René Guénon — Autoridade Espiritual e Poder temporal
CAPITULO I — AUTORIDAD Y JERARQUÍA
En épocas muy diversas de la historia, e incluso remontándonos mucho más allá de lo que se ha convenido en llamar los tiempos históricos, en la medida en que nos es posible hacerlo con la ayuda de los testimonios concordantes que nos proporcionan las tradiciones orales o escritas de todos los pueblos1, encontramos los indicios de una oposición frecuente entre los representantes de dos poderes, uno espiritual y el otro temporal, cualesquiera que sean por lo demás las formas especiales que hayan revestido ambos poderes para adaptarse a la diversidad de las circunstancias, según las épocas y según los países. Sin embargo, esto no quiere decir que esta oposición y las luchas que la misma engendra sean «viejas como el mundo», según una expresión de la cual se abusa con demasiada frecuencia; eso sería una exageración manifiesta, ya que, para que las luchas en cuestión lleguen a producirse, ha sido menester, según la enseñanza de todas las tradiciones, que la humanidad haya llegado ya a una fase bastante alejada de la pura espiritualidad primordial. Por lo demás, en el origen, los dos poderes de que se trata no han debido existir en el estado de funciones separadas, ejercidas respectivamente por individualidades diferentes; por el contrario, debían estar contenidos entonces uno y otro en el principio común del cual proceden ambos, y del cual representaban solamente dos aspectos indivisibles, indisolublemente ligados en la unidad de una síntesis a la vez superior y anterior a su distinción. Esto es lo que expresa concretamente la doctrina hindú cuando enseña que no había primeramente más que una sola casta; el nombre de Hamsa, que se da a esta casta primitiva única, indica un grado espiritual muy elevado, hoy día completamente excepcional, pero que era entonces común a todos los hombres, que le poseían en cierto modo espontáneamente2; este grado está más allá de las cuatro castas que se han constituido ulteriormente, y entre las cuales se han repartido las diferentes funciones sociales.
El principio de la institución de las castas, tan completamente incomprendido por los occidentales, no es otra cosa que la diferencia de naturaleza que existe entre los individuos humanos, y que establece entre ellos una jerarquía cuyo desconocimiento no puede conducir más que al desorden y a la confusión. Es precisamente este desconocimiento el que está implicado en la teoría «igualitaria» tan querida al mundo moderno, teoría que es contraria a todos los hechos mejor establecidos, y que es desmentida incluso por la simple observación corriente, puesto que la igualdad no existe en realidad en ninguna parte; pero éste no es el lugar para extendernos sobre ese punto ya tratado en otra parte3. Las palabras que sirven para designar la casta en la India, no significan otra cosa que «naturaleza individual»; con ello es menester entender el conjunto de los caracteres que se agregan a la naturaleza humana «específica», para diferenciar a los individuos entre sí; conviene agregar seguidamente que la herencia no entra nada más que en parte en la determinación de esos caracteres, sin lo cual todos los individuos de una misma familia serían exactamente semejantes, de suerte que la casta no es estrictamente hereditaria en principio, aunque lo más frecuentemente haya podido devenirlo de hecho y en su aplicación. Además, puesto que no podría haber dos individuos idénticos o iguales bajo todas las relaciones, también hay diferencias forzosamente entre los que pertenecen a una misma casta; pero, del mismo modo que hay más caracteres comunes entre los seres de una misma especie que entre seres de especies diferentes, así hay también más caracteres comunes, en el interior de la especie, entre los individuos de una misma casta que entre los de castas diferentes; así pues, se podría decir que la distinción de las castas constituye, en la especie humana, una verdadera clasificación natural a la cual debe corresponder la repartición de las funciones sociales. En efecto, cada hombre, en razón de su naturaleza propia, es apto para desempeñar tales funciones definidas con la exclusión de tales otras; y, en una sociedad establecida regularmente sobre bases tradicionales, estas aptitudes deben ser determinadas siguiendo reglas precisas, a fin de que, por la correspondencia de los diversos géneros de funciones con las grandes divisiones de la clasificación de las «naturalezas individuales», y salvo excepciones debidas a errores de aplicación siempre posibles, pero reducidos en cierto modo al mínimo, cada uno se encuentre en el lugar que debe ocupar normalmente, y a fin de que así el orden social traduzca exactamente las relaciones jerárquicas que resultan de la naturaleza misma de los seres. Tal es, resumida en pocas palabras, la razón fundamental de la existencia de las castas; y es menester conocer de la misma al menos estas nociones esenciales para comprender las alusiones que seremos forzosamente llevado a hacer después, ya sea a su constitución tal y como existe en la India, ya sea a las instituciones análogas que se encuentran en otras partes, pues es evidente que los mismos principios, aunque con modalidades de aplicación diversas, han presidido en la organización de todas las civilizaciones que poseen un carácter tradicional.
La distinción de las castas, con la diferenciación de las funciones sociales a la cual corresponde, resulta en suma de una ruptura de la unidad primitiva; y es entonces cuando aparecen también, como separados el uno del otro, el poder espiritual y el poder temporal, que constituyen precisamente, en su ejercicio distinto, las funciones respectivas de las dos primeras castas, la de los brâhmanes y la de los kshatriyas. Por lo demás, entre estos dos poderes, como más generalmente entre todas las funciones sociales atribuidas en adelante a grupos diferentes de individuos, debía haber originariamente una perfecta armonía, por la cual la unidad primera era mantenida tanto como lo permitían las condiciones de existencia de la humanidad en nueva fase, ya que la armonía no es en suma más que un reflejo o una imagen de la verdadera unidad. No es sino en otro estado donde la distinción debía transformarse en oposición y en rivalidad, donde la armonía debía ser destruida y hacer sitio a la lucha de los dos poderes, aguardando a que las funciones inferiores pretendan a su vez a la supremacía, para desembocar finalmente en la confusión más completa, en la negación y en la inversión de toda jerarquía. La concepción general que acabamos de esbozar así, en sus grandes rasgos, es conforme a la doctrina tradicional de las cuatro edades sucesivas en las cuales se divide la historia de la humanidad terrestre, doctrina que no sólo se encuentra en la India, sino que era igualmente conocida por la antigüedad occidental, y especialmente por griegos y latinos. Estas cuatro edades son las diferentes fases que atraviesa la humanidad en su alejamiento del principio, y por tanto, de la unidad y de la espiritualidad primordial; son como las etapas de una suerte de materialización progresiva, necesariamente inherente al desarrollo de todo ciclo de manifestación, así como lo hemos explicado en otra parte4.
Sólo en la última de estas cuatro edades, que la tradición hindú llama el Kali-Yuga o «edad sombría», y que corresponde a la época en que nos encontramos actualmente, ha podido producirse la subversión del orden normal, e, inmediatamente, el poder temporal ha podido predominar sobre el espiritual; pero las primeras manifestaciones de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad de los brâhmanes pueden remontarse mucho más atrás del comienzo de esta edad5, comienzo que es, él mismo, muy anterior a todo lo que conoce la historia ordinaria o «profana». Esta oposición de los dos poderes, esta rivalidad de sus representantes respectivos, era representada entre los celtas bajo la figura de la lucha del jabalí y del oso, según un simbolismo de origen hiperbóreo, que se vincula a una de las tradiciones más antiguas de la humanidad, cuando no incluso a la primera de todas, a la verdadera tradición primordial; y este simbolismo podría dar lugar a amplios desarrollos, que no podrían encontrar sitio aquí, pero que tendremos quizás la ocasión de exponer algún día6.
En lo que va a seguir, no tenemos la intención de remontarnos hasta los orígenes, y todos nuestros ejemplos estarán tomados de épocas mucho más próximas de nosotros, comprendidas únicamente en lo que podemos llamar la última parte del Kali-Yuga, la que es accesible a la historia ordinaria, y que comienza exactamente en el siglo VI antes de la era cristiana. Para ello era no menos necesario dar estas nociones sumarias sobre el conjunto de la historia tradicional, sin las cuales lo demás no sería comprendido sino muy imperfectamente, ya que no se puede comprender verdaderamente una época cualquiera más que situándola en el lugar que ocupa en el todo del que ella es uno de los elementos; es así como, del modo en que hemos tenido que mostrarlo recientemente, los caracteres particulares de la época moderna no se explican más que si se considera a ésta como constituyendo la fase final del Kali-Yuga. Sabemos bien que este punto de vista sintético es enteramente contrario al espíritu de análisis que preside en el desarrollo de la ciencia «profana», la única que conocen la mayoría de nuestros contemporáneos; pero conviene precisamente afirmarle tanto más claramente cuanto que es más desconocido, y, por otra parte, éste es el único que pueden adoptar todos aquellos que, como nos, entienden atenerse estrictamente a la línea de la verdadera ortodoxia tradicional, sin ninguna concesión a ese espíritu moderno que, nunca lo repetiremos demasiado, no constituye más que uno con el espíritu antitradicional mismo.
Sin duda, la tendencia que prevalece actualmente es tratar de «legendarios», incluso de «míticos», los hechos de la historia más lejana, tales como aquellos a los que acabamos de hacer alusión, o incluso algunos otros que, sin embargo, son mucho menos antiguos, como algunos de los que podremos tratar después, porque escapan a los medios de investigación de que disponen los historiadores «profanos». Aquellos que piensan así, en virtud de hábitos adquiridos por una educación que, hoy día, no es con demasiada frecuencia más que una verdadera deformación mental, podrán al menos, si a pesar de todo han conservado algunas posibilidades de comprehensión, tomar estos hechos simplemente por su valor simbólico; en cuanto a nos, sabemos que este valor no les quita nada de su realidad propia en tanto que hechos históricos, sino que es en suma lo que más importa, porque les confiere una significación superior, de un orden mucho más profundo que el que pueden tener en sí mismos; en esto hay también un punto que requiere algunas explicaciones.
Todo lo que es, bajo cualquier modo que sea, participa necesariamente de los principios universales, y nada es sino es por participación en esos principios, que son las esencias eternas e inmutables contenidas en la permanente actualidad del Intelecto divino; por consiguiente, puede decirse que todas las cosas, por contingentes que sean en sí mismas, traducen o representan los principios a su manera y según su orden de existencia, pues, de otro modo, no serían más que una pura nada. Así, de un orden a otro, todas las cosas se encadenan y se corresponden para concurrir a la armonía universal y total, pues la armonía, como lo indicábamos ya más atrás, no es nada más que el reflejo de la unidad principial en la multiplicidad del mundo manifestado; y es esta correspondencia la que es el verdadero fundamento del simbolismo. Es por lo que las leyes de un dominio inferior pueden tomarse siempre para simbolizar las realidades de un orden superior, orden en el que tienen su razón profunda, y que es a la vez su principio y su fin; y, en esta ocasión, podemos señalar de pasada el error de las modernas interpretaciones «naturalistas» de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Por ejemplo, para no considerar más que una de las teorías más extendidas en nuestros días, los símbolos o los mitos jamás han tenido por papel representar el movimiento de los astros, aunque es cierto que se encuentran frecuentemente figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente algo completamente diferente, debido a que las leyes de ese movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los cuales dependen; y es precisamente en esto donde reposaba la verdadera astrología de los antiguos. Lo inferior puede simbolizar lo superior, pero la inversa es imposible; por lo demás, si el símbolo estuviera más alejado del orden sensible que lo que representa, en lugar de estar más próximo a él, ¿cómo podría desempeñar la función a la que está destinado, que es hacer la verdad más accesible al hombre proporcionándole un «soporte» a su concepción? Por otra parte, es bien evidente que el empleo de un simbolismo astronómico, para retomar el mismo ejemplo, no impide en modo alguno a los fenómenos astronómicos existir como tales y tener, en su orden propio, toda la realidad de la que son susceptibles; es exactamente la misma cosa para los hechos históricos, ya que éstos, como todos los demás, expresan según su modo las verdades superiores y se conforman a esta ley de correspondencia que acabamos de indicar. Estos hechos, ellos también, existen muy realmente como tales, pero, al mismo tiempo, son igualmente símbolos; y, bajo nuestro punto de vista, son mucho más dignos de interés en tanto que símbolos que en tanto que hechos; no puede ser de otro modo, desde que nos entendemos vincularlo todo a los principios, y es precisamente eso, como lo hemos explicado en otra parte7, lo que distingue esencialmente la «ciencia sagrada» de la «ciencia profana». Si hemos insistido un poco sobre ello, es para que no se produzca ninguna confusión a este respecto: es menester saber poner cada cosa en el rango que le conviene normalmente; la historia, a condición de ser considerada como conviene, tiene, como todo lo demás, su lugar en el conocimiento integral, pero, bajo esta relación, no tiene valor sino en tanto que permite encontrar, en las contingencias mismas que son su objeto inmediato, un punto de apoyo para elevarse por encima de esas contingencias. En cuanto al punto de vista de la historia «profana», que se dedica exclusivamente a los hechos y no los rebasa, carece de interés a nuestros ojos, del mismo modo que todo lo que es del dominio de la simple erudición; así pues, no es en modo alguno como historiador, si se entiende en ese sentido, como nos consideramos los hechos, y es lo que nos permite no tener en cuenta ciertos prejuicios «críticos» particularmente queridos en nuestra época. Bien parece, por lo demás, que el empleo exclusivo de algunos métodos no haya sido impuesto a los historiadores modernos sino para impedirles ver claro en cuestiones que era menester no tocar, por la simple razón de que hubieran podido conducirles a conclusiones contrarias a las tendencias «materialistas» que la enseñanza «oficial» tenía por misión hacer prevalecer; va de suyo que, por nuestra parte, no nos sentimos obligado en modo alguno a guardar la misma reserva. Dicho esto, pensamos, poder abordar directamente el tema de nuestro estudio, sin entretenernos más en estas observaciones preliminares, que no tienen en suma más cometido que definir lo más claramente posible el espíritu en el cual le escribimos, y en el cual conviene igualmente leerle si se quiere comprender verdaderamente su sentido.
Estas tradiciones fueron siempre orales primeramente; a veces, como entre los celtas, jamás fueron escritas; su concordancia prueba a la vez la comunidad de origen, y por tanto, el vinculamiento a una tradición primordial, y la rigurosa fidelidad de la transmisión oral, cuyo mantenimiento es, en este caso, una de las principales funciones de la autoridad espiritual. ↩
La misma indicación se encuentra también claramente formulada en la tradición extremo-oriental, como lo muestra concretamente este pasaje de Lao-Tseu: «Los Antiguos, maestros, poseían la Lógica, la Clarividencia y la Intuición; esta Fuerza del Alma permanecía inconsciente; esta Inconsciencia de su Fuerza Interior daba a su apariencia la majestad… ¿Quién podría, en nuestros días, por su claridad majestuosa, clarificar las tinieblas interiores?. ¿Quién podría, en nuestros días, por su vida majestuosa, revivificar la muerte interior?. Ellos, llevaban la Vía (Tao) en su alma y fueron Individuos Autónomos; como tales, veían las perfecciones de sus debilidades» (Tao Te Ching, c. XV, traducción de Alexandre Ular; también Tchoang-tseu, c. VI, que es el comentario de este pasaje). La «Inconsciencia» de la cual se habla aquí se refiere a la espontaneidad de ese estado, que no era entonces el resultado de ningún esfuerzo; y la expresión «Individuos Autónomos» debe entenderse en el sentido del sánscrito, swêchchhâchârî, es decir, «el que sigue su propia voluntad», o según otra expresión equivalente que se encuentra en el esoterismo islámico, «el que es él mismo su propia ley». ↩
La Crisis del Mundo moderno, c. VI; por otra parte, sobre el principio de la institución de las castas, ver, Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3ª parte, c. VI. ↩
La Crisis del Mundo moderno, c. I. ↩
Se encuentra una indicación a este respecto en la historia de Parashu-Râma, quien, se dice aniquiló a los kshatriyas rebeldes, en una época en la que los antepasados de los hindúes habitaban todavía una región septentrional. ↩
Por otra parte, es menester decir que los dos símbolos del jabalí y del oso no aparecen siempre forzosamente en lucha o en oposición, sino que pueden también representar a veces los dos poderes espiritual y temporal, o las dos castas de los druidas y de los caballeros, en sus relaciones normales y armónicas, como se ve concretamente en la leyenda de Merlín y de Arturo, que, en efecto, son también el jabalí y el oso, así como lo explicaremos si las circunstancias nos permiten desarrollar este simbolismo en otro estudio. ↩
La Crisis del Mundo moderno, c. IV. ↩