Guénon Quantidade Espacial

Cantidad espacial y espacio cualificado
Ya hemos visto, en lo que precede, que la extensión no es pura y simplemente un modo de la cantidad, o, en otros términos, que, si se puede hablar ciertamente de cantidad extensa o espacial, la extensión misma no se reduce por eso exclusivamente a la cantidad; pero debemos insistir todavía sobre este punto, tanto más cuanto que es particularmente importante para mostrar la insuficiencia del «mecanismo» cartesiano y de las demás teorías físicas que, en la sucesión de los tiempos modernos, han salido más o menos directamente de él. Primero, a este respecto se puede destacar que, para que el espacio sea puramente cuantitativo, sería menester que fuera enteramente homogéneo, y que sus partes no puedan ser distinguirse entre sí por ningún otro carácter que sus magnitudes respectivas; eso equivaldría a suponer que no es más que un continente sin contenido, es decir, algo que, de hecho, no puede existir aisladamente en la manifestación, donde la relación del continente y del contenido supone necesariamente, por su naturaleza misma de correlación, la presencia simultánea de sus dos términos. No obstante, con alguna apariencia de razón al menos, se puede plantear la cuestión de saber si el espacio geométrico se concibe como presentando una tal homogeneidad, pero, en todo caso, ésta no podría convenir al espacio físico, es decir, al que contiene los cuerpos, cuya presencia solo basta evidentemente para determinar una diferencia cualitativa entre las porciones de ese espacio que ellos ocupan respectivamente; ahora bien, es del espacio físico del que Descartes entiende hablar, o de otro modo su teoría misma no significaría nada, puesto que no sería realmente aplicable al mundo cuya explicación pretende proporcionar (Es verdad que Descartes, en el punto de partida de su física, solo pretende construir un mundo hipotético por medio de algunos datos, que se reducen a la extensión y al movimiento; pero, como se esfuerza después en mostrar que los fenómenos que se producirían en un mundo tal son precisamente esos mismos que se constatan en el nuestro, está claro que, a pesar de esta precaución completamente verbal, quiere concluir de eso que esté último está efectivamente constituido como el que él había supuesto primero.). No serviría de nada objetar que lo que está en el punto de partida de esta teoría es un «espacio vacío», ya que, en primer lugar, eso nos conduciría a la concepción de un continente sin contenido, y por lo demás el vacío no podría tener ningún lugar en el mundo manifestado, ya que, él mismo, no es una posibilidad de manifestación (Esto vale igualmente contra el atomismo, ya que éste, al no admitir por definición ninguna otra existencia positiva que la de los átomos y la de sus combinaciones, es conducido necesariamente por eso mismo a suponer entre ellos un vacío en el cual puedan moverse.); y, en segundo lugar, puesto que Descartes reduce la naturaleza de los cuerpos toda entera a la extensión, desde entonces debe suponer que su presencia no agrega nada efectivamente a lo que la extensión es ya por sí misma, y, en efecto, las propiedades diversas de los cuerpos no son para él más que simples modificaciones de la extensión; pero, ¿de dónde pueden venir entonces esas propiedades si no son inherentes de alguna manera a la extensión misma, y cómo podrían serlo si la naturaleza de ésta estuviera desprovista de elementos cualitativos? En eso habría algo contradictorio, y, a decir verdad, no nos atreveríamos a afirmar que esa contradicción, como muchas otras por lo demás, no se encuentre implícitamente en Descartes; éste, como los materialistas más recientes que, ciertamente, tendrían más de un título para alabarse en él, parece querer sacar en definitiva lo «más» de lo «menos». En el fondo, decir que un cuerpo no es más que extensión, si se entiende cuantitativamente, es decir que su superficie y su volumen, que miden la porción de extensión que ocupa, son el cuerpo mismo con todas sus propiedades, lo que es manifiestamente absurdo; y, si se quiere entenderlo de otro modo, es menester admitir que la extensión misma es algo cualitativo, y entonces ya no puede servir más de base a una teoría exclusivamente «mecanicista».

Ahora bien, si estas consideraciones muestran que la física cartesiana no podría ser válida, no obstante, no bastan todavía para establecer claramente el carácter cualitativo de la extensión; en efecto, se podría decir que, si no es verdad que la naturaleza de los cuerpos se reduzca a la extensión, es porque precisamente no tienen de ésta más que sus elementos cuantitativos. Pero aquí se presenta inmediatamente esta observación: entre las determinaciones corporales que son incontestablemente de orden puramente espacial, y que, por consiguiente, pueden considerarse verdaderamente como modificaciones de la extensión, no hay solo la magnitud de los cuerpos, sino también su situación; ahora bien, ¿es ésta también algo puramente cuantitativo? Los partidarios de la reducción a la cantidad dirán sin duda que la situación de los diversos cuerpos está definida por sus distancias, y que la distancia es en efecto una cantidad: es la cantidad de extensión que los separa, del mismo modo que su magnitud es la cantidad de extensión que ocupan; pero, ¿basta esta distancia para definir verdaderamente la situación de los cuerpos en el espacio? Hay otra cosa que es menester tener en cuenta esencialmente, y es la dirección según la cual debe contarse esta distancia; pero, desde el punto de vista cuantitativo, la dirección debe ser indiferente, puesto que, bajo esta relación, el espacio no puede considerarse sino como homogéneo, lo que implica que las diferentes direcciones no se distinguen en él en nada las unas de las otras; así pues, si la dirección interviene efectivamente en la situación, y si, así como la distancia, es evidentemente un elemento puramente espacial, es porque en la naturaleza misma del espacio hay algo cualitativo.

Para estar todavía más seguros de ello, dejaremos de lado la consideración del espacio físico y la de los cuerpos para no considerar más que el espacio propiamente geométrico, que, ciertamente, es, si puede decirse, el espacio reducido a sí mismo; ¿es que para estudiar este espacio la geometría no hace llamada realmente a nada más que a nociones estrictamente cuantitativas? Bien entendido, esta vez, se trata simplemente de la geometría profana de los modernos, y, digámoslo de inmediato, si hasta en ésta hay algo de irreductible a la cantidad, ¿no resultará de ello inmediatamente que, en el dominio de las ciencias físicas, es aún más imposible y más ilegítimo pretender reducirlo todo a ésta? Aquí no hablaremos siquiera de lo que concierne a la situación, porque ésta no juega un papel suficientemente marcado más que en algunas ramas específicas de la geometría, que, en todo rigor, uno podría quizás negarse a considerar como formando parte integrante de la geometría pura (Tal es, por ejemplo, la geometría descriptiva, y también lo que algunos geómetras han designado por la denominación de análisis situs.); pero, en la geometría más elemental, no hay que considerar solo la magnitud de las figuras, hay que considerar también su forma; ahora bien, ¿se atrevería el geómetra más penetrado por las concepciones modernas a sostener que, por ejemplo, un triángulo y un cuadrado cuyas superficies son iguales no son más que una sola y misma cosa? Dirá solo que estas dos figuras son «equivalentes», sobreentendiendo con ello, evidentemente, «bajo la relación de la magnitud»; pero estará obligado a reconocer que, bajo otra relación, que es la de la forma, hay algo que las diferencia, y, si la equivalencia de la magnitud no entraña la similitud de la forma, es porque ésta última no se deja reducir a la cantidad. Iremos aún más lejos: hay toda una parte de la geometría elemental a la que las consideraciones cuantitativas le son extrañas, y es la teoría de las figuras semejantes; en efecto, la similitud se define exclusivamente por la forma y es enteramente independiente de la magnitud de las figuras, lo que equivale a decir que es de orden puramente cualitativo (Es lo que Leibniz ha expresado por esta fórmula: «AEqualia sunt ejusdem quantitatis; similia sunt ejusdem qualitatis».). Si ahora nos preguntamos qué es esencialmente esta forma espacial, destacaremos que puede ser definida por un conjunto de tendencias en dirección: en cada punto de una línea, la tendencia de que se trata está marcada por su tangente, y el conjunto de las tangentes define la forma de esa línea; en la geometría de tres dimensiones, es lo mismo para las superficies, reemplazando la consideración de las rectas tangentes por las de los planos tangentes; y, por lo demás, es evidente que esto es tan válido para los cuerpos mismos como para las simples figuras geométricas, ya que la forma de un cuerpo no es otra cosa que la de la superficie misma por la que su volumen está delimitado. Así pues, llegamos a esta conclusión, que ya nos permitía prever lo que hemos dicho sobre la situación de los cuerpos: es la noción de la dirección la que representa en definitiva el verdadero elemento cualitativo inherente a la naturaleza misma del espacio, como la noción de la magnitud representa su elemento cuantitativo; y así, el espacio, no homogéneo, sino determinado y diferenciado por sus direcciones, es lo que podemos llamar el espacio «cualificado».

Ahora bien, como acabamos de verlo, no solo desde el punto de vista físico, sino incluso desde el punto de vista geométrico, es este espacio «cualificado» el que es el verdadero espacio; en efecto, hablando propiamente, el espacio homogéneo no tiene existencia, ya que no es nada más que una simple virtualidad. Para poder ser medido, es decir, según lo que hemos explicado precedentemente, para poder ser realizado efectivamente, el espacio debe ser referido necesariamente a un conjunto de direcciones definidas; por lo demás, estas direcciones aparecen como radios emanados desde un centro, a partir del cual forman la cruz de tres dimensiones, y no tenemos necesidad de recordar una vez más el papel considerable que juegan en el simbolismo de todas las doctrinas tradicionales (Para todo esto, uno deberá remitirse a las consideraciones que hemos expuesto, con todos los desarrollos que conllevan, en El Simbolismo de la Cruz. ). Quizás se podría sugerir incluso que es restituyendo a la consideración de las direcciones del espacio su importancia real como sería posible devolver a la geometría, en gran parte al menos, el sentido profundo que ha perdido; pero es menester no disimular que eso mismo requeriría un trabajo que podría llegar muy lejos, como uno puede convencerse de ello fácilmente si se piensa en la influencia efectiva que esta consideración ejerce, bajo tantos aspectos, sobre todo lo que se refiere a la constitución misma de las sociedades tradicionales (Sería menester considerar aquí, concretamente, todas las cuestiones de orden ritual que se refieren más o menos directamente a la «orientación»; evidentemente no podemos insistir en ello, y solo mencionaremos que es por eso por lo que, tradicionalmente, no sólo se determinan las condiciones de la construcción de los edificios, ya se trate de templos o de casas, sino también las de la fundación de las ciudades. La orientación de las iglesias es el último vestigio de eso que ha subsistido en Occidente hasta el comienzo de los tiempos modernos, el último al menos desde el punto de vista «exterior», ya que, en lo que concierne a las formas iniciáticas, las consideraciones de este orden, aunque generalmente incomprendidas hoy, han guardado siempre su lugar en su simbolismo, incluso cuando, en el estado presente de degeneración de todas las cosas, se ha creído poder dispensarse de observar la realización efectiva de las condiciones que implican y contentarse a este respecto con una representación simplemente «especulativa».).

El espacio, así como el tiempo, es una de las condiciones que definen la existencia corporal, pero estas condiciones son diferentes de la «materia» o más bien de la cantidad, aunque se combinan naturalmente con ésta; son menos «substanciales», y por consiguiente, están más próximas de la esencia, y es en efecto lo que implica la existencia en ellas de un aspecto cualitativo; acabamos de verlo para el espacio, y lo veremos también para el tiempo. Antes de llegar a eso, indicaremos también que la inexistencia de un «espacio vacío» basta para mostrar la absurdidad de una de las famosísimas «antinomias» cosmológicas de Kant: preguntarse «si el mundo es infinito o si está limitado en el espacio», es una cuestión que no tiene absolutamente ningún sentido; es imposible que el espacio se extienda más allá del mundo para contenerle, ya que entonces se trataría de un espacio vacío, y el vacío no puede contener nada; al contrario, es el espacio el que está en el mundo, es decir, en la manifestación, y, si uno se restringe a la consideración del dominio de la manifestación corporal solo, se podrá decir que el espacio es coextensivo a este mundo, puesto que es una de sus condiciones; pero este mundo no es más infinito que el espacio mismo, ya que, como éste, no contiene toda la posibilidad, sino que no representa más que un cierto orden de posibilidades particulares, y está limitado por las determinaciones que constituyen su naturaleza misma. Diremos también, para no tener que volver a ello, que es igualmente absurdo preguntarse «si el mundo es eterno o si ha comenzado en el tiempo»; por razones completamente semejantes, es en realidad el tiempo el que ha comenzado en el mundo, si se trata de la manifestación universal, o con el mundo, si no se trata más que de la manifestación corporal; pero el mundo no es de ninguna manera eterno por eso, ya que hay también comienzos intemporales; el mundo no es eterno porque es contingente, o, en otros términos, tiene un comienzo, así como un fin, porque no es para sí mismo su propio principio, o porque no contiene a éste en él mismo, sino que este principio le es necesariamente transcendente. No hay en todo eso ninguna dificultad, y es así como una buena parte de las especulaciones de los filósofos modernos no esta hecha más que de preguntas mal formuladas, y por consiguiente insolubles, y susceptibles de dar lugar a discusiones indefinidas, pero que se desvanecen enteramente desde que, al examinarlas fuera de todo prejuicio, se las reduce a lo que son en realidad, es decir, a simples productos de la confusión que caracteriza a la mentalidad actual. Lo que es más curioso, es que esta confusión parece incluso tener también su «lógica», puesto que, durante varios siglos, y a través de todas las formas diversas que ha revestido, siempre ha tendido constantemente en un mismo sentido; pero esta «lógica», no es en el fondo más que la conformidad con la marcha misma del ciclo humano, ordenada a su vez por las condiciones cósmicas mismas; y esto nos lleva directamente a las consideraciones que conciernen a la naturaleza del tiempo y a lo que, por oposición a la concepción puramente cuantitativa que se hacen de él los «mecanicistas», podemos llamar sus determinaciones cualitativas.


René Guénon