individuo

Bien lejos de ser en sí mismo una unidad absoluta y completa, como lo querrían la mayoría de los filósofos occidentales, y en todo caso los modernos sin excepción, el INDIVIDUO no constituye en realidad más que una unidad relativa y fragmentaria. No es un todo cerrado y que se basta a sí mismo, un “sistema cerrado” a la manera de la “mónada” de Leibnitz; y la noción de la “substancia individual”, entendida en ese sentido, a la que estos filósofos dan en general una importancia tan grande, no tiene ningún alcance propiamente metafísico: en el fondo, no es otra cosa que la noción lógica del “sujeto”, y, si puede sin duda ser de un gran uso a este título, no puede transportarse legítimamente más allá de los límites de este punto de vista especial. El INDIVIDUO, considerado incluso en toda la extensión de la que es susceptible, no es un ser total, sino solo un estado particular de manifestación de un ser, estado sometido a ciertas condiciones especiales y determinadas de existencia, y que ocupa un cierto lugar en la serie indefinida de los estados del ser<ser total. Es la presencia de la forma entre estas condiciones de existencia la que caracteriza a un estado como individual; no hay que decir, por lo demás, que esta forma no debe ser concebida necesariamente como espacial, ya que no es tal más que en el mundo corporal solo, donde el espacio es precisamente una de las condiciones que definen propiamente a éste (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. II y X.). 17 SC I

Aunque esto pueda parecer una digresión, lo que acaba de decirse sobre la “paz” que reside en el punto central nos lleva a hablar un poco de otro simbolismo, el de la guerra, al que ya hemos hecho algunas alusiones en otra parte (Ver El Rey del Mundo, cap. X, y Autoridad espiritual y poder temporal, cap. III y VIII.). Este simbolismo se encuentra concretamente en la Bhagavad-Gîtâ: la batalla de la que se trata en este libro representa la acción, de una manera enteramente general, bajo una forma por lo demás apropiada a la naturaleza y a la función de los kshatriyas a quienes está destinado más especialmente (NA: Krishna y Arjuna, que representan respectivamente el “Sí mismo” y el “yo”, o la “personalidad” y la “individualidad”, Atmâ incondicionado y jivâtmâ, están montados sobre un mismo carro, que es el “vehículo” del ser considerado en su estado de manifestación; y, mientras que Arjuna combate, Krishna conduce el carro sin combatir, es decir, sin estar él mismo comprometido en la acción. Otros símbolos que tienen la misma significación se encuentran en numerosos textos de las Upanishad: Los “dos pájaros que residen sobre el mismo árbol” (Mundaka Upanishad, 3er Mundaka, 1er Khanda, shruti 1; Shwêtâshwatara Upanishad, 4º Adhyâya, shruti 6), y también los “dos que han entrado en la caverna” (Katha Upanishad, 1er adhyâya, 3er Vallî, shruti 1); la “caverna” no es otra que la cavidad del corazón, que representa precisamente el lugar de la unión de lo individual con lo Universal, o del “yo” con el “Sí mismo” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, III). — El-Hallâj dice en el mismo sentido: “Somos dos espíritus conjuntos en un mismo cuerpo” (nahnu ruhâni halalnâ badana).). El campo de batalla (kshêtra) es el dominio de la acción, en el que el INDIVIDUO desarrolla sus posibilidades, y que es figurado por el plano horizontal en el simbolismo geométrico; se trata aquí del estado humano, pero la misma representación podría aplicarse a todo otro estado de manifestación, igualmente sometido, si no a la acción propiamente dicha, al menos al cambio y a la multiplicidad. Esta concepción no se encuentra solo en la doctrina hindú, sino también en la doctrina islámica, ya que tal es exactamente el sentido real de la “guerra santa” (jihâd); su aplicación social y exterior no es más que secundaria, y lo que lo muestra bien, es que ella constituye solo la “guerra santa menor” (El-jihâdul-açghar), mientras que la “guerra santa mayor” (El-jihâdul-akbar) es de orden puramente interior y espiritual (NA: Esto se basa sobre un hadîth del Profeta que, a la vuelta de una expedición pronunció esta palabra: “Hemos vuelto de la guerra santa menor a la guerra santa mayor” (rajanâ min el-jihâdil-açghar ilâ el-jihâdil-akbar).). 94 SC VIII

Cada uno de los dominios de los que acabamos de hablar, como conteniendo una modalidad de un cierto INDIVIDUO, puede por otra parte, si se le considera en general y solo en relación a las condiciones que implica, contener modalidades similares pertenecientes a una indefinidad de otros INDIVIDUOs, de los que cada uno, por su lado, es un estado de manifestación de uno de los seres del Universo: son pues estados y modalidades que se corresponden en todos esos seres. El conjunto de los dominios que contienen todas las modalidades de una misma individualidad, dominios que, como lo hemos dicho, son en multitud indefinida, y de los que cada uno es todavía indefinido en extensión, este conjunto, decimos, constituye un grado de la Existencia universal, el cual, en su integralidad, contiene una indefinidad de INDIVIDUOs. Bien entendido que, en todo esto, suponemos un grado de la Existencia que conlleve un estado individual, desde que hemos tomado como tipo el estado humano; pero todo lo que se refiere a las modalidades múltiples es igualmente verdadero en un estado cualquiera, individual o no individual, ya que la condición individual no puede aportar más que limitaciones restrictivas, sin que, no obstante, las posibilidades que incluye pierdan por eso su indefinidad (Recordaremos que un estado individual es, como lo hemos dicho más atrás, un estado que comprende la forma entre sus condiciones determinantes, de suerte que manifestación individual y manifestación formal son expresiones equivalentes.). 133 SC XI

Cada uno de los grados de la Existencia universal, que conlleva una indefinidad de ellos, podrá ser representado igualmente, en una extensión de tres dimensiones, por un plano horizontal. Acabamos de ver que la sección de un tal plano por un plano de frente representa un INDIVIDUO, o, más bien, para hablar de una manera más general y susceptible de aplicarse indistintamente a todos los grados, representa un cierto estado de un ser, estado que puede ser individual o no individual, según las condiciones del grado de la Existencia al que pertenece. Por consiguiente, ahora podemos mirar un plano de frente como representando un ser en su totalidad; este ser comprende una multitud indefinida de estados, que son figurados entonces por todas las rectas horizontales de este plano, cuyas verticales, por otra parte, están formadas por los conjuntos de modalidades que se corresponden respectivamente en todos estos estados. Por lo demás, hay en la extensión de tres dimensiones una indefinidad de tales planos, que representan la indefinidad de los seres contenidos en el Universo total. 135 SC XI

Agregamos que los hilos de los que está formado el “tejido del mundo” se designan también, en otro símbolo equivalente, como los “cabellos de Shiva”; (Ya hemos hecho alusión a ellos más atrás, cuando hemos hablado de las direcciones del espacio.) se podría decir que son en cierto modo las “líneas de fuerza” del Universo manifestado, y que las direcciones del espacio son su representación en el orden corporal. Se ve sin esfuerzo de cuantas aplicaciones diversas son susceptibles todas estas consideraciones; pero aquí solo hemos querido indicar la significación esencial de este simbolismo del tejido, que es, parece, muy poco conocido en occidente (NA: No obstante, se encuentran algunos rastros de un simbolismo del mismo género en la antigüedad grecolatina, concretamente en el mito de las Parcas; pero éste bien parece no referirse más que a los hilos de la trama, y su carácter “fatal” puede explicarse en efecto por la ausencia de la noción de la urdimbre, es decir, por el hecho de que el ser es considerado únicamente en su estado individual, sin ninguna intervención consciente (para ese INDIVIDUO) de su principio personal transcendente. Por lo demás, esta interpretación está justificada por la manera en que Platón considera el eje vertical en el mito de Er el Armenio (República, libro X): Según él, en efecto, el eje luminoso del mundo es el “huso de la Necesidad”; es un eje de diamante, rodeado de varias vainas concéntricas, de dimensiones y colores diversos, que corresponden a las diferentes esferas planetarias; la Parca Cloto le hace girar con la mano derecha, y por consiguiente, de derecha a izquierda, lo que es también el sentido más habitual y más normal de la rotación del swastika. — A propósito de este “eje de diamante” señalamos que el símbolo tibetano del vajra, cuyo nombre significa a la vez “rayo” y “diamante”, está también en relación con el “Eje del Mundo”.). 166 SC XIV

Como ya lo hemos dicho, las dos extremidades de la espira de hélice de paso infinitesimal son dos puntos inmediatamente vecinos sobre una generatriz del cilindro, una paralela al eje vertical (situada por lo demás en uno de los planos de coordenadas). Estos dos puntos no pertenecen realmente a la individualidad, o, de una manera más general, al estado de ser representado por el plano horizontal que se considera. “La entrada en el yin-yang y la salida del yin-yang no están a la disposición del INDIVIDUO, ya que son dos puntos que, aunque en el yin-yang, pertenecen a la espira inscrita sobre la superficie lateral (vertical) del cilindro, y que están sometidos a la atracción de la “Voluntad del Cielo”. Y en realidad, el hombre no es libre, en efecto, de su nacimiento ni de su muerte. Para su nacimiento, no es libre ni de la aceptación, ni de la negación, ni del momento. Para la muerte, no es libre de sustraerse a ella; y, en toda justicia analógica, no debe ser libre tampoco del momento de su muerte… En todo caso, no es libre de ninguna de las condiciones de estos dos actos: el nacimiento le lanza invenciblemente sobre el círculo de una existencia que ni ha pedido ni ha escogido; la muerte le retira de este círculo y le lanza invenciblemente a otro, prescrito y previsto por la “Voluntad del Cielo”, sin que pueda modificarlo en nada (Esto es así porque el INDIVIDUO como tal no es más que un ser contingente, que no tiene en sí mismo su razón suficiente; por eso es por lo que el curso de su existencia, si se considera sin tener en cuenta la variación según el sentido vertical, aparece como el “círculo de la necesidad”.). Así, el hombre terrestre es esclavo en cuanto a su nacimiento y en cuanto a su muerte, es decir, en relación a los dos actos principales de su vida individual, a los únicos que resumen en suma su evolución especial al respecto de lo Infinito” (Matgioi, La Vía Metafísica, PP. 132-133. — “Pero, entre su nacimiento y su muerte, el INDIVIDUO es libre, en la emisión y en el sentido de todos sus actos terrestres; en el “circulus vital” de la especie y del INDIVIDUO, la atracción de la “Voluntad del Cielo” no se hace sentir”.). 243 SC XXII

Aquello sobre lo que nos es menester insistir, es que el “movimiento” del ciclo universal es necesariamente independiente de una voluntad individual cualquiera, particular o colectiva, la cual no puede actuar más que en el interior de su dominio especial, y sin salir jamás de las condiciones determinadas de existencia a las que ese dominio está sometido. “El hombre, en tanto que hombre (individual), no podría disponer ni más ni menos que de su destino hominal, cuya marcha individual, en efecto, es libre de detener. Pero este ser contingente, dotado de virtudes y de posibilidades contingentes, no podría moverse, o detenerse, o influenciarse a sí mismo fuera del plano contingente especial donde, por ahora, está situado y ejerce sus facultades. Es irracional suponer que pueda modificar, o a fortiori detener, la marcha eterna del ciclo universal” (Simón y Theofano, Las enseñanzas secretas de la Gnosis, p. 50.). Por lo demás, la extensión indefinida de las posibilidades del INDIVIDUO, considerado en su integralidad, no cambia en nada esto, puesto que no podría sustraerle naturalmente a todo el conjunto de las condiciones limitativas que caracterizan el estado de ser al que pertenece en tanto que INDIVIDUO (NA: Esto es verdad concretamente de la “inmortalidad” entendida en el sentido occidental, es decir, concebida como un prolongamiento del estado individual humano en la “perpetuidad” o indefinidad temporal (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XVIII).). 263 SC XXIV

La realización de las posibilidades del ser se efectúa así por una actividad que es siempre interior, puesto que se ejerce a partir del centro de cada plano; y, por lo demás, metafísicamente, no podría haber ninguna acción exterior ejerciéndose sobre el ser total, ya que una tal acción no es posible más que desde un punto de vista relativo y especializado, como lo es el del INDIVIDUO (Tendremos la ocasión de volver de nuevo más adelante sobre la distinción de lo “interior” y de lo “exterior”, que es también simbólica, como lo es aquí toda localización; pero tenemos que precisar bien que la imposibilidad de una acción exterior no se aplica más que al ser total, y no al ser individual, y que esto excluye la aproximación que se podría tener la tentación de hacer aquí con la aserción, análoga en apariencia, pero sin alcance metafísico, que implica el “monadismo” de Leibnitz al respecto de las “substancias individuales”.). Esta realización misma se figura en los diferentes simbolismos por el florecimiento, en la superficie de las “Aguas”, de una flor que, lo más habitualmente, es el loto en las tradiciones orientales y la rosa o el lis en las tradiciones occidentales (NA: Hemos señalado en otra parte la relación que existe entre estas flores simbólicas y la rueda considerada como símbolo del mundmundo manifestado (El Rey del Mundo, capítulo II).); pero no tenemos la intención de entrar aquí en el detalle de esas diversas figuraciones, que puedan variar y modificarse en una cierta medida, en razón de las adaptaciones múltiples a las que se prestan, pero que, en el fondo, proceden por todas partes y siempre del mismo principio, con algunas consideraciones secundarias que se basan sobre todo en los números (Hemos visto más atrás que el número de los radios de la rueda varía según los casos; ocurre lo mismo con el número de los pétalos de las flores emblemáticas. El loto tiene habitualmente ocho pétalos; en las figuraciones occidentales, se encuentran concretamente los números 5 y 6, que se refieren respectivamente al “microcosmo” y al “macrocosmo”.). En todo caso, el florecimiento del que se trata podrá considerarse primero en el plano central, es decir, en el plano horizontal de reflexión del “Rayo Celeste”, como integración del estado de ser correspondiente; pero se extenderá también fuera de este plano, a la totalidad de los estados, según el desarrollo indefinido, en todas las direcciones a partir del punto central, del vórtice esférico universal del que hemos hablado precedentemente (Sobre el papel del “Rayo Divino” en la realización del ser y el paso a los estados superiores, ver también El esoterismo de Dante, cap. VIII.). 266 SC XXIV

Debemos insistir ahora sobre un punto que, para nos, es de una importancia capital: es que la concepción tradicional del ser, tal como la exponemos aquí, difiere esencialmente, en su principio mismo y por este principio, de todas las concepciones antropomórficas y geocéntricas de las que la mentalidad occidental se libera tan difícilmente. Podríamos decir incluso que difiere de ellas infinitamente, y eso no sería un abuso de lenguaje como ocurre en la mayoría de los casos donde se emplea comúnmente esta palabra, sino, antes al contrario, una expresión más justa que toda otra, y más adecuada a la concepción a la que la aplicamos, ya que ésta es propiamente ilimitada. La metafísica pura no podría admitir de ningún modo el antropomorfismo (Sobre esta cuestión, ver Introducción general al estudio de la doctrinas hindúes, 2ª Parte, cap. VII.); si éste parece introducirse a veces en la expresión, no hay en eso más que una apariencia completamente exterior, por lo demás inevitable en una cierta medida desde que, si se quiere expresar algo, es menester necesariamente servirse del lenguaje humano. Por consiguiente, no se trata más que de una consecuencia de la imperfección que es forzosamente inherente a toda expresión, cualquiera que sea, en razón de su limitación misma; y esta consecuencia se admite solo a título de indulgencia en cierto modo, de concesión provisoria y accidental a la debilidad del entendimiento humano individual, a su insuficiencia para alcanzar lo que rebase el dominio de la individualidad. Por el hecho de esta insuficiencia, se produce ya algo de este género, antes de toda expresión exterior, en el orden del pensamiento formal (que, por lo demás, aparece también como una expresión si se considera en relación a lo informal): toda idea en la que se piensa con intensidad acaba por “figurarse”, por tomar en cierto modo una forma humana, la misma del pensador; según una comparación muy expresiva de Shankarâchârya, se diría que “el pensamiento se moldea en el hombre como el metal en fusión se expande en el molde del fundidor”. La intensidad misma del pensamiento (Entiéndase bien que esta palabra de “intensidad” no debe tomarse aquí en un sentido cuantitativo, y también que, puesto que el pensamiento no está sometido a la condición espacial, su forma no es en modo alguno “localizable”; es en el orden sutil donde se sitúa, no en el orden corporal.) hace que ocupe el hombre entero, de una manera análoga a como el agua llena un vaso hasta los bordes; el pensamiento toma pues la forma de lo que le contiene y le limita, es decir, en otros términos, deviene antropomorfo. Una vez más, se trata de una imperfección a la que el ser individual, en las condiciones restringidas y particularizadas de su existencia, apenas puede escapar; a decir verdad, no es en tanto que INDIVIDUO como puede escapar, aunque deba tender a ello, ya que la liberación completa de una tal limitación no se obtiene más que en los estados extraindividuales y supraindividuales, es decir, informales, alcanzados en el curso de la realización efectiva del ser total. 284 SC XXVI

Desde otro punto de vista, hemos visto que todo INDIVIDUO humano, por lo demás como toda otra manifestación de un ser en un estado cualquiera, tiene en sí mismo la posibilidad de hacerse centro en relación al ser total; se puede decir pues que lo es en cierto modo virtualmente, y que la meta que debe proponerse, es hacer de esta virtualidad una realidad actual. Le está pues permitido a este ser, antes incluso de esta realización, y con miras a ella, colocarse en cierto modo idealmente en el centro (NA: Hay aquí algo comparable a la manera en la que Dante, siguiendo un simbolismo temporal y no ya espacial, se sitúa él mismo en el medio del “gran año” para llevar a cabo su viaje a través de los “tres mundos” (ver El esoterismo de Dante, cap. VIII).); por el hecho de que está en el estado humano, su perspectiva particular da naturalmente a este estado una importancia preponderante, contrariamente a lo que tiene lugar cuando se considera desde el punto de vista de la metafísica pura, es decir, de lo Universal; y esta preponderancia se encontrará por así decir justificada “a posteriori” en el caso donde este ser, tomando efectivamente el estado en cuestión como punto de partida y como base de su realización, haga de él verdaderamente el estado central de su totalidad, que corresponde al plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica. Esto implica primeramente la reintegración del ser considerado al centro mismo del estado humano, reintegración en la que consiste propiamente la restitución del “estado primordial”, y a continuación, para este mismo ser, la identificación del centro humano mismo con el centro universal; la primera de estas dos fases es la realización de la integralidad del estado humano, y la segunda es la de la totalidad del ser. 303 SC XXVIII