Guénon Mediador

René Guénon — A GRANDE TRÍADA
O MEDIADOR
«Sube de la Tierra al Cielo, y redesciende del Cielo a la Tierra; recibe por ello la virtud y la eficacia de las cosas superiores e inferiores»: estas palabras de la Tabla de Esmeralda hermética puede aplicarse muy exactamente al Hombre en tanto que término mediano de la Gran Tríada, es decir, de una manera más precisa, en tanto que es propiamente el «mediador» por el que se opera efectivamente la comunicación entre el Cielo y la Tierra1. Por lo demás, la «subida de la Tierra al Cielo» es representada ritualmente, en tradiciones muy diversas, por la ascensión a un árbol o a un poste, símbolo del «Eje del Mundo»; por esta ascensión, que es seguida forzosamente de un redescenso (y este doble movimiento corresponde también a la «solución» y a la «coagulación»), aquel que realiza verdaderamente lo que está implicado en el rito se asimila las influencias celestes y las trae en cierto modo a este mundo para unirlas aquí a las influencias terrestres, en él mismo primeramente, y después, por participación y como por «irradiación», en el medio cósmico todo entero2.

La tradición extremo oriental, como muchas otras por lo demás3, dice que, en el origen, el Cielo y la Tierra no estaban separados; y, en efecto, están necesariamente unidos e «indistinguidos» en Tai-ki, su principio común; pero, para que la manifestación pueda producirse, es menester que el Ser se polarice efectivamente en Esencia y Substancia, lo que puede ser descrito como una «separación» de estos dos términos complementarios que son representados como el Cielo y la Tierra, puesto que es entre ellos, o en su «intervalo», si es permisible expresarse así, donde debe situarse la manifestación misma4. Desde entonces, su comunicación no podrá establecerse más que según el eje que liga entre ellos los centros de todos los estados de existencia, en multitud indefinida, cuyo conjunto jerarquizado constituye la manifestación universal, y que se extiende así de un polo al otro, es decir, precisamente del Cielo a la Tierra, midiendo en cierto modo su distancia, como ya lo hemos dicho precedentemente, según el sentido vertical que marca la jerarquía de esos estados5. Así pues, el centro de cada estado puede ser considerado como la huella de este eje vertical sobre el plano horizontal que representa geométricamente a ese estado; y este centro, que es propiamente el «Invariable Medio» (Tchoung-young), es por eso mismo el punto único donde se opera, en ese estado, la unión de las influencias celestes y de las influencias terrestres, al mismo tiempo que es también el punto único donde es posible una comunicación directa con los demás estados de existencia, puesto que esta comunicación debe efectuarse necesariamente según el eje mismo. Ahora bien, en lo que concierne a nuestro estado, el centro es el «lugar» normal del hombre, lo que equivale a decir que el «hombre verdadero» está identificado a este centro mismo; así pues, es en él y solo por él como se efectúa, para este estado, la unión del Cielo y de la Tierra, y es por eso por lo que todo lo que está manifestado en este mismo estado procede y depende enteramente de él, y no existe en cierto modo más que como una proyección exterior y parcial de sus propias posibilidades. Es también su «acción de presencia» la que mantiene y conserva la existencia de este mundo6, puesto que él es su centro, y puesto que, sin el centro, nada podría tener una existencia efectiva; en el fondo, esa es la razón de ser de los ritos que, en todas las tradiciones, afirman bajo una forma sensible la intervención del hombre para el mantenimiento del orden cósmico, y que no son en suma más que otras tantas expresiones más o menos particulares de la función de «mediación» que le pertenece esencialmente7.




  1. Se puede ver también en estas palabras, desde el punto de vista propiamente iniciático, una indicación muy clara de la doble realización «ascendente» y «descendente»; pero se trata de un punto que no podemos pensar desarrollar al presente. 

  2. A este propósito, haremos observar incidentalmente que, puesto que el descenso de las influencias celestes se simboliza frecuentemente por la lluvia, es fácil comprender cual es en realidad el sentido profundo de los ritos que tienen como meta aparente «hacer lluvia»; este sentido es evidentemente completamente independiente de la aplicación «mágica» que ve en ellos el vulgo, y que, por lo demás, no se trata de negar, sino solo de reducirla a su justo valor de contingencia de un orden muy inferior. — Es interesante notar que este simbolismo de la lluvia ha sido conservado, a través de la tradición hebraica, hasta en la liturgia católica misma: «Rorate Coeli desuper, et nubes pluant Justum» (Isaías 45:8); el «Justo» de que se trata aquí puede ser considerado como el «mediador» que «redesciende del Cielo a la Tierra», o como el ser que, teniendo efectivamente la plena posesión de su naturaleza celeste, aparece en este mundo como el Avatâra. 

  3. Entiéndase bien que, en cuanto al fondo, el acuerdo se extiende a todas las tradiciones sin excepción; pero queremos decir que el modo mismo de expresión que se trata aquí no es exclusivamente propio a la tradición extremo oriental. 

  4. Por lo demás, esto puede aplicarse analógicamente a niveles diferentes, según que se considere la manifestación universal entera, o solo un estado particular de manifestación, es decir, un mundo, o incluso un ciclo más o menos restringido de la existencia de ese mundo: en todos los casos, habrá siempre en el punto de partida algo que corresponderá, en un sentido más o menos relativo, a la «separación del Cielo y de la Tierra». 

  5. Sobre la significación de este eje vertical, cf. EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ, cap. XXIII. 

  6. En el esoterismo islámico, se dice de un tal ser que «sostiene el mundo por su sola respiración». 

  7. Decimos «expresiones» en tanto que estos ritos representan simbólicamente la función de que se trata; pero es menester comprender bien que, al mismo tiempo, es por el cumplimiento de estos mismos ritos como el hombre desempeña efectiva y conscientemente esta función; es esa una consecuencia inmediata de la eficacia propia que es inherente a los ritos, y sobre la cual ya nos hemos explicado suficientemente en otra parte como para no tener necesidad de insistir de nuevo en ello (ver Apercepciones sobre la Iniciación). 

René Guénon