Guénon Oriente e Ocidente Prefacio

Guénon — Oriente e Ocidente
PREFACIO

Rudyard Kipling escribió un día estas palabras: East is East and West is West, and never the twain shall meet, literalmente «Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y los dos no se encontrarán nunca». Es cierto que, en la continuación del texto, modifica esta afirmación, admitiendo que «la diferencia desaparece cuando dos hombres fuertes se encuentran cara a cara después de haber venido de las extremidades de la tierra», pero, en realidad, ni siquiera esta modificación es muy satisfactoria, ya que es muy poco probable que el autor haya pensado ahí en una «fuerza» de orden espiritual. Sea como sea, la costumbre es citar el primer verso aisladamente, como si todo lo que quedara en el pensamiento del lector fuera la idea de la diferencia insuperable expresada en este verso; no se puede dudar que esta idea representa la opinión de la mayoría de los Europeos, y en ella se siente apuntar todo el despecho del conquistador que está obligado a admitir que aquellos a quienes cree haber vencido y sometido llevan en sí algo sobre lo que no podría tener ningún poder. Pero, cualquiera que sea el sentimiento que puede haber dado nacimiento a una tal opinión, lo que nos interesa ante todo, es saber si esta opinión está fundada, o en qué medida lo está. Ciertamente, al considerar el actual estado de las cosas, se encuentran múltiples indicios que parecen justificarla; y sin embargo, si fuéramos enteramente de esta opinión, y si pensáramos que ya no es posible ningún acercamiento y que ya no lo será nunca, no habríamos emprendido el escribir este libro.

Quizás más que ninguna otra persona, tenemos consciencia de toda la distancia que separa Oriente y Occidente, sobre todo el Occidente moderno; por lo demás, en nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, hemos insistido particularmente sobre las diferencias, hasta tal punto que algunos han podido creer en alguna exageración por nuestra parte. Sin embargo, estamos persuadidos de que no hemos dicho nada que no fuera rigurosamente exacto; y al mismo tiempo, en nuestra conclusión, considerábamos las condiciones de un acercamiento intelectual que, con ser verdaderamente muy lejano, no por ello nos parecía como menos posible. Así pues, si nos hemos levantado contra las falsas asimilaciones que han intentado algunos occidentales, es porque éstas no son uno de los menores obstáculos que se oponen a este acercamiento; cuando se parte de una concepción errónea, los resultados van frecuentemente en contra de la meta que uno se ha propuesto. Al negarse a ver las cosas tales como son y a reconocer algunas diferencias al presente irreductibles, uno se condena a no comprender nada de la mentalidad oriental, y así no se hace más que agravar y perpetuar los malentendidos, cuando sería menester dedicarse ante todo a disiparlos. Mientras los occidentales se imaginen que no existe más que un solo tipo de humanidad, y que no hay más que una sola «civilización» en diversos grados de desarrollo, no será posible ningún entendimiento. La verdad es que hay civilizaciones múltiples, que se despliegan en sentidos muy diferentes, y que la civilización del Occidente moderno presenta caracteres que hacen de ella una excepción bastante singular. Admitiendo incluso que sean efectivamente comparables, no se debería hablar nunca de superioridad o de inferioridad de una manera absoluta, sin precisar bajo qué aspecto se consideran las cosas que se quieren comparar. No hay civilización que sea superior a las demás bajo todos los aspectos, porque al hombre no le es posible aplicar igualmente , y a la vez, su actividad en todas las direcciones, y porque hay desarrollos que aparecen como verdaderamente incompatibles. Únicamente, es permisible pensar que hay que observar una cierta jerarquía, y que las cosas del orden intelectual, por ejemplo, valen más que las del orden material; si ello es así, una civilización que se muestra inferior bajo el primer aspecto, aunque sea incontestablemente superior bajo el segundo, se encontrará aún desaventajada en el conjunto, cualesquiera que puedan ser las apariencias exteriores; y tal es el caso de la civilización occidental, si se la compara a las civilizaciones orientales. Sabemos bien que esta manera de ver choca a la gran mayoría de los occidentales, porque es contraria a todos sus prejuicios; pero, aparte de toda cuestión de superioridad, es menester que admitan al menos que las cosas a las que los occidentales atribuyen la mayor importancia no interesan forzosamente a todos los hombres al mismo grado, que algunos pueden tenerlas incluso como perfectamente desdeñables, y que se puede hacer prueba de inteligencia de otro modo que construyendo máquinas. Ya sería algo si los europeos llegaran a comprender eso y si se comportaran en consecuencia; sus relaciones con los demás pueblos se encontrarían algo modificadas por ello, y de una manera muy ventajosa para todo el mundo.

Pero ese no es más que el lado más exterior de la cuestión: si los occidentales reconocieran que no todo es forzosamente despreciable en las demás civilizaciones por la única razón de que difieren de la suya, nada les impediría ya estudiar esas civilizaciones como deben serlo, queremos decir, sin una toma de partido por la denigración y sin hostilidad preconcebida; y entonces algunos de entre ellos no tardarían quizás en apercibirse, por este estudio, de todo lo que les falta a ellos mismos, sobre todo desde el punto de vista puramente intelectual. Naturalmente, suponemos que esos habrían llegado, en una cierta medida al menos, a la comprehensión verdadera del espíritu de las diferentes civilizaciones, lo que requiere otra cosa que trabajos de simple erudición; sin duda, todo el mundo no es apto para una tal comprehensión, pero, si algunos lo son, como es probable a pesar de todo, eso puede bastar para acarrear pronto o tarde resultados apreciables. Ya hemos hecho alusión al papel que podría jugar una elite intelectual, si llegara a constituirse en el mundo occidental, donde actuaría a la manera de un «fermento» para preparar y dirigir en el sentido más favorable una transformación mental que devendrá inevitable un día u otro, se la quiera o no. Por lo demás, algunos comienzan a sentir más o menos confusamente que las cosas no pueden continuar yendo indefinidamente en el mismo sentido, e incluso a hablar de una «quiebra» de la civilización occidental, lo que nadie se hubiera atrevido a hacer hace pocos años; pero las verdaderas causas que pueden provocar esta quiebra parecen escapárseles aún en gran parte. Como, al mismo tiempo, estas causas son precisamente las que impiden todo entendimiento entre Oriente y Occidente, se puede sacar de su conocimiento un doble beneficio: trabajar para preparar ese entendimiento, es esforzarse también en desviar las catástrofes por las que Occidente está amenazado debido a su propia culpa; esos dos fines están mucho más cercanos de lo que se podría creer. Así pues, no es hacer obra de crítica vana y puramente negativa denunciar, como nos proponemos hacerlo aquí en primer lugar, los errores y las ilusiones occidentales; en esta actitud, hay razones mucho más profundas, y a eso no le aportamos ninguna intención «satírica», lo que, por lo demás, convendría muy poco a nuestro carácter; si hay quienes han creído ver en nós algo de ese género, se han equivocado extrañamente. Por nuestra parte, querríamos mucho mejor no tener que librarnos a este trabajo más bien ingrato, y poder contentarnos con exponer algunas verdades sin tener que preocuparnos nunca de las falsas interpretaciones que no hacen más que complicar y embrollar las cuestión como por gusto; pero nos es forzoso tener en cuenta estas contingencias, puesto que, si no comenzamos por despejar el terreno, todo lo que podríamos decir correrá el riesgo de permanecer incomprendido. Por lo demás, incluso allí donde parezca que sólo estamos descartando errores o respondiendo a objeciones, podemos no obstante encontrar la ocasión de exponer cosas que tengan un alcance verdaderamente positivo; y, por ejemplo, mostrar por qué ciertas tentativas de acercamiento entre Oriente y Occidente han fracasado, ¿no es hacer entrever ya, por contraste, las condiciones en las que una tal empresa sería susceptible de prosperar? Así pues, esperamos que nadie se equivoque sobre nuestras intenciones; y, si no buscamos disimular las dificultades y los obstáculos, si al contrario insistimos en ellos, es porque, para poder aplanarlos o remontarlos, es menester ante todo conocerlos. No podemos detenernos en consideraciones demasiado secundarias, ni preguntarnos lo que agradará o desagradará a cada quien; la cuestión que consideramos es mucho más seria, incluso si uno se limita a lo que podemos llamar sus aspectos exteriores, es decir, a lo que no concierne al orden de la intelectualidad pura.

En efecto, no entendemos hacer aquí una exposición doctrinal, y lo que diremos será, de una manera general, accesible a un mayor número que los puntos de vista que hemos tratado en nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes. No obstante, esa obra misma no ha sido escrita de ninguna manera para algunos «especialistas»; si ha ocurrido que su título ha inducido a error a este respecto, es porque estas cuestiones son ordinariamente el patrimonio de los eruditos, que las estudian de una manera más bien cargante y, a nuestros ojos, sin interés verdadero. Nuestra actitud es completamente otra: para nós no se trata esencialmente de erudición, sino de comprehensión, lo que es totalmente diferente; no es entre los «especialistas» donde se tienen más opciones de encontrar las posibilidades de una comprehensión extensa y profunda, lejos de eso, y, salvo muy raras excepciones, no es con ellos con quienes sería menester contar para formar esa elite intelectual de la que hemos hablado. Quizás haya quienes han encontrado mal que ataquemos a la erudición, o más bien a sus abusos y a sus peligros, aunque nos hayamos abstenido cuidadosamente de todo lo que habría podido presentar un carácter polémico; pero una de las razones por las que lo hemos hecho, es precisamente porque esa erudición, con sus métodos especiales, tiene como efecto desviar de algunas cosas a aquellos mismos que serían los más capaces de comprenderlas. Muchas gentes, al ver que se trata de las doctrinas hindúes, y pensando inmediatamente en los trabajos de algunos orientalistas, se dicen que «eso no es para ellos»; ahora bien, ciertamente, hay quienes cometen un gran error al pensar así, y a quienes no les sería menester mucho esfuerzo, quizás, para adquirir conocimientos que faltan y que faltarán siempre a esos mismos orientalistas: la erudición es una cosa, el saber real es otra muy diferente, y, si no son siempre incompatibles, tampoco son necesariamente solidarios. Ciertamente, si la erudición consintiera en atenerse al rango de auxiliar que debe corresponderle normalmente, no encontraríamos nada más que decir a su respecto, puesto que por eso mismo dejaría de ser peligrosa, y puesto que entonces podría tener alguna utilidad; así pues, en estos límites, reconoceríamos gustosamente su valor relativo. Hay casos en los que el «método histórico» es legítimo, pero el error contra el que nos hemos levantado consiste en creer que es aplicable a todo, y en querer sacar de él otra cosa que lo que puede dar efectivamente; pensamos haber mostrado ya en otra parte (El Teosofismo, historia de una pseudoreligión.), y sin habernos puesto en contradicción con nós mismos, que somos capaces, cuando es menester, de aplicar ese método tan perfectamente como cualquier otro, y eso debería bastar para probar que no somos en modo alguno un partidista. Cada cuestión debe ser tratada según el método que conviene a su naturaleza; y es un singular fenómeno que esta confusión de los diversos órdenes y de los diversos dominios sea el espectáculo habitual que nos da el Occidente moderno. En suma, es menester saber poner cada cosa en su lugar, y por nuestra parte no hemos dicho nunca nada más; pero, al hacerlo así, uno se apercibe forzosamente de que hay cosas que no pueden ser más que secundarias y subordinadas en relación a otras, a pesar de las manías «igualitarias» de algunos de nuestros contemporáneos; y es así como la erudición, allí mismo donde es válida, no podría constituir nunca para nós más que un medio, y no un fin en sí misma.

Estas pocas explicaciones nos han parecido necesarias por varias razones: primero, tenemos que decir lo que pensamos de una manera tan clara como nos sea posible, y cortar de raíz todo equívoco que llegue a producirse a pesar de nuestras precauciones, lo que es casi inevitable. Aunque reconociendo generalmente la claridad de nuestras exposiciones, se nos han prestado a veces intenciones que no hemos tenido nunca; tendremos aquí la ocasión de disipar algunos equívocos y de precisar ciertos puntos sobre los que quizás no nos habíamos explicado suficientemente con anterioridad. Por otra parte, la diversidad de los temas que tratamos en nuestros estudios no impide la unidad de la concepción que los preside, y tenemos que afirmar también expresamente esa unidad, que podría no ser apercibida por aquellos que consideran las cosas muy superficialmente. Estos estudios están incluso tan ligados entre sí que, sobre muchos de los puntos que abordaremos aquí, habríamos debido, para más precisión, remitir a las indicaciones complementarias que se encuentran en nuestros otros trabajos; pero no lo hemos hecho más que allí donde eso nos ha parecido estrictamente indispensable, y, para todo lo demás, nos contentaremos con esta advertencia dada de una vez por todas y de una manera general, a fin de no importunar al lector con referencias demasiado numerosas. En el mismo orden de ideas, debemos hacer observar también que, cuando no hemos juzgado a propósito dar a la expresión de nuestro pensamiento un matiz propiamente doctrinal, por eso no nos hemos inspirado menos constantemente en las doctrinas cuya verdad hemos comprendido: es el estudio de las doctrinas orientales el que nos ha hecho ver los defectos de Occidente y la falsedad de muchas ideas que tienen curso en el mundo moderno; es ahí, y ahí solamente, donde hemos encontrado, como ya hemos tenido la ocasión de decirlo en otra parte, cosas de las que el Occidente no nos ha ofrecido nunca el menor equivalente.

En esta obra, como en las otras, no tenemos la pretensión de agotar todas las cuestiones que tendremos que considerar; nos parece que no se nos puede reprochar no ponerlo todo en un solo libro, lo que, por lo demás, nos resultaría completamente imposible. Lo que aquí sólo indicaremos, podremos quizás retomarlo y explicarlo más completamente en otra parte, si las circunstancias nos lo permiten; si no, eso podrá al menos sugerir a otros reflexiones que suplirán, de una manera muy provechosa para ellos, los desarrollos que nós mismo no hayamos podido aportar. Hay cosas que a veces es interesante anotar incidentalmente, cuando uno no puede extenderse en ellas, y no pensamos que sea preferible pasarlas enteramente bajo silencio; pero, conociendo la mentalidad de algunas gentes, creemos deber advertir que es menester no ver en esto nada de extraordinario. Sabemos muy bien lo que valen los supuestos «misterios» de los que se ha abusado tan frecuentemente en nuestra época, y que no son tales más que porque aquellos que hablan de ellos son los primeros en no comprender nada; no hay verdadero misterio más que en lo que es inexpresable por naturaleza misma. No obstante, no queremos pretender que toda verdad sea siempre igualmente buena de decir, y que no haya casos en los que una cierta reserva se imponga por razones de oportunidad, o que no haya cosas que sería más peligroso que útil exponerlas públicamente; pero eso no se encuentra más que en algunos órdenes de conocimiento, en suma bastante restringidos, y por lo demás, si nos ocurre a veces hacer alusión a cosas de este género (1 Eso nos ha ocurrido efectivamente en varias ocasiones en nuestra obra sobre El error espiritista, a propósito de algunas investigaciones experimentales cuyo interés no nos parece compensar sus inconvenientes, y cuya preocupación por la verdad nos obligaba no obstante a indicar su posibilidad.), no dejamos de declarar formalmente lo que es, sin hacer intervenir nunca ninguna de esas prohibiciones quiméricas que los escritores de algunas escuelas exhiben a propósito de todo, ya sea para provocar la curiosidad de sus lectores, ya sea simplemente para disimular su propia confusión. Tales artificios nos son completamente extraños, no menos que las ficciones puramente literarias; no nos proponemos más que decir lo que es, en la medida en que lo conocemos, y tal como lo conocemos. No podemos decir todo lo que pensamos, porque eso nos llevaría frecuentemente muy lejos de nuestro tema, y también porque el pensamiento rebasa siempre los límites de la expresión donde uno quiere encerrarle; pero no decimos nunca más que lo que pensamos realmente. Por eso es por lo que no podríamos admitir que se desnaturalicen nuestras intenciones, que se nos haga decir otra cosa que lo que decimos, o que se busque descubrir, detrás de lo que decimos, no sabemos bien qué pensamiento disimulado o disfrazado, que es perfectamente imaginario. Por el contrario, estaremos siempre reconocidos a aquellos que nos señalen puntos sobre los que les parezca deseable tener aclaraciones más amplias, y nos esforzaremos en darles satisfacción a continuación; pero es menester que quieran esperar a que tengamos la posibilidad de hacerlo, que no se apresuren a concluir con datos insuficientes, y, sobre todo, que se guarden de hacer responsable a ninguna doctrina de las imperfecciones o de las lagunas de nuestra exposición.


René Guénon