Hay opiniones acertadas según las cuales toda la teoría sobre la evolución gradual de las especies inaugurada por Darwin se basa en la confusión entre especie y subespecie: lo que en realidad no representa más que una variante posible dentro de un tipo específico dado, se interpreta como el principio de una especie nueva. Ni siquiera esta eliminación de las fronteras entre las especies sirve para colmar las innumerables lagunas que aparecen en su supuesto árbol genealógico. Cada especie, no sólo está separada de las demás por diferencias abismales, sino que ni siquiera existen formas que indiquen una posible conexión entre los diversos órdenes de seres vivientes, como los peces, reptiles, pájaros y mamíferos.
Si bien existen peces que utilizan sus aletas para trepar a la orilla, en vano se busca en ellos el mínimo indicio de articulación, que es lo único que posibilitaría la formación de un brazo o de una pata; del mismo modo, si bien hay semejanzas entre los reptiles y los pájaros, sus esqueletos tienen una estructura fundamentalmente diferente: las complejas articulaciones del maxilar de un pájaro, por ejemplo, así como la organización de su oído, corresponden a un plan completamente diferente al de los órganos respectivos de un reptil; no se concibe cómo uno haya podido derivar del otro. El célebre pájaro fósil arqueoptérix, que se suele citar como ejemplo de eslabón intermedio entre reptil y pájaro, es en realidad un auténtico pájaro a pesar de ciertas particularidades que no son propias sólo de él, como las uñas en los extremos de las alas, los dientes en los maxilares y su larga cola en abanico.
Para poder explicar la ausencia de formas intermedias, los defensores de la teoría de la evolución de las especies se sirven a veces de tesis singulares según las cuales, en razón de su imperfección y su consiguiente precariedad, esas formas habrían desaparecido; con ello contradicen claramente la ley de la selección natural, responsable de toda la supuesta evolución de las especies: en realidad, los «proyectos» de una nueva especie deberían ser mucho más numerosos que los antepasados que ya hubieran alcanzado la forma por nosotros conocida. Por otra parte, si la evolución de las especies representara, como se ha afirmado, un proceso gradual y continuo, todos los eslabones reales de la cadena, y no sólo los últimos y en cierto modo definitivos, deberían ser, a la vez, resultados conclusos e intermediarios; no se comprende, pues, por qué unos iban a ser más esporádicos y destructibles que los demás.
Los biólogos modernos más serios, o bien rechazan completamente la tesis de la evolución de las especies, o bien la mantienen provisionalmente como mera «hipótesis de trabajo» al no poder concebir un origen de las especies que no se sitúe en la «horizontal» del devenir puramente físico y temporal. Para Jean Rostand, por ejemplo, «el mundo que postula el transformismo es un mundo fabuloso, fantasmagórico, surrealista. El punto capital al que siempre se vuelve es que nunca hemos asistido, ni siquiera en una pequeña medida, a un fenómeno auténtico de evolución… Tenemos la impresión de que la naturaleza actual no puede ofrecernos nada que reduzca nuestro embarazo frente a las metamorfosis orgánicas presupuestas por la tesis transformista. Tanto si se trata del origen de las especies como de la misma vida, Tenemos la impresión de que las fuerzas que han constituido la naturaleza han desaparecido ahora de ella». No obstante, este mismo biólogo se mantiene fiel al transformismo: «Creo firmemente, porque no veo en qué otra cosa podría creer, que los mamíferos derivan de los reptiles, y éstos de los peces; pero al afirmar o pensar una cosa así, intento no pasar por alto en absoluto la monstruosidad de este tipo de aserción y prefiero no determinar el origen de estas irritantes metamorfosis antes que añadir a su inverosimilitud la de cualquier ridícula explicación».
La paleontología demuestra únicamente que las distintas formas animales, en la medida en que se han conservado como fosilizaciones en los estratos geológicos, han aparecido en un orden más o menos «ascendente» que progresa de formas relativamente inarticuladas — pero de ningún modo simples — hacia formas cada vez más ricas, aunque esta evolución ascendente no se produzca dentro de una línea unívoca e ininterrumpida; parece que da saltos, pues hay categorías enteras de animales que aparecen de golpe sin grados preliminares evidentes. Súbitamente, surgen mundos animales completos con sus múltiples relaciones: la araña, por ejemplo, aparece contemporáneamente a su presa, y ya posee la capacidad de tejer.
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