El occidental, más especialmente el occidental moderno (es siempre de éste del que vamos a hablar), aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como entregado al movimiento sin detención y a la agitación incesante, y no aspirando, por lo demás, a salir de ahí; su estado es, en suma, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio, pero que, al no poder hacerlo, se niega el admitir que la cosa sea posible en sí misma, o, simplemente deseable, y llega hasta envanecerse de su impotencia. Este cambio en el cual está encerrado y en el que se complace, al que no exige que le lleve a una meta cualquiera, porque ha llegado a amarle por sí mismo, es, en el fondo, lo que llama «progreso», como si bastase marchar en no importa cuál dirección para avanzar seguramente; pero avanzar hacia qué, no piensa siquiera preguntárselo; y a la dispersión en la multiplicidad, que es la inevitable consecuencia de este cambio sin principio y sin meta, y que es incluso su única consecuencia cuya realidad no pueda ser contestada, la llama «enriquecimiento»: una palabra que, por el grosero materialismo de la imagen que evoca, es completamente típica y representativa de la mentalidad moderna. La necesidad de actividad exterior llevada a un grado tal, el gusto del esfuerzo por el esfuerzo, independientemente de los resultados que se puedan obtener de él, eso no es natural al hombre, al menos al hombre normal, según la idea que se tiene de él por todas partes y siempre; pero eso ha devenido de alguna manera natural al occidental, quizás por un efecto del hábito que Aristóteles dice que es como una segunda naturaleza, pero sobre todo por la atrofia de las facultades superiores del ser, necesariamente correlativa del desarrollo intensivo de los elementos inferiores; aquél que no tiene ningún medio de sustraerse a la agitación sólo puede satisfacerse en ella, de la misma manera que aquél cuya inteligencia está limitada a la actividad racional encuentra ésta admirable y sublime; para estar plenamente cómodo en una esfera cerrada, cualquiera que sea, es menester no concebir que pueda haber algo más allá. Las aspiraciones del occidental, único caso entre todos los hombres (no hablamos de los salvajes, sobre los que, por lo demás, es muy difícil saber exactamente a qué atenerse), están ordinariamente limitadas al mundo sensible estrictamente y a sus dependencias, entre las cuales comprendemos todo el orden sentimental y una buena parte del orden racional; ciertamente, hay loables excepciones, pero no podemos considerar aquí más que la mentalidad general y común, es decir, la que es verdaderamente característica del lugar y de la época.

Es menester observar también, en el orden intelectual mismo, o más bien en lo que subsiste de él, un fenómeno extraño que no es más que un caso particular del estado de espíritu que acabamos de describir: es la pasión de la investigación tomada como un fin en sí misma, sin ninguna preocupación de verla llegar a una solución cualquiera; mientras que los demás hombres investigan para encontrar y para saber, el occidental de nuestros días investiga por investigar; la palabra evangélica, Quaeriti et invenietis, es para él letra muerta, en toda la fuerza de esa expresión, puesto que llama precisamente «muerte» a todo lo que constituye un resultado definitivo, como llama «vida» a lo que no es más que agitación estéril. El gusto enfermizo por la investigación, verdadera «inquietud mental» sin término y sin salida, se manifiesta muy particularmente en la filosofía moderna, cuya mayor parte no representa más que una serie de problemas enteramente artificiales, que no existen sino porque están mal planteados, y que no nacen y subsisten sino por equívocos cuidadosamente mantenidos; problemas insolubles ciertamente, dada la manera en que se los formula, que no se quieren resolver, y cuya razón de ser consiste enteramente en alimentar indefinidamente controversias y discusiones que no conducen a nada, y que no deben conducir a nada. Sustituir así el conocimiento por la investigación (y ya hemos señalado, a este respecto, el abuso tan notable de las «teorías del conocimiento»), es simplemente renunciar al objeto propio de la inteligencia, y se comprende bien que, en estas condiciones, algunos hayan llegado finalmente a suprimir la noción misma de la verdad, ya que la verdad no puede ser concebida más que como el término que se debe alcanzar, y esos no quieren ningún término para su investigación; así pues, eso no podría ser algo intelectual, ni siquiera tomando la inteligencia en su acepción más extensa, no en la más elevada y la más pura; y, si hemos podido hablar de «pasión de la investigación», es porque, en efecto, se trata de una invasión de la sentimentalidad en dominios en los que debería permanecer extraña. No protestamos, entiéndase bien, contra la existencia misma de la sentimentalidad, que es un hecho natural, sino solo contra su extensión anormal e ilegítima; es menester saber poner cada cosa en su lugar y dejarla en él, pero, para eso, es menester una comprehensión del orden universal que escapa al mundo occidental, donde el desorden es ley; denunciar el sentimentalismo, no es negar la sentimentalidad, como denunciar el racionalismo no equivale a negar la razón; el sentimentalismo y el racionalismo no representan más que abusos, cuando, como ocurre en el Occidente moderno, aparecen como los dos términos de una alternativa de la que es incapaz de salir.