Para volver al esquema que indicábamos más atrás, debemos decir que su principal defecto, por lo demás inevitable en todo esquema, es simplificar demasiado las cosas, al representar la divergencia como habiendo ido creciendo de una manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad, hubo tiempos de detención en esta divergencia, hubo incluso épocas menos remotas en las que Occidente ha recibido de nuevo la influencia directa de Oriente: queremos hablar sobre todo del periodo alejandrino, y también de lo que los árabes han aportado a la Europa de la edad media, de lo que una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto estaba sacado de la India; su influencia es bien conocida en cuanto al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia se reactivó en el RENACIMIENTO, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido RENACIMIENTO fue una muerte para muchas cosas, incluso desde el punto de vista de las artes, pero sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno aprehender toda la extensión y el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo como efecto un empequeñecimiento de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar antaño en los griegos mismos, pero con la diferencia capital de que ahora se manifestaba en el curso de la existencia de una misma raza, y ya no en el paso de algunas ideas de un pueblo a otro; es como si aquellos griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente se hubieran vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia vino a agregarse la de la Reforma, que por lo demás no fue quizás enteramente independiente de ella, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron claramente; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no vamos a entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que correría el riesgo de llevarnos muy lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino solamente de decir lo que es menester para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que vamos a decir de los modernos a este respecto, nos es menester todavía volver de nuevo a los griegos, para precisar lo que hasta aquí sólo hemos indicado de una manera insuficiente, y para despejar el terreno, en cierto modo, explicándonos con suficiente claridad como para atajar algunas objeciones que son muy fáciles de prever. IGEDH: La divergencia
Ya hemos indicado lo que entendemos por «prejuicio clásico»: es propiamente el partidismo expreso de atribuir a los griegos y a los romanos el origen de toda civilización. En el fondo, apenas se puede encontrar para ello otra razón que está: los occidentales, porque su propia civilización no se remonta en efecto apenas más allá de la época grecorromana y porque deriva casi enteramente de ella, son llevados a imaginarse que eso ha debido ser igual por todas partes, y les cuesta trabajo concebir la existencia de civilizaciones muy diferentes y de origen mucho más antiguo; se podría decir que son, intelectualmente, incapaces de rebasar el Mediterráneo. Por lo demás, el hábito de hablar de «la civilización», de una manera absoluta, contribuye también en una amplia medida a mantener este prejuicio: «La civilización», entendida así y supuesta única, es algo que no ha existido nunca; en realidad, siempre ha habido y hay todavía «civilizaciones». La civilización occidental, con sus caracteres especiales, es simplemente una civilización entre otras, y lo que se llama pomposamente «la evolución de la civilización» no es nada más que el desarrollo de esta civilización particular desde sus orígenes relativamente recientes, desarrollo que, por lo demás. está muy lejos de haber sido siempre «progresivo» regularmente y sobre todos los puntos: lo que hemos dicho más atrás del pretendido RENACIMIENTO y de sus consecuencias podría servir aquí como ejemplo muy claro de una regresión intelectual, que no ha hecho todavía más que agravarse hasta nuestros días. IGEDH: El prejuicio clásico
Es muy difícil encontrar actualmente un principio de unidad en la civilización occidental; se podría decir incluso que su unidad, que reposa siempre naturalmente sobre un conjunto de tendencias que constituyen una cierta conformidad mental, ya no es verdaderamente más que una simple unidad de hecho, que carece de principio como carece de principio esta civilización misma, desde que se ha roto, en la época del RENACIMIENTO y de la Reforma, el lazo tradicional de orden religioso que era precisamente para ella el principio esencial, y que hacía de ella, en la edad media, lo que se llamaba la «Cristiandad». La intelectualidad occidental no podía tener a su disposición, en los límites donde se ejerce su actividad específicamente restringida, ningún elemento tradicional de un orden diferente que fuera susceptible de sustituir a ese; entendemos que un tal elemento, fuera de las excepciones incapaces de generalizarse en este medio, no podía ser concebido de otra manera que en modo religioso. En cuanto a la unidad de la raza europea, en tanto que raza, es, como lo hemos indicado, demasiado relativa y demasiado débil para poder servir de base a la unidad de una civilización. Así pues, desde entonces, se corría el riesgo de que hubiera civilizaciones europeas múltiples, sin ningún lazo efectivo y consciente; y, de hecho, es a partir del momento en que se quebró la unidad fundamental de la «Cristiandad» cuando se vieron constituirse en su lugar, a través de muchas vicisitudes y de esfuerzos inciertos, las unidades secundarias, fragmentarias y empequeñecidas de las «nacionalidades». Pero, no obstante, hasta su desviación mental, y como a pesar suyo, Europa conservaba la huella de la formación única que había recibido en el curso de los siglos precedentes; las influencias mismas que habían acarreado la desviación se habían ejercido por todas partes de modo semejantemente, aunque a grados diversos; el resultado fue también una mentalidad común, de donde una civilización que seguía siendo común a pesar de todas las divisiones, pero que, en lugar de depender legítimamente de un principio, cualquiera que fuera, por lo demás, iba a estar en adelante, si se puede decir, al servicio de una «ausencia de principio» que la condenaba a una decadencia intelectual irremediable. Se puede sostener, ciertamente, que ese era el precio del progreso material hacía el que el mundo occidental ha tendido exclusivamente desde entonces, ya que hay vías de desarrollo que son inconciliables; pero, sea como sea, era verdaderamente, a nuestro juicio, pagar muy caro ese progreso tan ensalzado. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales