Sí mismo

Debemos recordar aquí, al menos sumariamente, la distinción fundamental del “Sí mismo” y del “yo”, o de la “Personalidad” y de la “individualidad”, sobre la que hemos dado ya en otra parte todas las explicaciones necesarias (Ibid., cap. II.). El “Sí mismo”, hemos dicho, es el principio transcendente y permanente del que el ser manifestado, el ser humano por ejemplo, no es más que una modificación transitoria y contingente, modificación que no podría, por otra parte, afectar de ningún modo al Principio. Inmutable en su naturaleza propia, desarrolla sus posibilidades en todas las modalidades de realización, en multitud indefinida, que son para el ser total otros tantos estados diferentes, estados de los que cada uno tiene sus condiciones de existencia limitativas y determinantes, y de los que uno solo constituye la porción o más bien la determinación particular de este ser que es el “yo” o la individualidad humana. Por lo demás, este desarrollo no es un desarrollo, a decir verdad, más que en tanto que se le considera del lado de la manifestación, fuera de la cual todo debe ser necesariamente en perfecta simultaneidad en el “eterno presente”; y es por eso por lo que la “permanente actualidad” del “Sí mismo” no es afectada por él. El “Sí mismo” es así el principio por el que existen, cada uno en su dominio propio, que podemos llamar un grado de existencia, todos los estados del ser; y esto debe entenderse, no solo de los estados manifestados, individuales como el estado humano o supraindividuales, es decir, en otros términos, formales o informales, sino también, aunque la palabra “existir” deviene entonces impropia, de los estados no manifestados, que comprenden todas las posibilidades que, por su naturaleza misma, no son susceptibles de ninguna manifestación, al mismo tiempo que las posibilidades de manifestación mismas en modo principial; pero este “Sí mismo” no es sino por sí mismo, puesto que no tiene y no puede tener, en la unidad total e indivisible de su naturaleza íntima, ningún principio que le sea exterior. 18 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ I

Los estados de no manifestación son esencialmente supraindividuales, y, del mismo modo que el “Sí mismo” principial del que no pueden ser separados, tampoco podrían de ninguna manera ser individualizados; en cuanto a los estados de manifestación, algunos son individuales, mientras que otros son no individuales, diferencia que corresponde, según lo que hemos indicado, a la distinción de la manifestación formal y de la manifestación informal. Si consideramos en particular el caso del hombre, su individualidad actual, que constituye hablando propiamente el estado humano, no es más que un estado de manifestación entre una indefinidad de otros, que deben ser concebidos todos como igualmente posibles y, por ello mismo, como existiendo al menos virtualmente, si no como efectivamente realizados para el ser que consideramos, bajo un aspecto relativo y parcial, en este estado individual humano. 23 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ I

Aunque esto pueda parecer una digresión, lo que acaba de decirse sobre la “paz” que reside en el punto central nos lleva a hablar un poco de otro simbolismo, el de la guerra, al que ya hemos hecho algunas alusiones en otra parte (Ver El Rey del Mundo, cap. X, y Autoridad espiritual y poder temporal, cap. III y VIII.). Este simbolismo se encuentra concretamente en la Bhagavad-Gîtâ: la batalla de la que se trata en este libro representa la acción, de una manera enteramente general, bajo una forma por lo demás apropiada a la naturaleza y a la función de los kshatriyas a quienes está destinado más especialmente (NA: Krishna y Arjuna, que representan respectivamente el “Sí mismo” y el “yo”, o la “personalidad” y la “individualidad”, Atmâ incondicionado y jivâtmâ, están montados sobre un mismo carro, que es el “vehículo” del ser considerado en su estado de manifestación; y, mientras que Arjuna combate, Krishna conduce el carro sin combatir, es decir, sin estar él mismo comprometido en la acción. Otros símbolos que tienen la misma significación se encuentran en numerosos textos de las Upanishad: Los “dos pájaros que residen sobre el mismo árbol” (Mundaka Upanishad, 3er Mundaka, 1er Khanda, shruti 1; Shwêtâshwatara Upanishad, 4º Adhyâya, shruti 6), y también los “dos que han entrado en la caverna” (Katha Upanishad, 1er adhyâya, 3er Vallî, shruti 1); la “caverna” no es otra que la cavidad del corazón, que representa precisamente el lugar de la unión de lo individual con lo Universal, o del “yo” con el “Sí mismo” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, III). — El-Hallâj dice en el mismo sentido: “Somos dos espíritus conjuntos en un mismo cuerpo” (nahnu ruhâni halalnâ badana).). El campo de batalla (kshêtra) es el dominio de la acción, en el que el individuo desarrolla sus posibilidades, y que es figurado por el plano horizontal en el simbolismo geométrico; se trata aquí del estado humano, pero la misma representación podría aplicarse a todo otro estado de manifestación, igualmente sometido, si no a la acción propiamente dicha, al menos al cambio y a la multiplicidad. Esta concepción no se encuentra solo en la doctrina hindú, sino también en la doctrina islámica, ya que tal es exactamente el sentido real de la “guerra santa” (jihâd); su aplicación social y exterior no es más que secundaria, y lo que lo muestra bien, es que ella constituye solo la “guerra santa menor” (El-jihâdul-açghar), mientras que la “guerra santa mayor” (El-jihâdul-akbar) es de orden puramente interior y espiritual (NA: Esto se basa sobre un hadîth del Profeta que, a la vuelta de una expedición pronunció esta palabra: “Hemos vuelto de la guerra santa menor a la guerra santa mayor” (rajanâ min el-jihâdil-açghar ilâ el-jihâdil-akbar).). 94 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ VIII

En resumen, se puede decir que la urdimbre, son los principios que ligan entre ellos todos los mundos o todos los estados, puesto que cada uno de sus hilos liga los puntos que se corresponden en esos diferentes estados, y que la trama, son los conjuntos de acontecimientos que se producen en cada uno de los mundos, de suerte que cada hilo de esta trama es, como ya lo hemos dicho, el desarrollo de los acontecimientos en un mundo determinado. Desde otro punto de vista, se puede decir también que la manifestación de un ser en un cierto estado de existencia está, como todo acontecimiento cualquiera que sea, determinada por el encuentro de un hilo de la urdimbre con un hilo de la trama. Cada hilo de urdimbre es entonces un ser considerado en su naturaleza esencial, que, en tanto que proyección directa del “Sí mismo” principial, constituye el lazo de todos sus estados, manteniendo su unidad propia a través de su indefinida multiplicidad. En este caso, el hilo de la trama al que este hilo de la urdimbre encuentra en un cierto punto corresponde a un estado definido de existencia, y su intersección determina las relaciones de ese ser, en cuanto a su manifestación en ese estado, con el medio cósmico en el que se sitúa bajo esta relación. La naturaleza individual de un ser humano por ejemplo, es la resultante del encuentro de estos dos hilos; en otros términos, siempre habrá lugar a distinguir en ella dos tipos de elementos, que deberán referirse respectivamente al sentido vertical y al sentido horizontal: los primeros expresan lo que pertenece en propiedad al ser considerado, mientras que los segundos provienen de las condiciones del medio. 165 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XIV

Si consideramos ahora el Ser universal, que es representado por el punto principial en su indivisible unidad, y del que todos los seres, en tanto que manifestados en la Existencia, no son en suma más que “participaciones”, podemos decir que se polariza en sujeto y atributo sin que su unidad sea afectada por ello; y la proposición de que él es a la vez el sujeto y el atributo toma esta forma: “El Ser es el Ser”. Es el enunciado mismo de lo que los lógicos llaman el “principio de identidad”; pero, bajo esta forma, se ve que su alcance real rebasa el dominio de la lógica, y que es propiamente, ante todo, un principio ontológico, sean cuales sean las aplicaciones que se pueden sacar de él en órdenes diversos. Se puede decir también que es la expresión de la relación entre el Ser como sujeto (Lo que es) y el Ser como atributo (Lo que Él es), y que, por otra parte, puesto que el Ser-sujeto es el que Conoce y el Ser-atributo (u objeto) el Conocido, esta relación es el Conocimiento mismo; pero, al mismo tiempo, es la relación de identidad; así pues, el Conocimiento absoluto es la identidad misma, y todo conocimiento verdadero, al ser una participación en ella, implica también identidad en la medida en que es efectivo. Agregamos todavía que, puesto que la relación no tiene realidad más que por los dos términos que liga, puestos que éstos no son más que uno, los tres elementos (el que Conoce, el Conocido y el Conocimiento) no son verdaderamente más que Uno (Ver lo que hemos dicho sobre el ternario Sachchidânanda en El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XIV.); es lo que puede expresarse diciendo que “el Ser se conoce a Sí mismo por Sí mismo” (NA: En el esoterismo islámico, se encuentran también fórmulas tales como ésta: “Allah ha creado el mundo de Sí mismo por Sí mismo en Sí mismo”, o: “Él ha enviado Su mensaje de Sí mismo a Sí mismo por Sí mismo”. Estas dos fórmulas son por lo demás equivalentes, ya que el “mensaje divino” es el “Libro del Mundo”, arquetipo de todos los Libros Sagrados, y las “letras transcendentes” que componen este Libro son todas las criaturas, así como lo hemos explicado más atrás. De esto resulta también que la “ciencia de las letras” (ilmul-hurûf), entendida en su sentido superior, es el conocimiento de todas las cosas en el principio mismo, en tanto que esencias eternas; en un sentido que puede decirse medio, es la cosmogonia; y finalmente, en el sentido inferior, es el conocimiento de las virtudes de los nombres y de los números, en tanto que expresan la naturaleza de cada ser, conocimiento que permite ejercer por su medio, en razón de esta correspondencia, una acción de orden “mágico” sobre los seres mismos.). 195 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XVII

Lo que es destacable, y lo que muestra bien el valor tradicional de la fórmula que acabamos de explicar así, es que la misma se encuentra textualmente en la Biblia hebraica, en el relato de la manifestación de Dios a Moisés en la Zarza ardiente (NA: En algunas escuelas de esoterismo islámico, la “Zarza ardiente”, soporte de la manifestación Divina, se toma como símbolo de la apariencia individual que subsiste cuando el ser ha llegado a la “Identidad Suprema”, en el caso que corresponde al del jîvan-mukta en la doctrina hindú (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XXIII): es el corazón que resplandece de la luz de la Shekinah, por la presencia efectivamente realizada del “Supremo Sí mismo” en el centro de la individualidad humana.): al preguntar-Le Moisés cuál es Su Nombre, Él responde: Eheieh asher Eheieh (Éxodo, III, 14.), lo que se traduce más habitualmente por: “Yo soy El que soy” (o “Lo que Yo soy”), pero cuya significación más exacta es: “El Ser es El Ser” (En efecto, Eheieh no debe considerarse aquí un verbo, sino un nombre, así como lo muestra la continuación del texto, en el que se prescribe a Moisés que diga al pueblo “Eheieh ME ha enviado hacia vosotros”. En cuanto al pronombre relativo asher, “el cual”, cuando desempeña el papel de “cópula” como es el caso aquí, tiene el sentido del verbo “ser”, cuyo lugar ocupa en la proposición.). Hay dos maneras diferentes de considerar la constitución de esta fórmula, de las cuales la primera consiste en descomponerla en tres estadios sucesivos y graduales, según el orden mismo de las tres palabras de las cuales está formada: Eheieh, “El Ser”; Eheieh asher, “El Ser es”; Eheieh asher Eheieh, “El Ser es El Ser”. En efecto, una vez enunciado el Ser, lo que se puede decir de él (y sería menester agregar: lo que no se puede no decir de él), es primeramente que Él es, y después que Él es El Ser; estas afirmaciones necesarias constituyen esencialmente toda la ontología en el sentido propio de esta palabra (NA: El famoso “argumento ontológico” de San Anselmo y de Descartes, que ha dado lugar a tantas discusiones, y que, en efecto, es muy contestable bajo la forma “dialéctica” en la que se ha presentado, deviene perfectamente inútil, así como todo otro razonamiento, si, en lugar de hablar de la “existencia de Dios” (lo que implica por lo demás una equivocación sobre la significación de la palabra “existencia”), se enuncia simplemente esta fórmula: “El Ser es”, que es de la evidencia más inmediata, puesto que depende de la intuición intelectual y no de la razón discursiva (ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, PP. 114-115, ed. francesa).). La segunda manera de considerar la misma fórmula, es enunciar primeramente el primer Eheieh de la fórmula, y después el segundo como el reflejo del primero en un espejo (imagen de la contemplación del Ser por Sí mismo); en tercer lugar, la “cópula” asher viene a colocarse entre estos dos términos como un lazo que expresa su relación recíproca. Esto corresponde exactamente a lo que hemos expuesto precedentemente: el punto, primeramente único, se desdobla después por una polarización que es también una reflexión, y entonces se establece entre los dos puntos la relación de distancia (relación esencialmente recíproca) por el hecho mismo de su situación uno frente al otro (Apenas hay necesidad de hacer destacar que, siendo el Eheieh hebraico el Ser puro, el sentido de este nombre divino se identifica muy exactamente al del Ishwara de la doctrina hindú, que contiene igualmente en Sí mismo el ternario Sachchidânanda.). 196 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XVII

Observemos todavía de pasada, y simplemente para indicar, como lo hacemos cada vez que se presenta la ocasión para ello, la concordancia que existe entre todas las tradiciones, que, según lo que acabamos de exponer sobre la significación del eje vertical, se podría dar una interpretación metafísica de la palabra bien conocida del Evangelio según la cual el Verbo (o la “Voluntad del Cielo” en acción) es (en relación a nosotros) “La Vía, la Verdad y la Vida” (NA: A fin de prevenir todo error posible, dadas las confusiones habituales en el occidente moderno, tenemos que especificar que aquí se trata exclusivamente de una interpretación metafísica, y de ningún modo de una interpretación religiosa; entre estos dos puntos de vista, hay toda la diferencia que existe, en el islamismo, entre la haqîqah (metafísica y esotérica) y la shariyah (social y exotérica).). Si retomamos por un instante nuestra representación “microcósmica” del comienzo, y si consideramos sus tres ejes de coordenadas, la “Vía” (especificada al respecto del ser considerado) será representada, como aquí, por el eje vertical; de los dos ejes horizontales, uno representará entonces la “Verdad”, y el otro la “Vida”. Mientras que la “Vía” se refiere al “Hombre Universal”, al cual se identifica el “Sí mismo”, la “Verdad” se refiere aquí al hombre intelectual, y la “Vida” al hombre corporal (aunque este último término sea también susceptible de una cierta transposición) (NA: Estos tres aspectos del hombre (de los que, hablando propiamente, solo los dos últimos son “humanos”) son designados respectivamente en la tradición hebraica por los términos de Adam, de Aish y de Enôsh.); de estos dos últimos, que pertenecen uno y otro al dominio de un mismo estado particular, es decir, a un mismo grado de la Existencia universal, el primero debe ser asimilado aquí a la individualidad integral, de la cual el segundo no es más que una modalidad. Por consiguiente, la “Vida” será representada por el eje paralelo a la dirección según la cual se desarrolla cada modalidad, y la “Verdad” lo será por el eje que reúne todas las modalidades atravesándolas perpendicularmente a esta misma dirección (eje que, aunque igualmente horizontal, podrá considerarse como relativamente vertical en relación al otro, según lo que hemos indicado precedentemente). Esto supone por lo demás que el trazado de la cruz de tres dimensiones se refiere a la individualidad humana terrestre, ya que es en relación a ésta solamente como acabamos de considerar aquí la “Vida” e incluso la “Verdad”; este trazado figura la acción del Verbo en la realización del ser total y su identificación con el “Hombre Universal”. 256 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XXIII

Dicho esto para prevenir toda objeción posible a este respecto, es evidente que no puede haber ninguna común medida, por una parte, entre el “Sí mismo”, considerado como la totalización del ser que se integra según las tres dimensiones de la cruz, para reintegrarse finalmente en su Unidad primera, realizada en esta plenitud misma de la expansión que simboliza el espacio todo entero, y, por otra, una modificación individual cualquiera, representada por un elemento infinitesimal del mismo espacio, o incluso la integralidad de un estado, cuya figuración plana (o al menos considerada como plana con las restricciones que hemos hecho, es decir, en tanto que se considera este estado aisladamente) implica todavía un elemento infinitesimal en relación al espacio de tres dimensiones, puesto que, al situar esta figuración en el espacio (es decir, en el conjunto de todos los estados del ser), su plano horizontal debe considerarse como desplazándose efectivamente en una cantidad infinitesimal según la dirección del eje vertical (Recordamos que la cuestión de la distinción fundamental del “Sí mismo” y del “yo”, es decir, en suma del ser total y de la individualidad, que hemos resumido al comienzo del presente estudio, ha sido tratada más completamente en El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. II.). Puesto que se trata de elementos infinitesimales, incluso en un simbolismo geométrico forzosamente restringido y limitado, se ve que, en realidad y a fortiori, hay en efecto, para lo que es simbolizado respectivamente por los dos términos que acabamos de comparar entre ellos, una inconmensurabilidad absoluta, que no depende de ninguna convención más o menos arbitraria, como lo es siempre la elección de algunas unidades relativas en las medidas cuantitativas ordinarias. Por otra parte, cuando se trata del ser total, aquí se toma un indefinido como símbolo del Infinito, en la medida en que es permisible decir que el Infinito puede ser simbolizado; pero, entiéndase bien que esto no equivale de ningún modo a confundirlos como lo hacen bastante habitualmente los matemáticos y los filósofos occidentales. “Si podemos tomar lo indefinido como imagen del Infinito, no podemos aplicar al Infinito los razonamientos de lo indefinido; el simbolismo desciende y no remonta” (Matgioi, La Vía Metafísica, pág. 99.). 285 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XXVI

Por consiguiente, para resumir esto en algunas palabras, podemos decir que, no solo en el espacio, sino en todo lo que es manifestado, es lo exterior o la circunferencia lo que está por todas partes, mientras que el centro no está en ninguna, puesto que es no manifestado; pero (y es aquí donde la expresión del “sentido inverso” toma toda su fuerza significativa) lo manifestado no sería absolutamente nada sin este punto esencial, que él mismo no es nada de manifestado, y que, precisamente en razón de su no manifestación, contiene en principio todas las manifestaciones posibles, puesto que es verdaderamente el “motor inmóvil” de todas las cosas, el origen inmutable de toda diferenciación y de toda modificación. Este punto produce todo el espacio (así como las demás manifestaciones) saliendo de sí mismo en cierto modo, por el despliegue de sus virtualidades en una multitud indefinida de modalidades, de las cuales llena este espacio entero; pero, cuando decimos que sale de sí mismo para efectuar este desarrollo, sería menester no tomar al pie de la letra esta expresión muy imperfecta, pues eso sería un grosero error. En realidad, el punto principial del que hablamos, al no estar jamás sometido al espacio, puesto que es él quien le efectúa y puesto que la relación de dependencia (o la relación causal) no es evidentemente reversible, permanece “no afectado” por las condiciones de sus modalidades cualesquiera que sean, de donde resulta que no deja de ser idéntico a sí mismo. Cuando ha realizado su posibilidad total, es para volver (pero sin que la idea de “retorno” o de “recomienzo” sea no obstante aplicable aquí de ninguna manera) al “fin que es idéntico al comienzo”, es decir, a esa Unidad primera que contenía todo en principio, Unidad que, puesto que es él mismo (considerado como el “Sí mismo”), no puede devenir de ninguna manera otra que él mismo (lo que implicaría una dualidad), y de la que, por consiguiente, considerado en él mismo, jamás había salido. Por lo demás, en tanto que se trate del ser en sí mismo, simbolizado por el punto, e incluso del Ser universal, no podemos hablar más que de la Unidad, como acabamos de hacerlo; pero, si rebasando los límites del Ser mismo, quisiéramos considerar la Perfección absoluta, deberíamos pasar al mismo tiempo, más allá de esta Unidad, al Cero metafísico, que ningún simbolismo podría representar, como tampoco ningún nombre podría nombrarle (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XV.). 316 EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ XXIX