Importa destacar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, con eso, es marcar la distinción profunda que es menester establecer necesariamente entre la metafísica, por una parte, y, por otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir, todas las ciencias particulares y especiales, que tienen como objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales. Así pues, en el fondo, se trata de la distinción misma de lo universal y de lo individual, distinción que no debe tomarse como una oposición, ya que, entre sus dos términos, no hay ninguna medida común ni ninguna relación de simetría o de coordinación posible. Por lo demás, no podría haber oposición o conflicto de ningún tipo entre la metafísica y las ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; y es exactamente lo mismo, por lo demás, al respecto de la religión. Es menester comprender bien, no obstante, que la separación de que se trata no recae tanto sobre las cosas mismas como sobre los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que tendremos que decir más especialmente sobre la manera en que deben concebirse las relaciones que tienen entre sí las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; del mismo modo, todo lo que consideramos bajo algunos puntos de vista individuales y especiales puede ser considerado igualmente, por una transposición conveniente, desde el punto de vista universal, que, por lo demás, no es ningún punto de vista especial, así como puede serlo también lo que, por otra parte, no es susceptible de ser considerado en modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo que es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; por eso los dominios propios de las diferentes ciencias no permanecen menos distintos que el de la metafísica, ya que ésta, al no colocarse sobre el mismo terreno que las ciencias particulares, no es a ningún grado su análoga, de tal suerte que no puede haber nunca lugar a establecer ninguna comparación entre los resultados de una y los de las otras. Por otro lado, el dominio de la metafísica no es en modo alguno, como lo piensan algunos filósofos que no saben apenas de qué se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino más bien lo que, por su naturaleza misma, escapa al alcance de estas ciencias y rebasa inmensamente el alcance al que pueden pretender legítimamente. El dominio de toda ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está constituido esencialmente por aquello de lo que no hay ninguna experiencia posible: al estar «mas allá de la física», estamos también, y por eso mismo, más allá de la experiencia. Por consiguiente, el dominio de cada ciencia particular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar a tener nunca el menor punto de contacto con el de la metafísica. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica
Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la mentalidad moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la mentalidad occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica
Podemos ver ahora como el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es, si se quiere, su ampliación a unas condiciones contingentes, una adaptación cuyo modo viene determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe de responder, puesto que, después de todo, estas exigencias son su única razón de ser. Resulta de eso que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la desprenda de su forma específica, ser reducida a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una suerte de traducción, pero sin que haya por eso equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: es menester recordar aquí lo que decíamos más atrás, de que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por eso menos profundamente separados. Si se consideran después las cosas en sentido inverso, será menester decir que algunas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas a un lenguaje teológico, ya que, esta vez, hay lugar a tener en cuenta todo lo que, al no poder ser considerado bajo ningún punto de vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que, por lo demás, es la misma cosa en el fondo. Incluso para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata, esta traducción, como toda otra formulación, no es nunca, forzosamente, más que incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del punto de vista de la metafísica pura. Esto podría ser apoyado por numerosos ejemplos; pero estos ejemplos mismos, para ser comprendidos, presupondrían unos desarrollos doctrinales que no podríamos pensar en emprender aquí; para limitarnos a citar un caso típico entre muchos otros, tal sería una comparación instituida entre la concepción metafísica de la «liberación» en la doctrina hindú y la concepción teológica de la «salvación» en las religiones occidentales, concepciones esencialmente diferentes, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha podido buscar asimilar de una manera por lo demás puramente verbal. Notamos de pasada, puesto que la ocasión para ello se presenta aquí, que casos como ese deben servir también para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se le afirma a un hindú, a quien las concepciones occidentales son por lo demás extrañas, que los europeos entienden por «salvación» exactamente lo que él mismo entiende por moksha, ciertamente no tendrá ninguna razón para contestar esta aserción o para sospechar de su exactitud, y, por consiguiente, podrá ocurrirle, al menos hasta que esté mejor informado, emplear él mismo esta palabra «salvación» para designar una concepción que no tiene nada de teológica; habrá entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se hará más inextricable. Ocurre lo mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: tenemos en mente el ejemplo de un musulmán que aceptaba muy gustosamente y como una cosa completamente natural la denominación de «panteísmo islámico» atribuida a la doctrina metafísica de la «Identidad suprema», pero que, desde que se le hubo explicado lo que es verdaderamente el panteísmo, en el sentido propio de esta palabra, en Spinoza concretamente, rechazo con verdadero horror una semejante denominación. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología
El Principio supremo, total y universal, que las doctrinas religiosas de Occidente llaman «Dios». ¿Debe ser concebido como impersonal o como personal? Esta cuestión puede dar lugar a discusiones interminables, y por lo demás sin objeto, porque no procede más que de concepciones parciales e incompletas, que sería vano buscar conciliar sin elevarse por encima del dominio especial, teológico o filosófico, que es propiamente el suyo. Desde el punto de vista metafísico, es menester decir que este Principio es a la vez impersonal y personal, según el aspecto bajo el que se le considere: impersonal o, si se quiere, «suprapersonal» en sí mismo; personal en relación a la manifestación universal, pero, bien entendido, sin que esta «personalidad divina» presente el menor carácter antropomórfico, ya que es menester guardarse de confundir «personalidad» e «individualidad». La distinción fundamental que acabamos de formular, y por la que las contradicciones aparentes de los puntos de vista secundarios y múltiples se resuelven en la unidad de una síntesis superior, es expresada por la metafísica extremo oriental como la distinción del «No Ser» y del «Ser»; está distinción no es menos clara en la doctrina hindú, como lo quiere por lo demás la identidad esencial de la metafísica pura bajo la diversidad de las formas de las que puede estar revestida. El Principio impersonal, y por consiguiente absolutamente universal, es designado como Brahma; la «personalidad divina», que es una determinación o una especificación suya, puesto que implica un menor grado de universalidad, tiene por denominación más general la de Ishwara. Brahma, en su Infinitud, no puede ser caracterizado por ninguna atribución positiva, lo que se expresa diciendo que es nirguna o «más allá de toda cualificación», y también nirvishêsha o «más allá de toda distinción»; por el contrario, a Ishwara se le llama saguna o «cualificado», y savishêsha o «concebido distintamente» porque puede recibir tales atribuciones, como se obtienen por una transposición analógica, en lo universal, de las diversas cualidades o propiedades de los seres de los que él es el principio. Es evidente que se puede concebir así una indefinidad de «atributos divinos», y que, por lo demás, se podría transponer, considerándola en su principio, cualquier cualidad que tenga una existencia positiva; por lo demás, cada uno de estos atributos no debe de ser considerado en realidad más que como una base o un soporte para la meditación de un cierto aspecto del Ser universal. Lo que hemos dicho sobre el simbolismo permite darse cuenta de la manera en la que la incomprehensión que da nacimiento al antropomorfismo puede tener como resultado hacer de los «atributos divinos» otros tantos «dioses», es decir entidades concebidas basándose en el tipo de los seres individuales, y a las que se presta una existencia propia e independiente. Ese es uno de los casos más evidentes de la «idolatría», que toma el símbolo por lo que es simbolizado, y que reviste aquí la forma del «politeísmo»; pero es claro que ninguna doctrina ha sido nunca politeísta en sí misma y en su esencia, puesto que no podía devenir tal más que por el efecto de una deformación profunda, que no se generaliza, por lo demás, sino mucho más raramente de lo que se cree vulgarmente; a decir verdad, no conocemos siquiera más que un solo ejemplo cierto de la generalización de este error, a saber, el de la civilización grecorromana, y todavía hubo al menos algunas excepciones en su elite intelectual. En Oriente, donde la tendencia al antropomorfismo no existe, a excepción de aberraciones individuales siempre posibles, pero raras y anormales, nada semejante ha podido producirse jamás; eso sorprenderá sin duda a muchos de los occidentales, a quienes el conocimiento exclusivo de la antigüedad clásica lleva a querer descubrir por todas partes «mitos» y «paganismo», pero, sin embargo, es así. En la India, en particular, una imagen simbólica que representa uno u otro de los «atributos divinos», y que se llama pratîka, no es un «ídolo», ya que no ha sido tomada nunca por otra cosa que lo que es realmente, un soporte de meditación y un medio auxiliar de realización, pudiendo cada uno, por lo demás, vincularse preferentemente a los símbolos que están más en conformidad con sus disposiciones personales. IGEDH: Shivaismo y Vishnuismo