Desde lo que puede llamarse el punto de vista fundamentalista o literalista, el tiempo, en el primer sentido, se considera como habiendo tenido un comienzo y como procediendo hacia un final, y así en contraste con la eternidad como una duración que dura siempre, sin comienzo ni fin. La absurdidad de estas posiciones se hace evidente si preguntamos con S. Agustín, «¿Qué estaba haciendo Dios (lo Eterno) antes de hacer el mundo?», pregunta cuya respuesta es, por supuesto, que puesto que el tiempo y el mundo se presuponen entre sí, y puesto que en los términos de la «creación» son «con-creados», la palabra «antes» en una pregunta tal no tiene ningún significado. De aquí que en la exégesis cristiana se argumente comúnmente que en arch he, in principio, no implica un «comienzo en el tiempo» sino un origen en el Primer Principio; y de esto se sigue la deducción lógica de que Dios (lo Eterno) está creando el mundo ahora, lo mismo que siempre.
La doctrina metafísica simplemente contrasta el tiempo, como un continuo, con la eternidad, que no está en el tiempo, y que así no puede considerarse propiamente durando-siempre, sino que coincide con el presente o ahora real, del que es imposible una experiencia temporal. Aquí la confusión surge solamente porque para una consciencia que funciona en los términos del tiempo y del espacio, el «ahora» sucede al «ahora» sin interrupción, y parece haber una serie sin fin de ahoras, cuya suma colectiva es el «tiempo». Esta confusión puede eliminarse si comprendemos que ninguno de estos ahoras tiene duración y que, como medidas, son todos igualmente ceros, ceros cuya «suma» es impensable. Se trata de una cuestión de relatividad; somos «nosotros» quienes nos movemos, mientras que el Ahora, que no se mueve, sólo parece moverse, —de la misma manera que el sol parece salir y ponerse debido únicamente a que la tierra gira.