Comte (RG)

Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo que constituye el «racionalismo», cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía un cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el «naturalismo», puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal; por lo demás, «naturalismo» o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una «pseudometafísica» cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad; de ahí el «relativismo» bajo todas sus formas, ya sea el «criticismo» de Kant o el «positivismo» de Augusto COMTE; y, puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el «relativismo» es la única conclusión lógica del «racionalismo». Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a destruirse a sí mismo: «Naturaleza» y «devenir», como lo hemos indicado más atrás, son en realidad sinónimos; así pues, un «naturalismo» consecuente consigo mismo no puede ser más que una de esas «filosofías del devenir» de las que ya hemos hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el «evolucionismo»; pero es precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el «racionalismo», al reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma del «evolucionismo» que es el «intuicionismo» bergsoniano, que, bien entendido, no es menos individualista y antimetafísico que el «racionalismo», y que, si critica justamente a éste, cae todavía más bajo al hacer llamada a una facultad propiamente infraracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy significativo, es que aquí ya no se habla más de la «verdad», sino únicamente de la «realidad», reducida exclusivamente al orden sensible solo, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del conocimiento, la substitución de la «verdad» por la «utilidad»; fue el «pragmatismo», al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el «racionalismo», estamos verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al «subconsciente» que marca la inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía «profana» librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como que respetaba lo que ignoraba y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y es de eso de donde procede toda la filosofía moderna. 1159 La Crisis del mundo moderno: CAPÍTULO V

Hay todavía otra precisión que es bueno hacer: es que algunos psiquistas, sin poder ser sospechosos de estar ligados al espiritismo, tienen singulares afinidades con el «neoespiritualismo» en general, o con una u otra de sus escuelas; los teosofistas, en particular, se han jactado de haber atraído a muchos de ellos a sus filas, y uno de sus órganos aseguraba no hace mucho «que no todos los sabios que se han ocupado de espiritismo y que se citan como a clásicos, han sido llevados a creer en el espiritismo (NA: salvo uno o dos), que casi todos han dado una interpretación que se aproxima a la de los teósofos, y que los más célebres son miembros de la Sociedad Teosófica» (NA: Le Lotus, octubre de 1887.). Es cierto que los espiritistas reivindican con mucha mayor facilidad, como siendo de los suyos, a todos aquellos que han estado mezclados de cerca o de lejos con esos estudios y que no son sus adversarios declarados; pero los teosofistas, por su lado, quizás se han apresurado un poco a tomar por hecho algunas adhesiones que no tenían nada de definitivo; no obstante, debían tener presente entonces en la memoria el ejemplo de Myers y de diversos otros miembros de la Sociedad de investigaciones psíquicas de Londres, y también el del Dr. Richet, que no había hecho más que pasar por su organización, y que no había estado entre los últimos, en Francia, en hacer eco a la denuncia de las supercherías de Mme Blavastsky por dicha Sociedad de investigaciones psíquicas (NA: En una carta que hemos citado en otra parte (NA: El Teosofismo, p. 74, ed. francesa), el Dr. Richet dice que había conocido a Mme Blavastsky por la intermediación de Mme de Barrau; la misma persona jugó también un cierto papel junto al Dr. Gibier, como se puede ver por esta nota que viene después de un elogio al «gran y concienzudo sabio» Burnouf: «Debemos también una mención especial a la obra considerable de M. Louis Leblois, de Estrasburgo, cuyo conocimiento debemos a una dama de gran mérito, Mme Caroline de Barrau, madre de uno de nuestros antiguos alumnos, hoy día nuestro amigo, el Dr. Emile de Barrau» (NA: Le Spiritisme, p. 110). La obra de Leblois, titulada Les Bibles et les Initiateurs religieux de l’humanité, contribuyó, además de las de Jacolliot, a inculcar al Dr. Gibier las ideas falsas que ha expresado sobre la India y sus doctrinas, y que hemos señalado precedentemente.). Sea como sea, la frase que acabamos de citar contenía quizás una alusión a M. Flammarion, que, no obstante, estuvo siempre más cerca del espiritismo que de toda otra concepción; ciertamente contenía una alusión a Willian Crookes, que se había adherido efectivamente a la Sociedad Teosófica en 1883, y que fue incluso miembro del consejo director de la London Lodge. En cuanto al Dr. Richet, su papel en el movimiento «pacifista» muestra que siempre ha guardado algo en común con los «neoespiritualistas», en quienes las tendencias humanitarias se afirman no menos ruidosamente; para aquellos que están al corriente de estos movimientos, coincidencias como ésta constituyen un signo mucho más claro y más característico de lo que otros estarían tentados a creer. En el mismo orden de ideas, ya hemos hecho alusión a las tendencias anticatólicas de algunos psiquistas como el Dr. Gibier; en lo que concierne a éste, habríamos podido incluso hablar más generalmente de tendencias antireligiosas, a menos, no obstante, de que se trate de «religión laica», según la expresión tan querida a Charles Fauvety, uno de los primeros apóstoles del espiritismo francés; he aquí en efecto algunas líneas que extraemos de su conclusión, y que son una muestra suficiente de esas declamaciones: «Tenemos fe en la Ciencia y creemos firmemente que desembarazará para siempre a la humanidad del parasitismo de todas las especies de brahmes (NA: el autor quiere decir de sacerdotes), y que la religión, o más bien la moral devenida científica, será representada, un día, por una sección particular en las academias de las ciencias del porvenir» (NA: Le Spiritisme, p. 383.). No querríamos insistir sobre semejantes necedades, que desgraciadamente no son inofensivas; no obstante, habría que hacer un curioso estudio sobre la mentalidad de las gentes que invocan así a la «Ciencia» a propósito de todo, y que pretenden mezclarla a lo más extraño que hay a su dominio: se trata todavía de una de las formas que el desequilibrio intelectual toma de buena gana entre nuestros contemporáneos, y que quizás están menos alejadas unas de otras de lo que parecen; ¿no hay ahí un «misticismo cientificista», un «misticismo materialista» incluso, que son, lo mismo que las aberraciones «neoespiritualistas», desviaciones evidentes del sentimiento religioso? (NA: La «religión de la Humanidad», inventada por Augusto COMTE, es uno de los ejemplos que mejor ilustran lo que queremos decir; pero la desviación puede existir perfectamente sin llegar a tales extravagancias.). 1773 El Error Espiritista: ESPIRITISMO Y PSIQUISMO

Estos últimos hechos hacen llamada a algunos comentarios: no hay en realidad dos espiritismos, no hay más que uno; pero este espiritismo tiene dos aspectos, uno pseudoreligioso y el otro pseudocientífico, y, según el temperamento de las gentes a quienes se dirija, se podrá insistir con preferencia sobre uno o sobre el otro. En los países anglosajones, el lado pseudoreligioso parece estar más desarrollado que por cualquier otra parte; en los países latinos, parece a veces que el lado pseudocientífico triunfa mejor; por lo demás, eso no es verdad más que de una manera general, y la habilidad de los espiritistas consiste sobre todo en adaptar su propaganda a los diversos medios a los que quieren llegar; de esta manera, cada quien encuentra en qué emplearse según sus preferencias personales, y las divergencias son mucho más aparentes que reales; todo se reduce, en suma, a una cuestión de oportunidad. Es así como, en ocasiones, algunos espiritistas pueden disfrazarse de psiquistas, y no pensamos que sea menester ver otra cosa en ese «Instituto de investigaciones psíquicas» cuyas actuaciones ya hemos rastreado; lo que viene bien para animar esta táctica, es que los sabios que han llegado al espiritismo han comenzado por el psiquismo; esto último es pues susceptible de constituir un medio de propaganda que es útil explotar. No se trata, por nuestra parte, de simples suposiciones: como prueba en su apoyo, tenemos los consejos dirigidos a los espiritistas por M. Albert Jounet; éste es un ocultista, pero de un «eclecticismo» inverosímil, que creó, en 1900, una «Alianza Espiritualista» en la que soñaba unir todas las escuelas «neoespiritualistas» sin excepción (NA: Precedentemente, M. P. E. Heidet (NA: Paul Nord) ya había tenido la idea de una «Sociedad Ecléctica Universalista», que apenas tuvo existencia efectiva, y que acabó por fusionarse con el «fraternismo».). En ese mismo año de 1910, M. Jounet asistió al Congreso espiritista internacional de Bruselas, y pronunció allí un discurso del que extraemos lo que sigue: «A falta de organización, el espiritismo no tiene, sobre el mundo, la influencia que merece… Esbocemos esa organización que le falta. Ella debe ser doctrinal y social. Es menester que las verdades espiritistas se agrupen y se presenten para devenir más admisibles para el pensamiento. Y es menester que los espiritistas mismos se agrupen y se presenten para devenir más invencibles en la humanidad… Para los espiritistas, es amargo, humillante, lo confieso, el hecho de ver que cuando se descubrieron y propagaron verdades por el espiritismo, no fueron bien recibidas por los medios oficiales y por el público burgués sino después de pasadas por el psiquismo. No obstante, si los espiritistas aceptaban esta humillación, ella les aseguraba su exaltación. Este retraso aparente desencadenaría el triunfo. Pero entonces, ¿os indignáis, es menester cambiar de nombre, dejar de ser espiritistas, disfrazarnos de psiquistas, abandonar a nuestros maestros, a aquellos que, en el origen del movimiento, han sufrido y descubierto? No es eso lo que os aconsejo. La humildad no es laxitud. No os invito a cambiar de nombre. Yo no os digo: “Abandonad el espiritismo por el psiquismo”. No se trata de una substitución, sino de un orden de presentación. Yo os digo: “Presentad el psiquismo antes que el espiritismo”. Habéis soportado lo más duro de la campaña y de la lucha. Ahora ya no queda más que terminar la conquista. Yo os aconsejo enviar como vanguardia, para terminarla más rápidamente, a algunos habitantes del país ligados a vosotros, pero que hablan la lengua del país. La maniobra es muy simple y capital. En la propaganda y la polémica, en las discusiones con los incrédulos y los adversarios, en lugar de declarar que, desde hace mucho tiempo, los espiritistas enseñan tal verdad y que hoy finalmente algunos sabios psiquistas la confirman, declarad que algunos sabios psiquistas prueban tal verdad y, solamente después, mostrad que, desde hace mucho tiempo, los espiritistas la han descubierto y que la enseñan. Por tanto, la fórmula dominante de la organización doctrinal es: primero el psiquismo, y, después, el espiritismo». Después de haber entrado en el detalle del «orden de presentación» que proponía para las diferentes clases de fenómenos, el orador continuó en estos términos: «Una tal organización sería capaz de conferir a la sobrevida experimental (NA: sic) toda la intensidad de invasión que una certeza tan apasionante, y de tan formidables consecuencias, debería tener. Clasificadas y ofertadas de esta guisa, las verdades espiritistas se harán luz a través de las espesuras de los prejuicios, la resistencia de las viejas mentalidades. Será una transformación colosal del pensamiento humano. Las más grandes agitaciones de la historia, pueblos engullidos por otros pueblos, migración de razas, advenimiento de las religiones, titánico desbordamiento de las libertades, parecerán poca cosa junto a esta toma de posesión de los hombres por el alma (NA: sic). A la organización doctrinal se agregará la organización social. Ya que, tanto como las verdades espiritistas, es urgente clasificar y agrupar a los espiritistas mismos. Ahí todavía, yo haría intervenir la formula: psiquismo primero, espiritismo después. Elaborad una Federación espiritista universal. Yo apruebo enteramente esta obra. Pero desearía que la Federación espiritista tuviera una sección psiquista donde se podría entrar primero. Ella serviría de antecámara. No os equivoquéis sobre mi proyecto. El título de la sociedad misma no cambiaría. Seguiría siendo Federación espiritista. Pero habría una sección psiquista, a la vez anexa y preliminar. Yo estimo que en el dominio social, no menos que en el doctrinal, esta disposición contribuiría a la victoria. Un arreglo análogo se repetiría en las Sociedades nacionales, miembros de la Federación espiritista universal» (NA: L’Alliance Spiritualiste, noviembre de 1910.). Se comprenderá toda la importancia de este texto, que es el único, a nuestro conocimiento, donde se haya atrevido a preconizar tan abiertamente una semejante «maniobra» (NA: la palabra es de M. Jounet mismo); se trata de una táctica que es indispensable denunciar, ya que está lejos de ser inofensiva, y puede permitir a los espiritistas anexarse, sin que se den cuenta de ello, a todos aquellos a quienes el atractivo de los fenómenos les acerca a ellos, y a quienes no obstante les repugnaría llamarse espiritistas: sin hacerles ninguna concesión real, se hará sin espantarles, y, a continuación, se hará el esfuerzo de ganarlos insensiblemente a la «causa», como se dice en esos medios. Lo que constituye sobre todo el peligro de una tentativa de este género, es la fuerza del espíritu «cientificista» en nuestra época: es a este espíritu al que se entiende que se hace llamada; en este mismo discurso, que fue calurosamente aplaudido por todos los miembros del Congreso, M. Jounet dijo también: «La proclamación de la inmortalidad, en estas condiciones (NA: es decir, como consecuencia de los trabajos de los psiquistas), es un hecho revolucionario, uno de esos golpes poderosos que obligan a cambiar de camino al género humano. ¿Por qué? Porque aquí la inmortalidad del alma no se establece por la fe o el razonamiento abstracto, sino por la experiencia y la observación, es decir, por la ciencia. Y no la ciencia manejada por espiritistas, sino por sabios de profesión… Podemos gritar a los incrédulos: “No queréis fe, no queréis filosofía abstracta. He aquí experiencia y observación rigurosas, he aquí ciencia”. Y podemos gritarles también: “No queréis espiritistas. He aquí sabios”. Los incrédulos estarán bien impedidos de responder. La obra de Myers y de su escuela (NA: la «Sociedad de las investigaciones psíquicas» de Londres), es la inmortalidad entrando en el corazón de lo más moderno que existe en el mundo moderno, de lo más positivo de lo positivo. Es el alma anclada en el método de la ciencia oficial y en el sabio de profesión. Es el espiritismo vencedor y señor, incluso fuera del espiritismo. Reconoced que no es una mala táctica presentar primero el psiquismo». Hemos visto lo que era menester pensar de una pretendida demostración experimental de la inmortalidad, pero los incrédulos de los que habla M. Jounet no son muy difíciles de convencer; ¡basta invocar la «ciencia» y la «experiencia» para que estén «bien impedidos de responder»! El espiritismo cosechando los frutos del positivismo, he aquí una cosa que Augusto COMTE ciertamente no había previsto; y sin embargo, después de todo, se ve bastante bien a los «curanderos» y demás médiums que forman el sacerdocio de la «religión de la Humanidad»… Repetiremos aquí una vez más lo que ya hemos dicho: el psiquismo, si fuera bien comprendido, debería ser totalmente independiente del espiritismo; pero los espiritistas sacan partido de las tendencias que algunos psiquistas tienen en común con ellos, y también de las confusiones que tienen curso en el gran público. Deseamos que los psiquistas serios comprendan finalmente todo el daño que les hacen tales acercamientos, y que encuentren el medio de reaccionar eficazmente; para eso, no les basta con protestar que no son espiritistas, es menester que se den cuenta de la absurdidad del espiritismo, y que se atrevan a decirlo. Que no se nos vaya a objetar que conviene guardar a este respecto una imparcialidad que se pretende científica: vacilar en rechazar una hipótesis cuando se tiene la certeza de que es falsa, es una actitud que no tiene nada de científico en el verdadero sentido de esta palabra; y les ocurre a los sabios, en muchas otras circunstancias, que descartan o que niegan teorías que, sin embargo, son al menos posibles, mientras que esa no lo es. Si los psiquistas no lo comprenden, tanto peor para ellos; la neutralidad, frente a algunos errores, está muy cerca de la complicidad; y, si entienden solidarizarse lo más mínimo con los espiritistas, sería más leal que lo reconocieran, aportando incluso todas las reservas que les plazca; al menos se sabría de qué se está tratando. De todas maneras, en lo que nos concierne, tomaríamos de bastante buena gana nuestro partido, por un descrédito que abarque a todas las investigaciones psíquicas, ya que su vulgarización es probablemente más peligrosa que útil; no obstante, si hay quienes quieren retomarlas sobre bases más sólidas, que se guarden cuidadosamente de toda intrusión espiritista u ocultista, que desconfíen de sus sujetos bajo todos los aspectos, y que encuentren métodos de experimentación más adecuados que los de los médicos y los físicos; pero aquellos que poseen las cualificaciones requeridas para saber verdaderamente lo que hacen en un tal dominio no son muy numerosos, y, en general, los fenómenos no les interesan sino mediocremente. 1980 El Error Espiritista: LA PROPAGANDA ESPIRITISTA

En tales condiciones, no es de sorprender que a veces se haga uso de una terminología y un simbolismo cuyo origen es propiamente religioso pero que se encuentran despojados de este carácter y desviados de su significación primera, y pueden engañar fácilmente a quienes no están sobre aviso de esa deformación; que ese engaño sea intencional o no, el resultado es el mismo. Así, se ha contrahecho la figura del Sagrado Corazón para representar el “Corazón de la Humanidad” (entendida, por lo demás, en sentido exclusivamente colectivo. y social), como lo ha señalado L. Charbonneau-Lassay en el artículo antes aludido, en el cual citaba a este propósito un texto donde se habla “del Corazón de María que simboliza el corazón maternal de la Patria humana, corazón femenino, y del Corazón de Jesús que simboliza el corazón paternal de la Humanidad, corazón masculino; corazón del hombre, corazón de la mujer, ambos divinos en su principio espiritual y natural”. No sabemos bien por qué este texto nos ha vuelto irresistiblemente a la memoria en presencia del documento relativo a la sociedad norteamericana de la que acabamos de hablar; sin poder mostrarnos absolutamente afirmativos al respecto, tenemos la impresión de encontrarnos en su caso ante algo del mismo género. Como quiera que fuere, ese modo de disfrazar al Sagrado Corazón como “Corazón de la Humanidad” constituye, propiamente hablando, una forma de “naturalismo”, y arriesga degenerar bien pronto en una grosera idolatría; la “religión de la Humanidad” no es, en la época contemporánea, monopolio exclusivo de Auguste COMTE y de algunos de sus discípulos positivistas, a los cuales ha de reconocerse por lo menos el mérito de haber expresado francamente lo que otros envuelven en fórmulas pérfidamente equívocas. Hemos señalado ya las desviaciones que en nuestros días algunos imponen corrientemente al mismo término “religión”, aplicándolo a cosas puramente humanas; este abuso, a menudo inconsciente, ¿no será el resultado de una acción perfectamente consciente y deliberada, acción ejercida por aquellos, quienesquiera que fueren, que han asumido la tarea de deformar sistemáticamente la mentalidad occidental desde los comienzos de los tiempos modernos? A veces está uno tentado de creerlo así, sobre todo cuando se ve, como ocurre desde la última guerra, instaurarse por todas partes una especie de culto laico y “cívico”, una seudorreligión de la cual está ausente toda idea de lo Divino; no queremos insistir más por el momento, pero sabemos que no somos los únicos que ven en ello un síntoma inquietante. Lo que diremos para concluir esta vez es que todo ello depende de una misma idea central, que es la divinización de lo humano, no en el sentido en que el Cristianismo permite encararlo de cierta manera, sino en el sentido de una sustitución de Dios por la humanidad; siendo así, es fácil comprender que los propagadores de tal idea procuren apoderarse del emblema del Sagrado Corazón para hacer de esa divinización de la humanidad una parodia de la unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la persona de Cristo. 2512 EMS XVII: EL EMBLEMA DEL SAGRADO CORAZÓN EN UNA SOCIEDAD SECRETA AMERICANA

En el comienzo de la filosofía moderna, Bacon considera todavía los tres términos Deus, Homo, Natura como constituyendo tres objetos de conocimiento distintos, a los que hace corresponder respectivamente las tres grandes divisiones de la «filosofía»; solamente, atribuye una importancia preponderante a la «filosofía natural» o ciencia de la Naturaleza, de conformidad con la tendencia «experimentalista» de la mentalidad moderna, que él representa en aquella época, como Descartes, por su lado, representa sobre todo su tendencia «racionalista» (NA: Por lo demás, Descartes también se dedica sobre todo a la «física»; pero pretende construirla por razonamiento deductivo, sobre el modelo de las matemáticas, mientras que Bacon quiere al contrario establecerla sobre una base enteramente experimental.). De alguna manera, no es todavía más que una simple cuestión de «proporciones» (NA: Aparte, bien entendido, de las reservas que habría lugar a hacer sobre la manera completamente profana en que las ciencias se concebían ya entonces; pero aquí hablamos solo de lo que se reconoce como objeto de conocimiento, independientemente del punto de vista bajo el que se considera.); estaba reservado al siglo XIX ver aparecer, en lo que concierne a este mismo ternario, una deformación bastante extraordinaria e inaudita: queremos hablar de la pretendida «ley de los tres estados» de Augusto COMTE; pero, como la relación de ésta con aquello de lo que se trata puede no aparecer evidente a primera vista, quizás no serán inútiles algunas explicaciones a este respecto, ya que hay en esto un ejemplo bastante curioso de la manera en que el espíritu moderno puede desnaturalizar un dato de origen tradicional, cuando se atreve a apoderarse de él en lugar de rechazarle pura y simplemente. 3192 RGGT DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS

El error fundamental de COMTE, a este respecto, es imaginarse que, cualquiera que sea el género de especulación al que el hombre se ha librado, nunca se ha propuesto nada más que la explicación de los fenómenos naturales; partiendo de este punto de vista estrecho, se le ha visto llevado forzosamente a suponer que todo conocimiento, de cualquier orden que sea, representa simplemente una tentativa más o menos imperfecta de explicación de esos fenómenos. Juntando entonces a esta idea preconcebida una visión enteramente fantasiosa de la historia, cree descubrir, en los conocimientos diferentes que siempre han coexistido en realidad, tres tipos de explicación que él considera como sucesivos, porque, al referirlos equivocadamente a un mismo objeto, los encuentra naturalmente incompatibles entre sí; por consiguiente, les hace corresponder a tres fases que habría atravesado el espíritu humano en el curso de los siglos, y que él llama respectivamente «estado teológico», «estado metafísico» y «estado positivo». En la primera fase, los fenómenos serían atribuidos a la intervención de agentes sobrenaturales; en la segunda, serían referidos a las fuerzas naturales, inherentes a las cosas y ya no transcendentes en relación a ellas; finalmente, la tercera fase estaría caracterizada por la renuncia a la búsqueda de las «causas», que sería reemplazada entonces por la búsqueda de las «leyes», es decir, de las relaciones constantes entre los fenómenos. Este último «estado», que, por lo demás, COMTE considera como el único definitivamente válido, representa bastante exactamente la concepción relativa y limitada que es en efecto la de las ciencias modernas; pero todo lo que concierne a los otros dos «estados» no es verdaderamente más que un montón de confusiones; no lo examinaremos en detalle, lo que sería de muy poco interés, y nos contentaremos con extraer los puntos que están en relación directa con la cuestión que consideramos al presente. 3193 RGGT DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS

COMTE pretende que, en cada fase, los elementos de explicación a los que se hace llamada se habrían coordinado gradualmente, para concluir en último lugar en la concepción de un principio único que los comprende a todos: así, en el «estado teológico», los diversos agentes sobrenaturales, primero concebidos como independientes los unos de los otros, habrían sido después jerarquizados, para sintetizarse finalmente en la idea de Dios (NA: Estas tres fases secundarias son designadas por COMTE bajo los nombres de «fetichismo», de «politeísmo» y de «monoteísmo»; apenas hay necesidad de decir aquí que, antes al contrario, es el «monoteísmo», es decir, la afirmación del Principio uno, lo que está necesariamente en el origen; e incluso, en realidad, solo este «monoteísmo» ha existido siempre y por todas parte, salvo en el caso de la incomprensión del vulgo y en un estado de extrema degeneración de algunas formas tradicionales.). De igual modo, en el supuesto «estado metafísico», las nociones de las diferentes fuerzas naturales habrían tendido cada vez más a fundirse en la de una «entidad» única, designada como la «Naturaleza» (NA: Por lo demás, COMTE supone que, por todas partes donde se ha hablado así de la «Naturaleza», ésta debe estar más o menos «personificada», como lo estaba en efecto en algunas declamaciones filosóficas-literarias del siglo XVIII.); por lo demás, con esto se ve que COMTE ignoraba totalmente lo que es la metafísica, ya que, desde que se habla de «Naturaleza» y de fuerzas naturales, es evidentemente de «física» de lo que se trata y no de «metafísica»; ciertamente, le habría bastado remitirse a la etimología de las palabras para evitar una equivocación tan grosera. Como quiera que sea, vemos aquí a Dios y a la Naturaleza, considerados no ya como dos objetos de conocimiento, sino solo como dos nociones a las que conducen los dos primeros de los tres géneros de explicación considerados en esta hipótesis (NA: En bien evidente que no es en efecto más que una simple hipótesis, e incluso una hipótesis muy mal fundada, lo que COMTE afirma así «dogmáticamente» dándole abusivamente el nombre de «ley».); queda el Hombre, y es quizás un poco más difícil ver cómo desempeña el mismo papel al respecto del tercero, pero no obstante es así en realidad. 3194 RGGT DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS

Eso resulta en efecto de la manera en que COMTE considera las diferentes ciencias: para él, han llegado sucesivamente al «estado positivo» en un cierto orden, donde cada una de ellas ha sido preparada por las que preceden y sin las cuales no habría podido constituirse. Ahora bien, la última de todas las ciencias según este orden, aquella por consiguiente en la que todas confluyen y que representa así el término y la cima del conocimiento llamado «positivo», ciencia a la que COMTE se ha dado él mismo en cierto modo la «misión» de constituir, es aquella a la que ha atribuido el nombre bastante bárbaro de «sociología», nombre que ha pasado desde entonces al uso corriente; y esta «sociología» es propiamente la ciencia del Hombre, o, si se prefiere, de la Humanidad, considerada naturalmente solo bajo el punto de vista «social»; por lo demás, para COMTE, no puede haber otra ciencia del Hombre que no sea ésta suya, ya que cree que todo lo que caracteriza especialmente al ser humano y le pertenece en propiedad, a exclusión de los demás seres vivos, procede únicamente de la vida social. Desde entonces era perfectamente lógico, a pesar de lo que algunos hayan podido decir de ello, que llegará allí donde ha llegado de hecho: empujado por la necesidad más o menos consciente de realizar una suerte de paralelismo entre el «estado positivo» y los otros dos «estados» tales como se los representaba, COMTE vio su acabamiento en lo que ha llamado la «religión de la Humanidad» (NA: La «Humanidad», concebida como la colectividad de todos los hombres pasados, presentes y futuros, es en COMTE una verdadera «personificación», ya que, en la parte pseudoreligiosa de su obra, la llama el «Gran Ser»; se podría ver en ello como una suerte de caricatura profana del «Hombre Universal».). Así pues, vemos aquí, como término «ideal» de los tres «estados», respectivamente a Dios, la Naturaleza y la Humanidad; no insistiremos más en ello, ya que esto basta en suma para mostrar que la famosísima «ley de los tres estados» proviene realmente de una deformación y de una aplicación falseada del ternario Deus, Homo, Natura, y lo que es más bien sorprendente es que parece que nadie se haya dado cuenta nunca de ello. 3195 RGGT DEFORMACIONES FILOSÓFICAS MODERNAS

Ya hemos dicho que ese espíritu «evolucionista» es inherente al «método histórico», y se puede ver una aplicación de ello, entre muchas otras, en esa singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o supuestas religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las que las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo, y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que se ha emitido en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábicas, aglutinante y flexional: se trata de una suposición completamente gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la que los hechos son incluso claramente contrarios, dado que nadie ha podido descubrir nunca el menor indicio del paso real de una a otra de tales formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos diferentes a los que se vinculan respectivamente los diversos grupos lingüísticos, y cada uno de ellos permanece siempre en el tipo al que pertenece. Se puede decir otro tanto de otra hipótesis de orden más general, la que Augusto COMTE ha formulado bajo el nombre de «ley de los tres estados», y en la que trasforma en estados sucesivos dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se ha imaginado que todo conocimiento posible tenía exclusivamente como objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al conocimiento científico. Se ve que esta concepción fantasiosa de COMTE, que, sin ser propiamente «evolucionista», tenía algo del mismo espíritu, está emparentada a la hipótesis del «naturalismo» primitivo, puesto que las religiones no pueden ser en ella más que ensayos prematuros y provisorios al mismo tiempo que una preparación indispensable, de lo que será más tarde la explicación científica; y, en el desarrollo mismo de la fase religiosa, COMTE cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás bastante generalmente conocida, pero hemos creído bueno destacar la correlación, muy frecuentemente desapercibida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno. 4203 IGEDH: La ciencia de las religiones

Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón la tradición en general. Augusto COMTE quería comparar la mentalidad de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin prejuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición. 4205 IGEDH: La ciencia de las religiones

Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudocientíficas que le fueron aportadas cuando, bajo el nombre de «evolución», se la quiso aplicar, no sólo a la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante graves: Auguste COMTE, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las que se apoya la teoría fantasiosa a la que COMTE ha dado el nombre de la «ley de los tres estados», y de las que la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, COMTE comparaba los antiguos a niños, mientras que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a los salvajes, a quienes llaman «primitivos», mientras que, por nuestra parte, los consideramos al contrario como degenerados (A pesar de la influencia de la «escuela sociológica», hay, incluso en los medios «oficiales», algunos sabios que piensan como nós sobre este punto, concretamente M. Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la «degeneración» y menciona a varios de aquellos que se han sumado a ella. M. Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la «escuela sociológica» y de sus métodos, y declara en propios términos que «es menester no confundir el totemismo o la sociología con la etnología seria».). Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un «ritmo del progreso»; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el dogma moderno, se supone que el «progreso» existe no obstante como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de «civilizado». 5710 Oriente y Occidente CIVILIZACIÓN Y PROGRESO

Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta «ciencia» de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta «ciencia» todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: «la ciencia occidental es un saber ignorante» (The Miscarriage of Life in the West, por R. Ramanathan, procurador general de Ceilán: Hibbert Journal, VII, 1; citado por Benjamín Kidd, La Science de Puissance, p. 110 (traducción francesa).). La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y este estudio se emprende y se conduce de tal manera que, insistimos en ello, no puede estar vinculado a ningún principio de orden superior; ciertamente, al ignorar resueltamente todo lo que la rebasa, se hace así plenamente independiente en su dominio, pero esa independencia de la que se glorifica no está hecha más que de su limitación misma. Más aún, llega hasta negar lo que ignora, porque ese es el único medio de no confesar esta ignorancia; o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no cae bajo su dominio, niega al menos que eso pueda ser conocido de cualquier otra manera, lo que de hecho equivale a lo mismo, y pretende englobar todo conocimiento posible. Por una toma de partido frecuentemente inconsciente, los «cientificistas» se imaginan como Augusto COMTE, que el hombre no se ha propuesto nunca otro objeto de conocimiento que una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, ya que son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades que les faltan a ellos mismos: se dirían ciegos que niegan, si no la existencia de la luz, al menos la del sentido de la vista, por la única razón de que están privados de él. Afirmar que no sólo hay lo desconocido, sino también lo «incognoscible», según la palabra de Spencer, es hacer de una enfermedad intelectual un límite que no le está permitido traspasar a nadie; he aquí lo que nunca se ha dicho en ninguna parte; y nunca se había visto tampoco a hombres hacer de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, tomarla abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de «agnosticismo». Y éstos, obsérvese bien, no son y no quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su aptitud una cierta lógica que podría hacerla excusable; pero, al contrario, son los creyentes más entusiastas de la «ciencia», y los más fervientes admiradores de la «razón». Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto, y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; eso es algo contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos encargaremos de explicarlo; esta actitud denota una mentalidad que no es la nuestra a ningún grado, y no es incumbencia nuestra justificar las contradicciones que parecen inherentes al «relativismo» bajo todas sus formas. Nós también, nos decimos que la razón es limitada y relativa; pero, muy lejos de hacer de ella toda la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que rebasan inmensamente las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de entre ellos al menos, consienten en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás más gustosamente que sus predecesores, pero a condición de que nadie tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es, o solo limitar radicalmente el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación que es tan característico del mundo moderno. Este espíritu de negación, no es otra cosa que el espíritu sistemático, ya que un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y ha llegado a identificarse al espíritu filosófico mismo, sobre todo desde Kant, que, queriendo encerrar todo conocimiento en lo relativo, se ha atrevido a declarar expresamente que «la filosofía no es un instrumento para entender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (Kritik der reinen Vernunft, ed. Hartenstein, p. 256.), lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento. Por eso es por lo que la filosofía moderna ha terminado por substituir casi enteramente el conocimiento mismo por la «crítica» o por la «teoría del conocimiento»; es también por lo que, en muchos de sus representantes, no quiere ser más que «filosofía científica», es decir, simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. Filosofía y ciencia, en estas condiciones, ya no tienen que ser distinguidas, y, a decir verdad, desde que el racionalismo existe, no pueden tener más que un solo y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas de un mismo espíritu: es lo que llamamos, no el espíritu científico, sino antes el espíritu «cientificista». 5722 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal, de los que todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente; así pues, allí donde la metafísica está ausente, todo conocimiento que subsiste, en cualquier orden que sea, carece verdaderamente de principio, y, si con eso gana algo en independencia (no de derecho sino de hecho), pierde mucho más en alcance y en profundidad. Por esto es por lo que la ciencia occidental es, si se puede decir, completamente superficial; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara inaccesible para justificar su impotencia a este respecto; así su interés es mucho más práctico que especulativo. Si a veces hay ensayos de unificación de ese saber eminentemente analítico, son puramente artificiales y no reposan nunca más que sobre hipótesis más o menos arriesgadas; así se derrumban unas tras otras, y no parece que una teoría científica de alguna amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como una resultante y una conclusión del análisis es radicalmente falsa; la verdad es que, por el análisis, no se puede llegar nunca a una síntesis digna de este nombre, porque son cosas que no son del mismo orden; y la naturaleza del análisis es poder proseguirse indefinidamente, si el dominio en el que se ejerce es susceptible de una tal extensión, sin que por ello se esté más avanzado en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto sobre ese dominio; con mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener un vinculamiento a principios de orden superior. El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce por la multiplicación sin cesar creciente de las «especialidades», cuyos peligros Augusto COMTE mismo no ha podido evitar denunciar; esta «especialización», tan elogiada por algunos sociólogos bajo el nombre de «división del trabajo», es con toda seguridad el mejor medio de adquirir esa «miopía intelectual» que parece formar parte de las cualificaciones requeridas del perfecto «cientificista», y sin la cual, por lo demás, el «cientificismo» mismo no tendría apenas audiencia. Así pues, los «especialistas», desde que se les saca de su dominio, hacen prueba generalmente de una increíble ingenuidad; nada es más fácil que imponerse a ellos, y eso es lo que suscita una buena parte del éxito de las teorías más descabelladas, por poco cuidado que se tenga en llamarlas «científicas»; las hipótesis más gratuitas, como la de la «evolución» por ejemplo, toman entonces figura de «leyes» y son tenidas por probadas; si ese éxito no es más que pasajero, se dejan a un lado para encontrar seguidamente otra cosa, que es siempre aceptada con una igual facilidad. Las falsas síntesis, que se esfuerzan en sacar lo superior de lo inferior (curiosa transposición de la concepción democrática), no pueden ser nunca más que hipotéticas; al contrario, la verdadera síntesis, que parte de los principios, participa de su certeza; pero, bien entendido, para eso es menester partir de verdaderos principios, y no de simples hipótesis filosóficas a la manera de Descartes. En suma, la ciencia, al desconocer los principios y al negarse a vincularse a ellos, se priva a la vez de la garantía más alta que pueda recibir y de la dirección más segura que pueda dársele; ya no es válido en ella más que los conocimientos de detalle, y, cuando quiere elevarse un grado, deviene dudosa y vacilante. Otra consecuencia de lo que acabamos de decir en cuanto a las relaciones del análisis y de la síntesis, es que el desarrollo de la ciencia, tal como le conciben los modernos, no extiende realmente su dominio: la suma de los conocimientos parciales puede crecer indefinidamente en el interior de ese dominio, no por profundización, sino por división y subdivisión llevadas cada vez más lejos; es verdaderamente la ciencia de la materia y de la multitud. Por lo demás, aunque hubiera una extensión real, lo que puede ocurrir excepcionalmente, sería siempre en el mismo orden, y esa ciencia no sería por eso capaz de elevarse más alto; constituida como lo está, se encuentra separada de los principios por un abismo que nada puede, no decimos hacerle franquear, sino disminuir siquiera en las más ínfimas proporciones. 5725 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

A propósito de esto, debemos hacer aún una última observación: es que los occidentales, que proclaman tan insolentemente en toda ocasión la creencia en su propia superioridad y en la de su ciencia, están verdaderamente muy equivocados cuando tratan a la sabiduría oriental de «orgullosa», como algunos de entre ellos lo hacen a veces, bajo pretexto de que no se sujeta a las limitaciones que les son habituales, y porque no pueden soportar lo que les rebasa; es éste uno de los defectos habituales de la mediocridad, y es lo que constituye el fondo del espíritu democrático. El orgullo, en realidad, es algo completamente occidental; la humildad también, por lo demás, y, por paradójico que eso pueda parecer, hay una solidaridad bastante estrecha entre esos dos contrarios: es un ejemplo de la dualidad que domina todo el orden sentimental, y de la que el carácter propio de las concepciones morales proporciona la prueba más concluyente, ya que las nociones de bien y de mal no podrían existir más que por su oposición misma. En realidad, el orgullo y la humildad son igualmente extraños e indiferentes a la sabiduría oriental (podríamos decir también a la sabiduría sin epíteto), porque ésta es de esencia puramente intelectual, y enteramente desprovista de toda sentimentalidad; sabe que el ser humano es a la vez mucho menos y mucho más de lo que creen los occidentales, los de hoy día al menos, y sabe también qué es exactamente lo que el hombre debe ser para ocupar el lugar que le está asignado en el orden universal. El hombre, queremos decir la individualidad humana, no tiene de ninguna manera una situación privilegiada o excepcional, ni en un sentido ni en otro; no está ni arriba ni abajo en la escala de los seres; representa simplemente, en la jerarquía de las existencias, un estado como los demás, entre una indefinidad de otros, de los que muchos le son superiores, y de los que muchos también le son inferiores. No es difícil constatar, a ese respecto mismo, que la humildad se acompaña gustosamente de un cierto género de orgullo: por la manera en que se busca a veces en Occidente rebajar al hombre, se encuentra siempre el medio de atribuirle al mismo tiempo una importancia que no podría tener realmente, al menos en tanto que individualidad; quizás hay en eso un ejemplo de esa suerte de hipocresía inconsciente que es, a un grado o a otro, inseparable de todo «moralismo», y en la que los orientales ven bastante generalmente uno de los caracteres específicos de lo Occidental. Por lo demás, no siempre existe ese contrapeso de la humildad; hay también, en buen número de otros occidentales, una verdadera deificación de la razón humana, que se adora a sí misma, sea directamente, sea a través de la ciencia que es su obra; es la forma más extrema del racionalismo y del «cientificismo», pero es también su conclusión más natural y, sobre todo, la más lógica. En efecto, cuando no se conoce nada más allá de esta ciencia y de esta razón, se puede tener la ilusión de su supremacía absoluta; cuando no se conoce nada superior a la humanidad, y más especialmente a este tipo de humanidad que representa el Occidente moderno, se puede estar tentado de divinizarla, sobre todo si el sentimentalismo se mezcla en ello (y ya hemos mostrado que está lejos de ser incompatible con el racionalismo). Todo eso no es más que la consecuencia inevitable de esta ignorancia de los principios que hemos denunciado como el vicio capital de la ciencia occidental; y, a pesar de las protestas de Littré, no pensamos que Augusto COMTE se haya desviado lo más mínimo del positivismo al querer instaurar una «religión de la Humanidad»; este «misticismo» especial no era nada más que un intento de fusión de las dos tendencias características de la civilización moderna. Más aún, existe incluso un pseudomisticismo materialista: hemos conocido a gentes que llegaban hasta declarar que, aún cuando no tuvieran ningún motivo racional para ser materialistas, no obstante lo seguirían siendo, únicamente porque es «más bello hacer el bien» sin esperar ninguna recompensa posible. Estas gentes, sobre cuya mentalidad el «moralismo» ejerce una influencia tan poderosa (y su moral, aunque se titula «científica», por ello no es menos puramente sentimental en el fondo), son naturalmente de aquellos que profesan la «religión de la ciencia»; como eso no puede ser en verdad más que una «pseudoreligión» es mucho más justo, desde nuestro punto de vista, llamar a eso «superstición de la ciencia»; una creencia que no reposa más que sobre la ignorancia (incluso «sabia») y sobre vanos prejuicios, no merece ser considerada de otro modo que como una vulgar superstición. 5732 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA

En tales condiciones, no es de sorprender que a veces se haga uso de una terminología y un simbolismo cuyo origen es propiamente religioso pero que se encuentran despojados de este carácter y desviados de su significación primera, y pueden engañar fácilmente a quienes no están sobreaviso de esa deformación; que ese engaño sea intencional o no, el resultado es el mismo. Así, se ha contrahecho la figura del Sagrado Corazón para representar el “Corazón de la Humanidad” (entendida, por lo demás, en sentido exclusivamente colectivo. y social), como lo ha señalado L. Charbonneau-Lassay en el artículo antes aludido, en el cual citaba a este propósito un texto donde se habla “del Corazón de María que simboliza el corazón maternal de la Patria humana, corazón femenino, y del Corazón de Jesús que simboliza el corazón paternal de la Humanidad, corazón masculino; corazón del hombre, corazón de la mujer, ambos divinos en su principio espiritual y natural” (Cita de L’Écho de l’Invisible (1917), en “Les Représentations blasphématoires du Coeur de Jésus”, Reg., agosto-septiembre de 1924, PP. 192-93). No sabemos bien por qué este texto nos ha vuelto irresistiblemente a la memoria en presencia del documento relativo a la sociedad norteamericana de la que acabamos de hablar; sin poder mostrarnos absolutamente afirmativos al respecto, tenemos la impresión de encontrarnos en su caso ante algo del mismo género. Como quiera que fuere, ese modo de disfrazar al Sagrado Corazón como “Corazón de la Humanidad” constituye, propiamente hablando, una forma de “naturalismo”, y arriesga degenerar bien pronto en una grosera idolatría; la “religión de la Humanidad” no es, en la época contemporánea, monopolio exclusivo de Auguste COMTE y de algunos de sus discípulos positivistas, a los cuales ha de reconocerse por lo menos el mérito de haber expresado francamente lo que otros envuelven en fórmulas pérfidamente equívocas. Hemos señalado ya las desviaciones que en nuestros días algunos imponen corrientemente al mismo término “religión”, aplicándolo a cosas puramente humanas (Ver nuestra comunicación “Sur la réforme de la mentalité moderne” (aquí, cap I)); este abuso, a menudo inconsciente, ¿no será el resultado de una acción perfectamente consciente y deliberada, acción ejercida por aquellos, quienesquiera que fueren, que han asumido la tarea de deformar sistemáticamente la mentalidad occidental desde los comienzos de los tiempos modernos? A veces está uno tentado de creerlo así, sobre todo cuando se ve, como ocurre desde la última guerra ( (Recordemos que el presente articulo fue publicado en 1927)), instaurarse por todas partes una especie de culto laico y “cívico”, una seudorreligión de la cual está ausente toda idea de lo Divino; no queremos insistir más por el momento, pero sabemos que no somos los únicos que ven en ello un síntoma inquietante. Lo que diremos para concluir esta vez es que todo ello depende de una misma idea central, que es la divinización de lo humano, no en el sentido en que el cristianismo permite encararlo de cierta manera, sino en el sentido de una sustitución de Dios por la humanidad; siendo así, es fácil comprender que los propagadores de tal idea procuren apoderarse del emblema del Sagrado Corazón para hacer de esa divinización de la humanidad una parodia de la unión de las dos naturalezas, ¿divina y humana, en la persona de Cristo. 7668 SFCS: EL EMBLEMA DEL SAGRADO CORAZON