A PROPÓSITO DE UNA MISIÓN EN ASIA CENTRAL?
Se habla mucho en estos momentos de los descubrimientos del Sr. Paul Pelliot, antiguo alumno de la Escuela francesa de Extremo Oriente, que ha hecho, según parece, en el curso de una reciente exploración en Asia Central. Tantas misiones francesas y extranjeras se han sucedido en esas regiones sin resultados apreciables, que está permitido mostrarse primero un poco escéptico: sin duda, los exploradores han traído documentos bastante interesantes desde el punto de vista geográfico, fotografías sobre todo, y también muestras zoológicas, botánicas y minerales, pero nada más. Pero he aquí que el Sr. Pelliot mismo relata su expedición, primero en una conferencia en la Sorbona el 11 de diciembre último, después en un artículo aparecido en el Echo de París de los días 15 y 16 de diciembre; para saber lo que pueden ser sus descubrimientos arqueológicos, lo mejor es remitirnos a su propio relato.
Encontró primero, dice él, cerca del pueblo de Tumchuq, en el Turquestán chino, un grupo de ruinas casi enteramente sepultadas, en las cuales pudo dejar al descubierto esculturas búdicas que presentaban huellas muy claras de la influencia helénica. A continuación, en Kutchar, uno de los principales oasis del Turquestán chino, excavó “grutas artificiales, dispuestas como santuarios búdicos y decoradas con pinturas murales”, y también templos al aire libre, “en el patio de uno de los cuales aparecieron un día unos manuscritos tendidos en una capa espesa, enredados, mezclados de arena y de cristales salinos”, en suma, en bastante mal estado. “Para separar las hojas, hará falta mucho tiempo y los cuidados de manos expertas; además, estos documentos no están descifrados. Todo lo que se puede decir actualmente es que están escritos con la escritura hindú llamada brahmî, pero redactadas en su mayor parte en idiomas misteriosos de Asia central que la filología europea apenas comienza a interpretar”. Así, Pelliot reconoce él mismo que los filólogos, de los que él no forma parte, no tienen de ciertos idiomas asiáticos más que un conocimiento muy imperfecto; es éste un punto de vista sobre el que volveremos después. Por el momento, señalemos solamente que se nos afirma por otra parte que el Sr. Pelliot “conoce perfectamente los antiguos idiomas chinos, brahmis, uigures y tibetanos” (Echo de París del 10 de diciembre); es cierto que no es él mismo quien lo dice, es sin duda demasiado modesto para ello.
Como quiera que sea, parece que Pelliot en esta primera parte de su exploración, ha descubierto únicamente, como sus predecesores rusos, ingleses, alemanes, y japoneses, “los restos, conservados en las arenas de este país desecado, de una civilización esencialmente búdica, que había florecido allá en los diez primeros siglos de nuestra era, y que, bruscamente, hacia el año 1000, el Islam había aniquilado”. Por lo tanto, sólo se trata de una civilización relativamente reciente, “donde se mezclan las influencias de la India, de Persia, de Grecia y del Extremo-Oriente”, y que, ha venido simplemente a superponerse a civilizaciones anteriores que databan de varios miles años. En efecto, el Turquestán chino no está lejos del Tíbet; el Sr. Pelliot ¿ignora la edad auténtica de la civilización tibetana, y la cree también como “esencialmente búdica”, como han pretendido muchos de sus colegas? La realidad es que el Budismo no ha tenido nunca en estas regiones, más que una influencia del todo superficial, y, en el Tíbet mismo, habría dificultades para encontrar algunas de sus huellas, por desgracia para los que, aún ahora, querrían hacerlo el centro de la religión búdica. Las antiguas civilizaciones a las cuales acabamos de hacer alusión han debido dejar restos sepultados bajo las arenas pero, para descubrirlos, habría hecho falta sin duda excavar un poco más profundamente; es verdaderamente lamentable que no se haya pensado en eso.
Tras algún tiempo pasado en Urumchi, la capital del Turquestán chino, Pelliot arribó a Tueng-Huang, en el Kan-su occidental, sabiendo “que allí había, a una veintena de kilómetros al sureste de la ciudad, un grupo considerable de grutas búdicas, llamadas Tsi’en-fo-tong o grutas de los mil Budas”. Aquí aún, es también de civilización búdica de lo que se trata; parecería verdaderamente que no ha habido jamás otras en esas regiones, o al menos que fue la única que haya dejado vestigios, y sin embargo todo nos prueba lo contrario; pero es necesario creer que hay cosas que, muy aparentes para algunos, son completamente invisibles para otros. “Estas grutas búdicas, dice Pelliot, las hemos estudiado ampliamente; había cerca de quinientas, yendo desde el siglo VI hasta el XI, cubiertas todavía por pinturas e inscripciones con las cuales las donaciones las habían adornado”. Luego, en el Turquestán nada hay anterior a la era cristiana; todo ello es casi moderno, dado que, por confesión de los sinólogos mismos, “una cronología rigurosamente controlada permite remontar en la historia china hasta cuatro mil años atrás”, y aún estos cuatro mil años no son nada frente al período llamado legendario que los ha precedido.
Pero he aquí el descubrimiento más importante: desde Urumchi, Pelliot había oído decir que se habían encontrado algunos manuscritos algunos años antes en una de las grutas de Tuen-Huang. “En 1900, un monje, que despejaba una de las grandes grutas, había caído, por azar, sobre un nicho tapiado, que, una vez abierto, había parecido pleno de manuscritos y de pinturas”. Cosa singular, todo ello, de 1900 a 1908, había permanecido en el mismo lugar, sin que nadie se percatara de que tales manuscritos y pinturas pudieran presentar un interés cualquiera; admitiendo que el monje fuese completamente iletrado, como lo cree M. Pelliot, lo que por demás sería muy sorprendente, no había sin embargo dejado de comunicar su hallazgo a personas más capaces de apreciar su valor. Pero lo que es aún más sorprendente, es que ese monje permitió a extranjeros examinar esos documentos y llevarse todo lo que les parecía más interesante; nunca ningún explorador había hasta ahora encontrado semejante complacencia en Orientales, que generalmente guardan con celoso cuidado todo lo relacionado con el pasado y las tradiciones de su raza. Sin embargo, no podemos poner en duda el relato de Pelliot; pero debemos creer que no todo el mundo adjudicaba tanta importancia como él mismo a tales documentos, sin lo cual hubiesen sido desde hace largo tiempo puestos a buen recaudo en algún monasterio, digamos búdico, para no quitar a los sinólogos todas sus ilusiones. Sin duda se ha hecho encontrar esos manuscritos a Pelliot, como se hacen ver muchas cosas a los viajeros curiosos que visitan el Tíbet, a fin que se declaren satisfechos y no impulsen sus investigaciones más lejos; ello es a la vez más hábil y más cortés que apartar brutalmente, y se sabe que, en el aspecto de la cortesía, los chinos no son superados por ningún otro pueblo.
Había un poco de todo en ese nicho de Tueng-Huang; “Textos en escritura brahmî, en uigur, pero también muchos chinos, manuscritos budistas y taoístas sobre papel y sobre seda, un texto del cristianismo nestoriano, un fragmento maniqueo, obras de historia, de geografía, de filosofía, de literatura, los arquetipos de los clásicos (¿?), las más antiguas estampaciones en relieve conocidas en Extremo-Oriente, actas de venta, cuentas, anotaciones diarias, numerosas pinturas sobre seda, en fin, algunas impresiones xilográficas del X e incluso del siglo VIII, las más antiguas que existen en el mundo”. En esta enumeración, los manuscritos taoístas parecen encontrarse ahí un poco por azar, del mismo modo que los textos nestorianos y maniqueos, cuya presencia es bastante sorprendente. Por otra parte, como la xilografía era conocida en China mucho antes de la era cristiana, es poco probable que los impresos de los que aquí se trata sean verdaderamente “los más antiguos del mundo”, como lo cree M. Pelliot. Este, satisfecho con su descubrimiento, que él mismo declara como “el más formidable que la historia del Extremo Oriente haya registrado jamás”, se apresuró a ganar de nuevo la China propiamente dicha; los letrados de Pekín, demasiado corteses para permitirse dudar del valor de los documentos que mencionaba, le rogaron enviarles fotografías, que servirían de base para una gran publicación.
M. Pelliot ha vuelto ahora a Francia con su colección de pinturas, de bronces, de cerámicas, de esculturas, recogida a lo largo de su ruta, y sobre todo con los manuscritos encontrados en Kutchar y en Tuen-Huang. Admitiendo que esos manuscritos tengan todo el valor que se les quiere atribuir, nos resta preguntarnos cómo los filólogos van a arreglarse para descifrarlos y traducirlos, y ese trabajo no parece ser de los más fáciles.
A pesar de todas las pretensiones de los sabios, los progresos tan jaleados de la filología parecen más bien dudosos, y a juzgar por lo que es hoy todavía la enseñanza oficial de las lenguas orientales. En lo que concierne en particular a la sinología, se sigue siempre la ruta trazada por los primeros traductores, y no parece que se haya avanzado mucho desde hace más de medio siglo. Podemos tomar como ejemplo las traducciones de Lao-Tsé, de las cuales la primera, la de G. Pauthier, es seguramente, a pesar de las imperfecciones inevitables, la más meritoria y la más concienzuda. Esta traducción, antes incluso de haber sido publicada enteramente, fue violentamente criticada por Stanislas Julien, que parece haberse esforzado por depreciarla en provecho de la suya propia, sin embargo muy inferior, y que además no data más que de 1842, mientras que la de Pauthier es de 1833. Stanislas Julien, en la introducción de la que hacía preceder su traducción del Tao Te Ching, se asociaba además a la declaración siguiente, hecha por A. Rémusat en una Mémoire sur Lao-tseu, y que podrían aún repetir los sinólogos actuales: “El texto del Tao está pleno de oscuridades, tenemos tan pocos medios para adquirir su inteligencia perfecta, tan poco conocimiento de las circunstancias a las cuales el autor ha querido hacer alusión; estamos tan lejos, en todos los aspectos, de las ideas bajo la influencia de las cuales escribía, que habría temeridad en pretender reencontrar exactamente el sentido que tenía in mente”. A pesar de esta confesión de incomprehensión, es aún la traducción de Stanislas Julien (veremos en su momento lo que ella vale en sí misma) la que imparte autoridad y a la cual se remiten más de buena gana los sinólogos oficiales.
En realidad, aparte de la muy notable traducción del Yi-king y de sus comentarios tradicionales por M. Philastre, traducción desgraciadamente demasiado poco comprehensible para la intelectualidad occidental, es preciso reconocer que nada verdaderamente serio se había hecho desde ese punto de vista hasta los trabajos de Matgioi; antes de este último, la metafísica china era enteramente desconocida en Europa, se podría incluso decir que totalmente insospechada sin arriesgar ser acusado de exageración. La traducción de los dos libros del Tao y del Te por Matgioi habiendo sido revisada y aprobada, en Extremo Oriente, por los sabios depositarios de la herencia de la Ciencia taoísta, lo que nos garantiza su perfecta exactitud, es a esta traducción a la que deberemos comparar la de Stanislas Julien. Nos contentaremos con reenviar a las notas suficientemente elocuentes de las que está acompañada la traducción del Tao y del Te publicada en La Haute Science (2 año, 1894), notas en las cuales Matgioi señala cierto número de contrasentidos del género de éste: “Es bello tener ante sí una tablilla de jade, y montar sobre un carro de cuatro caballos”, en lugar de: “Unidos en conjunto, van más rápido y fuerte que cuatro caballos”. Podríamos citar al azar una multitud de ejemplos análogos, donde un término que significa “un parpadeo” deviene “el cuerno de un rinoceronte”, donde la moneda se convierte en “un plebeyo” y su valor justo en “un carruaje”, y así siguiendo; pero he aquí lo que todavía es más elocuente: es la apreciación de un letrado indígena, relatada en estos términos por Matgioi: Teniendo en las manos la paráfrasis francesa del Sr. Julien, tuve antaño la idea de retraducirla literalmente, en chino vulgar, al doctor que me enseñaba. Él se puso primero a sonreír silenciosamente, al modo oriental, después se indignó, y me declaró finalmente que: “Hacía falta que los Franceses fuesen muy enemigos de los Asiáticos, para que sus sabios se divirtiesen en desnaturalizar conscientemente las obras de los filósofos chinos, y en cambiarlas a fabulaciones grotescas, para librarlas a las risotadas de la masa francesa”. Yo no he intentado hacer creer a mi doctor que el Sr. Julien se había imaginado haber hecho una traducción respetuosa, pues hubiese entonces dudado del valor de todos nuestros sabios; he preferido dejarle dudar de la lealtad del solo Sr. Julien; y es así como éste último ha pagado póstumamente la imprudencia que en vida, había cometido, acometiendo textos cuyo sentido y alcance debían escapársele inevitablemente”.
El ejemplo de Stanislas Julien, que fue miembro del Institut, da, pensamos, una justa idea sobre el valor de los filólogos en general; sin embargo, puede que haya honorables excepciones, y queremos incluso creer que M. Pelliot es una de ellas; a él le corresponde darnos ahora la prueba de ello interpretando exactamente los textos que ha traído de su expedición: como quiera que sea, por lo referente a los textos taoístas, no debería ya ser posible hoy dar prueba, con relación a la metafísica china, de una ignorancia que era quizás excusable hasta cierto punto en los tiempos de Rémusat y de Stanislas Julien, pero que no podría ya serlo tras los trabajos de Matgioi, y sobre todo tras la publicación de sus dos obras más importantes desde ese punto de vista, La Voie Métaphysique y La Voie Rationnelle. Pero los sabios oficiales, siempre desdeñosos con lo que no emana de uno de los suyos, son poco capaces de sacar provecho de ellos, en razón misma de su mentalidad especial; es muy lamentable para ellos, y si nos fuera permitido dar un consejo al Sr. Pelliot, le animaríamos con todas nuestras fuerzas a no seguir los importunos procedimientos habituales de sus predecesores.
Si de los manuscritos chinos pasamos a los textos escritos en los idiomas de Asia central, o incluso en ciertas lenguas sagradas de la India, nos encontramos en presencia de dificultades más graves aún, pues, como hemos hecho observar precedentemente, El Sr. Pelliot mismo reconoce que “la filología europea comienza apenas a interpretar esos idiomas misteriosos”.
Podemos incluso ir más lejos, y decir que, entre esas lenguas de las cuales cada una tiene una escritura que le es propia, sin contar los sistemas criptográficos muy usados en todo el Oriente y que hacen en ciertos casos el desciframiento totalmente imposible (se encuentran incluso en Europa inscripciones de ese género que jamás han podido ser interpretadas), entre esas lenguas, decimos, hay un gran número de las cuales todo, hasta los nombres, es y permanecerá durante largo tiempo todavía ignorado de los sabios occidentales. Es probable que, para traducir esos textos, se recurra a los métodos que ya han aplicado, en otras ramas de la filología, los egiptólogos y los asiriólogos; las discusiones interminables que se levantan a cada instante entre éstos, la imposibilidad en que están para ponerse de acuerdo sobre los puntos más esenciales de su ciencia, y también las absurdidades evidentes que se encuentran en todas sus interpretaciones, muestran suficientemente el poco valor de los resultados a los cuales han llegado, resultados de los cuales están sin embargo tan orgullosos. Lo más curioso, es que esos sabios tienen la pretensión de comprender las lenguas de las que se ocupan mejor que aquellos mismos que antaño hablaban y escribían esas lenguas; no exageramos nada, pues hemos visto señalar en manuscritos unas pretendidas interpolaciones que, según ellos, probaban que el copista se había confundido sobre el sentido del texto que transcribía.
Estamos lejos de las prudentes reservas de los primeros sinólogos, que hemos relatado antes; y sin embargo, si las pretensiones de los filólogos van cada vez aumentando, hace mucha falta que su ciencia haga también rápidos progresos. Así, en egiptología, se está aún en el método de Champollion, que sólo tiene el error de aplicarse únicamente a las inscripciones de las épocas griega y romana, donde la escritura egipcia devino puramente fonética tras la degeneración de la lengua, mientras que era jeroglífica, es decir, ideográfica, como lo es la escritura china. Por lo demás, el defecto de todos los filólogos oficiales es querer interpretar las lenguas sagradas, casi siempre ideográficas, como lo harían para lenguas vulgares, de caracteres simplemente alfabéticas o fonéticas. Añadamos que hay lenguas que combinan los dos sistemas ideográfico y alfabético; tal es el hebreo bíblico, como lo ha mostrado Fabre d’Olivet en La Langue hébraïque restituée, y podemos destacar de pasada que esto basta para hacer comprender que el texto de la Biblia, en su significación verdadera, nada tienen en común con las interpretaciones ridículas que se han dado, desde los comentarios de los teólogos, tanto protestantes como católicos, comentarios basados además sobre versiones enteramente erróneas, hasta las críticas de los exégetas modernos, que todavía se están preguntando cómo es que en el Génesis hay pasajes donde Dios es llamado Elohim y otras donde es llamado YHWY, sin darse cuenta que esos dos términos, de los cuales el primero es además un plural, tienen un sentido totalmente diferente, y que en realidad ni uno ni otro han designado nunca a Dios.
Por otra parte, lo que hace casi imposible la traducción de las lenguas ideográficas, es la pluralidad de sentido que presentan los caracteres hiero gramáticos, de los que cada uno corresponde a una idea diferente, bien que análoga, según que se la relacione con uno u otro plano del Universo, de donde resulta que se pueden siempre distinguir tres sentidos principales, subdividiéndose en un gran número de significaciones secundarias más particularizadas. Eso es lo que explica que no se pueden propiamente hablando, traducir los Libros sagrados; se puede simplemente dar de ellos una paráfrasis o un comentario, y es a lo que deberían resignarse los filólogos y los exégetas, si les fuera solamente posible aprehender su sentido más exterior; desgraciadamente, hasta ahora, no parecen incluso haber obtenido ese modesto resultado. Esperemos por tanto que el Sr. Pelliot será más afortunado que sus colegas, que los manuscritos de los que es poseedor no queden para él en letra muerta, y deseémosle buen ánimo en la ardua tarea que va a emprender.