En este hombre, en quien la vida sacramental es completa, hay una jerarquía de poderes, a saber, sacerdotal, real y administrativo; y una cuarta clase que consiste en los órganos físicos de sensación y de acción, que manejan el material crudo o «alimento» que ha de prepararse para todos; y está claro que si el organismo ha de florecer, lo cual es imposible si está dividido contra sí mismo, los poderes sacerdotal, real y administrativo, en su orden de rango, deben ser los «señores», y los trabajadores en los materiales crudos sus «servidores». Y precisamente de la misma manera, la jerarquía funcional del reino se determina igualmente por los requerimientos del Sacrificio, del cual depende su prosperidad. Las castas, literalmente, «nacen del Sacrificio». En el orden sacramental hay una necesidad y un sitio para el trabajo de todos los hombres: y no hay ninguna consecuencia más significativa del principio, el «Trabajo es Sacrificio», que el hecho de que, bajo estas condiciones, y por alejado que esto pueda estar de nuestros modos de pensamiento seculares, toda función, desde la del sacerdote y el rey hasta la del alfarero y el barrendero, es literalmente un sacerdocio, y, toda operación, un rito ministerial. Por otra parte, en cada una de estas esferas nos encontramos con «éticas profesionales». El sistema de castas difiere de la «división del trabajo» industrial, con su «fraccionamiento de la facultad humana», en que presupone diferencias en los tipos de responsabilidad, pero no en los grados de la responsabilidad; y se debe justamente a que una organización de funciones tal como esta, con sus lealtades y deberes mutuos, es absolutamente incompatible con nuestro industrialismo competitivo, por lo que el sistema de castas, monárquico y feudal, se pinta siempre con colores tan sombríos por el sociólogo, cuyo pensamiento está determinado mucho más por su entorno efectivo que por una deducción de los principios primeros.
Que las capacidades y las vocaciones correspondientes son hereditarias, se sigue necesariamente de la doctrina del renacimiento progenitivo: el hijo de cada hombre está cualificado y predestinado por su natividad para asumir el «carácter» de su padre y para ocupar su sitio en el mundo; por esto es por lo que se le inicia en la profesión de su padre y por lo que, finalmente se le confirma en ella por los ritos de transmisión en el lecho de muerte, después de lo cual, aunque el padre sobreviva, el hijo deviene el cabeza de la familia. Al reemplazar a su padre, el hijo le libera de la responsabilidad funcional con la que cargaba en esta vida, al mismo tiempo que, con ello, se provee una continuación de los servicios sacrificiales. Y por el mismo motivo, el linaje familiar se acaba, no por falta de descendientes (puesto que esto puede remediarse con la adopción), sino siempre que se abandona la vocación y tradición familiar. De la misma manera, una confusión de castas total es la muerte de una sociedad, puesto que entonces no queda nada sino una turba informe donde un hombre puede cambiar su profesión a voluntad, como si la profesión hubiera sido algo enteramente independiente de su propia naturaleza. De hecho, es así como se matan las sociedades tradicionales y como se destruye su cultura por el contacto con las civilizaciones industriales y proletarias. Lo que el oriente ortodoxo estima de la civilización occidental puede expresarse adecuadamente en estas palabras de Mathew Arnold,
Oriente se inclinó ante occidente
En paciente, y profundo desdén.
Sin embargo, debe recordarse que los contrastes de este tipo sólo pueden detectarse entre el oriente todavía ortodoxo y el occidente moderno, y que no habrían sido válidos en el siglo trece.
Por su integración de las funciones, el orden social está diseñado para proporcionar al mismo tiempo a una prosperidad común y para permitir a cada miembro de la sociedad realizar su propia perfección. En el sentido en que la «religión» ha de ser identificada con la «ley» y distinguida del «espíritu», la religión hindú es, hablando estrictamente, una obediencia; y que esto es así aparece claramente en el hecho de que a un hombre se le considera un buen hindú, no por lo que cree sino por lo que hace; o en otras palabras, por su «pericia» en el buen hacer bajo la ley.