Henry Corbin — O PARADOXO DO MONOTEÍSMO
Los tres momentos de la paradoja son los siguientes: 1) Bajo su forma exotérica, la de la profesión de fe que enuncia Lá Iláha illá Alláh, el monoteísmo perece en su triunfo, se destruye a sí mismo convirtiéndose, sin saberlo, volens nolens, en una idolatría metafísica. 2) El monoteísmo no encuentra su salvación y su verdad más que al alcanzar su forma esotérica, ésa que para la conciencia ingenua parece destruirle y cuyo símbolo de fe se enuncia con esta fórmula: “No hay en el ser más que Dios”. El monoteísmo exotérico se eleva así al nivel esotérico y gnóstico del teomonismo. Pero del mismo modo que el nivel exotérico sufre sin cesar la amenaza de una idolatría metafísica, también el nivel esotérico está amenazado por un peligro que surge de los errores sobre el sentido de la palabra “ser”. 3). Este peligro se conjura mediante la instauración de una ontología integral que se presenta, como veremos, como una integración en dos grados; ahora bien, esta doble integración fundamenta eo ipso el pluralismo metafísico.
El peligro que se corre en el segundo momento ha sido denunciado a menudo con clarividencia, especialmente por dos de nuestros teósofos chiítas. En cuanto a la situación a la que nos reconduce la ontología integral, es la misma que propone el gran neoplatónico Proclo, en su comentario al Parménides, como armonía perfecta del Dios Uno y los Dioses múltiples. Paradoja aparentemente difícil de percibir para la conciencia ingenua extraña a la meditación filosófica y que confunde todos los niveles de significado. Como prueba, la campaña fomentada en los últimos años en El Cairo contra la edición crítica de la monumental obra de Ibn Arabi realizada por nuestro amigo Osman Yahyá.
¿Cuál es exactamente el peligro que surge en lo que acabamos de designar como el segundo momento de la paradoja del monoteísmo? Es el peligro oculto en el enunciado mismo del teomonismo: “No hay en el ser más que Dios”, y que es la fórmula de la unidad transcendental del ser, en árabe wahdat al-wujud. La catástrofe se produce cuando espíritus débiles o inexpertos en filosofía confunden esta unidad del ser (wujud, esse, einai, das Sein) con una supuesta unidad del ente (mawjud, ens, ón, das Seiende). Llega incluso a suceder que los orientalistas caigan en la trampa y hablen de “monismo existencial”, es decir, de un monismo que estaría en el nivel del ente o existente, el nivel mismo de lo múltiple, el nivel en el que el teomonismo fundamenta el pluralismo de los seres (de los entes). Eso es no darse cuenta de la contradictio in adjecto. Es el peligro que denunció con vigor uno de los grandes teólogos-filósofos de la Escuela de Ispahán, en el siglo XVII, Sayyed Ahmad Alaví Ispahaní reprochando especialmente a un cierto número de sufíes el haber caído en este error. “Que nadie va ya a pensar, dice, que lo que profesan los teósofos místicos (los mota’allihun) es algo de ese tipo. No, todos ellos profesan que la afirmación del Uno está en el nivel del ser, y la afirmación de lo múltiple en el nivel del ente.” La confusión llega hasta la profesión de una unidad del ente o existente, expresada en los pseudoesoterismos por las afirmaciones de una identidad ilusoria, cuya monótona repetición provoca una comprensible exasperación en un colega de Sayyed Ahmad, otro gran personaje de la Escuela de Ispahán del siglo XVII, Hosayn Tonkaboní. Al comienzo de su tratado sobre la unidad del ser, afirma: “Estaba preocupado por el deseo de escribir algo sobre la unidad del ser, que va a la par con la multiplicidad de sus epifanías (tajal-liyat) y las ramificaciones de sus descensos, sin que las existencias concretas sean cosas ilusorias, sin consistencia ni permanencia, como pretenden las palabras que se atribuyen a ciertos sufíes. Pues, entendido a la manera de esos sufíes, la cuestión no es nada más que un sofisma. En efecto, de ahí se seguiría que cielos y tierra, paraíso e infierno, juicio y resurrección, todo eso no sería sino algo ilusorio. La futilidad de esas conclusiones no escapará a nadie”.
El teomonismo profesa pues no que el Ser divino es el único ente, sino el Uno-ser, y precisamente esta unitud del ser fundamenta y hace posible la multitud de sus epifanías, que son los entes; el solo existir da existencia a los existentes múltiples, pues fuera del ser no hay más que la nada. En otras palabras, el Uno-ser es la fuente de la multitud de las teofanías. El peligro inmanente ya en el primer momento de la paradoja del monoteísmo es hacer de Dios no el Acto puro de ser, el Uno-ser, sino un Ens, un ente (mawjud), aunque esté infinitamente por encima de los demás entes. Por estar desde ese momento constituido como ente, la distancia que se pretende establecer entre el Ens supremum y los entia creata no hace más que reforzar su condición de Ens supremun como la propia de un ente. Pues desde el momento en que se lo ha investido de todos los atributos positivos concebibles, llevados a su grado supereminente, ya no es posible que el espíritu se eleve más allá de él. La ascensión del espíritu se detiene ante esa ausencia de más allá de un Ens, de un ente. Y ahí está la idolatría metafísica, que contradice el estatuto del ente, pues a un ente, a un Ens, le es imposible ser supremum. En efecto, el Ens, el ente, se remite por esencia más allá de sí mismo, al acto de ser que le transciende y le constituye como ente. Los teósofos islámico se conciben el paso del ser (esse) al ente (ens) como la puesta del ser en imperativo (KN, Esto). Es por el imperativo Esto como el ente es investido con el acto de ser. Por eso el ente, ens, es por esencia creatural (es el aspecto pasivo del imperativo Esto). Lo que es Fuente y Principio no puede ser, pues, Ens, un ente. Y eso es lo que vieron perfectamente los teósofos místicos, especialmente los teósofos ismailíes y los de la escuela de Ibn Arabi.