LAS POSIBILIDADES DE LA CONSCIENCIA INDIVIDUAL
Lo que acabamos de decir sobre el estado de sueño nos lleva a hablar un poco, de una manera general, de las posibilidades que conlleva el ser humano en los límites de su individualidad, y, más particularmente, de las posibilidades de este estado individual considerado bajo el aspecto de la consciencia, que constituye una de sus características principales. Bien entendido, no es en el punto de vista psicológico donde entendemos colocarnos aquí, aunque este punto de vista pueda definirse precisamente por la consciencia considerada como un carácter inherente a algunas categorías de fenómenos que se producen en el ser humano, o, si se prefiere una manera de hablar más imaginada, como el «continente» de esos mismos fenómenos ( La relación de continente a contenido, tomada en su sentido literal, es una relación especial; pero aquí no debe entenderse más que de una manera completamente figurada, puesto que lo que se trata es sin extensión y no se sitúa en el espacio. ). El psicólogo, por otra parte, no tiene que preocuparse de buscar lo que puede ser en el fondo la naturaleza de esta consciencia, como tampoco el geómetra busca lo que es la naturaleza del espacio, que toma como un dato incontestable, y que considera simplemente como el continente de todas las formas que estudia. En otros términos, la psicología no tiene que ocuparse más que de lo que podemos llamar la «consciencia fenoménica», es decir, la consciencia considerada exclusivamente en sus relaciones con los fenómenos, y sin preguntarse si la misma es o no es la expresión de algo de otro orden, que, por definición misma, ya no depende del dominio psicológico ( De esto resulta que la psicología, sea lo que fuere lo que algunos puedan pretender a su respecto, tiene exactamente el mismo carácter de relatividad que no importa cual otra ciencia especial y contingente, y que tampoco tiene relaciones con la metafísica; es menester no olvidar por lo demás que no es más que una ciencia completamente moderna y «profana», sin lazo alguno con conocimientos tradicionales cualesquiera que sean. ).
Para nosotros, la consciencia es algo completamente diferente que para el psicólogo: ella no constituye un estado de ser particular, y no es por lo demás el único carácter distintivo del estado individual humano; incluso en el estudio de este estado, o más precisamente de sus modalidades extracorporales, no nos es posible pues admitir que todo se reduce a un punto de vista más o menos similar al de la psicología. La consciencia sería más bien una condición de la existencia en algunos estados, pero no estrictamente en el sentido en el que hablamos, por ejemplo, de las condiciones de la existencia corporal; se podría decir, de una manera más exacta, aunque puede parecer algo extraña a primera vista, que la consciencia es una «razón de ser» para los estados de que se trata, ya que es manifiestamente aquello por lo cual el ser individual participa de la Inteligencia universal ( buddhi de la doctrina hindú ) ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VII. ); pero, naturalmente, es a la facultad mental individual ( manas ) a la que es inherente bajo su forma determinada ( como ahamkara ) ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VIII. ), y, por consiguiente, en otros estados, la misma participación del ser en la Inteligencia universal puede traducirse de un modo completamente diferente. La consciencia, de la que no pretendemos por lo demás dar aquí una definición completa, lo que sería sin duda bastante poco útil ( Ocurre, en efecto, que, para cosas de las que cada uno tiene por sí mismo una noción suficientemente clara, como es el caso aquí, la definición aparece como más compleja y más oscura que la cosa misma. ), es por consiguiente algo especial, ya sea al estado humano, ya sea a otros estados individuales más o menos análogos a éste; por consiguiente, ella no es de ninguna manera un principio universal, y, si constituye no obstante una parte integrante y un elemento necesario de la Existencia universal, ello es exactamente al mismo título que todas las condiciones propias a no importa cuáles estados de ser, sin que posea a este respecto el menor privilegio, como tampoco los estados a los cuales se refiere poseen ellos mismos ningún privilegio en relación a los demás estados ( Sobre esta equivalencia de todos los estados desde el punto de vista del ser total, ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XXVII. ).
A pesar de estas restricciones esenciales, la consciencia, en el estado individual humano, por eso no es menos, como este estado mismo, susceptible de una extensión indefinida; e, incluso en el hombre ordinario, es decir, en el que no ha desarrollado especialmente sus modalidades extracorporales, la consciencia se extiende efectivamente mucho más lejos de lo que se supone comúnmente. Se admite bastante generalmente, es verdad, que la consciencia actualmente clara y distintiva no es toda la consciencia, que no es más que una porción de ella más o menos considerable, y que lo que deja fuera de ella puede rebasarla con mucho en extensión y en complejidad; pero, si los psicólogos reconocen de buena gana la existencia de una «subconsciencia», si incluso abusan de ella a veces como de un medio de explicación muy cómodo, haciendo entrar ahí indistintamente todo aquello que no saben dónde colocar entre los fenómenos que estudian, han olvidado siempre considerar correlativamente una «superconsciencia» ( Algunos psicólogos han empleado no obstante este término de «superconsciencia», pero por él no entienden nada más que la consciencia normal clara y distinta, por oposición a la «subconsciencia»; en estas condiciones, no hay en eso más que un neologismo perfectamente inútil. Al contrario, lo que entendemos aquí por «superconsciencia» es verdaderamente simétrico de la «subconsciencia», en relación a la consciencia ordinaria, y entonces este término ya no hace doble empleo con ningún otro. ), como si la consciencia no pudiera prolongarse también por arriba como lo hace por abajo, si es que estas nociones relativas de «arriba» y de «abajo» tienen aquí un sentido cualquiera, y es verosímil que deban tenerlo, al menos, para el punto de vista especial de los psicólogos. Notemos por lo demás que «subconsciencia» y «superconsciencia» no son en realidad, la una y la otra, más que simples prolongamientos de la consciencia, que en modo alguno nos hacen salir de su dominio integral, y que, por consecuencia, no pueden, de ninguna manera, ser asimiladas a lo «inconsciente», es decir, a lo que está fuera de la consciencia, sino que deben por el contrario ser comprendidas en la noción completa de la consciencia individual.
En estas condiciones, la consciencia individual puede bastar para dar cuenta de todo lo que, desde el punto de vista mental, sucede en el dominio de la individualidad, sin que haya lugar a hacer llamada a una hipótesis bizarra de una «pluralidad de consciencias», que algunos han llegado hasta entender en el sentido de un «polisquismo» literal. Es verdad que la «unidad del yo», tal como se considera de ordinario, es igualmente ilusoria; pero, si ello es así, es justamente como la pluralidad y la complejidad existen en el seno mismo de la consciencia, que se prolonga en modalidades de las cuales algunas pueden ser muy lejanas y muy obscuras, como las que constituyen lo que se puede llamar la «consciencia orgánica» ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VII. ), y como la mayor parte también de las que se manifiestan en el estado de sueño.
Por otro lado, la extensión indefinida de la consciencia hace completamente inútiles algunas teorías extrañas que han visto la luz en nuestra época, y cuya imposibilidad metafísica basta por lo demás para refutarlas plenamente. Aquí no entendemos hablar solo de las hipótesis más o menos «reencarnacionistas» y de todas las que le son comparables, que implican una parecida limitación de la Posibilidad universal, y sobre las cuales ya hemos tenido la ocasión de explicarnos con todos los desarrollos necesarios ( L’Erreur spirite, 2a parte, cap. VI; ver también Le Symbolisme de la Croix, cap. XV. ); aquí tenemos más particularmente en vista la hipótesis «transformista», que, por lo demás, ahora ha perdido mucha de la consideración inmerecida de que ha gozado durante un cierto tiempo ( El éxito de esta teoría se debió por lo demás en una buena parte a razones que no tienen nada de «científico», sino que inciden directamente en su carácter antitradicional; por las mismas razones, es de prever que, aunque ningún biólogo serio crea ya en ella, esta teoría subsistirá mucho tiempo todavía en los manuales escolares y en las obras de vulgarización. ). Para precisar este punto sin extendernos en él en medida de más, haremos destacar que la pretendida ley del «paralelismo de la ontogenia y de la filogenia», que es uno de los principales postulados del «transformismo», supone, ante todo, que hay realmente una «filogenia» o «filiación de la especie», lo que no es un hecho, sino una hipótesis completamente gratuita; el único hecho que pueda ser constatado, es la realización de algunas formas orgánicas por el individuo en el curso de su desarrollo embrionario, y, desde que realiza estas formas de esta manera, no hay necesidad de haberlas realizado ya en las supuestas «existencias sucesivas», y tampoco es necesario que la especie a la que pertenece las haya realizado por él en un desarrollo en el que, en tanto que individuo, no habría podido tomar parte ninguna. Por lo demás, puestas aparte las consideraciones embriológicas, la concepción de los estados múltiples nos permite considerar todos esos estados como existiendo simultáneamente en un mismo ser, y no como no pudiendo ser recorridos sino sucesivamente en el curso de una «descendencia» que pasaría, no solo de un ser a otro, sino incluso de una especie a otra ( Debe entenderse bien que la imposibilidad del cambio de especie no se aplica más que a las especies verdaderas, que no coinciden siempre forzosamente con lo que se designa como tal en las clasificaciones de los zoólogos y de los botánicos, puesto que éstos pueden tomar sin razón por especies distintas lo que no es realidad sino razas o variedades de una misma especie. ). La unidad de la especie es, en un sentido, más verdadera y más esencial que la del individuo ( Esta afirmación puede parecer bastante paradójica a primera vista, pero se justifica suficientemente cuando se considera el caso de los vegetales y el de algunos animales dichos inferiores, tales como los pólipos y los gusanos, donde es casi imposible reconocer si se está en presencia de uno o de varios individuos y determinar en qué medida esos individuos son verdaderamente distintos los unos de los otros, mientras que los límites de la especie, por el contrario, aparecen siempre bastante claramente. ), lo que se opone a la realidad de una tal «descendencia»; por el contrario, el ser que, como individuo, pertenece a una especie determinada, por eso no es menos, al mismo tiempo, independiente de esta especie en sus estados extraindividuales, y puede incluso, sin ir tan lejos, tener lazos establecidos con otras especies por simples prolongamientos de la individualidad. Por ejemplo, como lo hemos dicho más atrás, el hombre que reviste una cierta forma en sueños, hace por eso mismo de esa forma una modalidad secundaria de su propia individualidad, y, por consiguiente, la realiza efectivamente según el único modo en el que esta realización le es posible. Hay también, bajo este mismo punto de vista, otros prolongamientos individuales que son de un orden bastante diferente, y que presentan un carácter más bien orgánico; pero esto nos llevaría demasiado lejos, y nos limitamos a indicarlo de pasada ( Ver L’Erreur spirite, pp. 249-252, ed. francesa. ). Por lo demás, en lo que concierne a una refutación más completa y más detallada de las teorías «transformistas», debe fundarse sobre todo en el estudio de la naturaleza de la especie y de sus condiciones de existencia, estudio que no podríamos tener la intención de abordar al presente; pero lo que es esencial destacar, es que la simultaneidad de los estados múltiples basta para probar la inutilidad de tales hipótesis, que son perfectamente insostenibles desde que se consideran desde el punto de vista metafísico, y cuya falta de principio entraña necesariamente la falsedad de hecho.
Insistimos más particularmente sobre la simultaneidad de los estados de ser, ya que, incluso para las modificaciones individuales, que se realizan en modo sucesivo en el orden de la manifestación, si no se concibieran como simultáneas en principio, su existencia no podría ser sino puramente ilusoria. No solo la «emanación de las formas» en lo manifestado, a condición de conservarle su carácter completamente relativo y contingente, es plenamente compatible con la «permanente actualidad» de todas las cosas en lo no manifestado, sino que, si no hubiera ningún principio en el cambio, el cambio mismo, así como lo hemos explicado en otras ocasiones, estaría desprovisto de toda realidad.