EL SENTIDO DE LAS PROPORCIONES
Nos ocurre muy frecuentemente, comprobando la confusión que reina en nuestra época en todos los dominios, el insistir sobre la necesidad, para escapar a ello, de saber ante todo poner cada cosa en su lugar, es decir, situarla exactamente con relación a las otras, según su naturaleza y su importancia propias. Eso es, en efecto, lo que no saben ya hacer la mayor parte de nuestros contemporáneos, y ello porque no tienen ya la noción de ninguna verdadera jerarquía; esta noción, que está en cierto modo en la base de toda civilización tradicional, es, por esta razón misma, una de las que las fuerzas de la subversión cuya acción ha producido lo que se llama el espíritu moderno, se han especialmente dedicado a destruir. Asimismo, el desorden mental está hoy en todas partes, incluso entre los que se afirman “tradicionalistas” (y por otro lado hemos ya mostrado cómo lo que implica esa palabra es insuficiente para reaccionar eficazmente contra este estado de cosas): el sentido de las proporciones, en particular, falta extrañamente, hasta tal punto que se ve corrientemente, no sólo tomar como esencial lo que hay de más contingente o incluso de más insignificante, sino incluso poner en pie de igualdad lo normal y lo anormal, lo legítimo y lo ilegítimo, como si lo uno y lo otro fueran por así decir equivalentes y tuvieran el mismo derecho a la existencia.
Un ejemplo bastante característico de tal estado de cosas nos es proporcionado por un filósofo “neo-tomista” (Precisemos, para evitar todo equívoco y toda contestación, que, empleando la expresión “neo-tomismo”, pretendemos designar así un intento de “adaptación” del tomismo, que no carece de concesiones bastante graves a las ideas modernas, por las cuales aquellos mismos que se proclaman de buena gana “antimodernos”, son a veces afectados mucho más de lo que se podría creer; nuestra época está llena de semejantes contradicciones. (Nota del T.: El filósofo neo-tomista Jacques Maritain, que fuera embajador de la República Francesa en el Vaticano, escribió en su momento un opúsculo titulado Antimoderno).) que, en un artículo reciente, declara que, en las “civilizaciones de tipo sacral” (nosotros diríamos tradicional), como la civilización islámica, o la civilización cristiana de la Edad Media, “la noción de guerra santa podía tener un sentido”, pero que pierde toda significación en las “civilizaciones de tipo profano” como la de hoy, donde lo temporal está más perfectamente diferenciado de lo espiritual, y en lo sucesivo muy autónomo, no tiene ya la función instrumental con relación a lo sagrado”. Esta manera de expresarse ¿no parece indicar que no está muy lejos, en el fondo, de ver en ello un “progreso”, o que, al menos, se considera que se trata de algo definitivamente conseguido y sobre lo cual “en lo sucesivo” no hay ya que volver? Por lo demás, querríamos, que se nos citará al menos otro ejemplo de las “civilizaciones de tipo profano”, pues, por nuestra parte, no conocemos ni una sola fuera de la civilización moderna, que, precisamente por ser tal, no representa propiamente más que una anomalía; el plural parece haberse puesto allí expresamente para permitir establecer un paralelismo o, como decíamos hace un momento, una equivalencia entre ese “tipo profano” y el “tipo sacral” o tradicional, que es el de toda civilización normal sin excepción.
Es evidente de por sí que, si no se tratara más que de la simple comprobación de un estado de hecho, ello no daría lugar a ninguna objeción; pero, de tal comprobación a la aceptación de este estado como constituyendo una forma de civilización legítima del mismo modo que aquella de la que es la negación, hay verdaderamente un abismo.
Que se diga que la noción de “guerra santa” es inaplicable en las circunstancias actuales, eso es un hecho demasiado evidente y sobre el cual todo el mundo deberá estar totalmente de acuerdo; pero que no se diga por ello que esta noción no tiene ya sentido, pues el “valor intrínseco de una idea”, y sobre todo de una idea tradicional como aquella, es enteramente independiente de las contingencias y no tiene la menor relación con lo que se llama la “realidad histórica”; ella pertenece a muy distinto orden de realidad. Hacer depender el valor de una idea, es decir, en suma, su verdad misma (pues, desde el momento que se trata de una idea, no vemos que su valor pudiera ser otro), de las vicisitudes de los acontecimientos humanos, tal es lo propio de este “historicismo” cuyo error hemos denunciado en otras ocasiones, y que no es sino una de las formas del “relativismo” moderno; que un filósofo “tradicionalista” comparta esta manera de ver, ¡he ahí algo molestamente significativo! Y, si él acepta el punto de vista profano como tan válido como el punto de vista tradicional, en lugar de no ver ahí más que la degeneración que es en realidad, ¿qué podrá encontrar todavía que decir sobre la demasiado famosa “tolerancia”, actitud bien específicamente moderna y profana también, y que consiste, como se sabe, en conceder a no importa cuál error los mismos derechos que a la verdad?
Nos hemos extendido un poco obre este ejemplo, porque es verdaderamente muy representativo de una determinada mentalidad; pero, entiéndase bien, podrían fácilmente encontrarse gran número de otros, en un orden de ideas más o menos vecino a ella. A las mismas tendencias se vincula en suma la importancia atribuida indebidamente a las ciencias profanas por los representantes más o menos autorizados (pero en todo caso bien poco cualificados) de doctrinas tradicionales, yendo hasta esforzarse constantemente por “acomodar” éstas a los resultados más o menos hipotéticos y siempre provisionales de aquellas ciencias, como si, entre las unas y las otras, pudiera haber denominador común, y como si se tratara de cosas situadas en el mismo nivel. Semejante actitud, cuya debilidad es particularmente sensible en la “apologética” religiosa, muestra, entre los que creen deber adoptarla, un muy singular desconocimiento del valor, diríamos incluso de buena gana de la dignidad, de doctrinas que ellos se imaginan defender así, mientras que no hacen más que rebajarlas y disminuirlas; y son arrastrados de tal modo insensible e inconscientemente a los peores compromisos, entrando así con la cabeza gacha en la trampa que se les tiende por aquellos que no apuntan más que a destruir todo lo que tiene un carácter tradicional, y los cuales saben muy bien lo que hacen impulsándoles a ese terreno de la vana discusión profana. Sólo manteniendo de manera absoluta la trascendencia de la tradición se la deja (o más bien se la guarda) inaccesible a todo ataque de sus enemigos, que no se debería consentir en tratar como “adversarios”; pero, a falta del sentido de las proporciones, ¿quién comprende todavía eso hoy?
Acabamos de hablar de las concesiones hechas al punto de vista científico, en el sentido en que lo entiende el mundo moderno; pero las ilusiones demasiado frecuentes sobre el valor y el alcance del punto de vista filosófico, implican también un error de perspectiva del mismo género, puesto que ese punto de vista, por definición misma, no es menos profano que el otro. Se debería poder contentarse con sonreír a las pretensiones de los que quieren introducir “sistemas” puramente humanos, productos del simple pensamiento individual, en paralelo o en oposición con las doctrinas tradicionales, esencialmente supra-humanas, si no lograran demasiado, en muchos casos, que se tomaran esas pretensiones en serio. Si las consecuencias de ello son quizá menos graves, es solamente porque la filosofía no tiene, sobre la mentalidad general de nuestra época, sino una influencia más restringida que la de la ciencia profana; pero sin embargo, incluso ahí, sería un gran error, ya que el peligro no aparece tan inmediatamente, concluir que es inexistente o desdeñable. Por lo demás, incluso cuando no hubiera a este respecto otro resultado que “neutralizar” los esfuerzos de muchos “tradicionalistas” extraviándolos en un dominio del cual no hay ningún provecho real que sacar con vistas a una restauración del espíritu tradicional, es siempre otro tanto ganado para el enemigo; las reflexiones que hemos ya hecho en otra ocasión, con relación a ciertas ilusiones de orden político y social, encontrarían igualmente su aplicación en semejante caso.
Desde ese punto de vista filosófico, ocurre también a veces, digámoslo de pasada, que las cosas toman un giro más bien divertido: nos referimos a las “reacciones” de ciertos “discutidores” de este tipo, cuando se encuentran alguna rara vez en presencia de alguien que rechace formalmente seguirlos en ese terreno, y de la estupefacción mezclada con despecho, hasta incluso con rabia, que sienten al comprobar que toda su argumentación cae en el vacío, a lo cual pueden resignarse tanto menos cuanto que son evidentemente incapaces de comprender las razones de ello. Hemos incluso tratado con gente que pretendía obligarnos a conceder, a las pequeñas construcciones de su propia fantasía individual, un interés que debemos reservar exclusivamente para las solas verdades tradicionales; no podíamos naturalmente más que oponerles una negativa rotunda, de donde accesos de furor verdaderamente indescriptibles; entonces, ¡no es solamente el sentido de las proporciones el que falta, sino también el sentido del ridículo!
Pero volvamos a cosas más serias: puesto que se trata aquí de errores de perspectiva, señalaremos todavía uno que, a decir verdad, es de un orden muy distinto, pues es en el dominio tradicional mismo donde se produce; y no es en suma más que un caso particular de la dificultad que generalmente tienen los hombres para admitir lo que sobrepasa su propio punto de vista.
Que algunos, que son incluso la mayoría, tengan su horizonte limitado a una sola forma tradicional, o incluso a un determinado aspecto de esta forma, y que estén por consiguiente encerrados en un punto de vista que se podría decir más o menos estrechamente “local”, es algo perfectamente legítimo en sí, y además totalmente inevitable; pero lo que, por el contrario, no es aceptable en absoluto, es que ellos se imaginan que ese mismo punto de vista, con todas las limitaciones que le son inherentes, debe ser igualmente el de todos sin excepción, comprendidos los que han tomado conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones.
Contra aquellos, cualesquiera que sean, que demuestran tal incomprehensión, debemos mantener, de la manera más inquebrantable, los derechos de aquellos que se han elevado a un nivel superior, de donde la perspectiva es forzosamente diferente por completo; que se inclinen ante lo que son, actualmente al menos, incapaces de comprender ellos mismos, y que no se mezclen en nada que no es de su competencia, tal es en el fondo todo lo que les pedimos. Reconocemos de buen grado, por lo demás, en lo que concierne a su punto de vista limitado, que no carece de ciertas ventajas, primero porque les permite atenerse intelectualmente a algo bastante simple y encontrarse satisfechos con ello, y seguidamente porque, dada la posición totalmente “local” en la cual se han acantonado, no son seguramente molestados por nadie, lo que les evita que se levanten contra ellos a fuerzas hostiles a las cuales les sería imposible resistir.