento medio un cuerpo, el «cuerpo astral», que recuerda singularmente al «periespíritu» de los espiritistas. Todas las teorías de este género tienen el defecto de no ser en el fondo más que una suerte de transposición de las concepciones materialistas; este «neoespiritualismo» nos aparece más bien como una suerte de materialismo ensanchado, y este ensanche mismo es también algo ilusorio. Aquello a lo que estas teorías se acercan más, y donde es menester buscar probablemente su origen, son las concepciones «vitalistas», que reducen el elemento medio del compuesto humano a la función de «principio vital» solo, y que apenas parecen admitirle más que para explicar que el espíritu pueda mover el cuerpo, problema insoluble en la hipótesis cartesiana. El vitalismo, porque plantea mal la cuestión, y porque, al no ser en suma más que una teoría de fisiologistas, se coloca en un punto de vista muy especial, da pie a una objeción de lo más simple: o se admite, como Descartes, que la naturaleza del espíritu y la del cuerpo no tienen el menor punto de contacto, y entonces no es posible que haya entre ellos un intermediario o un término medio; o se admite al contrario, como los antiguos, que tienen una cierta afinidad de naturaleza, y entonces el intermediario deviene inútil, ya que esta afinidad basta para explicar que uno pueda actuar sobre el otro. Esta objeción vale contra el vitalismo, y también contra las concepciones «neoespiritualistas» en tanto que proceden de él y en tanto que adoptan su punto de vista; pero, entiéndase bien, no puede nada contra las concepciones que consideran las cosas bajo relaciones completamente diferentes, que son muy anteriores al dualismo cartesiano, y por consiguiente enteramente extrañas a las preocupaciones que éste ha creado, y que miran al hombre como un ser complejo para responder tan exactamente como es posible a la realidad, y no para aportar una solución hipotética a un problema artificial. Por lo demás, desde diversos puntos de vista, se pueden establecer en el ser humano un número más o menos grande de divisiones y de subdivisiones, sin que semejantes concepciones dejen por eso de ser conciliables; lo esencial es que no se divida a este ser humano en dos mitades que parezcan no tener ninguna relación entre ellas, y que no se busque tampoco reunir después estas dos mitades por un tercer término cuya naturaleza, en esas condiciones, no es ni siquiera concebible. El Error Espiritista: DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
No podemos pensar exponer aquí, con todos los desarrollos que conlleva, la teoría metafísica de los estados múltiples del ser; tenemos la intención de consagrarle, cuando lo podamos, uno o varios estudios especiales. Pero podemos indicar al menos el fundamento de esta teoría, que es al mismo tiempo el principio de la demostración de que se trata, y que es el siguiente: la Posibilidad universal y total es necesariamente infinita y no puede ser concebida de otro modo, ya que, al comprender todo y al no dejar nada fuera de ella, no puede estar limitada por nada en absoluto; una limitación de la Posibilidad universal, puesto que debe serle exterior, es propia y literalmente una imposibilidad, es decir, una pura nada. Ahora bien, suponer una repetición en el seno de la Posibilidad universal, como se hace al admitir que haya dos posibilidades particulares idénticas, es suponerle una limitación, ya que la infinitud excluye toda repetición: no es sino en el interior de un conjunto finito donde se puede volver dos veces a un mismo elemento, y todavía ese elemento no sería rigurosamente el mismo más que a condición de que ese conjunto forme un sistema cerrado, condición que no se realiza nunca efectivamente. Desde que el Universo es verdaderamente un todo, o más bien el Todo absoluto, no puede haber en ninguna parte ningún ciclo cerrado: dos posibilidades idénticas no serían más que una sola y misma posibilidad; para que sean verdaderamente dos, es menester que difieran por una condición al menos, y entonces no son idénticas. Nada puede volver nunca al mismo punto, y esto incluso en un conjunto que es solo indefinido (NA: y no ya infinito), como el mundo corporal: mientras se traza un círculo, se efectúa un desplazamiento, y así el círculo no se cierra más que de una manera enteramente ilusoria. No hay en eso más que una simple analogía, pero puede servir para ayudar a comprender que, «a fortiori», en la existencia universal, el retorno a un mismo estado es una imposibilidad: en la Posibilidad total, estas posibilidades particulares que son los estados de existencia condicionados son necesariamente en multiplicidad indefinida; negar esto, es querer limitar la Posibilidad; es menester pues admitirlo, bajo pena de contradicción, y eso basta para que ningún ser pueda volver a pasar dos veces por el mismo estado. Como se ve, esta demostración es extremadamente simple en sí misma, y, si a algunos les cuesta algún trabajo comprenderla, no puede deberse más que al hecho de que les faltan los conocimientos metafísicos más elementales; para esos, quizás fuera necesaria una exposición más desarrollada, pero les rogaremos que esperen, para encontrarla, a que tengamos la ocasión de dar integralmente la teoría de los estados múltiples; en todo caso, pueden estar seguros de que esta demostración, tal como acabamos de formularla en lo que tiene de esencial, no tiene nada que desear bajo el aspecto del rigor. En cuanto a aquellos que se imaginarán que, al rechazar la reencarnación, nos arriesgamos a limitar de otra manera la Posibilidad universal, les responderemos simplemente que no rechazamos más que una imposibilidad, que es nada, y que no aumentaría la suma de las posibilidades más que de una manera absolutamente ilusoria, al no ser más que un puro cero; no se limita la Posibilidad negando una absurdidad cualquiera, por ejemplo diciendo que no puede existir un cuadrado redondo, o que, entre todos los mundos posibles, no puede haber ninguno donde dos y dos sumen cinco; el caso es exactamente el mismo. Hay gentes que, en este orden de ideas, se hacen extraños escrúpulos: así Descartes, cuando atribuía a Dios la «libertad de indiferencia», por temor a limitar la omnipotencia divina (NA: expresión teológica de la Posibilidad universal), y sin apercibirse de que esa «libertad de indiferencia», o la elección en ausencia de toda razón, implica condiciones contradictorias; diremos, para emplear su lenguaje, que una absurdidad no es tal porque Dios lo ha querido arbitrariamente, sino que, al contrario, es porque es una absurdidad por lo que Dios no puede hacer que sea algo, sin que eso implique el menor atentado a su omnipotencia, puesto que absurdidad e imposibilidad son sinónimos. El Error Espiritista: LA REENCARNACIÓN
Nada es más fácil que hacer la crítica de este «optimismo» estúpido que representa, en nuestros contemporáneos, la creencia en el «progreso»; aquí no podemos extendernos en ella, ya que esta discusión nos alejaría mucho del espiritismo, que no representa aquí más que un caso muy particular; esta creencia está extendida igualmente en los medios más diversos, y, naturalmente, cada uno se figura el «progreso» conformemente a sus propias preferencias. El error fundamental, cuyo origen parece que debe atribuirse a Turgot y sobre todo a Fourier, consiste en hablar de «la civilización», de una manera absoluta; eso es una cosa que no existe, ya que ha habido siempre y hay todavía «civilizaciones», cada una de las cuales tiene su desarrollo propio, y además, entre estas civilizaciones, las hay que se han perdido enteramente, y de las cuales aquellas que han nacido más tarde no han recogido ninguna herencia. Tampoco se podría contestar que, en el curso de una civilización, hay periodos de decadencia, ni que un progreso relativo en un cierto dominio pueda ser compensado por una regresión en otros dominios; por lo demás, sería bien difícil a la generalidad de los hombres de un mismo pueblo y de una misma época aplicar igualmente su actividad a las cosas de los órdenes más diferentes. La civilización occidental moderna es, ciertamente, aquella cuyo desarrollo se limita al dominio más restringido de todos; no es muy difícil encontrar quienes sostienen que «el progreso intelectual ha alcanzado un grado desconocido hasta nuestros días», y aquellos que piensan así muestran que ignoran todo de la intelectualidad verdadera; tomar por un «progreso intelectual» lo que no es más que un desarrollo puramente material, limitado al orden de las ciencias experimentales (NA: o más bien de algunas de entre ellas, puesto que hay ciencias experimentales de las que los modernos desconocen hasta la existencia), y sobre todo de sus aplicaciones industriales, es en efecto la más ridícula de todas las ilusiones. Antes al contrario, a partir de la época que se ha convenido llamar el renacimiento, bien erróneamente según nos, ha habido en occidente una formidable regresión intelectual, que ningún progreso material podría compensar; ya hemos hablado de ello en otra parte (NA: Ver los primeros capítulos de nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes.), y volveremos sobre ello de nuevo en su ocasión. En cuanto al supuesto «progreso moral», se trata de un asunto de sentimiento, y por consiguiente de apreciación individual pura y simple; desde este punto de vista, cada uno puede hacerse un «ideal» conforme a sus gustos, y el de los espiritistas y demás demócratas no conviene a todo el mundo; pero los «moralistas», en general, no lo entienden así, y, si tuvieran poder para ello, impondrían a todos su propia concepción, ya que nada es menos tolerante en la práctica que las gentes que sienten la necesidad de predicar la tolerancia y la fraternidad. Sea como sea, la «perfección moral» del hombre, según la idea que se hacen de ella lo más corrientemente, parece ser «desmentida por la experiencia» más bien que al contrario; muchos acontecimientos recientes desmienten aquí a Allan Kardec y a sus adláteres como para que sea útil insistir en ello; pero los soñadores son incorregibles, y, cada vez que estalla una guerra, siempre se encuentran para predecir que será la última; estas gentes que invocan la «experiencia» a todo propósito parecen perfectamente insensibles a todos los «desmentidos» que ella les inflige. En lo que concierne a las razas futuras, siempre se las puede imaginar al gusto de su fantasía; los espiritistas tienen al menos la prudencia de no dar, sobre este punto, esas precisiones que han quedado como monopolio de los teosofistas; se quedan en vagas consideraciones sentimentales, que no valen quizás más en el fondo, pero que tienen la ventaja de ser menos pretenciosas. En fin, conviene destacar que la «ley del progreso» es para sus partidarios una suerte de postulado o de artículo de fe: Allan Kardec afirma que «el hombre debe progresar», y se contenta con agregar que, «si progresa, es que Dios lo quiere así»; si se le hubiera preguntado cómo lo sabía, habría respondido probablemente que los «espíritus» se lo habían dicho; es débil como justificación, pero, ¿se cree que aquellos que emiten las mismas afirmaciones en nombre de la «razón» tienen una posición mucho más fuerte? Es un «racionalismo» que apenas es más que un sentimentalismo disfrazado, y por lo demás no hay absurdidades que no encuentren el medio de recomendarse en la razón; Allan Kardec mismo proclama también que «la fuerza del espiritismo está en su filosofía, en la llamada que hace a la razón, al buen sentido» (NA: Le Livre des Esprits, p..). Ciertamente, el «buen sentido» vulgar, del cual se ha abusado tanto desde que Descartes ha creído deber alabarle de una manera completamente democrática ya, es bien incapaz de pronunciarse con conocimiento de causa sobre la verdad o la falsedad de una idea cualquiera; e inclusive una razón más «filosófica» apenas garantiza mejor a los hombres contra el error. Así pues, ríase tanto como se quiera de Allan Kardec cuando se encuentra satisfecho de afirmar que, «si el hombre progresa, es que Dios lo quiere así»; ¿pero entonces qué será menester pensar de tal sociólogo eminente, representante muy calificado de la «ciencia oficial», que declaraba gravemente (NA: lo hemos oído nos mismo) que, «si la humanidad progresa, es porque tiene una tendencia a progresar»? Las solemnes necedades de la filosofía universitaria son a veces tan grotescas como las divagaciones de los espiritistas; pero éstas, como lo hemos dicho, tienen peligros especiales, que residen concretamente en su carácter «pseudoreligioso», y es por eso por lo que es más urgente denunciarlas y hacer aparecer su inanidad. El Error Espiritista: EL EVOLUCIONISMO ESPIRITISTA
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Antes de ir más lejos, haremos observar que, en lugar de considerar el conjunto de las condiciones que determinan un mundo, como lo hemos hecho en lo que precede, también se podría, desde el mismo punto de vista, considerar aisladamente una de estas condiciones: por ejemplo, entre las condiciones del mundo corporal, el espacio, considerado como el continente de las posibilidades espaciales ( Es importante notar que la condición espacial no basta, por sí sola, para definir un cuerpo como tal; todo cuerpo es necesariamente extenso, es decir, está sometido al espacio ( de donde resulta concretamente su divisibilidad indefinida, que lleva a la absurdidad la concepción atomista ), pero, contrariamente a lo que han pretendido Descartes y otros partidarios de una física «mecanicista», la extensión no constituye en modo alguno toda la naturaleza o la esencia de los cuerpos. ). Es bien evidente que, por definición misma, solo hay las posibilidades espaciales que puedan realizarse en el espacio, pero no es menos evidente que eso no impide a las posibilidades no espaciales realizarse igualmente ( y aquí, limitándonos a la consideración de las posibilidades de manifestación, «realizarse» debe ser tomado como sinónimo de «manifestarse» ), fuera de esta condición particular de existencia que es el espacio. Sin embargo, si el espacio fuera infinito como algunos lo pretenden, no habría lugar en el Universo para ninguna posibilidad no espacial, y, lógicamente, el pensamiento mismo, para tomar el ejemplo más ordinario y más conocido de todos, no podría entonces ser admitido a la existencia sino a condición de ser concebido como extenso, concepción cuya falsedad la reconoce la psicología «profana» misma sin ninguna vacilación; pero, bien lejos de ser infinito, el espacio no es más que uno de los modos posibles de la manifestación, que ella misma no es infinita en modo alguno, incluso en la integralidad de su extensión, con la indefinidad de los modos que implica, cada uno de los cuales es él mismo indefinido ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XXX. ). Observaciones similares se aplicarían igualmente a no importa cuál otra condición especial de existencia; y lo que es verdadero para cada una de estas condiciones tomada aparte lo es también para el conjunto de varias de entre ellas, cuya reunión o cuya combinación determina un mundo. Por lo demás, no hay que decir que es menester que las diferentes condiciones así reunidas sean compatibles entre ellas, y su compatibilidad entraña evidentemente la de los posibles que comprenden respectivamente, con la restricción de que los posibles que están sometidos al conjunto de las condiciones consideradas pueden no constituir más que una parte de aquellos que están comprendidos en cada una de las mismas condiciones consideradas aisladamente de las otras, de donde resulta que estas condiciones, en su integralidad, implicarán, además de su parte común, prolongamientos en diversos sentidos, pertenecientes también al mismo grado de la Existencia universal. Estos prolongamientos, de extensión indefinida, corresponden, en el orden general y cósmico, a lo que son, para un ser particular, los de uno de sus estados, por ejemplo de un estado individual considerado integralmente, más allá de una cierta modalidad definida de este mismo estado, tal como la modalidad corporal en nuestra individualidad humana ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XI; cf. L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. II, y también cap. XII y XIII. ). EMS POSIBLES Y COMPOSIBLES
Ahora, importa destacar que, si se quiere considerar analógicamente la manifestación universal, solo puede decirse que, como la consciencia individual hace la realidad de este mundo especial que está constituido por todas sus modalidades posibles, así también hay algo que hace la realidad del Universo manifestado, pero sin que sea de ningún modo legítimo hacer de este «algo» el equivalente de una facultad individual o de una condición especializada de existencia, lo que sería una concepción eminentemente antropomórfica y antimetafísica. Por consiguiente, es algo que no es ni la consciencia ni el pensamiento, sino algo de lo que la consciencia y el pensamiento no son, por el contrario, sino modos particulares de manifestación; y, si hay una indefinidad de tales modos posibles, que pueden ser considerados como otras tantas atribuciones, directas o indirectas, del Ser universal, análogas en una cierta medida a lo que son para el individuo los papeles jugados en el sueño por sus modalidades o modificaciones múltiples, y por las cuales tampoco él es afectado en su naturaleza íntima, no hay ninguna razón para pretender reducir todas estas atribuciones a una o varias de entre ellas, o al menos no puede haber más que una, que no es otra que esa tendencia sistemática que ya hemos denunciado como incompatible con la universalidad de la metafísica. Estas atribuciones, cualesquiera que sean, son solo aspectos diferentes de este principio único que hace la realidad de toda la manifestación porque es el Ser mismo, y su diversidad no existe más que desde el punto de vista de la manifestación diferenciada, no desde el punto de vista de su principio o del Ser en sí, que es la unidad primordial y verdadera. Eso es verdad incluso para la distinción más universal que se pueda hacer en el Ser, la de la «esencia» y de la «substancia», que son como los dos polos de toda la manifestación; a fortiori ello es así para aspectos mucho más particulares, y por consiguiente, más contingentes y de importancia secundaria ( Hacemos alusión aquí, concretamente, a la distinción del «espíritu» y de la «materia», tal como la plantea, desde Descartes, toda la filosofía occidental, que ha llegado a querer absorber en ella toda la realidad, ya sea en los términos de esta distinción, ya sea solo en uno o en otro de estos dos términos, por encima de los cuales es incapaz de elevarse ( ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues,a parte, cap. VIII ). ): cualquiera que sea el valor que puedan tomar a los ojos del individuo, cuando éste los considera desde su punto de vista especial, hablando propiamente, no son más que simples «accidentes» en el Universo. EMS CONSIDERACIONES ANALÓGICAS SACADAS DEL ESTUDIO DEL ESTADO DE SUEÑO
En suma, si hemos juzgado a propósito decir algunas palabras de la jerarquía de las facultades individuales, es solo porque permite darse cuenta mejor de lo que pueden ser los estados múltiples, dando de ellos en cierto modo como una imagen reducida, comprendida en los límites de la posibilidad individual humana. Esta imagen no puede ser exacta, según su medida, más que si se tienen en cuenta las reservas que hemos formulado en lo que concierne a la aplicación de la analogía; por otra parte, como será tanto mejor cuanto menos restringida sea, conviene hacer entrar ahí, conjuntamente con la noción general de la jerarquía de las facultades, la consideración de los diversos prolongamientos de la individualidad de que hemos tenido la ocasión de hablar precedentemente. Por lo demás, estos prolongamientos, que son de diferentes órdenes, pueden entrar igualmente en las subdivisiones de la jerarquía general; los hay que, siendo en cierto modo de naturaleza orgánica como lo hemos dicho, se vinculan simplemente al orden corporal, pero a condición de ver, incluso aquí, algo de psíquico, puesto que esta manifestación corporal está como envuelta y penetrada a la vez por la manifestación sutil, en la cual tiene su principio inmediato. En verdad, no hay lugar a separar el orden corporal de los demás órdenes individuales ( es decir, de las demás modalidades pertenecientes al mismo estado individual considerado en la integralidad de su extensión ) mucho más profundamente de lo que éstos deben ser separados entre ellos, puesto que el orden corporal se sitúa con ellos a un mismo nivel en el conjunto de la Existencia universal, y por consiguiente en la totalidad de los estados del ser; pero, mientras que las demás distinciones eran desdeñadas y olvidadas, ésta tomaba una importancia exagerada en razón del dualismo «espíritu-materia» cuya concepción ha prevalecido, por causas diversas, en las tendencias filosóficas de todo el occidente moderno ( Ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues,a parte, cap. VIII, y L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. V.- Como ya lo hemos indicado, es a Descartes a quien es menester hacer remontar principalmente el origen y la responsabilidad de este dualismo, aunque sea menester reconocer también que sus concepciones deben su éxito a que no eran en suma más que la expresión sistematizada de tendencias PRE-existentes, las mismas que son propiamente características del espíritu moderno ( Ver La Crise du Monde moderne, PP.-73, edic. francesa ). ). EMS LA JERARQUÍA DE LAS FACULTADES INDIVIDUALES
Ante todo, el simbolismo se nos aparece como especialísimamente adaptado a las exigencias de la naturaleza humana, que no es una naturaleza puramente intelectual, sino que ha menester de una base sensible para elevarse hacia las esferas superiores. Es preciso tomar el compuesto humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; esto es lo que hay tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea comunicable; pero no ocurre así en el hombre. En el fondo, toda expresión, toda formulación, cualquiera que fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente; en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe, pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China, ha conservado siempre ese carácter). De modo general, la forma del lenguaje es analítica, “‘discursiva”, como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso mismo “intuitivo” en cierta manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición inferior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos. Por consiguiente, de no contentarse con la comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al entendimiento límites más o menos estrechos. EMS IV: EL VERBO Y EL SÍMBOLO
Ahora, ¿cómo es que todo ello está tan completamente olvidado por los modernos y que éstos hayan llegado a cambiar el significado atribuido al corazón como antes decíamos? El error se debe sin duda en gran parte al “racionalismo”, queremos decir a la tendencia a identificar pura y simplemente razón e inteligencia, a hacer de la razón toda la inteligencia, o al menos su parte superior, creyendo que nada hay por encima de la razón. Este racionalismo, del cual Descartes es el primer representante claramente caracterizado, ha penetrado desde hace tres siglos todo el pensamiento occidental; y no hablamos sólo del pensamiento propiamente filosófico, sino también del pensamiento común, que ha sido por él influido más o menos indirectamente. Descartes es quien ha pretendido situar en el cerebro la “sede del alma”, porque ahí veía la sede del pensamiento racional; en efecto, a sus ojos todo era lo mismo, siendo el alma para él la “sustancia pensante” y no siendo más que eso. Esta concepción está lejos de ser tan natural como les parece a nuestros contemporáneos, que, por efecto del hábito, han devenido en su mayor parte tan incapaces de liberarse de él como de salir del punto de vista general del dualismo cartesiano, entre los dos términos del cual oscila toda la filosofía ulterior. EMS VII: EL CORAZÓN IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS
Quizás algunos encontrarán que, presentando las cosas en resumen como acabamos de hacer, simplificamos un poco demasiado; y, sin duda, hay ahí algo demasiado complejo en realidad como para que pretendamos exponerlo completamente en algunas líneas; pero pensamos sin embargo que este resumen no altera la verdad histórica en sus rasgos esenciales. Reconocemos de buena gana que sería erróneo considerar a Descartes como el único responsable de toda la desviación intelectual del Occidente moderno, y que incluso, si ha podido ejercer tan gran influencia, es porque sus concepciones correspondían a un estado de espíritu que era ya el de su época, y al cual no ha hecho en suma más que dar una expresión definida y sistemática; pero precisamente por eso el nombre de Descartes toma en cierto modo figura de símbolo, y es por lo que ha podido servir mejor que cualquier otro para representar unas tendencias que existían sin duda antes que él, pero que no habían sido todavía formuladas como lo fueron en su filosofía. EMS VII: EL CORAZÓN IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS
Desde este nuevo punto de vista y con tal transposición, la atribución simultánea al corazón de la inteligencia y del amor se legitima mucho mejor y toma una significación mucho más profunda que en el punto de vista ordinario, pues hay entonces, entre esta inteligencia y este amor, una especie de complementarismo, como si lo que es así designado no representara en el fondo más que dos aspectos de un principio único; esto podrá comprenderse mejor, pensamos, refiriéndonos al simbolismo del fuego: Este simbolismo es tanto más natural y conviene tanto mejor cuanto que se trata del corazón, el cual, como “centro vital”, es propiamente la morada del “calor animador”; es calentando el cuerpo como lo vivifica, así como hace el sol con respecto a nuestro mundo. Aristóteles asimila la vida orgánica al calor, y está de acuerdo en ello con todas las tradiciones orientales; Descartes mismo emplaza en el corazón un “fuego sin luz”, pero que no es para él más que el principio de una teoría fisiológica exclusivamente “mecanicista” como toda su física, lo que, entiéndase bien, no corresponde para nada al punto de vista de los antiguos. EMS VII: EL CORAZÓN IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS
La decadencia no se ha producido de súbito; podrían seguirse sus etapas a través de toda la filosofía moderna. Es la pérdida o el olvido de la verdadera intelectualidad lo que ha hecho posibles esos dos errores que no se oponen sino en apariencia, que son en realidad correlativos y complementarios: racionalismo y sentimentalismo. Desde que se negaba o ignoraba todo conocimiento puramente intelectual, como se ha hecho desde Descartes, debía lógicamente desembocarse, por una parte, en el positivismo, el agnosticismo y todas las aberraciones “cientificistas”, y, por otra, en todas las teorías contemporáneas que, no contentándose con lo que la razón puede dar, buscan otra cosa, pero la buscan por el lado del sentimiento y del instinto, es decir, por debajo y no por encima de la razón, y llegan, con Williams James, por ejemplo, a ver en la subconsciencia el medio por el cual el hombre puede entrar en comunicación con lo Divino. La noción de la verdad, después de haber sido rebajada a mera representación de la realidad sensible, es finalmente identificada por el pragmatismo con la utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente; en efecto, ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones son únicamente materiales y sentimentales? EMS IX: LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
Otra consecuencia resulta además de los caracteres fundamentales respectivos del intelecto y la razón: un conocimiento intuitivo, por ser inmediato, es necesariamente infalible en sí mismo; al contrario, siempre puede introducirse el error en todo conocimiento que es indirecto o mediato, como lo es el conocimiento racional; y se ve por ello cuánto erraba Descartes al querer atribuir la infalibilidad a la razón. Es lo que Aristóteles expresa en estos términos: EMS XV: CORAZÓN Y CEREBRO
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No vamos a retomar aquí la enumeración, que ya hemos dado en la primera parte de este estudio, de los centros que corresponden a los cinco bhûtas y de sus «localizaciones» respectivas (NA: Importa observar que anâtha, que queda próximo a la región del corazón, debe ser distinguido del «loto del corazón», de ocho pétalos, que es la residencia de Purusha: Este último está «situado» en el corazón mismo, considerado como «centro vital» de la individualidad.); estos centros se refieren a los diferentes grados de la manifestación corpórea, y, en el paso de uno al otro, cada grupo de tattwas es «disuelto» en el grupo inmediatamente superior, siendo siempre el más grosero reabsorbido en el más sutil (NA: sthûlânâm sûkshmê layah). En último lugar viene el âjnâ chakra, en el cual están los tattwas sutiles del orden «mental», y en el principio del mismo se halla el monosílabo sagrado Om; el centro en cuestión es denominado así porque es aquí donde es recibida de lo alto (NA: es decir del dominio supra-individual) la orden (âjnâ) o el mandamiento del Guru interior, que es Paramashiva, al cual el «Sí mismo» es en realidad idéntico (NA: Este mandamiento u orden corresponde al «mandato celeste» de la tradición extremo-oriental; por otra parte la denominación de âjnâ chakra podría ser exactamente traducida en árabe por maqâm el-amr, que indica que ello es su reflejo directo, en el ser humano del «mundo» denominado âlam el-amr, de igual modo que, bajo el punto de vista «macrocósmico», el mismo reflejo se sitúa, en nuestro estado de existencia, en el lugar central del «Paraíso Terrestre»; uno podría inclusive deducir de esto consideraciones precisas sobre la modalidad de las manifestaciones «angélicas» en relación al hombre, pero esto se saldría enteramente de nuestro sujeto.). La «localización» de este chakra está en relación directa con el «tercer ojo», que es el «ojo del Conocimiento» (NA: Jnâna-chakshus); el centro cerebral que se le corresponde es la glándula pineal, que no es en punto ninguno el «asiento del alma», según la concepción verdaderamente absurda de Descartes, pero que no por ello tiene una función particularmente importante como órgano de conexión con las modalidades extra-corpóreas del ser humano. Como lo hemos explicado en otra parte, la función del «tercer ojo» se refiere esencialmente al «sentido de la eternidad» y a la restauración del «estado primordial» (NA: estado del cual hemos ya señalado en diversas ocasiones la relación que tiene con Hamsa, bajo la forma del cual Paramashiva es dicho manifestarse en ese centro); el estado de «realización» que corresponde al âjnâ chakra implica consecuentemente la perfección del estado humano, y es aquí donde se encuentra el punto de contacto con los estados superiores del ser, a los cuales se refiere todo lo que queda más allá del estado en cuestión (La visión del «tercer ojo», por la cual el ser queda franqueado de la condición temporal (NA: y que no tiene punto común ninguno con la «clarividencia» de los ocultistas y teósofos), está íntimamente ligada a la función «profética»; es esto a lo que hace alusión el término sánscrito rishi, que significa propiamente «vidente», y que tiene su equivalente exacto en el término hebreo roèh, designación antigua de los profetas, reemplazada ulteriormente por el término nâbi (NA: es decir, «el que habla por inspiración»). Señalaremos todavía, sin poder insistir más en ello, que lo que indicamos en esta nota y en la precedente está en relación con la interpretación esotérica de la Sûrat El-Qadr, que concierne al «descenso» del Qorân.). Estudios sobre Hinduismo: KUNDALINÎ-YOGA (Publicado en V.J., octubre y noviembre de)
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Hay otras cosas que M. Vulliaud no conoce mucho mejor que las doctrinas del Extremo-Oriente, y que empero hubieran debido serle más accesibles, aunque no fuera más que por el hecho de que son occidentales. Así, por ejemplo, el Rosicrucianismo, sobre el cual parece no saber apenas más que los historiadores «profanos» y «oficiales», y del cual parece habérsele escapado su carácter esencialmente hermético; sabe solo que se trata de algo enteramente diferente de la Qabbalah (la idea ocultista y moderna de una «Rosa-Cruz Kabbalística» es en efecto una pura fantasía), pero, para apoyar esta aserción y no quedarse en una simple negación de ello, todavía sería necesario demostrar precisamente, que la Qabbalah y el Hermetismo son dos formas Tradicionales enteramente distintas. Siempre en lo que concierne al Rosicrucianismo, no pensamos que sea posible «procurar una pequeña emoción a los dignatarios de la ciencia clásica» recordando el hecho de que Descartes haya buscado ponerse en relación con los Rosa-Cruz durante su estancia en Alemania (t. II, p.); ya que ese hecho es más que notorio; pero lo que es cierto, es que no pudo llegar a ello, y que el espíritu mismo de sus obras, tan contrario como sea posible a todo esoterismo, es a la vez la prueba y la explicación de aquel fracaso. Es sorprendente ver citar, como el indicio de una posible afiliación de Descartes a la Fraternidad, una dedicatoria (la del Thesaurus mathematicus) que es manifiestamente irónica y en la que al contrario se siente todo el despecho de un hombre que no había podido obtener la afiliación que había buscado. Lo que es todavía más singular, son los errores de M. Vulliaud en lo que concierne a la Masonería; es así que tras haberse burlado de Eliphas Levi, el cual en efecto ha acumulado confusiones cuando ha querido ponerse a hablar de la Qabbalah, M. Vulliaud formula también, al hablar de la Masonería, afirmaciones que no son menos divertidas. Citamos el pasaje siguiente destinado a establecer que no hay ningún lazo entre la Qabbalah y la Masonería: «Hay una precisión por hacer sobre el hecho de limitar la Masonería a las fronteras europeas. La Masonería es universal, mundial. ¿Es igualmente Kabbalística entre los chinos y los negros?» (t. II, p.). Ciertamente, las sociedades secretas chinas y africanas (las últimas se refieren más especialmente a las del Congo) no han tenido ninguna relación con la Qabbalah, pero todavía menos con la Masonería; y si ésta no está «limitada a las fronteras europeas», es únicamente porque los europeos la han introducido en otras partes del mundo. Formas Tradicionales y Ciclos Cósmicos: «LA KABBALA JUDÍA»
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En el comienzo de la filosofía moderna, Bacon considera todavía los tres términos Deus, Homo, Natura como constituyendo tres objetos de conocimiento distintos, a los que hace corresponder respectivamente las tres grandes divisiones de la «filosofía»; solamente, atribuye una importancia preponderante a la «filosofía natural» o ciencia de la Naturaleza, de conformidad con la tendencia «experimentalista» de la mentalidad moderna, que él representa en aquella época, como Descartes, por su lado, representa sobre todo su tendencia «racionalista» (NA: Por lo demás, Descartes también se dedica sobre todo a la «física»; pero pretende construirla por razonamiento deductivo, sobre el modelo de las matemáticas, mientras que Bacon quiere al contrario establecerla sobre una base enteramente experimental.). De alguna manera, no es todavía más que una simple cuestión de «proporciones» (NA: Aparte, bien entendido, de las reservas que habría lugar a hacer sobre la manera completamente profana en que las ciencias se concebían ya entonces; pero aquí hablamos solo de lo que se reconoce como objeto de conocimiento, independientemente del punto de vista bajo el que se considera.); estaba reservado al siglo XIX ver aparecer, en lo que concierne a este mismo ternario, una deformación bastante extraordinaria e inaudita: queremos hablar de la pretendida «ley de los tres estados» de Augusto Comte; pero, como la relación de ésta con aquello de lo que se trata puede no aparecer evidente a primera vista, quizás no serán inútiles algunas explicaciones a este respecto, ya que hay en esto un ejemplo bastante curioso de la manera en que el espíritu moderno puede desnaturalizar un dato de origen tradicional, cuando se atreve a apoderarse de él en lugar de rechazarle pura y simplemente. LA GRAN TRÍADA DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS
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Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de una naturaleza diferente, con la psicología, por ejemplo, que las que tiene con la física o con la fisiología: son, exactamente al mismo título, ciencias de la naturaleza, es decir, ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón la metafísica no podría ser, a ningún grado, dependiente de una tal ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra excusa que ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica, y por tanto propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse a sí misma, puesto que es el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre nada más, por eso mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los que deriva todo el resto, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan, por lo demás, de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y eso es ciertamente legítimo por parte de estas ciencias, puesto que no podrían comportarse de otra manera y vincular sus objetos a principios universales sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última precisión muestra que es menester no pensar tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: es la relatividad misma de sus puntos de vista constitutivos la que les asegura a este respecto una cierta autonomía, cuyo desconocimiento no puede tender más que a provocar conflictos allí donde normalmente no podrían producirse; este error que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes, que no hizo, por lo demás, más que pseudometafísica, y que ni siquiera se interesó en ella más que a título de prefacio a su física, a la que creía dar así fundamentos más sólidos. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en sánscrito, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término sánscrito advaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
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Uno se explica desde entonces por qué el autor ha creído deber hablar, e incluso con insistencia, de nuestro «pensamiento», es decir, de algo que en todo rigor debería ser tenido por inexistente, o al menos no contar para nada cuando se trata de nuestra obra, puesto que no es en lo más mínimo eso lo que hemos puesto en ésta, que es exclusivamente una exposición de datos tradicionales en la cual únicamente la expresión es nuestra; además, estos datos mismos no son en modo alguno el producto de un «pensamiento» cualquiera, en razón misma de su carácter tradicional, que implica esencialmente un origen supraindividual y «no-humano». Donde su error a este respecto aparece quizás más claramente, es cuando pretende que hemos «alcanzado mentalmente» la idea de lo Infinito, lo que, por lo demás, es una imposibilidad; a decir verdad, no la hemos «alcanzado» ni mentalmente ni de ninguna otra manera, ya que esta idea (y todavía este término no puede emplearse en parecido caso sino a condición de desembarazarle de la acepción únicamente «psicológica» que le han dado los modernos) no puede ser aprehendida realmente más que de una manera directa por una intuición inmediata que pertenece, repitámoslo de nuevo, al dominio de la intelectualidad pura; todo lo demás solo son medios destinados a preparar para esta intuición a aquellos que son capaces de ella, y debe entenderse bien que, mientras no se dediquen más que a «pensar» a través de esos medios, no habrán obtenido todavía ningún resultado efectivo, de la misma manera que el que razona o reflexiona sobre lo que se ha convenido llamar comúnmente las «pruebas de la existencia de Dios» no ha llegado a un conocimiento efectivo de la Divinidad. Lo que es menester que se sepa bien, es que los «conceptos» en sí mismos y sobre todo las «abstracciones» no nos interesan lo más mínimo (y, cuando aquí decimos «nos», eso se aplica, por supuesto, a todos aquellos que, como nos mismo, entienden colocarse en un punto de vista estricta e integralmente tradicional), y que abandonamos de muy buena gana todas esas elaboraciones mentales a los filósofos y demás «pensadores» (NA: Para nos, el tipo mismo del «pensador» en el sentido propio de esta palabra es Descartes; el que no es nada más que «pensador» no puede desembocar en efecto más que en el «racionalismo», puesto que es incapaz de rebasar el ejercicio de las facultades puramente individuales y humanas, y puesto que, por consiguiente, ignora necesariamente todo lo que éstas no permiten alcanzar, lo que equivale a decir que no puede ser más que «agnóstico» al respecto de todo lo que pertenece al dominio metafísico y transcendente.). Solamente, cuando uno se encuentra obligado a exponer cosas que son en realidad de un orden completamente diferente, y sobre todo en una lengua occidental, no vemos verdaderamente como uno podría dispensarse de emplear palabras cuya mayor parte, en su uso corriente, no expresan de hecho sino simples conceptos, puesto que no se tienen otras a disposición para tal efecto (NA: Hay que hacer excepción únicamente para las palabras que han pertenecido primeramente a una terminología tradicional, y a las cuales basta naturalmente con restituir su sentido primero. ); si algunos son incapaces de comprender la transposición que es menester efectuar en parecido caso para penetrar el «sentido último», en eso no podemos nada desafortunadamente. ¡En cuanto a querer descubrir en nuestra obra marcas del «límite de nuestro propio conocimiento», eso no merece siquiera que nos detengamos en ello, ya que, además de que no es de «nos» de quien se trata, puesto que nuestra exposición es rigurosamente impersonal por eso mismo de que se refiere a verdades de orden tradicional (y, si no siempre hemos logrado hacer este carácter perfectamente evidente, eso no podría imputarse más que a las dificultades de la expresión) (NA: A propósito de esto, decimos que siempre hemos lamentado que los hábitos de la época actual no nos hayan permitido hacer aparecer nuestras obras bajo la cubierta del más estricto anonimato, lo que al menos hubiera evitado a algunos escribir muchas necedades, y a nos mismo tener demasiado frecuentemente el trabajo de reseñarlas y de rectificarlas.), eso nos recuerda enormemente el caso de los que se imaginan que uno no conoce o que uno no comprende todo aquello de lo que uno se ha abstenido voluntariamente de hablar! Iniciación y Realización Espiritual: METAFÍSICA Y DIALÉCTICA
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La civilización occidental moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: entre todas aquellas que nos son conocidas más o menos completamente, esta civilización es la única que se ha desarrollado en un aspecto puramente material, y este desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido llamar el Renacimiento, ha sido acompañado, como debía de serlo fatalmente, de una regresión intelectual correspondiente; no decimos equivalente, ya que se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Esa regresión ha llegado a tal punto que los occidentales de hoy día ya no saben lo que puede ser la intelectualidad pura, y ya no sospechan siquiera que nada de tal pueda existir; de ahí su desdén, no solo por las civilizaciones orientales, sino inclusive por la edad media europea, cuyo espíritu no se les escapa apenas menos completamente. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento completamente especulativo a gentes para quienes la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a fines prácticos, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida en que es susceptible de concluir en aplicaciones industriales? No exageramos nada; no hay más que mirar alrededor de uno para darse cuenta de que tal es enteramente la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de Bacon y de Descartes, no podría sino confirmar también estas constataciones. Recordaremos sólo que Descartes ha limitado la inteligencia a la razón, que ha asignado como único papel, a lo que él creía poder llamar metafísica, servir de fundamento a la física, y que esa física misma estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, a saber, la mecánica, la medicina y la moral, último término del saber humano tal como él lo concebía; las tendencias que Descartes afirmaba así ¿no son ya esas mismas que caracterizan a primera vista todo el desarrollo del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional, era abrir la vía que debía conducir lógicamente, por una parte, al positivismo y al agnosticismo, que sacan su provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por otra, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas, que se esfuerzan en buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que, en nuestros días, quieren reaccionar contra el racionalismo, por ello no aceptan menos la identificación de la inteligencia entera únicamente con la razón, y creen que ésta no es más que una facultad completamente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson ha escrito textualmente esto: «La inteligencia, considerada en lo que parece ser su medio original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular útiles para hacer útiles (sic), y de variar indefinidamente su fabricación» (L’Evolution créatrice, p..). Y también: «La inteligencia, incluso cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en esa operación: aplica formas que son las mismas de la materia inorganizada. La inteligencia está hecha para ese género de trabajo. Solo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es eso lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad» (Ibid., p..). En estos últimos rasgos, se reconoce sin esfuerzo que no es la inteligencia misma la que está en causa, sino simplemente la concepción cartesiana de la inteligencia, lo que es muy diferente; y, a la superstición de la razón, es decir, la «filosofía nueva», como dicen sus adherentes, la ha sustituido otra, más grosera todavía por algunos lados, a saber, la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba subsistir al menos la verdad relativa; pero el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad a no ser más que una representación de la realidad sensible, con todo lo que tiene de inconsistente y de incesantemente cambiante; finalmente, el pragmatismo acaba de hacer desvanecerse la noción misma de verdad al identificarla a la de utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente. Si bien hemos esquematizado un poco las cosas, sin embargo no las hemos desfigurado de ninguna manera, y, cualesquiera que hayan podido ser las fases intermediarias, las tendencias fundamentales son efectivamente las que acabamos de decir; puesto que van hasta el final, los pragmatistas se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, que son únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales, encuentran toda satisfacción en la industria y en la moral, dos dominios en los que se prescinde muy bien, en efecto, de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado de un solo golpe a esta extremidad, y muchos europeos protestarán de que no están todavía ahí; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están en una fase más «avanzada», si se puede decir, de la misma civilización: tanto mentalmente como geográficamente, la América actual es el «Extremo Occidente»; y, sin duda ninguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el presente estado de cosas, Europa seguirá en la misma dirección. Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO
De todas las supersticiones predicadas por aquellos mismos que hacen profesión de declamar a todo propósito contra la «superstición», la de la «ciencia» y la «razón» es la única que, a primera vista, no parece reposar sobre una base sentimental; pero hay a veces un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como lo prueba muy bien la pasión que le aportan sus partidarios, el odio del que dan testimonio contra todo lo que es contrario a sus tendencias o rebase su comprehensión. Por lo demás, en todo caso, puesto que el racionalismo corresponde a una disminución de la intelectualidad, es natural que en su desarrollo vaya a la par con el del sentimentalismo, así como lo hemos explicado en el capítulo precedente; solamente, cada una de estas dos tendencias puede ser representada más especialmente por algunas individualidades o por algunas corrientes de pensamiento, y, en razón de las expresiones más o menos exclusivas y sistemáticas que son llevadas a revestir, puede incluso haber entre ellas conflictos aparentes que disimulan su solidaridad profunda a los ojos de los observadores superficiales. El racionalismo moderno comienza en suma con Descartes (aunque había tenido algunos precursores en el siglo XVI), y se puede seguir su rastro a través de toda la filosofía moderna, no menos que en el dominio propiamente científico; la reacción actual del intuicionismo y del pragmatismo contra este racionalismo nos proporciona el ejemplo de uno de esos conflictos, y hemos visto no obstante que Bergson aceptaba perfectamente la definición cartesiana de la inteligencia; no es la naturaleza de ésta la que se cuestiona, sino sólo su supremacía. En el siglo XVIII, hubo también antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau; y no obstante uno y otro sirvieron igualmente a la preparación del movimiento revolucionario, lo que muestra que entraban bien en la unidad negativa del espíritu antitradicional. Si relacionamos este ejemplo con el precedente, no es porque prestemos a Bergson ningún trasfondo político; pero no podemos evitar pensar en la utilización de sus ideas en algunos medios sindicalistas, sobre todo en Inglaterra, mientras que, en otros medios del mismo género, el espíritu «cientificista» es más honrado que nunca. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de los «dirigentes» de la mentalidad moderna consiste en favorecer alternativa o simultáneamente una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, estableciendo entre ellas una suerte de dosificación, por un juego de equilibrio que responde a preocupaciones ciertamente más políticas que intelectuales; por lo demás, esta habilidad puede no ser siempre querida, y por nuestra parte no tratamos de poner en duda la sinceridad de ningún sabio, historiador o filósofo; pero éstos no son frecuentemente más que «dirigentes» aparentes, y pueden ser ellos mismos dirigidos o influenciados sin darse cuenta de ello en lo más mínimo. Además, el uso que se hace de sus ideas no responde siempre a sus propias intenciones, y sería un error hacerles directamente responsables o reprocharles no haber previsto algunas consecuencias más o menos lejanas de ellas; pero basta que esas ideas sean conformes a una u otra de las dos tendencias de que hablamos para que sean utilizables en el sentido que acabamos de decir; y, dado el estado de anarquía intelectual en el que está hundido el Occidente, todo pasa como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. No queremos insistir más en esto, pero nos es muy difícil no volver a ello de vez en cuando, ya que no podemos admitir que una raza entera sea pura y simplemente sacudida por una suerte de locura que dura desde hace varios siglos, y es menester que, a pesar de todo, haya algo que dé una significación a la civilización moderna; no creemos en el azar, y estamos convencidos de que todo lo que existe debe tener una causa; aquellos que son de otra opinión son libres de dejar a un lado este orden de consideraciones. Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA
La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal, de los que todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente; así pues, allí donde la metafísica está ausente, todo conocimiento que subsiste, en cualquier orden que sea, carece verdaderamente de principio, y, si con eso gana algo en independencia (no de derecho sino de hecho), pierde mucho más en alcance y en profundidad. Por esto es por lo que la ciencia occidental es, si se puede decir, completamente superficial; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara inaccesible para justificar su impotencia a este respecto; así su interés es mucho más práctico que especulativo. Si a veces hay ensayos de unificación de ese saber eminentemente analítico, son puramente artificiales y no reposan nunca más que sobre hipótesis más o menos arriesgadas; así se derrumban unas tras otras, y no parece que una teoría científica de alguna amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como una resultante y una conclusión del análisis es radicalmente falsa; la verdad es que, por el análisis, no se puede llegar nunca a una síntesis digna de este nombre, porque son cosas que no son del mismo orden; y la naturaleza del análisis es poder proseguirse indefinidamente, si el dominio en el que se ejerce es susceptible de una tal extensión, sin que por ello se esté más avanzado en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto sobre ese dominio; con mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener un vinculamiento a principios de orden superior. El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce por la multiplicación sin cesar creciente de las «especialidades», cuyos peligros Augusto Comte mismo no ha podido evitar denunciar; esta «especialización», tan elogiada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», es con toda seguridad el mejor medio de adquirir esa «miopía intelectual» que parece formar parte de las cualificaciones requeridas del perfecto «cientificista», y sin la cual, por lo demás, el «cientificismo» mismo no tendría apenas audiencia. Así pues, los «especialistas», desde que se les saca de su dominio, hacen prueba generalmente de una increíble ingenuidad; nada es más fácil que imponerse a ellos, y eso es lo que suscita una buena parte del éxito de las teorías más descabelladas, por poco cuidado que se tenga en llamarlas «científicas»; las hipótesis más gratuitas, como la de la «evolución» por ejemplo, toman entonces figura de «leyes» y son tenidas por probadas; si ese éxito no es más que pasajero, se dejan a un lado para encontrar seguidamente otra cosa, que es siempre aceptada con una igual facilidad. Las falsas síntesis, que se esfuerzan en sacar lo superior de lo inferior (curiosa transposición de la concepción democrática), no pueden ser nunca más que hipotéticas; al contrario, la verdadera síntesis, que parte de los principios, participa de su certeza; pero, bien entendido, para eso es menester partir de verdaderos principios, y no de simples hipótesis filosóficas a la manera de Descartes. En suma, la ciencia, al desconocer los principios y al negarse a vincularse a ellos, se priva a la vez de la garantía más alta que pueda recibir y de la dirección más segura que pueda dársele; ya no es válido en ella más que los conocimientos de detalle, y, cuando quiere elevarse un grado, deviene dudosa y vacilante. Otra consecuencia de lo que acabamos de decir en cuanto a las relaciones del análisis y de la síntesis, es que el desarrollo de la ciencia, tal como le conciben los modernos, no extiende realmente su dominio: la suma de los conocimientos parciales puede crecer indefinidamente en el interior de ese dominio, no por profundización, sino por división y subdivisión llevadas cada vez más lejos; es verdaderamente la ciencia de la materia y de la multitud. Por lo demás, aunque hubiera una extensión real, lo que puede ocurrir excepcionalmente, sería siempre en el mismo orden, y esa ciencia no sería por eso capaz de elevarse más alto; constituida como lo está, se encuentra separada de los principios por un abismo que nada puede, no decimos hacerle franquear, sino disminuir siquiera en las más ínfimas proporciones. Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA
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Es aquí donde interviene, para rectificar esa falsa noción, o más bien para reemplazarla por una concepción verdadera de las cosas (En todo rigor lógico, hay lugar a hacer una distinción entre «falsa noción» (o, si se quiere, «pseudonoción») y «noción falsa»: una «noción falsa» es la que no corresponde adecuadamente a la realidad, aunque se le corresponde no obstante en una cierta medida; al contrario, una «falsa noción» es la que implica contradicción, como es el caso aquí, y la que así no es verdaderamente una noción, ni siquiera falsa, aunque tenga la apariencia de ello para los que no se dan cuenta de la contradicción, ya que, puesto que no expresa más que lo imposible, que es lo mismo que nada, no corresponde absolutamente a nada; una «noción falsa» es susceptible de ser rectificada, pero una «falsa noción» no puede ser más que rechazada pura y simplemente.), la idea de lo indefinido, que es precisamente la idea de un desarrollo de posibilidades cuyos límites no podemos alcanzar actualmente; y por eso consideramos como fundamental, en todas las cuestiones donde aparece el pretendido infinito matemático, la distinción del Infinito y de lo indefinido. Es sin duda a eso a lo que respondía, en la intención de sus autores, la distinción escolástica de infinitum absolutum y del infinitum secundum quid; y es ciertamente deplorable que Leibniz, que no obstante ha tomado tanto de la escolástica, haya descuidado o ignorado ésta, ya que, por imperfecta que fuera la forma bajo la que estaba expresada, hubiera podido servirle para responder bastante fácilmente a ciertas de las objeciones suscitadas contra su método. Por el contrario, parece que Descartes había intentado establecer la distinción de que se trata, pero está muy lejos de haberla expresado e incluso concebido con una precisión suficiente, puesto que, según él, lo indefinido es aquello cuyos límites no vemos, y que en realidad podría ser infinito, aunque no podamos afirmar que lo sea, mientras que la verdad es que, al contrario, podemos afirmar que no lo es, y que no hay necesidad ninguna de ver sus límites para estar ciertos de que esos límites existen; así pues, se ve cuan vago y embarullado está todo esto, y siempre a causa de la misma falta de principio. Descartes dice en efecto: «Y para nosotros, al ver cosas en las que, según algunos sentidos (Estos términos parecen querer recordar el secundum quid escolástico y así, pudiera ser que la intención primera de la frase que citamos haya sido criticar indirectamente la expresión infinitum secundum quid.), no observamos límites, no aseguramos por eso que sean infinitas, sino que las estimaremos solamente indefinidas (Principes de la Philosophie, I,.)». Y da como ejemplos de ello la extensión y la divisibilidad de los cuerpos; no asegura que estas cosas sean infinitas, pero no obstante no parece tampoco querer negarlo formalmente, tanto más cuanto que llega a declarar que no quiere «enredarse en las disputas del infinito», lo que es una manera demasiado simple de sortear las dificultades, y aunque diga un poco más adelante que «si bien observamos en ellas propiedades que nos parecen no tener límites, no dejaremos de reconocer que eso procede del defecto de nuestro entendimiento, y no de su naturaleza» (Ibid., I,. ). En suma, con justa razón, quiere reservar el nombre de infinito a lo que no puede tener ningún límite; pero, por una parte, no parece saber, con la certeza absoluta que implica todo conocimiento metafísico, que lo que no tiene ningún límite no puede ser nada más que el Todo universal, y por otra, la noción misma de lo indefinido tiene necesidad de ser precisada mucho más de lo que la precisa él; si lo hubiera sido, sin duda un gran número de confusiones ulteriores no se habrían producido tan fácilmente (Es así como Varignon, en su correspondencia con Leibniz, al respecto del cálculo infinitesimal, emplea indistintamente las palabras «infinito» e «indefinido», como si fueran más o menos sinónimos, o como si al menos fuera en cierto modo indiferente tomar uno por otro, mientras que, al contrario, es la diferencia de sus significaciones la que, en todas estas discusiones, hubiera debido ser considerada como el punto esencial.). Los principios del cálculo infinitesimal INFINITO E INDEFINIDO
Como hemos visto, Leibniz no admite de ningún modo el «número infinito», puesto que, al contrario, declaraba expresamente que éste, en cualquier sentido que se le quiera entender, implica contradicción; pero por el contrario, admite lo que llama una «multitud infinita», sin precisar siquiera, como lo habrían hecho al menos los escolásticos, que, en todo caso, eso no puede ser más que un infinitum secundum quid; y, para él, la sucesión de los números es un ejemplo de una tal multitud. Sin embargo, por otro lado, en el dominio cuantitativo, e incluso en lo que concierne a la magnitud continua, la idea del infinito le parece siempre sospechosa de contradicción al menos posible, ya que, lejos de ser una idea adecuada, conlleva inevitablemente una cierta parte de confusión, y nosotros no podemos estar ciertos de que una idea no implica ninguna contradicción más que cuando concebimos distintamente todos sus elementos (Descartes hablaba sólo de «ideas claras y distintas»; Leibniz precisa que una idea puede ser clara sin ser distinta, sólo si permite reconocer su objeto y distinguirle de todas las demás cosas, mientras que una idea distinta es la que no sólo es «distinguiente» en este sentido, sino «distinguida» en sus elementos; por lo demás, una idea puede ser más o menos distinta, y la idea adecuada es la que lo es completamente y en todos sus elementos; pero, mientras que Descartes creía que se podían tener ideas «claras y distintas» de todas las cosas, Leibniz estima al contrario que las ideas matemáticas son las únicas que pueden ser adecuadas, puesto que sus elementos son en cierto modo en número definido, mientras que todas las demás ideas envuelven una multitud de elementos cuyo análisis no puede ser acabado nunca, de tal suerte que las mismas permanecen siempre parcialmente confusas. ); esto apenas permite acordar a esa idea más que un carácter «simbólico», diríamos más bien «representativo», y es por eso por lo que Leibniz no se atrevió nunca, así como lo veremos más adelante, a pronunciarse claramente sobre la realidad de los «infinitamente pequeños»; pero esta dificultad misma y esta actitud dubitativa hacen que se destaque mejor todavía la falta de principio que le hacía admitir que se pueda hablar de una «multitud infinita». Uno podría preguntarse también, después de eso, si no pensaba que una tal multitud, para ser «infinita» como él dice, no sólo no debía ser «numerable», lo que es evidente, sino que ni siquiera debía ser de ninguna manera cuantitativa, tomando la cantidad en toda su extensión y bajo todos sus modos; eso podría ser verdad en algunos casos, pero no en todos; sea lo que sea, ese es también un punto sobre el que nunca se ha explicado claramente. Los principios del cálculo infinitesimal LA MULTITUD INNUMERABLE
No vamos a examinar aquí la cuestión de las demás formas posibles de la continuidad, independientes de su forma espacial; en efecto, es siempre a ésta a la que es menester volver cuando se consideran magnitudes, y así su consideración basta para todo lo que se refiere a las cantidades infinitesimales. No obstante, debemos agregar a eso la continuidad del tiempo, ya que, contrariamente a la extraña opinión de Descartes sobre este tema, el tiempo es realmente continuo en sí mismo, y no sólo en la representación espacial por el movimiento que sirve para su medida (Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. V. ). A este respecto, se podría decir que el movimiento es en cierto modo doblemente continuo, ya que lo es a la vez por su condición espacial y por su condición temporal; y esta suerte de combinación del tiempo y del espacio, de donde resulta el movimiento, no sería posible si uno fuera discontinuo mientras que el otro es continuo. Esta consideración permite además introducir la continuidad en algunas categorías de fenómenos naturales que se refieren más directamente al tiempo que al espacio, aunque se cumplen en el uno y en el otro igualmente, como, por ejemplo, el proceso de un desarrollo orgánico cualquiera. Por lo demás, para la composición del continuo temporal, se podría repetir todo lo que hemos dicho para la composición del continuo espacial, y, en virtud de esa suerte de simetría que existe bajo algunas relaciones, como lo hemos explicado en otra parte, entre el espacio y el tiempo, se llegaría a unas conclusiones estrictamente análogas: los instantes, concebidos como indivisibles, ya no son partes de la duración como los puntos no son partes de la extensión, así como lo reconocía igualmente Leibniz, y, por lo demás, eso era también una tesis completamente corriente en los escolásticos; en suma, es un carácter general de todo continuo el hecho de que su naturaleza no conlleva la existencia de «últimos elementos». Los principios del cálculo infinitesimal INFINITO Y CONTINUO
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En el capítulo precedente, hemos hablado de complementarios, no de contrarios; importa no confundir estas dos nociones, como se hace a veces equivocadamente, y no tomar el complementarismo por una oposición. Lo que puede dar lugar a algunas confusiones a este respecto, es que ocurre a veces que las mismas cosas aparecen como contrarias o como complementarias según el punto de vista desde el que se las considere; en este caso, se puede decir siempre que la oposición corresponde al punto de vista más inferior o más superficial, mientras que el complementarismo, en el que esa oposición se encuentra en cierto modo conciliada y ya resuelta, corresponde por eso mismo a un punto de vista más elevado o más profundo, así como lo hemos explicado en otra parte ( Ver La Crisis del mundo moderno, PP.-44, ed. francesa. ). La unidad principial exige en efecto que no haya oposiciones irreductibles ( Por consiguiente, todo “dualismo”, ya sea de orden teológico como el que se atribuye a los maniqueos, o de orden filosófico como el de Descartes, es una concepción radicalmente falsa. ); así pues, si es verdadero que la oposición entre dos términos existe en las apariencias y que posee una realidad relativa en un cierto nivel de existencia, esta oposición debe desaparecer como tal y resolverse armónicamente, por síntesis o integración, al pasar a un nivel superior. Pretender que ello no es así, sería querer introducir el desequilibrio hasta en el orden principial mismo, mientras que, como lo decíamos más atrás, todos los desequilibrios que constituyen los elementos de la manifestación considerados “distintivamente” concurren necesariamente al equilibrio total, que nada puede afectar ni destruir. El complementarismo mismo, que todavía es dualidad, a un cierto grado, debe desvanecerse ante la Unidad, puesto que sus dos términos se equilibran y se neutralizan en cierto modo y se unen hasta fusionarse indisolublemente en la indiferenciación primordial. Simbolismo de la Cruz VII
Lo que es destacable, y lo que muestra bien el valor tradicional de la fórmula que acabamos de explicar así, es que la misma se encuentra textualmente en la Biblia hebraica, en el relato de la manifestación de Dios a Moisés en la Zarza ardiente ( NA: En algunas escuelas de esoterismo islámico, la “Zarza ardiente”, soporte de la manifestación Divina, se toma como símbolo de la apariencia individual que subsiste cuando el ser ha llegado a la “Identidad Suprema”, en el caso que corresponde al del jîvan-mukta en la doctrina hindú ( ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XXIII ): es el corazón que resplandece de la luz de la Shekinah, por la presencia efectivamente realizada del “Supremo Sí mismo” en el centro de la individualidad humana. ): al preguntar-Le Moisés cuál es Su Nombre, Él responde: Eheieh asher Eheieh ( Éxodo, III,. ), lo que se traduce más habitualmente por: “Yo soy El que soy” ( o “Lo que Yo soy” ), pero cuya significación más exacta es: “El Ser es El Ser” ( En efecto, Eheieh no debe considerarse aquí un verbo, sino un nombre, así como lo muestra la continuación del texto, en el que se prescribe a Moisés que diga al pueblo “Eheieh ME ha enviado hacia vosotros”. En cuanto al pronombre relativo asher, “el cual”, cuando desempeña el papel de “cópula” como es el caso aquí, tiene el sentido del verbo “ser”, cuyo lugar ocupa en la proposición. ). Hay dos maneras diferentes de considerar la constitución de esta fórmula, de las cuales la primera consiste en descomponerla en tres estadios sucesivos y graduales, según el orden mismo de las tres palabras de las cuales está formada: Eheieh, “El Ser”; Eheieh asher, “El Ser es”; Eheieh asher Eheieh, “El Ser es El Ser”. En efecto, una vez enunciado el Ser, lo que se puede decir de él ( y sería menester agregar: lo que no se puede no decir de él ), es primeramente que Él es, y después que Él es El Ser; estas afirmaciones necesarias constituyen esencialmente toda la ontología en el sentido propio de esta palabra ( NA: El famoso “argumento ontológico” de San Anselmo y de Descartes, que ha dado lugar a tantas discusiones, y que, en efecto, es muy contestable bajo la forma “dialéctica” en la que se ha presentado, deviene perfectamente inútil, así como todo otro razonamiento, si, en lugar de hablar de la “existencia de Dios” ( lo que implica por lo demás una equivocación sobre la significación de la palabra “existencia” ), se enuncia simplemente esta fórmula: “El Ser es”, que es de la evidencia más inmediata, puesto que depende de la intuición intelectual y no de la razón discursiva ( ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, PP.-115, ed. francesa ). ). La segunda manera de considerar la misma fórmula, es enunciar primeramente el primer Eheieh de la fórmula, y después el segundo como el reflejo del primero en un espejo ( imagen de la contemplación del Ser por Sí mismo ); en tercer lugar, la “cópula” asher viene a colocarse entre estos dos términos como un lazo que expresa su relación recíproca. Esto corresponde exactamente a lo que hemos expuesto precedentemente: el punto, primeramente único, se desdobla después por una polarización que es también una reflexión, y entonces se establece entre los dos puntos la relación de distancia ( relación esencialmente recíproca ) por el hecho mismo de su situación uno frente al otro ( Apenas hay necesidad de hacer destacar que, siendo el Eheieh hebraico el Ser puro, el sentido de este nombre divino se identifica muy exactamente al del Ishvara de la doctrina hindú, que contiene igualmente en Sí mismo el ternario Sachchidânanda. ). Simbolismo de la Cruz XVII
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La decadencia no se ha producido de súbito; podrían seguirse sus etapas a través de toda la filosofía moderna. Es la pérdida o el olvido de la verdadera intelectualidad lo que ha hecho posibles esos dos errores que no se oponen sino en apariencia, que son en realidad correlativos y complementarios: racionalismo y sentimentalismo. Desde que se negaba o ignoraba todo conocimiento puramente intelectual, como se ha hecho desde Descartes, debía lógicamente desembocarse, por una parte, en el positivismo, el agnosticismo y todas las aberraciones “cientificistas”, y, por otra, en todas las teorías contemporáneas que, no contentándose con lo que la razón puede dar, buscan otra cosa, pero la buscan por el lado del sentimiento y del instinto, es decir, por debajo y no por encima de la razón, y llegan, con William. James por ejemplo, a ver en la subconsciencia el medio por el cual el hombre puede entrar en comunicación con lo Divino. La noción de la verdad, después de haber sido rebajada a mera representación de la realidad sensible, es finalmente identificada por el pragmatismo con la utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente; en efecto, ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones son únicamente materiales y sentimentales? SFCS: LA REFORMA DE LA MENTALIDAD MODERNA
Ante todo, el simbolismo se nos aparece como especialísimamente adaptado a las exigencias de la naturaleza humana, que no es una naturaleza puramente intelectual, sino que ha menester de una base sensible para elevarse hacia las esferas superiores. Es preciso tomar el compuesto humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; esto es lo que hay tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea comunicable; pero no ocurre así en el hombre. En el fondo, toda expresión, toda formulación, cualquiera fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente; en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe, pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China, ha conservado siempre ese carácter). De modo general, la forma del lenguaje es analítica, “discursiva”, como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso mismo “intuitivo” en cierta manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición inferior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos. Por consiguiente, de no contentarse con la comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al entendimiento límites más o menos estrechos. SFCS: EL VERBO Y EL SIMBOLO
En realidad, el arco iris no tiene siete colores, sino solamente seis; y no hace falta reflexionar demasiado para darse cuenta de ello, pues basta apelar a las más elementales nociones de física: hay tres colores fundamentales, el azul, el amarillo y el rojo, y tres colores complementarios de ellos, es decir, respectivamente, el anaranjado, el violeta y el verde, o sea, en total, seis colores. Existe también, naturalmente, una infinidad de matices intermediarios, y la transición de uno a otro se opera en realidad de manera continua e insensible; pero evidentemente no hay ninguna razón valedera para agregar uno cualquiera de esos matices a la lista de los colores, pues si no se podría igualmente considerar toda una multitud, y, en tales condiciones, la limitación misma de los colores a siete se hace, en el fondo, incomprensible; no sabemos si algún adversario del simbolismo ha hecho nunca esta observaciosn, pero en tal caso sería bien sorprendente que no haya aprovechado la oportunidad para calificar a ese número de “arbitrario”. El índigo, que se acostumbra enumerar entre los colores del arco iris, no es en realidad sino un simple matiz intermediario entre el violeta y el azul (La designación misma de “índigo” es manifiestamente moderna, pero puede que haya reemplazado a alguna otra designación más antigua, o que ese matiz mismo haya en alguna época sustituido a otro para completar el septenario vulgar de los colores; para verificarlo, sería necesario, naturalmente, emprender investigaciones históricas para las cuales no disponemos del tiempo ni del material necesarios; pero este punto, por lo demás, no tiene para nosotros sino una importancia enteramente secundaria, ya que nos proponemos solo mostrar en qué es errónea la concepción actual expresada por la enumeración ordinaria de los colores del arco iris, y cómo deforma la verdadera concepción tradicional), y no hay más razón para considerarlo como un color distinto de la que habría para considerar del mismo modo cualquier otro matiz, como, por ejemplo, un azul verdoso o amarillento; además, la introducción de ese matiz en la enumeracioón de los colores destruye por completo, la armonía de la distribución de los mismos, la cual, si, al contrario, nos atenemos a la noción correcta, se efectúa regularmente. según un esquema geométrico muy simple y a la vez muy significativo desde el punto de vista simbólico. En efecto, pueden colocarse los tres colores fundamentales en los vértices de un triángulo y los tres complementarios respectivos en los de un segundo triángulo inverso con respecto al primero, de modo que cada color fundamental y su complementario se encuentren situados en dos puntos diametralmente opuestos; y se ve que la figura así formada no es sino la del “sello de Salomón”. Si se traza la circunferencia en la cual ese doble triángulo se inscribe, cada uno de los colores complementarios ocupará en ella el punto medio del arco comprendido entre los puntos donde se sitúan los dos colores fundamentales cuya combinación lo produce (y que son, por supuesto, los dos colores fundamentales distintos de aquel que tiene por complementario el color considerado); los matices intermediarios corresponderán, naturalmente, a todos los demás puntos de la circunferencia (Si se quisiera considerar un color intermedio entre cada uno de los seis principales, como lo es el índigo entre el violeta y el azul, se tendrían en total doce colores y no siete; y, si se quisiera llevar aún más lejos la distinción de los matices, sería preciso, siempre por evidentes razones de sistema, establecer un mismo número de divisiones en cada uno de los intervalos comprendidos entre dos colores; no es, en suma, sino una aplicación enteramente elemental del principio de razón suficiente) pero, en el doble triángulo, que es aquí lo esencial, evidentemente no hay lugar sino para seis colores (Podemos observar de paso que el hecho de que los colores visibles ocupen así la totalidad de la circunferencia y se unan en ella sin discontinuidad alguna muestra que constituyen real y verdaderamente un ciclo completo (participando a la vez el violeta del azul, del que es vecino, y del rojo, que se encuentra en el otro borde del arco iris), y que, por consiguiente, las demás radiaciones solares no visibles, como las que la física moderna llama “rayos infrarrojos” y “ultravioletas”, no pertenecen en modo alguno a la luz y son de naturaleza enteramente diferente de ésta; no hay, pues, como algunos parecen creerlo, “colores” que una imperfección de nuestros órganos nos impide ver, pues esos supuestos colores no podrían situarse en ningún lugar del círculo, y seguramente no podría sostenerse que éste sea una figura imperfecta o que presente alguna discontinuidad). Estas consideraciones podrían inclusive parecer demasiado simples para que fuera útil insistir tanto en ellas; pero, a decir verdad, es menester muy a menudo recordar cosas de este género, para rectificar las ideas comúnmente aceptadas, pues lo que debería ser lo más inmediatamente aparente es precisamente lo que la mayoría de la gente no sabe ver; el “buen sentido” verdadero es muy diferente del “sentido común” con el cual se tiene la fastidiosa costumbre de confundirlo, y sin duda alguna está muy lejos de ser, como lo pretendía Descartes, “la cosa mejor repartida del mundo”. SFCS: LOS SIETE RAYOS Y EL ARCO IRIS
Huelga recordar que la asimilación del sol y el corazón, en cuanto uno y otro tienen igualmente un significado “central”, es común a todas las doctrinas tradicionales, de Occidente tanto como de Oriente; así, por ejemplo, dice Proclo dirigiéndose al Sol: “Ocupando por sobre el éter el trono del medio, y teniendo por figura un círculo deslumbrante que es el Corazón del Mundo, tú colmas todo de una providencia apta para despertar la inteligencia” (Himno al Sol, traducción (francesa) de Mario Meunier). Citamos este texto en particular con preferencia a muchos otros, debido a la mención formal de la inteligencia que en él se hace; y, como hemos tenido ocasión frecuente de explicarlo, el corazón se considera también ante todo, en todas las tradiciones, como sede de la inteligencia (Debe quedar bien claro (y volveremos luego sobre el punto) que se trata aquí de la inteligencia pura, en el sentido universal, y no de la razón, la cual no es sino un simple reflejo de aquélla en el orden individual y está en relación con el cerebro, siendo entonces éste con respecto al corazón, en el ser humano, el análogo de lo que es la luna con respecto al sol, en el mundo). Por lo demás, según Macrobio, “el nombre de Inteligencia del Mundo que se da al Sol responde al de Corazón del Cielo (Esta expresión de “Corazón del Cielo” aplicada al sol se encuentra también en las antiguas tradiciones de América Central); fuente de la luz etérea, el Sol es para este fluido lo que es el corazón para el ser animado” (Sueño de Escipión, I,); y Plutarco escribe que el Sol, “dotado de la fuerza de un corazón, dispersa y difunde de sí mismo el calor y la luz, como si fueran la sangre y el hálito” (Sobre el rostro que se ve en el orbe de la luna,,. Este texto y el precedente son citados en nota por el traductor con motivo del pasaje de Proclo que acabamos de reproducir). Encontramos en este último pasaje, tanto para el corazón como para el sol, la indicación del calor y la luz, correspondientes a las dos clases de rayos que considerábamos; si el “hálito” está allí referido a la luz, se debe a que es propiamente el símbolo del espíritu, esencialmente idéntico a la inteligencia; en cuanto a la sangre, es evidentemente el vehículo del “calor vivificante”, lo que se refiere más en particular al papel “vital” del principio que es centro del ser (Aristóteles asimila la vida orgánica al calor, en lo cual está de acuerdo con todas las doctrinas orientales; Descartes mismo sitúa en el corazón un “fuego sin luz”, pero que no es para él sino el principio de una teoría fisiológica exclusivamente “mecanicista” como toda su física, lo cual, por supuesto, no tiene nada en comun con el punto de vista tradicional de los antiguos). SFCS: EL CORAZON IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS
Otra consecuencia resulta además de los caracteres fundamentales respectivos del intelecto y la razón: un conocimiento intuitivo, por ser inmediato, es necesariamente infalible en sí mismo (Santo Tomás advierte, empero (S. T.: I, q., a. y q., a.), que el intelecto puede errar en la simple percepción de su objeto propio; pero que este error se produce solo per accidens, a causa de una afirmación de orden discursivo que haya intervenido; no se trata ya, pues, verdaderamente, del intelecto puro. Por otra parte, debe quedar claro que la infalibilidad no se aplica sino a la captación misma de las verdades intuitivas y no a su formulación o a su traducción en modo discursivo); al contrario, siempre puede introducirse el error en todo conocimiento que es indirecto o mediato, como lo es el conocimiento racional; y se ve por eso cuánto erraba Descartes al querer atribuir la infalibilidad a la razón. Es lo que Aristóteles expresa en estos términos (Segundos Analíticos (II,, b)): “Entre los haberes de la inteligencia (Se traduce habitualmente por “haber” la palabra griega héxis, casi intraducible en nuestra lengua, que corresponde más exactamente al latín habitus, con el sentido de ‘naturaleza’, ‘disposición’, ‘estado’, ‘modo de ser’ a la vez. (El texto aristotélico se ha traducido aquí de la versión francesa dada por R. Guénon (a quien pertenecen los paréntesis incluidos en la primera cita); en español, puede confrontarse con la traducción de F. de P. Samaranch, Obras de Aristóteles, ed. Aguilar, (N. del T))), en virtud de los cuales alcanzamos la verdad, hay unos que son siempre verdaderos y otros que pueden dar en el error. El razonamiento está en este último caso; pero el intelecto es siempre conforme a la verdad, y nada hay más verdadero que el intelecto. Ahora bien; siendo los principios más notorios que la demostración, y estando toda ciencia. acompañada de razonamiento, el conocimiento de los principios no es una ciencia (sino que es un modo de conocimiento, superior al conocimiento científico o racional, que constituye propiamente el conocimiento metafísico). Por otra parte, solo el intelecto es más verdadero que la ciencia (o que la razón que edifica la ciencia); por lo tanto, los principios pertenecen al intelecto”. Y, para mejor afirmar el carácter intuitivo del intelecto, Aristóteles agrega: “No se demuestran los principios, sino que se percibe directamente su verdad” (Recordemos también definiciones de Santo Tomás de Aquino: “Ratio discursum quenidam designat, quo ex uno in aliud cognoscendum anima humana pervenit; intellectus vero simplicem et absolutam, cognitionem (sine aliquo motu vel discursu, statim, in prima et subita acceptione) designare videtur” (‘Razón designa un discurrir por el cual el alma humana llega a conocer una cosa a partir de otra; pero intelecto parece designar un conocimiento simple y absoluto (de modo inmediato, en una primera y súbita captación, sin movimiento o discurso alguno)’) (De Veritate, q. XV, a.)). SFCS: CORAZON Y CEREBRO
Lo mismo que la designación del Éter, los términos como “loto” o cavidad” que hemos encontrado deben también tomarse, por supuesto, en sentido simbólico; desde que se trasciende el orden sensible, por lo demás, ya no puede tratarse en modo alguno de localización en el sentido propio de la palabra, pues aquello de que se trata no está ya sometido a la condición espacial. Las expresiones referidas al espacio o al tiempo toman entonces valor de puros símbolos; y este género de simbolismo es, por lo demás, natural e inevitable desde que necesariamente debe hacerse uso de un modo de expresión adaptado al estado humano individual y terrestre, de un lenguaje que es el de seres vivos actualmente en el espacio y en el tiempo. Así esas dos formas, espacial y temporal, que en cierto modo son mutuamente complementarias en ciertos respectos, son de empleo muy general y casi constante, ya por concurrencia en una misma representación, ya para dar dos representaciones diferentes de una misma realidad (Por ejernplo, la representación geométrica de los estados múltiples del ser y su representación en forma de una serie de “ciclos” sucesivos), la cual, en sí misma, está más allá del tiempo y el espacio. Por ejemplo, cuando se dice que la inteligencia reside en el corazón, va de suyo que no se trata en modo alguno de localizar la inteligencia, de asignarle “dimensiones” y una posición determinada en el espacio; estaba reservado a la filosofía moderna y puramente profana, con Descartes, plantear la cuestión, contradictoria en sus términos mismos, de una “sede del alma”, y pretender situarla literalmente en determinada zona del cerebro; las antiguas doctrinas tradicionales, por cierto, jamás han dado lugar a semejantes confusiones, y sus intérpretes autorizados han sabido siempre perfectamente a qué atenerse acerca de lo que debía ser entendido simbólicamente, haciendo corresponderse entre sí los diversos órdenes de realidades sin mezclarlos y observando estrictamente su repartición jerárquica según los grados de la Existencia universal. Todas estas consideraciones, por lo demás, nos parecen tan evidentes, que estaríamos tentados de pedir excusas por insistir tanto en ellas; si lo hacemos, se debe a que sabemos demasiado bien lo que los orientalistas, en su ignorancia de los datos más elementales del simbolismo, han llegado a hacer de las doctrinas que estudian desde afuera, sin procurar jamás adquirir de ellas un conocimiento directo, y cómo, tomándolo todo en el sentido más burdamente material, deforman tales doctrinas hasta presentar a veces de ellas una verdadera caricatura; y a que sabemos también que la actitud de esos orientalistas no es cosa excepcional, sino que procede, al contrario, de una mentalidad propia, por lo menos en Occidente, de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, mentalidad que en el fondo no es sino la específicamente moderna. SFCS: EL ÉTER EN EL CORAZÓN