René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
La degeneración de la moneda
Llegados a este punto de nuestra exposición, no será quizás inútil apartarnos un poco de ella, al menos en apariencia, para dar, aunque no sea sino bastante sumariamente, algunas indicaciones sobre una cuestión que puede parecer no referirse más que a un hecho de un género muy particular, pero que constituye un ejemplo sorprendente de los resultados de la concepción de la «vida ordinaria», al mismo tiempo que una excelente «ilustración» de la manera en que ésta está ligada al punto de vista exclusivamente cuantitativo, y que, por esté último lado sobre todo, se vincula en realidad muy directamente a nuestro tema. La cuestión de que se trata es la de la moneda, y ciertamente, si uno se queda aquí en el simple punto de vista «económico» tal como se le entiende hoy día, parece efectivamente que ésta sea algo que pertenece tan completamente como es posible al «reino de la cantidad»; por lo demás, es a este título como, en la sociedad moderna, desempeña el papel preponderante que se conoce suficientemente y sobre el cual sería evidentemente superfluo insistir; pero la verdad es que el punto de vista «económico» mismo y la concepción exclusivamente cuantitativa de la moneda que le es inherente no son más que el producto de una degeneración en suma bastante reciente, y que la moneda ha tenido en su origen y ha conservado durante mucho tiempo un carácter completamente diferente y un valor propiamente cualitativo, por sorprendente que eso pueda parecer a la generalidad de nuestros contemporáneos.
Hay una observación que es muy fácil de hacer por poco que se tengan solo «dos ojos para ver»: es que las monedas antiguas están literalmente cubiertas de símbolos tradicionales, tomados incluso frecuentemente entre los que presentan un sentido más particularmente profundo; es así como se ha destacado concretamente que, en los Celtas, los símbolos que figuran sobre las monedas no pueden explicarse más que si se los refiere a conocimientos doctrinales que eran propios a los Druidas, lo que implica, por lo demás, una intervención directa de éstos en ese dominio; y, bien entendido, lo que es verdad bajo este aspecto para los Celtas lo es igualmente para todos los demás pueblos de la antigüedad, teniendo en cuenta naturalmente las modalidades propias de sus organizaciones tradicionales respectivas. Eso concuerda muy exactamente con la inexistencia del punto de vista profano en las civilizaciones estrictamente tradicionales: la moneda, allí donde existía, no podía ser la cosa profana que ha devenido más tarde; y, si lo hubiera sido, ¿cómo se explicaría aquí la intervención de una autoridad espiritual que evidentemente no hubiera tenido nada que ver con ella, y cómo se podría comprender también que diversas tradiciones hablen de la moneda como de algo que está cargado verdaderamente de una «influencia espiritual», cuya acción podía ejercerse efectivamente por la mediación de los símbolos que constituían su «soporte» normal? Agregaremos que, hasta en tiempos muy recientes, se podía encontrar todavía un último vestigio de esta noción en divisas de carácter religioso, que ya no tenían ciertamente ningún valor simbólico, pero que eran al menos como un recuerdo de la idea tradicional en adelante más o menos incomprendida; pero, después de haber sido relegadas, en algunos países, al contorno del «canto» de las monedas, esas divisas mismas han acabado por desaparecer completamente, y, en efecto, no tenían ninguna razón de ser desde que la moneda ya no representaba nada más que un signo de orden únicamente «material» y cuantitativo.
Por lo demás, el control de la autoridad espiritual sobre la moneda, bajo cualquier forma que se haya ejercido, no es un hecho limitado exclusivamente a la antigüedad, y, sin salir del mundo occidental, hay muchos indicios que muestran que ha debido perpetuarse en él hasta el final de la Edad Media, es decir, mientras este mundo occidental ha poseído una civilización tradicional. En efecto, no se podría explicar de otro modo el hecho de que algunos soberanos, en aquella época, hayan sido acusados de haber «alterado las monedas»; si sus contemporáneos les acusaron de crimen por ello, de eso es menester concluir que no tenían la libre disposición del título de la moneda y que, al cambiarle por su propia iniciativa, rebasaban los derechos reconocidos al poder temporal (NA: Ver Autoridad espiritual y poder temporal, pág. 111 (ed. francesa), donde nos hemos referido más especialmente al caso de Felipe el Hermoso, y donde hemos sugerido la posibilidad de una relación bastante estrecha entre la destrucción de la Orden del Temple y la alteración de las monedas, lo que se comprendería sin esfuerzo si se admitiese, como al menos muy verosímil, que la Orden del Temple tenía entonces, entre otras funciones, la de ejercer el control espiritual en este dominio; no insistiremos más en ello, pero recordaremos que es precisamente a ese momento al que estimamos poder hacer remontar los comienzos de la desviación moderna propiamente dicha.). En cualquier otro caso, una tal acusación habría estado evidentemente desprovista de sentido; por otra parte, el título de la moneda no habría tenido entonces más que una importancia completamente convencional, y, en suma, habría importado poco que estuviese constituida por un metal cualquiera y variable, o incluso reemplazada por un simple papel como lo está en gran parte en nuestros días, ya que eso no habría impedido que se pudiera continuar haciendo de ella exactamente el mismo uso «material». Así pues, es menester que haya habido en eso algo de otro orden, y podemos decir de un orden superior, ya que es únicamente por eso por lo que esta alteración podía revestir un carácter de una gravedad tan excepcional que llegaba hasta comprometer la estabilidad misma del poder real, porque, al actuar así, éste usurpaba las prerrogativas de la autoridad espiritual que, en definitiva, es la única fuente auténtica de toda legitimidad; y es así como esos hechos, que los historiadores profanos apenas parecen comprender, concurren también a indicar muy claramente que la cuestión de la moneda tenía, en la Edad Media, tanto como en la antigüedad, aspectos enteramente ignorados por los modernos.
Así pues, en eso ha ocurrido lo que ha ocurrido generalmente para todas las cosas que, a un título o a otro, desempeñan un papel en la existencia humana: estas cosas han sido despojadas poco a poco de todo carácter «sagrado» o tradicional, y es así como esta existencia misma, en su conjunto, ha devenido completamente profana y se ha encontrado finalmente reducida a la baja mediocridad de la «vida ordinaria» tal como se presenta hoy día. Al mismo tiempo, el ejemplo de la moneda muestra bien que esta «profanización», si es permisible emplear un tal neologismo, se opera principalmente por la reducción de las cosas únicamente a su aspecto cuantitativo; de hecho, se ha acabado por no poder concebir ya que la moneda sea otra cosa que la representación de una cantidad pura y simple; pero, si este caso es particularmente claro a este respecto, porque ha sido llevado en cierto modo hasta la extrema exageración, no obstante está lejos de ser el único en el que una tal reducción aparece como contribuyendo a encerrar la existencia en el horizonte limitado del punto de vista profano. Lo que hemos dicho del carácter cuantitativo por excelencia de la industria moderna y de todo lo que se refiere a ella permite comprenderlo suficientemente: al rodear constantemente al hombre de los productos de esta industria, al no permitirle por así decir ver ya otra cosa (salvo, como en los museos por ejemplo, a título de simples «curiosidades» que no tienen ninguna relación con las circunstancias «reales» de su vida, ni por consiguiente ninguna influencia efectiva sobre ésta), se le obliga verdaderamente a encerrarse en el círculo estrecho de la «vida ordinaria» como en una prisión sin salida. En una civilización tradicional, al contrario, cada objeto, al mismo tiempo que era tan perfectamente apropiado como es posible al uso al que estaba inmediatamente destinado, estaba hecho de tal manera que, en cada instante, y por el hecho mismo de que se hacía realmente uso de él (en lugar de tratarle en cierto modo como una cosa muerta así como lo hacen los modernos para todo lo que consideran «obras de arte»), podía servir de «soporte» de meditación al ligar al individuo a algo más que la simple modalidad corporal, y al ayudar así a cada uno a elevarse a un estado superior según la medida de sus capacidades (Sobre este punto, se podrán consultar numerosos estudios de A. K. Coomaraswamy, que le ha desarrollado e «ilustrado» abundantemente bajo todas sus facetas y con todas las precisiones necesarias.); ¡qué abismo entre estas dos concepciones de la existencia humana!
Por lo demás, esta degeneración cualitativa de todas las cosas está estrechamente ligada a la moneda, como lo muestra el hecho de que se ha llegado a no «estimar» corrientemente un objeto más que por su precio, considerado únicamente como una «cifra», una «suma» o una cantidad numérica de moneda; de hecho, en la mayoría de nuestros contemporáneos, todo juicio que se hace sobre un objeto se basa casi siempre exclusivamente sobre lo que cuesta. Hemos subrayado la palabra «estimar», en razón de que tiene en sí misma un doble sentido cualitativo y cuantitativo; hoy día, se ha perdido de vista el primer sentido, o, lo que equivale a lo mismo, se ha encontrado el medio de reducirle al segundo, y es así como no solo se «estima» un objeto según su precio, sino también a un hombre según su riqueza (Los americanos han ido tan lejos en ese sentido que dicen comúnmente que un hombre «vale» tal suma, queriendo indicar con eso la cifra a la que se eleva su fortuna; ¡dicen también, no que un hombre triunfa en sus asuntos, sino que él «es un éxito», lo que quivale a identificar completamente al individuo con sus ganancias materiales!). Lo mismo ha ocurrido también, naturalmente, con la palabra «valor», y, destaquémoslo de pasada, es en eso donde se funda el curioso abuso que hacen de ella algunos filósofos recientes, que han llegado hasta inventar, para caracterizar sus teorías, la expresión de «filosofía de los valores»; en el fondo de su pensamiento, está la idea de que toda cosa, a cualquier orden que se refiera, es susceptible de ser concebida cuantitativamente y expresada numéricamente; y el «moralismo», que es su preocupación dominante, se encuentra por eso asociado directamente al punto de vista cuantitativo (Por lo demás, esta asociación no es una cosa enteramente nueva, ya que se remonta de hecho hasta la «aritmética moral» de Bentham, que data de finales del siglo XVIII.). Estos ejemplos muestran también que hay una verdadera degeneración del lenguaje, degeneración que acompaña o que sigue inevitablemente a la de todas las cosas; en efecto, en un mundo donde todos se esfuerzan en reducirlo todo a la cantidad, es menester evidentemente servirse de un lenguaje que, él mismo, ya no evoca más que ideas puramente cuantitativas.
Para volver más especialmente a la cuestión de la moneda, debemos agregar todavía que se ha producido a este respecto un fenómeno que es muy digno de observación: es que, desde que la moneda ha perdido toda garantía de orden superior, ha visto ir disminuyendo sin cesar su valor cuantitativo mismo, o lo que la jerga de los «economistas» llama su «poder adquisitivo», de suerte que se puede concebir que, en un límite al que se acerca cada vez más, ella habrá perdido toda su razón de ser, incluso simplemente «práctica» o «material», y que deberá desaparecer como por sí misma de la existencia humana. Se convendrá que hay en eso un extraño vuelco de las cosas, que se comprende sin esfuerzo por lo que hemos expuesto precedentemente: puesto que la cantidad pura está propiamente por debajo de toda existencia, no se puede, cuando se fuerza la reducción al extremo como en el caso de la moneda (más destacable que todo otro porque con él ya se ha llegado casi al límite), desembocar más que en una verdadera disolución. Eso puede servir ya para mostrar que, como lo decíamos más atrás, la seguridad de la «vida ordinaria» es en realidad algo muy precario, y, en lo que sigue, veremos también cómo lo es todavía bajo muchos otros aspectos; pero la conclusión que se desprenderá de ello será siempre la misma en definitiva: el término real de la tendencia que arrastra a los hombres y a las cosas hacía la cantidad pura no puede ser más que la disolución final del mundo actual.