Hasta aquí, hemos considerado la constitución del ser humano y los diferentes estados de los que es susceptible mientras subsiste como compuesto de los diversos elementos que hemos tenido que distinguir en esta constitución, es decir, durante la duración de su vida individual. Es necesario insistir sobre este punto, de que los estados que pertenecen verdaderamente al individuo como tal, es decir, no solo el estado grosero o corporal para el que la cosa es evidente, sino también el estado sutil ( a condición, bien entendido, de no comprender en él más que las modalidades extracorporales del estado humano integral, y no los demás estados individuales del ser ), son propia y esencialmente estados del hombre vivo. Eso no quiere decir que sea menester admitir que el estado sutil cesa en el instante mismo de la muerte corporal, y por el solo hecho de ésta; veremos más adelante que, antes al contrario, se produce entonces un paso del ser a la forma sutil, pero este paso no constituye más que una fase transitoria en la reabsorción de las facultades individuales de lo manifestado a lo no manifestado, fase cuya existencia se explica muy naturalmente por el carácter intermediario que ya hemos reconocido al estado sutil. Sin embargo, es verdad que se puede tener que considerar en un cierto sentido, y en algunos casos al menos, un prolongamiento, e incluso un prolongamiento indefinido, de la individualidad humana, que deberá remitirse forzosamente a las modalidades sutiles, es decir, extracorporales de esta individualidad; pero este prolongamiento ya no es del todo la misma cosa que el estado sutil tal como existía durante la vida terrestre. Es menester darse cuenta bien, en efecto, de que, bajo esta misma denominación de “estado sutil”, uno se encuentra obligado a comprender modalidades muy diversas y extremadamente complejas, incluso si uno se limita a la consideración del único dominio de las posibilidades propiamente humanas; por eso es por lo que, desde el comienzo, hemos tenido el cuidado de prevenir que ella siempre debía entenderse en relación al estado corporal tomado como punto de partida y como término de comparación, de suerte que no adquiere un sentido preciso más que por oposición a este estado corporal o grosero, el cual, por su lado, se nos aparece como suficientemente definido por sí mismo porque es donde nos encontramos al presente. Se habrá podido destacar también que, entre las cinco envolturas del “Sí mismo”, hay tres que se consideran como constitutivas de la forma sutil ( mientras que solo una corresponde a cada uno de los otros dos estados condicionados de atman: para uno, porque no es en realidad más que una modalidad especial y determinada del individuo; para el otro, porque es un estado esencialmente unificado y “no distinguido” ); y eso es también una prueba manifiesta de la complejidad del estado en el que el “Sí mismo” tiene esta forma por vehículo, complejidad de la cual es menester acordarse siempre si se quiere comprender lo que puede decirse de ella según que se considere bajo puntos de vista diversos.
Debemos abordar ahora la cuestión de lo que se llama ordinariamente la “evolución póstuma” del ser humano, es decir, de las consecuencias que entraña, para este ser, la muerte o, para precisar mejor cómo entendemos esta palabra, la disolución de este compuesto del que hemos hablado y que constituye su individualidad actual. Es menester destacar, por lo demás, que, cuando esta disolución ha tenido lugar, ya no hay ser humano hablando propiamente, puesto que es esencialmente el compuesto el que es el hombre individual; el único caso donde se pueda continuar llamándole humano en un cierto sentido es aquel donde, después de la muerte corporal, el ser permanece en algunos de esos prolongamientos de la individualidad a los que hemos hecho alusión, porque, en ese caso, aunque esta individualidad ya no esté completa bajo la relación de la manifestación ( puesto que en adelante le falta el estado corporal, dado que las posibilidades que le corresponden han terminado el ciclo entero de su desarrollo ), alguno de sus elementos psíquicos o sutiles subsisten de una cierta manera sin disociarse. En todo otro caso, el ser ya no puede decirse humano, puesto que, del estado al cual se aplica este nombre, ha pasado a otro estado, individual o no; así, el ser que era humano ha dejado de serlo para devenir otra cosa, del mismo modo que, por el nacimiento, había devenido humano al pasar de otro estado al que es al presente el nuestro. Por lo demás, si se entiende el nacimiento y la muerte en el sentido más general, es decir, como cambio de estado, uno se da cuenta inmediatamente de que son modificaciones que se corresponden analógicamente, puesto que son el comienzo y el fin de un ciclo de existencia individual; e incluso, cuando se sale del punto de vista especial de un estado determinado para considerar el encadenamiento de los diversos estados entre ellos, se ve que, en realidad, son dos fenómenos rigurosamente equivalentes, puesto que la muerte a un estado es al mismo tiempo el nacimiento en otro. En otros términos, es la misma modificación la que es muerte o nacimiento según el estado o el ciclo de existencia en relación al cual se la considera, puesto que es propiamente el punto común a los dos estados, o el paso de uno al otro; y lo que es verdad aquí para estados diferentes lo es también, a un grado diferente, para modalidades diversas de un mismo estado, si se considera que estas modalidades constituyen, en cuanto al desarrollo de sus posibilidades respectivas, otros tantos ciclos secundarios que se integran en el conjunto de un ciclo más extenso1. En fin, es necesario agregar expresamente que la “especificación”, en el sentido en que hemos tomado esta palabra más atrás, es decir, el vinculamiento a una especie definida, tal como la especie humana, que impone a un ser algunas condiciones generales que constituyen la naturaleza específica, no vale más que en un estado determinado y no puede extenderse más allá; ello no puede ser de otro modo, desde que la especie no es en modo alguno un principio transcendente en relación a ese estado individual, sino que depende exclusivamente del dominio de éste, puesto que ella misma está sometida a las condiciones limitativas que la definen; y es por eso por lo que el ser que ha pasado a otro estado ya no es humano, dado que ya no pertenece de ninguna manera a la especie humana2.
Estas consideraciones sobre el nacimiento y la muerte son aplicables por lo demás tanto desde el punto de vista del “macrocosmo” como del “microcosmo”; sin que nos sea posible insistir más en ello al presente, sin duda se podrán entrever las consecuencias que resultan de esto en lo que concierne a la teoría de los ciclos cósmicos. ↩
Entiéndase bien que, en todo esto, no tomamos la palabra “humano” más que en su sentido propio y literal, ése donde se aplica únicamente al hombre individual; aquí no se trata de la transposición analógica que hace posible la concepción del “Hombre Universal”. ↩