René Guénon — APRECIAÇÕES SOBRE A INICIAÇÃO
EL RECHAZO DE LOS «PODERES»
Después de haber mostrado el poco interés que presentan en realidad los pretendidos «poderes» psíquicos, y la ausencia de toda relación entre su desarrollo y una realización de orden espiritual o iniciático, antes de abandonar este tema, debemos insistir aún sobre el hecho de que, en vista de una tal realización, no solo son indiferentes e inútiles, sino incluso verdaderamente perjudiciales en la mayor parte de los casos. Constituyen en efecto una «distracción» en el sentido rigurosamente etimológico de la palabra: el hombre que se deja absorber por las múltiples actividades del mundo corporal no llegará nunca a «centrar» su consciencia sobre realidades superiores, ni por consiguiente a desarrollar en sí mismo las posibilidades correspondientes a éstas; con mayor razón será lo mismo para aquel que se extravíe y se «disperse» en la multiplicidad, incomparablemente más vasta y más variada, del mundo psíquico con sus indefinidas modalidades, y salvo circunstancias excepcionales, es muy probable que no llegue nunca a liberarse de él, sobre todo si, por añadidura, se hace sobre el valor de esas cosas ilusiones que al menos no conlleva el ejercicio de las actividades corporales.
Por eso es por lo que quienquiera que tenga la voluntad bien decidida de seguir una vía iniciática, no sólo no debe buscar nunca adquirir o desarrollar esos famosísimos «poderes», sino que debe al contrario, caso de que ocurra que se presenten a él espontáneamente y de manera completamente accidental, apartarlos inexorablemente como obstáculos propios a desviarle de la meta única hacia la que tiende. No es que sea menester ver en eso, necesariamente, como algunos podrían creerlo muy gustosamente, «tentaciones» o «artimañas diabólicas» en el sentido literal; pero, no obstante, hay algo de eso, puesto que el mundo de la manifestación individual, tanto en el orden psíquico como en el orden corporal, cuando no quizás todavía más en el orden psíquico, parece en cierto modo esforzarse por todos los medios en retener a aquel que apunta a escapársele; así pues, en eso hay como una reacción de fuerzas adversas, que, así como muchas de las dificultades de otro orden, puede no deberse más que a una suerte de hostilidad inconsciente del medio. Bien entendido, puesto que el hombre no puede aislarse de este medio y hacerse enteramente independiente de él en tanto que no ha llegado a la meta, o al menos a la etapa marcada por la liberación de las condiciones del estado individual humano, esto no excluye de ninguna manera que estas manifestaciones sean al mismo tiempo resultados muy naturales, aunque puramente accidentales, del trabajo interior que se libra, y cuyas repercusiones exteriores toman a veces las formas más inesperadas, que rebasan con mucho todo lo que podrían imaginar aquellos que no han tenido la ocasión de darse cuenta de ello por sí mismos.
[…]
No hay que decir que los peligros de los que acabamos de hablar ya no existen para aquel que ha llegado a un cierto grado de la realización iniciática; e incluso se puede decir que ese posee implícitamente todos los «poderes» sin tener que desarrollarlos especialmente de una manera cualquiera, por eso mismo de que domina «por arriba» las fuerzas del mundo psíquico; pero, en general, no los ejerce, porque ya no pueden tener ningún interés para él. De una manera análoga, por lo demás, el que ha penetrado algunas ciencias tradicionales en su esencia profunda se desinteresa también enteramente de su aplicación y no hace nunca ningún uso de ellas; el conocimiento puro le basta, y, verdaderamente, es lo único que importa, puesto que todo lo demás no son más que simples contingencias. Por lo demás, toda manifestación de estas cosas es forzosamente en cierto modo un «descenso», incluso si éste no es más que aparente y no puede afectar ya realmente al ser mismo; es menester no olvidar, en efecto, que lo no manifestado es superior a lo manifestado, y que, por consecuencia, el hecho de permanecer en esta «no manifestación» será, si se puede decir, la expresión más adecuada del estado que el ser ha realizado interiormente; es lo que algunos traducen simbólicamente diciendo que «la noche es preferible al día», y es también lo que representa la figura de la tortuga retirada en el interior de su concha. Por consiguiente, si ocurre que un tal ser manifiesta algunos «poderes», no será, así como ya lo hemos indicado más atrás, más que en casos completamente excepcionales, y por razones particulares que escapan necesariamente a la apreciación del mundo exterior, razones enteramente diferentes, bien entendido, de las que puede tener el productor ordinario de «fenómenos»; fuera de este caso, su único modo de acción será lo que la tradición extremo oriental designa como la «actividad no actuante», que, por lo demás, precisamente por su carácter de no manifestación, es la plenitud misma de la actividad.
Recordaremos también, a este propósito, la perfecta insignificancia de los fenómenos en sí mismos, puesto que puede ocurrir que fenómenos completamente semejantes exteriormente procedan de causas por completo diferentes y que ni siquiera son del mismo orden; así, es fácilmente concebible que el ser que posee un alto grado espiritual, si tiene que provocar ocasionalmente un fenómeno cualquiera, no actuará en eso de la misma manera que aquel que ha adquirido la facultad para ello a consecuencia de «entrenamientos» psíquicos, y que su acción se ejercerá según modalidades muy diferentes; la comparación de la «teúrgia» y de la «magia», que estaría fuera de propósito emprender aquí, daría lugar también a la misma precisión. Por lo demás, esta verdad debería ser reconocida sin esfuerzo incluso por aquellos que se quedan únicamente en el dominio esotérico, ya que, si pueden constatarse numerosos casos de «levitación» o de «bilocación», por ejemplo, en la historia de los santos, se encuentra ciertamente otro tanto en la de los brujos; las apariencias (es decir, precisamente los «fenómenos» como tales, en el sentido propio y etimológico de la palabra) son en efecto exactamente las mismas en los unos y en los otros, pero nadie concluirá de ahí que las causas sean también las mismas. Desde el punto de vista simplemente teológico, de dos hechos semejantes en todos sus puntos, uno puede ser considerado como un milagro mientras que el otro no lo será, y, para discernirlos, será menester recurrir forzosamente a marcas de un orden diferente independientes de los hechos mismos; podríamos decir, colocándonos naturalmente en otro punto de vista, que un hecho será un milagro si se debe a la acción de una influencia espiritual, y que no lo será si no se debe más que a la de una influencia psíquica. Es lo que ilustra concretamente, de una manera muy clara, la lucha de Moisés y de los magos del Faraón, que, además, representa también la de las potencias respectivas de la iniciación y de la contrainiciación, al menos en la medida y sobre el terreno donde una tal lucha es efectivamente posible; entiéndase bien que, como hemos tenido la ocasión de explicarlo en otra parte, la contrainiciación no puede ejercer su acción más que en el dominio psíquico, y que todo lo que es del dominio espiritual le está, por su naturaleza misma, absolutamente prohibido1.
Pensamos haber dicho ahora lo suficiente sobre este tema, y, si hemos insistido tanto en él, incluso demasiado para el gusto de algunos, es porque hemos tenido que constatar frecuentemente la necesidad de ello; en efecto, por poco agradable que esta tarea pueda ser a veces, es menester esforzarse en poner a aquellos a quienes uno se dirige en guardia contra los errores que corren el riesgo de encontrar a cada instante en su camino, y que están ciertamente muy lejos de ser inofensivos. Para concluir en algunas palabras, diremos que la iniciación no podría tener de ninguna manera como meta adquirir «poderes» que, lo mismo que el mundo en el que se ejercen, no pertenecen en definitiva más que al dominio de la «gran ilusión»; para el hombre en vía de desarrollo espiritual, no se trata de atarse aún más fuertemente a ésta con nuevos lazos, sino, al contrario, de llegar a liberarse enteramente de ella; y esta liberación no puede ser obtenida más que por el puro conocimiento, a condición, bien entendido, de que éste no se quede como simplemente teórico, sino que pueda devenir plenamente efectivo, puesto que es en eso solo en lo que consiste la «realización» misma del ser a todos sus grados.
Ver EL REINO DE LA CANTIDAD Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS, cap. XXXVIII y XXXIX. ↩