DEFINICIÓN DEL ESPIRITISMO
Puesto que nos proponemos distinguir primero el espiritismo de diversas otras cosas que se confunden muy frecuentemente con él, y que sin embargo son muy diferentes de él, es indispensable comenzar por definirle con precisión. A primera vista, parece que se pueda decir esto: el espiritismo consiste esencialmente en admitir la posibilidad de comunicar con los muertos; es eso lo que le constituye propiamente, es decir, aquello sobre lo que todas las escuelas espiritistas están necesariamente de acuerdo, cualesquiera que sean sus divergencias teóricas sobre otros puntos más o menos importantes, puntos que consideran siempre como secundarios en relación a éste. Pero eso no es suficiente: el postulado fundamental del espiritismo, es que la comunicación con los muertos no es solo una posibilidad, sino un hecho; si se admite únicamente a título de posibilidad, no se es verdaderamente espiritista. Es cierto que, en este último caso, uno se impide así rechazar de una manera absoluta la doctrina de los espiritistas, lo que ya es grave; como tendremos que demostrarlo después, la comunicación con los muertos, tal como ellos la entienden, es una imposibilidad pura y simple, y solo así se pueden cortar todas sus pretensiones de una manera completa y definitiva. Fuera de esta actitud, no podría haber más que compromisos más o menos penosos, y, cuando uno se introduce en la vía de las concesiones y de los acomodos, es difícil saber dónde se detendrá. Tenemos la prueba de ello en lo que les ha ocurrido a algunos, teosofistas y ocultistas concretamente, que protestarían enérgicamente, y con razón por lo demás, si se les tratase de espiritistas, pero que, por razones diversas, han admitido que la comunicación con los muertos podría tener lugar realmente en casos más o menos raros y excepcionales. Reconocer eso, es en suma conceder a los espiritistas la verdad de su hipótesis; pero éstos no se contentan solo con eso, y lo que pretenden, es que esta comunicación se produce de una manera en cierto modo corriente, en todas sus sesiones, y no solo una vez de cada cien o de cada mil. Así pues, para los espiritistas, basta con colocarse en ciertas condiciones para que se establezca la comunicación, que no consideran así como un hecho extraordinario, sino como un hecho normal y habitual; y ésta es una precisión que conviene hacer entrar en la definición misma del espiritismo.
Hay todavía otra cosa: hasta aquí, hemos hablado de comunicación con los muertos de una manera muy vaga; pero, ahora, importa precisar que, para los espiritistas, esta comunicación se efectúa por medios materiales. Éste es un elemento completamente esencial para distinguir el espiritismo de algunas otras concepciones, en las que se admiten solo comunicaciones mentales, intuitivas, una suerte de inspiración; los espiritistas las admiten también, sin duda, pero no es a éstas a las que les conceden la mayor importancia. Discutiremos este punto más tarde, pero podemos decir de inmediato que la verdadera inspiración, que estamos muy lejos de negar, tiene en realidad una fuente completamente diferente; pero tales concepciones son ciertamente menos groseras que las concepciones propiamente espiritistas, y las objeciones a las que dan lugar son de un orden algo diferente. Lo que consideramos como propiamente espiritista, es la idea de que los «espíritus» actúen sobre la materia, que produzcan fenómenos físicos, como desplazamientos de objetos, golpes u otros ruidos variados, y así sucesivamente; aquí no mencionamos más que los ejemplos más simples y más comunes, que son también los más característicos. Por lo demás, conviene agregar que esta acción sobre la materia se supone que no se ejerce directamente, sino por la intermediación de un ser humano vivo, que posee facultades especiales, y que, en razón de este papel de intermediario, se llama «médium». Es difícil definir exactamente la naturaleza del poder «mediumnico» o «medianímico», y, sobre este punto, las opiniones varían; lo más ordinariamente parece que se le considera como de orden fisiológico, o, si se quiere, psicofisiológico. Hacemos observar desde ahora que la introducción de ese intermediario no suprime las dificultades: a primera vista, no parece que a un «espíritu» le sea más fácil actuar inmediatamente sobre el organismo de un ser vivo que sobre un cuerpo inanimado cualquiera; pero aquí intervienen consideraciones un poco más complejas.
Los «espíritus», a pesar del apelativo que se les da, no se consideran como seres puramente inmateriales; se pretende al contrario que están revestidos de una suerte de envoltura que, aunque demasiado sutil para ser percibida normalmente por los sentidos, por ello no es menos un organismo material, un verdadero cuerpo, y que se designa bajo el nombre más bien bárbaro de «periespíritu». Si ello es así, uno puede preguntarse por qué ese organismo no permite a los «espíritus» actuar directamente sobre no importa cuál materia, y por qué le es necesario recurrir a un médium; eso, a decir verdad, parece poco lógico; o bien, si el «periespíritu» es por sí mismo incapaz de actuar sobre la materia sensible, debe ser lo mismo para el elemento correspondiente que existe en el médium o en cualquier otro ser vivo, y entonces ese elemento no sirve para nada en la producción de los fenómenos que se trata de explicar. Naturalmente, nos contentamos con señalar de pasada esas dificultades, que incumbe a los espiritistas resolver si pueden; carecería de interés proseguir una discusión sobre esos puntos especiales, porque hay cosas mucho mejores que decir contra el espiritismo; y, en cuanto a nos, no es ésta la manera en que la cuestión debe plantearse. No obstante, creemos útil insistir un poco sobre la manera en que los espiritistas consideran generalmente la constitución del ser humano, y decir de inmediato, a fin de descartar todo equívoco, lo que reprochamos a esa concepción.
Los occidentales modernos tienen el hábito de concebir el compuesto humano bajo una forma tan simplificada y tan reducida como es posible, puesto que no le hacen consistir más que en dos elementos, de los cuales uno es el cuerpo, y al otro se le llama indiferentemente alma o espíritu; decimos los occidentales modernos, porque, ciertamente, esa teoría dualista no se ha implantado definitivamente sino después de Descartes. No podemos emprender hacer aquí una historia, siquiera sucinta, de la cuestión; solo diremos que, anteriormente, la idea que se hacían del alma y del cuerpo no conllevaba esta completa oposición de naturaleza que hace su unión verdaderamente inexplicable, y también que había, incluso en occidente, concepciones menos «simplistas», y más aproximadas a las de los orientales, para quienes el ser humano es un conjunto mucho más complejo. Con mayor razón se estaba muy lejos de pensar entonces en este último grado de simplificación que representan las teorías materialistas, más recientes todavía que todas las demás, y según las cuales el hombre ya no es ni siquiera un compuesto, puesto que se reduce a un elemento único, el cuerpo. Entre las antiguas concepciones a las que acabamos de hacer alusión, sin remontar a la Antigüedad, y yendo solo hasta la Edad Media, se encontrarían muchas que consideran en el hombre tres elementos, al distinguir el alma y el espíritu; por lo demás, hay una cierta fluctuación en el empleo de estos dos términos, pero, lo más frecuentemente, el alma es el elemento medio, el elemento al que corresponden en parte lo que algunos modernos han llamado el «principio vital», mientras que solo el espíritu es entonces el ser verdadero, permanente e imperecedero. Es esta concepción ternaria la que los ocultistas, o al menos la mayoría de entre ellos, han querido renovar, introduciendo en ella una terminología especial; pero no han comprendido su sentido verdadero, y le han quitado todo alcance por la manera fantasiosa en que se representan los elementos del ser humano: así, hacen del elemento medio un cuerpo, el «cuerpo astral», que recuerda singularmente al «periespíritu» de los espiritistas. Todas las teorías de este género tienen el defecto de no ser en el fondo más que una suerte de transposición de las concepciones materialistas; este «neoespiritualismo» nos aparece más bien como una suerte de materialismo ensanchado, y este ensanche mismo es también algo ilusorio. Aquello a lo que estas teorías se acercan más, y donde es menester buscar probablemente su origen, son las concepciones «vitalistas», que reducen el elemento medio del compuesto humano a la función de «principio vital» solo, y que apenas parecen admitirle más que para explicar que el espíritu pueda mover el cuerpo, problema insoluble en la hipótesis cartesiana. El vitalismo, porque plantea mal la cuestión, y porque, al no ser en suma más que una teoría de fisiologistas, se coloca en un punto de vista muy especial, da pie a una objeción de lo más simple: o se admite, como Descartes, que la naturaleza del espíritu y la del cuerpo no tienen el menor punto de contacto, y entonces no es posible que haya entre ellos un intermediario o un término medio; o se admite al contrario, como los antiguos, que tienen una cierta afinidad de naturaleza, y entonces el intermediario deviene inútil, ya que esta afinidad basta para explicar que uno pueda actuar sobre el otro. Esta objeción vale contra el vitalismo, y también contra las concepciones «neoespiritualistas» en tanto que proceden de él y en tanto que adoptan su punto de vista; pero, entiéndase bien, no puede nada contra las concepciones que consideran las cosas bajo relaciones completamente diferentes, que son muy anteriores al dualismo cartesiano, y por consiguiente enteramente extrañas a las preocupaciones que éste ha creado, y que miran al hombre como un ser complejo para responder tan exactamente como es posible a la realidad, y no para aportar una solución hipotética a un problema artificial. Por lo demás, desde diversos puntos de vista, se pueden establecer en el ser humano un número más o menos grande de divisiones y de subdivisiones, sin que semejantes concepciones dejen por eso de ser conciliables; lo esencial es que no se divida a este ser humano en dos mitades que parezcan no tener ninguna relación entre ellas, y que no se busque tampoco reunir después estas dos mitades por un tercer término cuya naturaleza, en esas condiciones, no es ni siquiera concebible.
Podemos ahora volver a la concepción espiritista, que es ternaria, puesto que distingue el espíritu, el «periespíritu» y el cuerpo; en un sentido, puede parecer superior a la de los filósofos modernos, puesto que admite un elemento más, pero esta superioridad no es más que aparente, porque la manera en que se considera este elemento no corresponde a la realidad. Volveremos sobre esto después, pero hay otro punto sobre el que, sin poder tratarle completamente por el momento, tenemos que llamar la atención desde ahora, y ese punto es éste: si la teoría espiritista es ya muy inexacta en lo que concierne a la constitución del hombre durante la vida, es enteramente falsa cuando se trata del estado de este mismo hombre después de la muerte. Tocamos aquí el fondo mismo de la cuestión, que entendemos reservar para más tarde; pero, en dos palabras, podemos decir que el error consiste sobre todo en esto: según el espiritismo, no habría cambiado nada por la muerte, si no es que el cuerpo ha desaparecido, o más bien que ha sido separado de los otros dos elementos, que permanecen unidos uno al otro como precedentemente; en otros términos, el muerto no se diferenciaría del vivo sino en que tendría un elemento menos, el cuerpo. Se comprenderá sin esfuerzo que una tal concepción sea necesaria para que se pueda admitir la comunicación entre los muertos y los vivos, y también que la persistencia del «periespíritu», elemento material, sea no menos necesaria para que esta comunicación pueda tener lugar por medios igualmente materiales; entre estos diversos puntos de la teoría, hay un cierto encadenamiento; pero lo que se comprende mucho menos bien, es que la presencia de un médium constituya, a los ojos de los espiritistas, una condición indispensable para la producción de los fenómenos. Lo repetimos, una vez admitida la hipótesis espiritista, no vemos por qué un «espíritu» actuaría diferentemente por medio de un «periespíritu» extraño que por medio del suyo propio; o bien, si la muerte modifica el «periespíritu» quitándole ciertas posibilidades de acción, la comunicación aparece entonces bien comprometida. Sea como sea, los espiritistas insisten tanto sobre el papel del médium y le dan tanta importancia, que puede decirse sin exageración que hacen de él uno de los puntos fundamentales de su doctrina.
Nos no contestamos de ninguna manera la realidad de las facultades dichas «mediumnicas», y nuestra crítica no recae más que sobre la interpretación que dan de ellas los espiritistas; por lo demás, experimentadores que no son espiritistas no ven ningún inconveniente en emplear la palabra «mediumnidad», simplemente para hacerse comprender conformándose con ello al hábito recibido, y aunque esta palabra ya no tenga entonces su razón de ser primitiva; así pues, nosotros continuaremos haciendo lo mismo. Por otra parte, cuando decimos que no comprendemos bien el papel atribuido al médium, queremos decir que es colocándonos en el punto de vista de los espiritistas como no lo comprendemos, al menos fuera de algunos casos determinados: sin duda, si un «espíritu» quiere llevar a cabo tales acciones particulares, si quiere hablar por ejemplo, no podrá hacerlo más que apoderándose de los órganos de un hombre vivo; pero ya no es la misma cosa cuando el médium no hace sino prestar al «espíritu» una cierta fuerza más o menos difícil de definir, y a la cual se han dado denominaciones variadas: fuerza neúrica, ódica, ecténica y muchas otras todavía. Para escapar a las objeciones que hemos planteado precedentemente, es menester admitir que esta fuerza no forma parte integrante del «periespíritu», y que, al no existir más que en el ser vivo, es más bien de naturaleza fisiológica; nos no contradecimos esto, pero el «periespíritu», si hay «periespíritu», debe servirse de esta fuerza para actuar sobre la materia sensible, y entonces uno puede preguntarse cuál es su utilidad propia, sin contar con que la introducción de este nuevo intermediario está lejos de simplificar la cuestión. Finalmente, parece que sea menester, o distinguir esencialmente el «periespíritu» y la fuerza neúrica, o negar pura y simplemente el primero para no conservar más que la segunda, o renunciar a toda explicación inteligible. Además, si la fuerza neúrica basta para dar cuenta de todo, lo que concuerda mejor que toda otra suposición con la teoría mediumnica, la existencia del «periespíritu» ya no aparece sino como una hipótesis enteramente gratuita; pero ningún espiritista aceptará esta conclusión, tanto más cuanto que, a falta de toda otra consideración, hace ya bien dudosa la intervención de los muertos en los fenómenos, que parece posible explicar más simplemente por algunas propiedades más o menos excepcionales del ser vivo. Por lo demás, al decir de los espiritistas, estas propiedades no tienen nada de anormal: existen en todo ser humano, al menos en el estado latente; lo que es raro, es que alcancen un grado suficiente como para producir fenómenos evidentes, y los médiums propiamente dichos son los individuos que se encuentran en este último caso, ya sea que sus facultades se hayan desarrollado espontáneamente o por el efecto de un entrenamiento especial; por lo demás, esta rareza no es sino relativa.
Ahora, hay todavía un último punto sobre el que juzgamos útil insistir: cuando se habla de «comunicar con los muertos», se emplea una expresión cuya ambigüedad muchas gentes, comenzando por los espiritistas mismos, ni siquiera sospechan; si se entra realmente en comunicación con algo, ¿cuál es exactamente su naturaleza? Para los espiritistas, la respuesta es extremadamente simple: eso con lo que se comunica, es lo que ellos llaman impropiamente «espíritus»; decimos impropiamente a causa de la presencia supuesta del «periespíritu»; un tal «espíritu» es idénticamente el mismo individuo humano que ha vivido anteriormente sobre la tierra, y, salvo que ahora está «desencarnado», es decir, despojado de su cuerpo visible y tangible, ha permanecido absolutamente tal cual era durante su vida terrestre, o más bien es tal como sería si esta vida hubiera continuado hasta ahora; en una palabra, es el hombre verdadero el que «sobrevive» y el que se manifiesta en los fenómenos del espiritismo. Pero sorprenderíamos mucho a los espiritistas, y sin duda también a la mayoría de sus adversarios, al decir que la simplicidad misma de esta respuesta nada tiene de satisfactoria; en cuanto a aquellos que hayan comprendido lo que ya hemos dicho a propósito de la constitución del ser humano y de su complejidad, comprenderán también la correlación que existe entre las dos cuestiones. La pretensión de comunicar con los muertos en el sentido que acabamos de decir es algo muy nuevo, y es uno de los elementos que dan al espiritismo un carácter específicamente moderno; antiguamente, si ocurría que se hablaba también de comunicar con los muertos, era de una manera completamente diferente como se entendía; sabemos bien que eso parecerá muy extraordinario a la gran mayoría de nuestros contemporáneos, pero no obstante es así. Explicaremos esta afirmación después, pero hemos tenido que formularla antes de ir más lejos, en primer lugar porque, sin eso, la definición del espiritismo permanecería vaga, imprecisa e incompleta, aún mucho más de lo que algunos podrían apercibirse, y después porque es sobre todo la ignorancia de esta cuestión la que hace tomar al espiritismo por otra cosa que la doctrina de invención completamente reciente que es en realidad.