René Guénon — A SUPERSTIÇÃO DA CIÊNCIA
A SUPERSTIÇÃO DA CIÊNCIA
Entre otras pretensiones, la civilización occidental moderna tiene la de ser eminentemente «científica»; sería bueno precisar un poco cómo se entiende esta palabra, pero esto es lo que no se hace ordinariamente, ya que es del número de aquellas a las que nuestros contemporáneos parecen prestar una suerte de poder misterioso, independientemente de su sentido. La «Ciencia», con mayúscula, como el ««Progreso»» y la ««Civilización»», como el «Derecho», la «Justicia» y la «Libertad», es también una de esas entidades que vale más no intentar definir, y que corren el riesgo de perder todo su prestigio cuando se las examina un poco más de cerca. Todas las supuestas «conquistas» de las que el mundo moderno está tan orgulloso se reducen así a grandes palabras detrás de las cuales no hay nada o casi nada: sugestión colectiva, hemos dicho, ilusión que, por ser compartida por tantos individuos y por mantenerse como lo hace, no podría ser espontánea; quizás algún día intentaremos aclarar un poco este lado de la cuestión. Pero, por el momento, no es de eso de lo que se trata principalmente; sólo constatamos que el Occidente actual cree en las ideas que acabamos de decir, si es que a eso se le puede llamar ideas, de cualquier manera que esta creencia le haya venido. No son verdaderamente ideas, ya que muchos de aquellos que pronuncian estas palabras con más convicción no tienen en el pensamiento nada claro que se les corresponda; en el fondo, en la mayoría de los casos, en eso no hay más que la expresión, se podría decir incluso la personificación, de aspiraciones sentimentales más o menos vagas. Son verdaderos ídolos, las divinidades de una suerte de «religión laica» que no está claramente definida, sin duda, y que no puede estarlo, pero que por eso no tiene menos una existencia muy real: no es religión en el sentido propio de la palabra, sino lo que pretende sustituirla, y que merecería mejor ser llamada «contrarreligión». El primer origen de este estado de cosas se remonta al comienzo mismo de la época moderna, donde el espíritu antitradicional se manifestó inmediatamente por la proclamación del «libre examen», es decir, de la ausencia, en el orden doctrinal, de todo principio superior a las opiniones individuales. La anarquía intelectual debía resultar de ello fatalmente: de ahí la multiplicidad indefinida de las sectas religiosas y pseudoreligiosas, de los sistemas filosóficos que apuntan ante todo a la originalidad, de las teorías científicas tan efímeras como pretenciosas; caos inverosímil al que domina no obstante una cierta unidad, puesto que existe un espíritu específicamente moderno del que procede todo eso, pero una unidad enteramente negativa en suma, puesto que es propiamente una ausencia de principio, que se traduce por esa indiferencia respecto a la verdad y al error que ha recibido, desde el siglo XVIII, el nombre de «tolerancia». Que se nos comprenda bien: no entendemos censurar la tolerancia práctica, que se ejerce hacia los individuos, sino sólo la tolerancia teórica, que pretende ejercerse hacia las ideas y reconocerlas a todas los mismos derechos, lo que debería implicar lógicamente un escepticismo radical; y, por lo demás, no podemos impedirnos constatar que, como todos los propagandistas, los apóstoles de la tolerancia son muy frecuentemente, de hecho, los más intolerantes de los hombres. En efecto, se ha producido este hecho que es de una ironía singular: aquellos que han querido invertir todos los dogmas han creado para su uso, no diremos que un dogma nuevo, sino una caricatura de dogma, que han llegado a imponer a la generalidad del mundo occidental; así se han establecido, so pretexto de una «liberación del pensamiento», las creencias más quiméricas que se hayan visto nunca en ningún tiempo, bajo la forma de esos diversos ídolos de los que enumerábamos hace un momento algunos de los principales.