monjes

Los Padres del siglo VIII, muy diferentes en esto a las autoridades religiosas del XV, y el XVI que traicionaron el arte cristiano abandonándolo a la impura pasión de los mundanos y a la imaginación ignorante de los profanos, tenían conciencia plena de la santidad de todos los medios de expresión de la tradición; en el segundo concilio de Nicea, estipularon también que «el arte (NA: la perfección integral del trabajo) pertenece sólo al pintor, mientras que la ordenación (NA: es decir, la elección del tema) y la disposición (NA: a saber, el tratamiento del tema desde el punto de vista simbólico tanto como técnico o material) pertenece a los Padres» (NA: Non est pictoris – ejus enim sola ars est – verum ordinatio et dispositio Patrum nostrorum), lo que equivale a situar toda iniciativa artística bajo la autoridad directa y activa de los jefes espirituales de la Cristiandad. Siendo así, ¿cómo se debe explicar que la mayor parte de los medios religiosos testimonien, desde hace algunos siglos, una lamentable incomprensión por todo lo que, siendo de orden artístico, no es en su opinión más que una cosa «exterior»? Hay en primer lugar, admitiendo a priori la eliminación de la influencia esotérica, el hecho de que la perspectiva religiosa como tal muestra una tendencia a identificarse con el punto de vista moral que no aprecia más que el mérito y cree deber ignorar la cualidad santificante del conocimiento intelectual y, por tanto, el valor de los soportes de este conocimiento; ahora bien, la perfección de la forma sensible no es, como no lo es la intelección que esta forma refleja y transmite, en absoluto «meritoria» en el sentido moral, y es lógico que la forma simbólica, puesto que no es ya comprendida, sea relegada al segundo plano e inclusive abandonada para ser reemplazada por una forma que no hablará ya a la inteligencia, sino únicamente a la imaginación sentimental, propia para inspirar el acto meritorio – al menos así se cree – del hombre limitado. Sólo que esta manera de especular sobre reacciones con la ayuda de medios superficiales y groseros se revelará en último análisis como ilusoria, porque, en realidad, nada podría influenciar mejor las disposiciones profundas del alma que un arte sagrado; el arte profano, por el contrario, inclusive si tiene alguna eficacia psicológica en las almas poco inteligentes, agota sus medios en razón misma de su superficialidad y su grosería, y acaba por provocar las consabidas reacciones de menosprecio, que son como la reacción provocada por el desprecio que ha manifestado el arte profano, sobre todo en sus comienzos, por el arte sagrado (NA: De la misma manera, la hostilidad de los exoteristas por todo cuanto sobrepasa su manera de ver entraña un exoterismo cada vez más masivo que no puede dejar de sufrir fisuras; pero la «porosidad espiritual» de la tradición – es decir, la inmanencia en la substancia del exoterismo de una dimensión trascendente que compensa su masividad -, al haber sido perdida, dichas fisuras no podían producirse más que por abajo: este es el reemplazamiento de los maestros del esoterismo medieval por los protagonistas de la increencia moderna.). Es bien sabido que nada podría suministrar un alimento más inmediatamente tangible a la irreligión que la insípida hipocresía de la imaginería religiosa; algo que estaba destinado a estimular la piedad en los creyentes no hace sino confirmar a los incrédulos en su impiedad; ahora bien, es preciso reconocer que el arte sagrado no tiene en absoluto este carácter de espada de doble filo, porque, siendo más abstracto, da menos pábulo a las reacciones psíquicas hostiles. Ahora, cualesquiera que sean las especulaciones que atribuyen a las masas la necesidad de una imaginería ininteligible y radicalmente falseada, el caso es que las elites existen y tienen ciertamente necesidad de otra cosa; el lenguaje que les conviene es no el que evoca las sandeces humanas, sino las profundidades divinas, y un lenguaje tal no podría emanar del simple gusto profano, ni siquiera del genio, sino que debe proceder esencialmente de la tradición, lo que implica que la obra de arte sea ejecutada por un artista santificado o «en estado de gracia» (NA: Los pintores de iconos eran MONJES que, antes de ponerse a trabajar, se preparaban mediante el ayuno, la oración, la confesión y la comunión; ocurría incluso que se mezclaban los colores con agua bendita y con polvo de reliquias, lo que no hubiese sido posible si el icono no hubiese tenido un carácter realmente sacramental.). Lejos de no servir más que a la instrucción y a la edificación más o menos superficiales de las masas, el icono, como el yantra hindú y cualquier otro símbolo visible, establece un puente entre lo sensible y lo espiritual: «Por el aspecto visible – dice San Juan Damasceno – nuestro pensamiento debe estar entrañado en un movimiento espiritual y remontarse hasta la invisible majestad de Dios.» 265 UTR: IV

Es importante precisar que en todas estas consideraciones se trata exclusivamente de las religiones en tanto tales, es decir, en tanto organismos, y no de sus posibilidades puramente espirituales, que son idénticas en principio. Es evidente que, desde este punto de vista, no puede intervenir ninguna cuestión de preferencia; si el Islam, en tanto que organismo tradicional, es más homogéneo y más íntimamente coherente que la forma cristiana, es éste un carácter de hecho bastante contingente. Por otra parte, el carácter solar de Cristo no podría conferir al Cristianismo una superioridad sobre el Islam; más adelante explicaremos las razones de esto, limitándonos ahora a recordar que cada forma tradicional es necesariamente superior, bajo un aspecto determinado y en cuanto a su manifestación – no en cuanto a su esencia y sus posibilidades espirituales -, a otras formas del mismo orden. A quienes pretendieran apoyarse, para juzgar la forma islámica, sobre comparaciones superficiales y forzosamente arbitrarias con la forma cristiana, les diremos que el Islam, puesto que corresponde a una posibilidad de perspectiva espiritual, es todo lo que debe ser para manifestar esta posibilidad; y de la misma manera el Profeta, lejos de no ser más que un imperfecto imitador de Cristo, fue todo lo que debía ser para realizar la posibilidad espiritual representada por el Islam. Si el Profeta no es Cristo, si aparece incluso notoriamente bajo un aspecto más humano, es porque la razón de ser del Islamismo no está en la idea crística o «avatárica», sino en una idea que debía inclusive excluir ésta; la idea realizada por el Islamismo y por el Profeta es la de la sola Unidad divina, cuyo aspecto de absoluta trascendencia implica – para el mundo creado o manifestado – un aspecto correlativo de imperfección. Esto es lo que ha permitido a los musulmanes servirse desde el principio de medios humanos, tales como la guerra, para constituir su mundo tradicional, mientras que, en el Cristianismo, ha sido precisa una separación de algunos siglos de los tiempos apostólicos para que se haya podido servir del mismo medio, por otra parte indispensable, para la propagación de una religión. En cuanto a las guerras que hicieron los propios Compañeros del Profeta, representan ordalías con vistas a lo que se podría llamar la elaboración – o la cristalización – de los aspectos formales de un mundo nuevo; el odio no entra aquí en absoluto en juego, y los santos varones que se batieron así, lejos de luchar contra otros individuos por intereses humanos, lo hicieron en el sentido de las enseñanzas del Bhagavad-Gîtâ; Krishna ordena a Arjuna combatir, no odiar ni siquiera vencer, sino cumplir su destino como instrumento del plan divino y sin apego a los frutos de las obras. Esta lucha de puntos de vista, por consecuencia de la constitución de un mundo tradicional, refleja, por lo demás, la concurrencia de las posibilidades de manifestación en el momento de la «salida del caos» que tiene lugar en el origen de un mundo cósmico, concurrencia que, bien entendido, es de orden puramente principial. Estaba en la naturaleza del Islam o de su misión situarse, desde un principio, sobre un terreno político en cuanto a su manifestación exterior, lo que hubiese sido no solamente contrario a la naturaleza o la misión del Cristianismo primitivo, sino inclusive completamente irrealizable en un ambiente tan sólido y estable como el Imperio romano; pero desde que el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Estado, no sólo ha podido, sino también debido, situarse sobre un terreno político, de la misma manera que el Islam. Las vicisitudes sufridas por el Islam exterior, que se iniciaron a la muerte del Profeta, no son ciertamente imputables a una insuficiencia espiritual; son simplemente las taras inherentes a un terreno político como tal. El hecho de que el Islam haya sido instituido exteriormente por medios humanos tiene su fundamento único en la Voluntad divina, que precisamente excluye toda interferencia esotérica en la estructura terrestre de la nueva forma tradicional. De otra parte, por lo que se refiere a la diferencia entre Cristo y el Profeta, añadiremos que los grandes espirituales, cualesquiera que sean sus grados respectivos, manifiestan ya una sublimación, ya una norma; el primer caso es el de Buda y el de Cristo, como el de todos los santos MONJES o eremitas, y el segundo el de Abraham, Moisés y Mahoma, así como el de todos los que se han santificado en el mundo, tales como los santos monarcas y guerreros; la actitud de los primeros corresponde a estas palabras de Cristo: «Mi reino no es de este mundo», y la actitud de los segundos a estas otras: «Venga a nosotros tu reino». 389 UTR: VII

La presencia de las órdenes monásticas no podría tener otra explicación que la existencia de una tradición iniciática en la Iglesia de Occidente tanto como en la Iglesia de Oriente, tradición que se remonta – San Benito lo atestigua como lo atestiguan los Hesiquiastas – a los Padres del desierto, luego a los Apóstoles y a Cristo; el hecho de que el cenobitismo de la Iglesia latina se remonte a los mismos orígenes que el de la Iglesia griega – formando éste por lo demás una comunidad única y no comunidades diferentes – prueba precisamente que el primero es de esencia esotérica al igual que el segundo; y asimismo el eremitismo está considerado por una y otra parte como la cumbre de la perfección espiritual – San Benito lo dice explícitamente en su regla -, lo que permite concluir que la desaparición de los eremitas marca el declive de la floración crística. La vida monástica, lejos de constituir una vía suficiente en sí misma, es designada en la Regla de San Benito como un «comienzo de vida religiosa»; en cuanto a «aquel que acelera su marcha hacia la perfección de la vida monástica, para él están las enseñanzas de los Santos Padres, cuya observación conduce al hombre a la meta suprema de la religión» (NA: Citemos también la continuación de este pasaje, perteneciente al último capítulo del libro, titulado Que la práctica de la justicia no está toda contenida en esta regla: «¿Cuál es, en efecto, la página, cuál es la palabra de autoridad divina en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, que no sea una regla muy segura para la conducta del hombre? O aún, ¿cuál es el libro de los Santos Padres católicos que no nos enseñe en alto grado el camino recto para acceder a nuestro Creador? Además, las Conferencias de los Padres, sus Instituciones y sus Vidas (NA: de los Padres del desierto), como asimismo la Regla de nuestro padre San Basilio, ¿qué son sino el ejemplar de los MONJES que viven y obedecen como es preciso, y los auténticos documentos de las virtudes? Nosotros, relajados, malvivientes, llenos de descuidos, tenemos la materia para enrojecer de confusión. Quien quiera que tú seas pues, que aceleras tu marcha hacia la patria celestial, cumple primeramente, con la ayuda de Cristo, este débil esbozo de regla que nosotros hemos trazado; después, al fin, alcanzarás, bajo la protección de Dios, estas alturas más sublimes de doctrina y de virtudes, cuyo recuerdo acabamos de evocar.»); ahora bien, estas enseñanzas son las que constituyen la misma esencia doctrinal del Hesiquiasmo. 469 UTR: VIII

Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo – como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes – un Nombre del Verbo manifestado (NA: En este punto, se nos viene a la mente la invocación de Amida-Buddha y la fórmula Om mani padmê hum y, por lo que respecta al hinduismo, las invocaciones de Rama y de Krishna.), en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo (NA: De la misma manera Cristo, según la perspectiva cristiana, no es en primer lugar hombre, sino Dios.). «El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor – dice el profeta Joel -, pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados» (NA: Los Salmos contienen varias referencias a la invocación del Nombre de Dios: «Invoco al Señor con mi voz y él ME oye desde su montaña santa.» «Yo he invocado el Nombre del Señor. ¡Señor, salva mi alma!». «El Señor está cerca de todos aquellos que le invocan, de quienes le invocan seriamente.» Dos pasajes contienen al mismo tiempo una referencia al modo eucarístico: «Abre tu boca, que quiero llenarla.» «El que hace feliz tu boca a fin de que vuelvas a ser joven como un águila.» Y en Isaías: «No temas, porque Yo te he salvado, Yo te he llamado por tu nombre, tú eres para Mí.» «Buscad al Señor, porque El puede ser encontrado; invocadle, porque El está cerca.» Y Salomón, en el Libro de la Sabiduría: «He invocado, y el Espíritu de la Sabiduría ha venido a mí.»); y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Corintios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación» (NA: En un comentario de San Juan Damasceno, las palabras «invocar» y «acordarse» aparecen para describir o ilustrar una misma idea; ahora bien, es sabido que la palabra árabe dhikr significa a la vez «invocación» y «recuerdo»; de la misma manera, en el Budismo, «pensar en Buda» e «invocar» a Buda se expresa con una misma palabra (NA: buddhânusmriti; el nienfo chino y el nembutsu japonés). Por otra parte, es digno de nota el hecho de que los Hesiquiastas y los Derviches designan la invocación con la misma palabra: los Hesiquiastas llaman «trabajo» la recitación de la «oración de Jesús», mientras que los Derviches llaman «ocupación» o «asunto» (NA: shughl) a toda invocación.). No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así – dice la Centuria de los MONJES Calixto e Ignacio – como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre… ha legado a los Suyos estas tres cosas (NA: la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la Caridad)… El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (NA: Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada… Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (NA: Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (NA: Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: ‘¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí…’ (NA: Esta fórmula se reduce frecuentemente, sobre todo en los espirituales más avanzados en la vía al simple Nombre de Jesús. «El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios, invocado en la oración. Los ascetas y todos cuantos llevan una vida de oración, desde los anacoretas de la Tebaida y los hesiquiastas del Monte Athos…, insisten sobre todo en esta importancia del Nombre de Dios. Fuera de los oficios, existe para todos los ortodoxos una regla de oraciones, compuestas de salmos y de diferentes plegarias; para los MONJES es mucho más considerable. Pero lo que es más importante en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la plegaria, es que es llamada la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.» Esta oración repetida cientos de veces, inclusive indefinidamente, constituye el elemento esencial de toda regla de oración monástica; ella puede, si es necesario, reemplazar los Oficios y todas las demás plegarias, porque su valor es universal. La fuerza de esta oración no reside en su contenido, que es simple y claro (NA: es la oración del peajero), sino en el dulcísimo Nombre de Jesús. Los ascetas dan testimonio de que este Nombre reafirma la fuerza de la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado por este Nombre, sino que El está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo Nombre de Dios, pero hay que decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el Nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha concedido» (NA: S. Boulgakof, La Ortodoxia). 475 UTR: VIII

Esta tesis -lo sabemos muy bien, y está, por lo demás, en el orden natural de las cosas- no es aceptable en el plano de las ortodoxias exotéricas, (45) pero lo es en el de la ortodoxia universal, la misma de la que Muhyi-I-Dîn Ibn ‘Arabî, el gran portavoz de la gnosis en el Islam, dio fe en estos términos: «Mi corazón se ha abierto a todas las formas: es un pasto para las gacelas (46) y un convento de MONJES cristianos, un templo de ídolos y la Kaaba del peregrino, las tablas de la Tora y el libro del Corán. Practico la religión del Amor; (47) en cualquier dirección hacia la que sus caravanas (48) avancen, la religión del Amor será mi religión y mi fe» (Tarjumân al-ashwâq). (49) 653 FSCI 1

No cabe imaginar mayor divergencia que entre la jerarquización hindú y el nivelamiento musulmán, y sin embargo, no hay en ello más que una diferencia de énfasis, pues la verdad es una: en efecto, si bien el hinduismo considera ante todo en la naturaleza humana tendencias básicas que dividen a los hombres en otras tantas categorías jerarquizadas, no deja por ello de realizar la igualdad en la supercasta de los MONJES errantes (NA: sannyâsîs), en la que el origen social no tiene ninguna función; el caso del clero cristiano es análogo, en el sentido de que los títulos nobiliarios desaparecen en él: un campesino no puede llegar a príncipe, pero puede llegar a papa y consagrar al emperador. Inversamente, la jerarquía se manifiesta aun en las regiones más «igualitarias»: para el Islam, en el que cada cual es su propio sacerdote, los jerifes, descendientes del Profeta, forman una nobleza religiosa y se superponen así al resto de la sociedad, sin asumir en ella, no obstante, una función exclusiva. En el mundo cristiano, puede suceder que un burgués de marca sea «ennoblecido», lo cual está completamente excluido en el sistema hindú; el fin de las castas superiores es esencialmente «mantener» una perfección primordial, y el sentido «descendente» de la génesis de las castas explica que la casta puede perderse, pero no ganarse (NA: El Pandit Hari Prasad Shastri, no obstante, nos aseguró que podía haber excepciones a esta regla – prescindiendo de la reintegración de una familia por matrimonios sucesivos – y nos citó el caso del rey Wishwâmitra, compañero de Rama. Sin duda hay que tener en cuenta, en este caso, la cualidad de la época cíclica y de las condiciones particulares creadas por la proximidad de un avatâra de Vishnú.); esta perspectiva del «mantenimiento hereditario» es la clave misma del sistema de castas. Esta misma perspectiva explica además, en el hinduismo, el exclusivismo de los templos – que no son púlpitos para predicar – y, de manera más general, el papel preponderante de las reglas de pureza. La «obsesión» del hinduismo no es la conversión de «incrédulos», sino, por el contrario, el mantenimiento de una pureza primordial, tanto intelectual como moral y ritual. 1738 FSCR: EL SENTIDO DE LAS CASTAS

A fin de prevenir cualquier malinterpretación, bueno es apuntar aquí que la ausencia de castas propiamente dichas en el Islam, o incluso en la mayor parte de las otras tradiciones no hindúes, no tiene ninguna relación con un afán de «humanitarismo» en el sentido corriente de la palabra, por la sencilla razón de que el punto de vista de la tradición es el del interés global – y no del simple agrado – del ser humano; no necesita para nada una pseudocaridad que salva los cuerpos y mata las almas (NA: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma», dice el evangelio, y asimismo: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» El humanitarismo caracterizado, que es específicamente moderno – ciertamente no entendemos censurar la caridad verdadera, que procede de una visión total y no fragmentaria del hombre y el mundo -, el humanitarismo, decimos, se funda, en resumen, en el error de que «la totalidad de todos los seres vivos es el Dios personal… Con tal que pueda adorar y servir al único Dios que existe, la suma total de todas las almas» (NA: Vivekananda). Tal filosofía es dos veces falsa, primero porque niega a Dios al alterar su noción de forma decisiva, y, luego, porque diviniza el mundo y restringe así la caridad al plano más exterior; ahora bien, no se puede ver a Dios en el prójimo cuando a priori se reduce lo Divino a lo humano. Entonces ya no queda más que la ilusión de «hacer el bien», de ser indispensable, y el desprecio por aquellos que «no hacen nada», aunque sean santos cuya presencia sostiene al mundo.). La tradición está centrada sobre aquello que da un sentido a la vida, y no sobre un «bienestar» inmediato, parcial y efímero, y concebido como un fin en sí; no niega en absoluto la legitimidad – relativa y condicional – del bienestar, subordina cualquier valor a los fines últimos del hombre (NA: Cuando se cree en el purgatorio y el infierno, es por lo menos ilógico que se encuentren «bárbaras» costumbres sacrificiales tales como la cremación voluntaria de las viudas en la India de antaño o la de los MONJES hindúes o budistas que morían salmodiando, y a los que a continuación se dirigían oraciones. Ciertamente, nada hay en ello de esencial; pero sería entender mal la tradición hindú el rechazar estas costumbres sacrificiales o prácticas de un carácter inverso, por ejemplo, las del tantrismo «extremo»; en todo caso, la decadencia del hinduismo no está en la tradición sino en la indigencia intelectual de sus «reformadores» más o menos modernistas.). Para la mayoría de los hombres, el bienestar espiritual es incompatible, desgraciadamente, con un bienestar terreno demasiado absoluto; la naturaleza humana tiene necesidad de «pruebas» tanto como de «consuelos». Un determinado individuo, sea rico o sea pobre, puede ser sobrio y desapegado por su propia voluntad, pero una colectividad no es un individuo y no tiene voluntad única; tiene algo de alud contenido y no se mantiene en equilibrio más que con ayuda de constreñimientos, y, en efecto, las virtudes hereditarias que pueden sorprendernos en un determinado grupo étnico se mantienen gracias a una lucha constante, sea cual fuere el plano de ésta; tal lucha también forma parte de la felicidad, en suma, con tal que se mantenga cerca de la naturaleza, que es maternal, y no se vuelva abstracta y pérfida. No olvidemos, por otra parte, que el «bienestar» es algo relativo por definición; situándose únicamente en el punto de vista material, se destruye el equilibrio normal entre espíritu y cuerpo, y se desencadenan apetitos que no tienen en sí mismos ningún principio de límite. Este aspecto de la naturaleza humana es lo que los humanitaristas propiamente dichos niegan o ignoran por un deliberado prejuicio; creen en el hombre bueno en sí, luego fuera de Dios, e imputan arbitrariamente sus defectos a condiciones materiales desfavorables, como si la experiencia no sólo probase que la malicia del hombre puede no depender de ningún factor exterior, sino además que tal malicia suele extenderse en el «bienestar» y a cubierto de las preocupaciones elementales; las desviaciones de la «cultura» burguesa lo muestran hasta la saciedad. Para las religiones, la norma «económica» es expresamente la pobreza, de la que además han dado ejemplo sus fundadores – se trata de una pobreza que se mantiene cerca de la naturaleza, y no de una inopia vuelta ininteligible y afeada por las servidumbres de un mundo artificial e irreligioso -, mientras que la riqueza se tolera puesto que es un derecho natural y no impide el desapego ni la sobriedad, pero no es el ideal como es prácticamente el caso en el mundo moderno. 1772 FSCR: EL SENTIDO DE LAS CASTAS

Sin la menor duda, Cristo no era opuesto al matrimonio, y quizás tampoco lo era a la poligamia; la parábola de las diez vírgenes parece testimoniarlo (NA: Al añadir, con intención explicativa, la expresión «y de la esposa» a las palabras «al encuentro del esposo», se quita a la parábola, si no todo su sentido, al menos mucha de su fuerza.). En el mundo cristiano, hubiese convenido permitir la poligamia a los príncipes, si no a todos los fieles; ello hubiese evitado no pocas guerras y bastantes presiones tiránicas sobre la Iglesia; entre otras, el cisma anglicano. El hombre no debe separar lo que Dios ha unido, dijo Cristo condenando el divorcio; ahora bien, los matrimonios principescos fueron la mayoría de las veces componendas políticas, lo que no tiene nada que ver con Dios y tampoco guarda ninguna relación con el amor. La poligamia, como la monogamia, se refiere a factores naturales: si la monogamia es normal porque el primer matrimonio fue forzosamente monógamo y porque la feminidad, como la virilidad, reside enteramente en una sola persona, la poligamia, por su parte, se explica, por un lado, por la evidencia biológica y por la oportunidad social o política – en ciertas sociedades al menos – y, por otro, por el hecho de que la infinitud, representada en la mujer, permite una diversidad de aspectos; el hombre se prolonga hacia la periferia, que libera, como la mujer se enraíza en el centro, que protege (NA: En cambio, la poliandria no encuentra ningún apoyo en los datos de la naturaleza; rarísima, se explica sin duda por razones económicas muy particulares y quizá también por conceptos propios del chamanismo. Hay también el caso de la prostitución sagrada – hetairas, hieródulas, dêvadassîs, geishas – en que la mujer se hace centro, puesto que se entrega a una pluralidad de hombres; nos es forzoso admitir que este fenómeno es una posibilidad en el marco de las tradiciones arcaicas, pero está en todo caso excluido de las religiones más tardías, con algunas excepciones, pero demasiado marginales para merecer una mención explícita.). A esto es preciso añadir, aparte toda consideración de oportunidad, que los pueblos más o menos nórdicos se encuentran más bien inclinados hacia la monogamia, y esto por evidentes razones de clima y de temperamento, mientras que la mayor parte de los pueblos meridionales parecen sentir una inclinación natural hacia la poligamia, cualquiera que sea la forma o el grado. En cualquier caso, fue un error, en Occidente, imponer a todo un continente una moral de MONJES: moral perfectamente legítima en su marco metódico, pero no obstante fundada sobre el error – en cuanto a su extensión sobre la sociedad entera – de que la sexualidad es una especie de mal; un mal que conviene reducir al mínimo y no tolerar más que en virtud de un aspecto que pone entre paréntesis todo lo esencial. 2992 EPV: II EL PROBLEMA DE LA SEXUALIDAD

Un compañero del joven Santo Tomás de Aquino dijo a éste, en presencia de otros jóvenes MONJES, que mirase por la ventana para ver a un buey que volaba, lo que hizo el santo, sin ver nada, por supuesto. Todo el mundo se echó a reír, pero Santo Tomás, imperturbable, hizo esta observación: «Un buey que vuela es algo menos asombroso que un monje que miente.» No hay motivo para reprochar a las almas puras una cierta credulidad, que en realidad les hace honor, tanto más cuanto que su humildad les inclina a sobreestimar a los otros, en la medida en que la evidencia contraria no se impone de entrada. 3238 EPV: II EL VERDADERO REMEDIO

Por chamanismo entendemos las tradiciones de origen «prehistórico» propias de los pueblos mongoloides, comprendidos los indios de América (Con excepción de los mexicanos y los peruanos, que representan filiaciones tradicionales más tardías -«atlantinas», según cierta terminología- y que por este hecho ya no dependen del aire del «Pájaro-Trueno».). En Asia encontramos este chamanismo propiamente dicho no sólo en Siberia, sino en el Tíbet -en la forma del BönPo-, en Mongolia, Manchuria y Corea; la tradición china prebúdica con sus ramas confucionista y taoísta se vincula igualmente con esta familia tradicional, así como en Japón, donde el chamanismo ha dado lugar a esa tradición particular que es el Shintô. Todas estas tradiciones se caracterizan por la oposición complementaria entre la Tierra y el Cielo y por el culto de la Naturaleza, contemplada en la relación de su causalidad esencial y no de su accidentalidad existencial. Se caracterizan igualmente por cierta escasez en la escatología -muy evidente incluso en el confucionismo-, y sobre todo por la función central del chamán, asumida en China por los Taotsé (No confundir con los Tao-Shi, que son MONJES contemplativos.) y en el Tíbet por los lamas adivinos y exorcistas (La demarcación entre el Mön-Po y el Lamaismo no siempre está clara, al haberse influido recíprocamente estas tradiciones.). Si mencionamos ahora a la China y al Japón no es para englobar sus tradiciones autóctonas pura y simplemente dentro del chamanismo siberiano, sino para situarlas en relación con la tradición primitiva de la raza amarilla, tradición de la que el chamanismo es la prolongación más directa y también, es preciso decirlo, la más desigual y ambigua. 4847 FSRMA: CHAMANISMO PIEL-ROJA LA VÍA DE LA UNIDAD