modernos (IGEDH)

No obstante, es menester tener bien presente que el pensamiento griego es a pesar de todo, en su esencia, un pensamiento occidental, y que ya se encuentran en él, entre algunas otras tendencias, el origen y como el germen de la mayor parte de aquellas que se han desarrollado, mucho tiempo después, en los occidentales MODERNOS. Así pues, sería menester no llevar demasiado lejos el empleo de la analogía que acabamos de señalar; pero, mantenida en unos justos límites, puede rendir todavía servicios considerables a aquellos que quieren comprender verdaderamente la antigüedad e interpretarla de la manera menos hipotética posible y, por lo demás, todo peligro será evitado si se tiene cuidado de tener en cuenta todo lo que sabemos perfectamente cierto sobre los caracteres especiales de la mentalidad helénica. En el fondo, las tendencias nuevas que se encuentran en el mundo grecorromano son sobre todo tendencias a la restricción y a la limitación, de suerte que las reservas que hay que aportar en una comparación con Oriente deben proceder casi exclusivamente del temor a atribuir a los antiguos de Occidente más de lo que han pensado verdaderamente: cuando se constata que han tomado algo de Oriente, sería menester no creer que lo hayan asimilado completamente, ni apresurarse a concluir de ello que haya identidad de pensamiento. Se pueden establecer aproximaciones numerosas e interesantes que no tienen equivalente en lo que concierne al Occidente moderno; pero por eso no es menos cierto que los modos esenciales del pensamiento oriental son completamente diferentes, y que, al no salir de los cuadros de la mentalidad occidental, aunque sea antigua, uno se condena fatalmente a desdeñar y a desconocer los aspectos de este pensamiento oriental que son precisamente los más importantes y los más característicos. Como es evidente que lo «más» no puede salir de lo «menos», esta única diferencia debería bastar, a falta de toda otra consideración, para mostrar de qué lado se encuentra la civilización que ha tomado préstamos de las otras. IGEDH: La divergencia

Para volver al esquema que indicábamos más atrás, debemos decir que su principal defecto, por lo demás inevitable en todo esquema, es simplificar demasiado las cosas, al representar la divergencia como habiendo ido creciendo de una manera continua desde la antigüedad hasta nuestros días. En realidad, hubo tiempos de detención en esta divergencia, hubo incluso épocas menos remotas en las que Occidente ha recibido de nuevo la influencia directa de Oriente: queremos hablar sobre todo del periodo alejandrino, y también de lo que los árabes han aportado a la Europa de la edad media, de lo que una parte les pertenecía en propiedad, mientras que el resto estaba sacado de la India; su influencia es bien conocida en cuanto al desarrollo de las matemáticas, pero estuvo lejos de limitarse a este dominio particular. La divergencia se reactivó en el Renacimiento, donde se produjo una ruptura muy clara con la época precedente, y la verdad es que este pretendido Renacimiento fue una muerte para muchas cosas, incluso desde el punto de vista de las artes, pero sobre todo desde el punto de vista intelectual; es difícil para un moderno aprehender toda la extensión y el alcance de lo que se perdió entonces. El retorno a la antigüedad clásica tuvo como efecto un empequeñecimiento de la intelectualidad, fenómeno comparable al que había tenido lugar antaño en los griegos mismos, pero con la diferencia capital de que ahora se manifestaba en el curso de la existencia de una misma raza, y ya no en el paso de algunas ideas de un pueblo a otro; es como si aquellos griegos, en el momento en que iban a desaparecer enteramente se hubieran vengado de su propia incomprehensión imponiendo a toda una parte de la humanidad los límites de su horizonte mental. Cuando a esta influencia vino a agregarse la de la Reforma, que por lo demás no fue quizás enteramente independiente de ella, las tendencias fundamentales del mundo moderno se establecieron claramente; la Revolución, con todo lo que representa en diversos dominios, y que equivale a la negación de toda tradición, debía ser la consecuencia lógica de su desarrollo. Pero no vamos a entrar aquí en el detalle de todas estas consideraciones, lo que correría el riesgo de llevarnos muy lejos; no tenemos la intención de hacer especialmente la historia de la mentalidad occidental, sino solamente de decir lo que es menester para hacer comprender lo que la diferencia profundamente de la intelectualidad oriental. Antes de completar lo que vamos a decir de los MODERNOS a este respecto, nos es menester todavía volver de nuevo a los griegos, para precisar lo que hasta aquí sólo hemos indicado de una manera insuficiente, y para despejar el terreno, en cierto modo, explicándonos con suficiente claridad como para atajar algunas objeciones que son muy fáciles de prever. IGEDH: La divergencia

Para quien quiere examinar las cosas con imparcialidad, es manifiesto que los griegos han tomado verdaderamente, desde el punto de vista intelectual al menos, casi todo de los orientales, así como ellos mismos lo han confesado frecuentemente; por mentirosos que hayan podido ser, al menos no han mentido sobre este punto, y, por lo demás, no tenían ningún interés en ello, todo lo contrario. Su única originalidad, decíamos precedentemente, reside en la manera en la que han expuesto las cosas, según una facultad de adaptación que no se les puede contestar, pero que se encuentra necesariamente limitada a la medida de su comprehensión; así pues, en suma, se trata de una originalidad de orden puramente dialéctico. En efecto, los modos de razonamiento, que derivan de los modos generales del pensamiento y que sirven para formularlos, son diferentes en los griegos y en los orientales; es menester siempre tenerlo en cuenta cuando se señalan algunas analogías, por lo demás reales, como la del silogismo griego, por ejemplo, con lo que se ha llamado más o menos exactamente el silogismo hindú. Ni siquiera se puede decir que el razonamiento griego se distingue por un rigor particular; no parece más riguroso que los otros más que a aquellos que tienen el hábito exclusivo de él, y esta apariencia proviene únicamente de que se encierra siempre en un dominio más restringido, más limitado, y, por eso mismo, mejor definido. Lo que es verdaderamente propio de los griegos, por el contrario, pero poco en su favor, es una cierta sutileza dialéctica de la que los diálogos de Platón ofrecen numerosos ejemplos, y donde se ve la necesidad de examinar indefinidamente una misma cuestión bajo todas sus facetas, tomándola por los lados más pequeños, y para desembocar en una conclusión más o menos insignificante; es menester creer que los MODERNOS, en Occidente, no son los primeros en estar afligidos de «miopía intelectual» IGEDH: El prejuicio clásico

De una manera general, por su naturaleza, los occidentales son muy poco metafísicos, y la comparación de sus lenguas con las de los orientales proporcionaría por sí sola una prueba suficiente de ello, si los filósofos fueran capaces de aprehender verdaderamente el espíritu de las lenguas que estudian. Por el contrario, los orientales tienen una tendencia muy marcada a desinteresarse de las aplicaciones, y eso se comprende fácilmente, ya que quienquiera que se entrega esencialmente al conocimiento de los principios universales, no puede interesarse sino muy mediocremente en las ciencias especiales, y todo lo más, puede concederles una curiosidad pasajera, insuficiente en todo caso para provocar numerosos descubrimientos en este orden de ideas. Cuando se sabe, con una certidumbre matemática en cierto modo, e incluso más que matemática, que las cosas no pueden ser otras que lo que son, se es forzosamente desdeñoso de la experiencia, ya que la constatación de un hecho particular, cualquiera que sea, no prueba nunca nada más que la existencia pura y simple de ese hecho mismo; todo lo más, una tal constatación puede servir a veces para ilustrar una teoría, a título de ejemplo, pero en modo alguno para probarla, y creer lo contrario es una grave ilusión. En estas condiciones, evidentemente no hay lugar para estudiar las ciencias experimentales por sí mismas, y, desde el punto de vista metafísico, no tienen, como el objeto al que se aplican, más que un valor puramente accidental y contingente; así pues, muy frecuentemente, no se siente siquiera la necesidad de extraer las leyes particulares, que, no obstante, se podrían sacar de los principios, a título de aplicación especial a tal o cual dominio determinado, si se encontrara que la cosa vale la pena. Desde entonces, se puede comprender todo lo que separa el «saber» oriental de la «investigación» occidental; pero uno puede sorprenderse también de que la investigación haya llegado, para los occidentales MODERNOS, a constituir un fin por sí misma, independientemente de sus resultados posibles. IGEDH: El prejuicio clásico

No obstante, es menester decir que los griegos, a pesar de su tendencia al «naturalismo», no llegaron nunca a conceder a la experimentación la importancia excesiva que los MODERNOS le atribuyen; se encuentra en toda la antigüedad, incluso occidental, un cierto desdén por la experiencia, que sería quizás bastante difícil de explicar de otro modo que viendo en él un rastro de la influencia oriental, ya que, en parte, había perdido su razón de ser para los griegos, cuyas preocupaciones no eran apenas metafísicas, y para quienes las consideraciones de orden estético ocupaban muy frecuentemente el lugar de las razones más profundas, que se les escapaban. Por consiguiente, es a estas últimas consideraciones a las que se hace intervenir más ordinariamente en la explicación del hecho de que se trata; pero, en el origen al menos, pensamos que hay en eso algo diferente. En todo caso, eso no impide que se encuentre ya en los griegos, en un cierto sentido, el punto de partida de las ciencias experimentales tales como las comprenden los MODERNOS, ciencias en las que la tendencia «práctica» se une a la tendencia «naturalista», y que la una y la otra no pueden alcanzar su pleno desarrollo más que en detrimento del pensamiento puro y del conocimiento desinteresado. Así pues, el hecho de que los orientales no se hayan dedicado nunca a algunas ciencias especiales no es en modo alguno un signo de inferioridad por su parte, e incluso, intelectualmente, es todo lo contrario; es, en suma, una consecuencia normal de que su actividad ha estado dirigida siempre en otro sentido y hacia un fin completamente diferente. Son precisamente los diversos sentidos en los que se puede ejercer la actividad mental del hombre los que imprimen a cada civilización su carácter propio, determinando la dirección fundamental de su desarrollo; y, al mismo tiempo, esto es también lo que da la ilusión de progreso a aquellos que, no conociendo más que una civilización, ven exclusivamente la dirección en la que se desarrolla, creen que es la única posible, y no se dan cuenta que ese desarrollo sobre un punto puede estar ampliamente compensado por una regresión sobre otros puntos. IGEDH: El prejuicio clásico

Se cree bastante generalmente que las relaciones entre Grecia y la India no han comenzado, o al menos no han adquirido una importancia apreciable, más que en la época de las conquistas de Alejandro; así pues, para todo lo que es ciertamente anterior a esta fecha, se habla simplemente de semejanzas fortuitas entre las dos civilizaciones, y, para todo lo que es posterior, o supuesto posterior, se habla naturalmente de influencia griega, como lo quiere la lógica especial inherente al «prejuicio clásico». Esa es una opinión que, como muchas otras, está desprovista de todo fundamento serio, ya que las relaciones entre los pueblos, incluso alejados, eran mucho más frecuentes en la antigüedad de lo que se imagina ordinariamente. En suma, las comunicaciones no eran mucho más difíciles entonces de lo que eran hace uno o dos siglos, y más precisamente hasta la invención de los ferrocarriles y de los barcos de vapor; se viajaba sin duda menos comúnmente que en nuestra época, menos frecuentemente y sobre todo menos deprisa, pero se viajaba de una manera más provechosa, porque se tomaba el tiempo de estudiar los países que se atravesaban, y a veces se viajaba justamente sólo en vista de ese estudio y de los beneficios intelectuales que se podían obtener de él. En estas condiciones, no hay ninguna razón plausible para tratar de «leyenda» lo que se nos ha contado sobre los viajes de los filósofos griegos, tanto más cuanto que estos viajes explican muchas de las cosas que, de otro modo, serían incomprehensibles. La verdad es que, mucho antes de los primeros tiempos de la filosofía griega, los medios de comunicación debían tener un desarrollo del que los MODERNOS están lejos de hacerse una idea exacta, y eso de una manera normal y permanente, fuera de las migraciones de pueblos que no se han producido nunca, sin duda, más que de una manera discontinua y algo excepcional. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

Para precisar el alcance conviene reconocer el hecho que hemos indicado, aunque no lo hemos tomado más que a título de ejemplo, es menester agregar que los intercambios comerciales no han debido producirse nunca de una manera sostenida sin ser acompañados más pronto o más tarde por intercambios de un orden diferente, y concretamente por intercambios intelectuales; e incluso puede ser que, en algunos casos, las relaciones económicas, lejos de tener el primer rango como lo tienen en los pueblos MODERNOS, no hayan tenido más que una importancia más o menos secundaria. La tendencia a reducirlo todo al punto de vista económico, ya sea en la vida interior de un país, ya sea en las relaciones internacionales, es en efecto una tendencia completamente moderna; los antiguos, incluidos los occidentales, a excepción quizás de los fenicios únicamente, no consideraban las cosas de esta manera, y los orientales, incluso actualmente, no los consideran así tampoco. Ésta es la ocasión de repetir cuan peligroso es siempre querer formular una apreciación desde el propio punto de vista, en lo que concierne a hombres que, al encontrarse en otras circunstancias, con una mentalidad diferente, situados de modo diferente en el tiempo y en el espacio, no se han colocado nunca, ciertamente, en ese mismo punto de vista, y ni siquiera tenían ninguna razón para concebirle; sin embargo, este error es el que cometen muy frecuentemente aquellos que estudian la antigüedad, y es también, como lo decíamos desde el comienzo, el que nunca dejan de cometer los orientalistas. IGEDH: Las relaciones de los pueblos antiguos

Cuando hablamos del alejamiento de los pueblos y, por consiguiente, de sus lenguas, es menester destacar que éste puede ser un alejamiento tanto en el tiempo como en el espacio, de suerte que lo que acabamos de decir se aplica igualmente a la comprehensión de las lenguas antiguas. Es más, para un mismo pueblo, si ocurre que su mentalidad sufre en el curso de su existencia notables modificaciones, no sólo términos nuevos que vienen a sustituir en su lengua a términos antiguos, sino que también el sentido de los términos que se mantienen varía correlativamente a los cambios mentales, hasta el punto de que, en una lengua que ha permanecido casi idéntica en su forma exterior, las mismas palabras llegan a no responder ya en realidad a las mismas concepciones, y que sería menester entonces, para restablecer su sentido, una verdadera traducción, que reemplace palabras que están no obstante todavía en uso por otras palabras completamente diferentes; la comparación de la lengua francesa del siglo XVII y la de nuestros días proporciona numerosos ejemplos de ello. Debemos agregar que eso es verdad sobre todo para los pueblos occidentales, cuya mentalidad, así como lo indicábamos precedentemente, es extremadamente inestable y cambiante; y, por lo demás, hay todavía una razón decisiva para que un tal inconveniente no se presente en Oriente, o al menos para que se reduzca allí a su estricto mínimo: es que en Oriente hay una demarcación muy clara establecida entre las lenguas vulgares, que varían forzosamente en una cierta medida para responder a las necesidades del uso corriente, y las lenguas que sirven para la exposición de las doctrinas, lenguas que están fijadas inmutablemente, y a las que su destino pone al abrigo de todas las variaciones contingentes, lo que, por lo demás, disminuye aún más la importancia de las consideraciones cronológicas. Hasta un cierto punto, se habría podido encontrar algo análogo en Europa en la época donde el latín se empleaba generalmente para la enseñanza y para los intercambios intelectuales; una lengua que sirve para un tal uso no puede ser llamada propiamente una lengua muerta, sino que es una lengua fijada, y es precisamente eso lo que constituye su gran ventaja, sin hablar de su comodidad para las relaciones internacionales, donde las «lenguas auxiliares» artificiales que preconizan los MODERNOS fracasarán siempre fatalmente. Si podemos hablar de una fijeza inmutable, sobre todo en Oriente, y para la exposición de doctrinas cuya esencia es puramente metafísica, es porque, en efecto, estas doctrinas no «evolucionan» en el sentido occidental de esta palabra, lo que hace perfectamente inaplicable para ellas el empleo de todo «método histórico»; por extraño y por incomprehensible incluso que eso pueda parecer a los occidentales MODERNOS, que querrían creer a toda costa en el «progreso» en todos los dominios, no obstante es así, y, a falta de reconocerlo, uno se condena a no comprender nunca nada del Oriente. Las doctrinas metafísicas no tienen que cambiar en su fondo y ni siquiera perfeccionarse; sólo pueden desarrollarse bajo algunos puntos de vista, al recibir expresiones que son más particularmente apropiadas a cada uno de estos puntos de vista, pero que se mantienen siempre en un espíritu rigurosamente tradicional. Si ocurre por excepción que no sea así, y que llegue a producirse una desviación intelectual en un medio más o menos restringido, esa desviación, si es verdaderamente grave, no tarda en tener como consecuencia el abandono de la lengua tradicional en el medio en cuestión, donde es reemplazada por un idioma de origen vulgar, pero que adquiere a su vez una cierta fijeza relativa, porque la doctrina disidente tiende espontáneamente a colocarse como tradición independiente, aunque, evidentemente, desprovista de toda autoridad regular. El oriental, incluso salido de las vías normales de su intelectualidad, no puede vivir sin una tradición o algo que ocupe su lugar, e intentaremos hacer comprender después todo lo que es para él la tradición bajo sus diversos aspectos; por lo demás, esa es una de las causas profundas de su desprecio hacia el occidental, que se presenta muy frecuentemente a él como un ser desprovisto de todo lazo tradicional. IGEDH: Dificultades lingüísticas

Así como ya lo hemos indicado, la civilización china es la única cuya unidad sea esencialmente, en su naturaleza profunda, una unidad de raza; su elemento característico, bajo este aspecto, es lo que los chinos llaman gen, concepción que se puede traducir, sin demasiada inexactitud, por «solidaridad de la raza». Esta solidaridad, que implica a la vez la perpetuidad y la comunidad de la existencia, se identifica por lo demás a la «idea de la vida», aplicación del principio metafísico de la «causa inicial» a la humanidad existente; y es de la transposición de esta noción al dominio social, con la puesta en obra continua de todas sus consecuencias prácticas, de donde se desprende la excepcional estabilidad de las instituciones chinas. Es esta misma concepción la que permite comprender que la organización social toda entera reposa aquí sobre la familia, prototipo esencial de la raza; en Occidente, se habría podido encontrar algo análogo, hasta un cierto punto, en la ciudad antigua, cuyo núcleo inicial le formaba también la familia, y donde el «culto de los antepasados» mismo, con todo lo que implica efectivamente, tenía una importancia de la que a los MODERNOS les cuesta algún trabajo darse cuenta. No obstante, no creemos que, en ninguna otra parte que en China, se haya llegado nunca tan lejos en el sentido de una concepción de la unidad familiar que se opone a todo individualismo, que suprime por ejemplo la propiedad privada individual, y, por consiguiente, la herencia, y que hace en cierto modo la vida imposible al hombre que, voluntariamente o no, se encuentra cercenado de la comunidad de la familia. Esta juega, en la sociedad china, un papel al menos tan considerable como el de la casta en la sociedad hindú, y que le es comparable en algunos aspectos; pero su principio es completamente diferente. Por otra parte, la parte propiamente metafísica de la tradición, en China más que en cualquier otro sitio, está claramente separada de todo el resto, es decir, en suma, de sus aplicaciones a los diversos órdenes de relatividades; no obstante, no hay que decir que esta separación, por profunda que pueda ser, no podría llegar hasta una discontinuidad absoluta, que tendría como efecto privar de todo principio real a las formas exteriores de la civilización. Eso se ve muy claramente en el Occidente moderno, donde las instituciones civiles, despojadas de todo valor tradicional, pero arrastrando con ellas algunos vestigios del pasado, en adelante incomprendidos, producen a veces el efecto de una verdadera parodia ritual sin la menor razón de ser, y cuya observancia no es propiamente más que una «superstición», con toda la fuerza que da a esta palabra su acepción etimológica rigurosa. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Debemos declarar primero que, cuando empleamos el termino de «metafísica» como lo hacemos, nos importa poco su origen histórico, que es algo dudoso, y que sería puramente fortuito si fuera menester admitir la opinión, por lo demás bastante poco verosímil a nuestros ojos, según la cual habría servido primero para designar simplemente lo que venía «después de la física» en la colección de las obras de Aristóteles. Tampoco vamos a preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas que algunos han podido juzgar bueno atribuir a esta palabra en una época o en otra; esos no son motivos suficientes para hacer que la abandonemos, ya que, tal como es, es muy apropiada para lo que debe designar normalmente, tan apropiada al menos como puede serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más natural, incluso etimológicamente, es ese según el cual designa lo que es «mas allá de la física», entendiendo aquí por «física», como lo hacían siempre los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerada de una manera completamente general, y no simplemente una de sus ciencias en particular, según la acepción restringida que es propia de los MODERNOS. Así pues, es con esta interpretación como tomamos este término de metafísica, y debe entenderse bien, de una vez por todas, que, si nos quedamos con él, es únicamente por la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre enojoso tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de necesidad absoluta. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

Pensamos que ahora hemos caracterizado suficientemente la metafísica, y apenas podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no podría encontrar sitio aquí; por lo demás, estos datos serán completados en los capítulos siguientes, y particularmente cuando hablemos de la distinción entre la metafísica y lo que se llama generalmente por el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extrarreligioso del islamismo. Ahora bien, ¿no hay nada de tal en el mundo occidental? Si no se considera más que lo que existe actualmente, ciertamente no se podría dar a esta pregunta más que una respuesta negativa, ya que lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde a ningún grado a la concepción que hemos expuesto; por lo demás, tendremos que volver de nuevo sobre este punto. No obstante, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, al menos, hubo ahí verdaderamente metafísica en una cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, aquello era algo de lo que la mentalidad moderna no ofrece ya el menor equivalente, y cuya comprehensión parece estarle vedada. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es porque hay, como lo decíamos precedentemente, limitaciones que parecen verdaderamente inherentes a toda la intelectualidad occidental, al menos a partir de la antigüedad clásica; y ya hemos notado, a este respecto, que los griegos no tenían la idea del Infinito. Por lo demás, ¿por qué los occidentales MODERNOS, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser más que indefinido, y por qué confunden invenciblemente la eternidad, que reside esencialmente en el «no tiempo», si se puede expresar así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, mientras que, a los orientales, no se les ocurren semejantes errores? Es que la mentalidad occidental, vuelta casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, comete una confusión constante entre concebir e imaginar, hasta el punto de que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece verdaderamente impensable por eso mismo; y, ya en los griegos las facultades imaginativas eran preponderantes. Eso es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en estas condiciones, no podría haber intelectualidad en verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si agregamos a estas consideraciones aún otra confusión ordinaria, a saber, la de lo racional y lo intelectual, nos damos cuenta de que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los MODERNOS, más que el ejercicio de esas facultades completamente individuales y formales que son la razón y la imaginación; y se puede comprender entonces todo lo que la separa de la intelectualidad oriental, para la que no es conocimiento verdadero y válido más que el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo informal. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

La influencia del elemento sentimental menoscaba evidentemente la pureza intelectual de la doctrina, y marca en suma, es menester decirlo, una decadencia en relación al pensamiento metafísico, decadencia que, por lo demás, allí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, era en cierto modo inevitable e incluso necesaria en un sentido, si la doctrina debía ser adaptada a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en quienes la sentimentalidad predominaba sobre la inteligencia, predominio que, por lo demás, ha alcanzado su punto más alto en los tiempos MODERNOS. Sea como sea, no es menos verdad por eso que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él, y sobre la que él reacciona, no puede ser, ella misma, sino relativa y contingente; y esto puede observarse particularmente al respecto de la necesidad de «consolaciones» a la que responde, en una medida muy amplia, el punto de vista religioso. La verdad, en sí misma, no tiene porque ser consoladora; si alguien la encuentra tal, tanto mejor para él, cierto, pero la consolación que siente no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentimentalidad. Al contrario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que, por consiguiente, debe revestirse ella misma de una forma sentimental, desde entonces ya no puede ser identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correlativa de un menoscabo intelectual de la colectividad humana a la que se dirige. Por otro lado, es de eso de donde nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que entraña su incompatibilidad, ya que, mientras que la inteligencia es una, y mientras que la verdad, en toda la medida en que se comprende, no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es diversa, y la religión, que tiende a satisfacerla, deberá esforzarse en adaptarse formalmente lo mejor posible a sus modos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Por lo demás, eso no quiere decir que todas las formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación entre el catolicismo y el protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa, por incapacidad de elevarse hasta su significación puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda «idolatría» en el sentido propio de esta palabra, ese que el islamismo le da de una manera particularmente clara. Cuando ya no se ve del símbolo más que su forma exterior, su razón de ser y su eficacia actual han desaparecido igualmente; el símbolo ya no es más que un «ídolo», es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que «superstición» pura, en tanto no se encuentre a nadie cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que ha perdido, o al menos lo que ya no contiene más que en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido ha caído en el olvido, y especialmente el de toda religión que la común incomprehensión de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; ya hemos citado el ejemplo más llamativo quizás de esta degeneración, el de la religión griega. Es también en los griegos donde se encuentra, en su más alto grado, una tendencia que aparece como inseparable de la «idolatría» y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: los griegos no concebían a sus dioses como representando algunos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres con forma humana, dotados de sentimientos humanos, y que actuaban a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, ya no tenían nada que pudiera ser distinguido de la forma en que la poesía y el arte les habían revestido, no eran literalmente nada fuera de esa forma misma. Sólo una antropomorfización tan completa podía dar pretexto a lo que se ha llamado, según el nombre de su inventor, el «evemerismo», es decir, la teoría según la cual los dioses no habrían sido en el origen más que hombres ilustres; ciertamente, no se podría ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera aún que la de algunos MODERNOS que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o una tentativa de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del «mito solar». El «mito», como el «ídolo», no ha sido nunca más que un símbolo incomprendido: uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los griegos la poesía produjo el primero y el arte produjo el segundo; pero, en los pueblos para quienes, como los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni el uno ni el otro podían tomar nacimiento, y no pudieron hacerlo en efecto más que en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los interpretes de lo que no comprendían de ninguna manera. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de un orden inferior a lo que es simbolizado. Del mismo modo, es sin duda una tendencia general y natural al hombre utilizar la forma humana en el simbolismo; pero eso, que no se presta en sí mismo a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye en modo alguno el antropomorfismo, en tanto que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada análogo a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos de figura humana, aunque de un uso corriente, allí no devinieron nunca «ídolos»; y, a este propósito, aún se puede notar hasta qué punto el simbolismo se opone a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero allí donde el arte no es en suma más que un medio de expresión y como un vehículo de algunas concepciones intelectuales, no podría considerarse evidentemente como un fin en sí mismo, lo que no puede ocurrir más que en los pueblos donde predomina la sentimentalidad. Únicamente en esos mismos pueblos el antropomorfismo es natural, y hay que destacar que, por la misma razón, se trata de los mismos pueblos donde ha podido constituirse el punto de vista propiamente religioso; pero, por lo demás, la religión siempre se ha esforzado en ellos en reaccionar contra la tendencia antropomórfica y en combatirla en principio, aunque su concepción más o menos falseada, en el espíritu popular, contribuyera a veces al contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los judíos y los árabes, son vecinos bajo este aspecto de los pueblos occidentales: en efecto, no podría haber otra razón para la prohibición de los símbolos de figura humana, común al judaísmo y al islamismo, pero con la restricción de que, en este último, no fue aplicada nunca rigurosamente en los persas, para quienes el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, porque, al ser más orientales que los árabes, y, por lo demás, de una raza completamente diferente, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de todo lo que los occidentales, y sobre todo los MODERNOS, designan por el nombre de filosofía, bajo el que, por lo demás, se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, e incluso enteramente disparatados. Aquí importa poco la intención primera que los griegos hayan podido querer encerrar en esta palabra «filosofía», que, para ellos, parece haber comprendido primeramente, de una manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los límites en que eran aptos para concebirle; tampoco vamos a preocuparnos de lo que, actualmente, existe de hecho bajo esta denominación. No obstante, conviene hacer destacar en primer lugar que, cuando en Occidente hubo metafísica verdadera, siempre hubo un esfuerzo para unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que en Occidente los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron nunca distinguidas con una claridad suficiente. Diremos aún más: el hecho de tratar la metafísica como una rama de la filosofía, ya sea colocándola así sobre el mismo plano de las relatividades, ya sea calificándola incluso de «filosofía primera» como lo hacía Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su alcance verdadero y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser una parte de algo, y lo universal no podría ser encerrado o comprendido en nada. Este hecho es pues, por sí sólo, una marca evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, que se reduce, por lo demás, a la doctrina de Aristóteles y los escolásticos, ya que, a excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse dispersas aquí y allá, o bien de cosas que son conocidas de manera no suficientemente cierta, no se encuentra en Occidente, al menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquier otra naturaleza; aquí no hablamos de los alejandrinos, sobre quienes se han ejercido directamente influencias orientales. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

La consecuencia inmediata de esto, es que conocer y ser no son en el fondo más que una sola y misma cosa; son, si se quiere, dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que, verdaderamente, ya no podrían distinguirse siquiera ahí donde todo es «sin dualidad». Eso basta para volver completamente vanas todas las «teorías del conocimiento» con pretensiones pseudometafísicas que tienen un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces tienden incluso, como en Kant por ejemplo, a absorber todo lo demás, o al menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos MODERNOS, y que, por lo demás, ha salido del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo que es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer sustituir el conocimiento mismo por la «teoría del conocimiento», y, por su parte, eso es una verdadera confesión de impotencia; a este respecto, nada es más característico que esta declaración de Kant: «Después de todo, la mayor y quizás la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es exclusivamente negativa, puesto que no es un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (NA: Kritik der reinen Verunuft, ed. Harteustein, p. 256.). ¿No equivalen tales palabras a decir simplemente que la única pretensión de los filósofos debe ser imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento? Por lo demás, ese es el inevitable resultado del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, antimetafísico al más alto grado. IGEDH: La realización metafísica

La conclusión de todo eso puede formularse de la manera siguiente: son hindúes todos aquellos que se adhieren a una misma tradición, a condición, bien entendido, de que estén debidamente cualificados para poder adherirse a ella real y efectivamente, y no de una manera simplemente exterior e ilusoria; al contrario, no son hindúes aquellos que, por la razón que sea, no participan de esa misma tradición. Este caso es concretamente el de los jainas y de los budistas; es también, en los tiempos MODERNOS, el de los sikhs, sobre los que, por lo demás, se ejercieron influencias musulmanas cuya marca es muy visible en su doctrina especial. Tal es la verdadera distinción, y no podría haber otra, aunque esta sea bastante difícilmente comprehensible, es menester reconocerlo, para la mentalidad occidental, habituada a basarse sobre elementos de apreciación muy diferentes, que aquí faltan enteramente. En estas condiciones es un verdadero error hablar, por ejemplo, de «budismo hindú», como se hace muy frecuentemente en Europa y concretamente en Francia; cuando se quiere designar al budismo tal como existió antaño en la India, no hay otra denominación que pueda convenir más que la de «budismo indio», del mismo modo que se puede hablar perfectamente de los «musulmanes indios», es decir, de los musulmanes de la India, que, ciertamente, no son «hindúes». Se ve lo que constituye la gravedad real de un error del género que señalamos, y porque constituye a nuestros ojos mucho más que una simple inexactitud de detalle: porque da testimonio de un profundo desconocimiento del carácter más esencial de la civilización hindú; y lo más sorprendente no es que esta ignorancia sea común en Occidente, sino que sea compartida por orientalistas profesionales. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»

Para dar un ejemplo que aclarará lo que acabamos de decir, tomaremos el caso del atomismo, sobre el que tendremos todavía que volver después: esta concepción es claramente heterodoxa, ya que está en desacuerdo formal con el Vêda, y, por lo demás, su falsedad es fácilmente demostrable, ya que implica en sí misma elementos contradictorios; heterodoxia y absurdidad son por tanto verdaderamente sinónimos en el fondo. En la India, el atomismo apareció primero en la escuela cosmológica de Kanâda; por lo demás, hay que destacar que las concepciones heterodoxas no podían apenas formarse en las escuelas dadas a la especulación puramente metafísica, por que, sobre el terreno de los principios, la absurdidad resalta mucho más inmediatamente que en las aplicaciones secundarias. Esta teoría atomista, no fue nunca, en los hindúes, más que una simple anomalía sin mayor importancia, al menos en tanto que no vino a sumarse a ella algo más grave; así pues, no tuvo más que una extensión muy restringida, sobre todo si se compara con la que debía adquirir más tarde en los griegos, donde fue aceptada corrientemente por diversas escuelas de «filosofía física», porque los principios tradicionales faltaban ya, y donde el epicureísmo sobre todo le dio una difusión considerable, cuya influencia se ejerce todavía sobre los occidentales MODERNOS. Para volver de nuevo a la India, el atomismo no se presentó primeramente más que como una teoría cosmológica especial, cuyo alcance, como tal, estaba bastante limitado; pero, para aquellos que admitían esta teoría, la heterodoxia sobre este punto particular lógicamente debía acarrear la heterodoxia sobre muchos otros puntos, ya que en la doctrina tradicional todo está estrechamente emparentado. Así, la concepción de los átomos como elementos constitutivos de las cosas tiene por corolario la del vacío en el que esos átomos deben moverse; de ahí debía salir más pronto o más tarde una teoría del «vacío universal», entendido no en un sentido metafísico que se refiere a lo «no manifestado», sino al contrario en un sentido físico o cosmológico, y es lo que tuvo lugar en efecto con algunas escuelas búdicas que, al identificar este vacío con el akâsha o éter, fueron conducidas naturalmente por eso mismo a negar la existencia de éste como elemento corporal, y a no admitir más que cuatro elementos en lugar de cinco. A este propósito, es menester observar también que la mayor parte de los filósofos griegos no han admitido tampoco más que cuatro elementos, como las escuelas búdicas de que se trata, y que, si algunos han hablado no obstante del éter, no lo han hecho nunca sino de una manera bastante restringida, dándole una acepción mucho más especial que los hindúes, y por lo demás mucho menos clara. Ya hemos dicho suficientemente de qué lado deben estar las apropiaciones cuando se constatan concordancias de este género, y sobre todo cuando esas apropiaciones se han hecho de una manera incompleta que es quizás su marca más visible; y que nadie vaya a objetar que los hindúes habrían «inventado» el éter después, por razones más o menos plausibles, análogas a las que le hacen ser aceptado bastante generalmente por los físicos MODERNOS; sus razones son de un orden completamente diferente y no están sacadas de la experiencia; no hay ninguna «evolución» de las concepciones tradicionales, así como ya lo hemos explicado, y por lo demás el testimonio de los textos védicos es formal tanto para el éter como para los otros cuatro elementos corporales. Así pues, parece que los griegos, cuando estuvieron en contacto con el pensamiento hindú, sólo recogieron este pensamiento, en muchos de los casos, deformado y mutilado, y con la agravante de que no siempre lo expusieron fielmente tal como le habían recogido; por lo demás, es posible, como lo hemos indicado, que se hayan encontrado, en el curso de su historia, en relaciones más directas y más seguidas con los budistas, o al menos con algunos budistas, que con los hindúes. Sea como sea, agregamos todavía, en lo que concierne al atomismo, que lo que constituye sobre todo su gravedad, es que sus caracteres le predisponen a servir de fundamento a ese «naturalismo» que es tan generalmente contrario al pensamiento oriental como frecuente, bajo formas más o menos acentuadas, en las concepciones occidentales; se puede decir en efecto que, si todo «naturalismo» no es forzosamente atomista, el atomismo es siempre más o menos «naturalista», en tendencia al menos; cuando se incorpora a un sistema filosófico, como fue el caso en los griegos, deviene incluso «mecanicista», lo que no quiere decir siempre «materialista», ya que el materialismo es algo enteramente moderno. Aquí, por lo demás, importa poco, puesto que en la India no es de sistemas filosóficos de lo que se trata, como tampoco de dogmas religiosos; las desviaciones mismas del pensamiento hindú no han sido nunca ni religiosas ni filosóficas, y eso es verdad incluso para el budismo, que, en todo el Oriente, es no obstante lo que parece acercarse más, en algunos aspectos, a los puntos de vista occidentales, y lo que, por eso mismo, se presta más fácilmente a las falsas asimilaciones a las que están acostumbrados los orientalistas; a este propósito, y aunque el estudio del budismo no entra propiamente en nuestro tema, no obstante nos es menester decir aquí al menos algunas palabras, aunque no sea más que para disipar algunas confusiones corrientes en Occidente. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia

Dicho esto, sería menester preguntarse ahora hasta qué punto se puede hablar del budismo en general, como se tiene el hábito de hacerlo, sin exponerse a cometer múltiples confusiones; para evitar éstas, sería menester al contrario tener cuidado de precisar siempre de qué budismo se trata, ya que, de hecho, el budismo ha comprendido y comprende todavía un gran número de ramas o de escuelas diferentes, y no se podría atribuir a todas indistintamente lo que no pertenece en propiedad más que a una o a otra de entre ellas. En su conjunto, estas escuelas pueden colocarse en las dos grandes divisiones que llevan los nombres de Mahâyâna y de Hînayâna, que se traducen ordinariamente por «Gran vehículo» y «Pequeño vehículo», pero que sería quizás más exacto y más claro a la vez traducir por «Gran Vía» y «Pequeña Vía»; vale mucho más guardar estos nombres, que son los que las designan auténticamente, que substituirlos por denominaciones como las de «Budismo del Norte» y de «Budismo del Sur», que no tienen más que un valor puramente geográfico, por lo demás bastante vago, y que no caracterizan de ninguna manera las doctrinas de que se trata. Es únicamente el Mahâyâna el que puede considerarse como representando verdaderamente una doctrina completa, comprendido el lado propiamente metafísico que constituye su parte superior y central; al contrario, el Hînayâna aparece como una doctrina reducida en cierto modo a su aspecto más exterior y que no llega más lejos que lo que es accesible a la generalidad de los hombres, lo que justifica su denominación y, naturalmente, es en esta rama disminuida del budismo, cuyo representante más típico es actualmente el budismo de Ceilán, donde se han producido las desviaciones a las que hemos hecho alusión más atrás. Es aquí donde los orientalistas invierten verdaderamente las relaciones normales, quieren que las escuelas más desviadas, las que llevan más lejos la heterodoxia, sean la expresión más autentica del Hînayâna, y que el Hînayâna mismo sea propiamente el budismo primitivo, o al menos su continuación regular, a exclusión del Mahâyâna que no sería, según ellos, más que el producto de una serie de alteraciones y de adjunciones más o menos tardías. En eso, no hacen en suma más que seguir las tendencias antitradicionales de su propia mentalidad, que les llevan naturalmente a simpatizar con todo lo que es heterodoxo, y se conforman así más particularmente a esa falsa concepción, casi general en los occidentales MODERNOS, según la cual lo que es más simple, diríamos gustosamente lo que es más rudimentario, debe ser por eso mismo lo más antiguo; con tales prejuicios, ni siquiera se les ocurre la idea de que bien podría ser todo lo contrario lo que fuera verdad. En estas condiciones, está permitido preguntarse qué extraña caricatura ha podido ser presentada a los occidentales como siendo el verdadero budismo, tal como su fundador lo habría formulado, y uno no puede evitar sonreír al pensar que es esta caricatura la que ha devenido un objeto de admiración para muchos de entre ellos, y la que los ha seducido hasta tal punto que hay algunos que no han vacilado en proclamar su adhesión, por lo demás completamente teórica e «ideal», a ese budismo que se encuentra que es tan extraordinariamente conforme a su carácter «racionalista» y «positivista». IGEDH: A propósito del budismo

Entre las nociones que son susceptibles de causar un gran embarazo a los occidentales, porque no tienen equivalente en ellos, se puede citar la que se expresa en sánscrito por la palabra dharma; ciertamente, no faltan traducciones propuestas por los orientalistas, pero en su mayor parte son groseramente aproximativas o incluso completamente erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que hemos señalado. Así, a veces se quiere traducir dharma por «religión», mientras que aquí el punto de vista religioso no se aplica; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, supuesta erróneamente religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata del cumplimiento de los ritos, que no tienen tampoco el carácter religioso, son designados, en su conjunto, por otra palabra, karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, puesto que su sentido general es el de «acción». Para aquellos que quieren ver a toda costa una religión en la tradición hindú, quedaría entonces lo que ellos creen que es la moral, y es ésta lo que se llamaría más precisamente dharma; de ahí, según los casos, interpretaciones diversas y más o menos secundarías como las de «virtud», de «justicia», de «mérito», de «deber», nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por eso mismo, no traducen a ningún grado la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el que esas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido suficientemente en ello, y hemos indicado incluso que el budismo, único que podría parecer propio a introducirle, no había llegado hasta ahí en la vía del sentimentalismo. Por lo demás, esas mismas nociones, lo destacamos de pasada, no son todas igualmente esenciales al punto de vista moral mismo; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, la idea de deber o de obligación está ausente de la mayor parte de las morales antiguas, de la de los estoicos concretamente; y no es sino en los MODERNOS, y sobre todo desde Kant, donde ha llegado a jugar un papel preponderante. Lo que importa indicar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más frecuentes, es que ideas o puntos de vista que han devenido habituales tienden por eso mismo a parecer esenciales; por eso es por lo que se esfuerzan en transportarlos a la interpretación de todas las concepciones, incluso las más alejadas en el tiempo o en el espacio, y, sin embargo, frecuentemente, no habría necesidad de remontarse muy lejos para descubrir su origen y su punto de partida. IGEDH: La ley de Manú

De lo que hemos dicho sobre la significación del dharma, resulta que la jerarquía social debe reproducir analógicamente, según sus condiciones propias, la constitución del «Hombre universal»; con esto entendemos que hay correspondencia entre el orden cósmico y el orden humano, y que esta correspondencia, que se vuelve a encontrar naturalmente en la organización del individuo, ya se le considere, por lo demás, en su integralidad o incluso simplemente en su parte corporal, debe realizarse igualmente, bajo el modo que le conviene especialmente, en la organización de la sociedad. Por lo demás, la concepción del «cuerpo social», con órganos y funciones comparables a las de un ser vivo, es familiar a los sociólogos MODERNOS; pero éstos han ido demasiado lejos en este sentido, olvidando que correspondencia y analogía no quieren decir asimilación e identidad, y que la comparación legítima entre dos casos debe dejar subsistir una diversidad necesaria en las modalidades de aplicación respectivas; además, al ignorar las razones profundas de la analogía, no han podido sacar nunca de ahí ninguna conclusión válida en cuanto al establecimiento de una verdadera jerarquía. Hechas estas reservas, es evidente que las expresiones que podrán hacer creer en una asimilación no deberán tomarse más que en un sentido puramente simbólico, como lo son también las designaciones tomadas a las diversas partes del individuo humano cuando se aplican analógicamente al «Hombre universal». Estas precisiones bastan para permitir comprender sin dificultad la descripción simbólica del origen de las castas, tal como se encuentra en numerosos textos, y primeramente en el Purusha-sûkta del Rig-Vêda: «De Purusha, el brâhamana fue la boca, el kshatriya los brazos, el vaishaya los muslos; el shûdra nació bajo sus pies» (NA: Rig-Vêda, X, 90.). Se encuentra aquí la enumeración de las cuatro castas cuya distinción es fundamento del orden social, y que, por lo demás, son susceptibles de subdivisiones secundarias más o menos numerosas: los brâhamanas representan esencialmente la autoridad espiritual e intelectual; los kshatriyas, el poder administrativo, que conlleva a la vez las atribuciones judiciarias y militares, y del que la función real no es más que su grado mas elevado; los vaishyas, el conjunto de las diversas funciones económicas en el sentido más extenso de esta palabra, que comprende las funciones agrícolas, industriales, comerciales y financieras; en cuanto a los shûdras, cumplen todos los trabajos necesarios para asegurar la subsistencia puramente material de la colectividad. Importa agregar que los brâhamanas no son de ninguna manera «sacerdotes» en el sentido occidental y religioso de esta palabra: sin duda, sus funciones conllevan el cumplimiento de los ritos de diferentes órdenes, porque deben poseer los conocimientos necesarios para dar a esos ritos toda su eficacia; pero conllevan también, y ante todo, la conservación y la transmisión regular de la doctrina tradicional; por lo demás, en la mayor parte de los pueblos antiguos, la función de enseñanza, que figura la boca en el simbolismo precedente, se considera igualmente como la función sacerdotal por excelencia, por eso mismo de que la civilización toda entera reposaba sobre un principio doctrinal. Por la misma razón, las desviaciones de la doctrina aparecen generalmente como ligadas a una subversión de la jerarquía social, como podrá verse concretamente en los casos de las tentativas hechas en diversas ocasiones por los kshatriyas para derrocar la supremacía de los brâhamanas, supremacía cuya razón de ser aparece claramente por todo lo que hemos dicho sobre la verdadera naturaleza de la civilización hindú. Por otra parte, para completar las consideraciones que acabamos de exponer sumariamente, habría lugar a señalar los rastros que estas concepciones tradicionales y primordiales hubieran podido dejar en las instituciones antiguas de Europa, concretamente en lo que concierne a la investidura del «derecho divino» conferido a los reyes, cuyo papel se consideraba en el origen, así como lo indica la raíz misma de la palabra rex, como esencialmente regulador del orden social; pero no podemos más que anotar estas cosas de pasada, sin insistir en ellas tanto como convendría quizás para hacer sobresalir todo su interés. IGEDH: Principio de la institución de las castas

Es eso, muy exactamente, lo que tiene lugar en la India, y es lo que expresa la palabra sánscrita dharshana, que no significa propiamente nada más que «vista» o «punto de vista», ya que la raíz verbal drish, de la que deriva, tiene como sentido principal el de «ver». Así pues , los darshanas son los puntos de vista de la doctrina, y no son, como se imaginan la mayoría de los orientalistas, «sistemas filosóficos» que se hacen la competencia y que se oponen los unos a los otros; en toda la medida en que estas «vistas» son estrictamente ortodoxas, no podrían entrar naturalmente en conflicto o en contradicción. Hemos mostrado que toda concepción sistemática, fruto del individualismo intelectual tan querido por los occidentales MODERNOS, es la negación de la metafísica, que constituye la esencia misma de la doctrina; hemos dicho también cuál es la distinción profunda entre el pensamiento metafísico y el pensamiento filosófico, y que este último no es más que un modo especial, propio de Occidente, y que no podría aplicarse válidamente al conocimiento de una doctrina tradicional que se ha mantenido en su pureza y en su integralidad. Por consiguiente, no hay «filosofía hindú», como tampoco «filosofía china» por poco que se quiera guardar a esta palabra de «filosofía» una significación un poco clara, significación que se encuentra determinada por la línea de pensamiento que procede de los griegos; y por lo demás, considerando sobre todo lo que ha devenido la filosofía en los tiempos MODERNOS, es menester confesar que la ausencia de este modo de pensamiento en una civilización no tiene nada de particularmente lamentable. Pero los orientalistas no quieren ver en los darshanas más que filosofía y sistemas, a los que, por lo demás, pretenden imponer las etiquetas occidentales: todo eso se debe a que son incapaces de salir de los cuadros «clásicos», y a que ignoran enteramente las diferencias más características de la mentalidad oriental y de la mentalidad occidental. Su actitud, bajo el aspecto de que se trata, es completamente comparable a la de un hombre que, no conociendo nada de la civilización europea actual, y habiendo caído por azar en sus manos los programas de enseñanza de una universidad, sacará de ello la singular conclusión de que los sabios de Europa están divididos en varias escuelas rivales, de las que cada una tiene su sistema filosófico particular, y de las que las principales son las de los matemáticos, los físicos, los químicos, los biólogos, los lógicos y los psicólogos; está equivocación sería ciertamente muy ridícula, pero, no obstante, apenas lo sería más que la concepción corriente de los orientalistas, y éstos no deberían tener siquiera la excusa de la ignorancia, o más bien es su ignorancia misma la que es inexcusable. Por inverosímil que eso pueda parecer, es muy cierto que las cuestiones de principio, que parecen soslayar adrede, no se han presentado nunca a su espíritu, demasiado estrechamente especializado como para poderlas comprender y apreciar su alcance; se trata de un caso extraño de «miopía intelectual» en su último grado, y se puede estar bien seguro de que, con semejantes disposiciones, no llegarán a penetrar nunca el sentido verdadero del menor fragmento de una cualquiera de estas doctrinas orientales que se han atribuido la misión de interpretar a su manera, en conformidad con sus puntos de vista completamente occidentales. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina

Hemos visto que ese vinculamiento a los principios, que asegura la unidad esencial de la doctrina en todas sus ramas, es un carácter común a todo el conjunto de los conocimientos tradicionales de la India; marca la diferencia profunda que existe entre el Vaishêshika y el punto de vista científico tal como le entienden los occidentales, punto de vista del que el Vaishêshika es, sin embargo, en ese conjunto, lo que hay menos alejado. En realidad, el Vaishêshika está notablemente más cerca del punto de vista que constituía, en los griegos, la «filosofía física»; aunque es analítico, lo es menos que la ciencia moderna, y, por eso mismo, no está sometido a la estrecha especialización que lleva a ésta última a perderse en el detalle indefinido de los hechos experimentales. Se trata aquí de algo que es, en el fondo, más racional, e incluso, en una cierta medida, más intelectual en el sentido estricto de la palabra: más racional, porque, aunque se queda en el dominio individual, está despojado de todo empirismo; más intelectual, porque no pierde nunca de vista que el orden individual todo entero está vinculado a los principios universales, de los que saca toda la realidad de la que es susceptible. Hemos dicho que, por «física», los antiguos entendían la ciencia de la naturaleza en toda su generalidad; así pues, esta palabra convendría bien aquí, pero es menester tener en cuenta, por otra parte, la restricción que su acepción ha sufrido en los MODERNOS, y que es muy característica del cambio del punto de vista al que corresponde. Es por eso por lo que, si es menester aplicar una designación occidental a un punto de vista hindú, preferimos para el Vaishêshika la de «cosmología»; y por lo demás, la «cosmología» de la edad media, al presentarse claramente como una aplicación de la metafísica a las contingencias del orden sensible, está más cerca de ella que la «filosofía física» de los griegos, que, casi siempre, no toma sus principios más que en el orden contingente, y todo lo más en el interior de los límites del punto de vista inmediatamente superior, y todavía particular, al que se refiere el Sânkhya. IGEDH: El Vaishêshika

Es en la teoría de los elementos corporales donde aparece más especialmente la concepción atomista: un átomo o un anu es, potencialmente al menos, de la naturaleza de uno u otro de los elementos, y es por la reunión de átomos de estos diferentes tipos, bajo la acción de una fuerza «no perceptible» o adrishta, como se forman todos los cuerpos. Ya hemos dicho que esta concepción es expresamente contraría al Vêda, que afirma, por el contrario, la existencia de los cinco elementos; así pues, no hay ninguna solidaridad real entre ésta y aquélla. Por lo demás, es muy fácil hacer aparecer las contradicciones que son inherentes al atomismo, cuyo error fundamental consiste en suponer elementos simples en el orden corporal, mientras que todo lo que es cuerpo está necesariamente compuesto, y es siempre divisible por eso mismo de que es extenso, es decir, de que está sometido a la condición espacial; no se puede encontrar algo que sea simple o indivisible más que saliendo de la extensión, y, por lo tanto, de esta modalidad especial de manifestación que es la existencia corporal. Si se toma la palabra «átomo» en su sentido propio, el de «indivisible», lo que ya no hacen los físicos MODERNOS, pero lo que es menester hacer aquí, se puede decir que, puesto que un átomo debe ser sin partes, debe ser también sin extensión; ahora bien, una suma de elementos sin extensión no formará nunca una extensión; así pues, si los átomos son lo que deben ser por definición, es imposible que lleguen a formar los cuerpos. A este razonamiento bien conocido, y por lo demás decisivo, agregaremos también éste, que Shankarâchârya emplea para refutar el atomismo (NA: Comentario sobre los Brahma-sûtras, 2 Adhyâya, 1 Pâda, sûtra 29.): dos cosas pueden entrar en contacto por una parte de sí mismas o por su totalidad; para los átomos, que no tienen partes, la primera hipótesis es imposible; así pues, no queda más que la segunda, lo que equivale a decir que el contacto o la agregación de dos átomos no puede realizarse más que por su coincidencia pura y simple, de donde resulta manifiestamente que dos átomos reunidos no son más, en cuanto a la extensión, que un solo átomo, y así sucesiva e indefinidamente; por consiguiente, como precedentemente, unos átomos en un número cualquiera no formarán nunca un cuerpo. Así, el atomismo no representa más que una imposibilidad, como lo habíamos indicado al precisar el sentido en que debe entenderse la heterodoxia; pero, puesto aparte el atomismo, el punto de vista del Vaishêshika, reducido entonces a lo que tiene de esencial, es perfectamente legítimo, y la exposición que precede determina suficientemente su alcance y su significación. IGEDH: El Vaishêshika

Por otra parte, sobre el Sânkhya en general, no tenemos necesidad de insistir tanto como sería menester hacerlo si no hubiéramos marcado ya, en una buena parte, los caracteres esenciales de este punto de vista al mismo tiempo que los del Vaishêshika y por comparación con éste; pero nos queda que disipar todavía algunos equívocos. Los orientalistas que toman el Sânkhya por un sistema filosófico, le califican gustosamente de doctrina «materialista» y «atea»; no hay que decir que es la concepción de Prakriti la que identifican con la noción de materia, lo que es completamente falso, y que, por lo demás, no tienen en cuenta a Purusha en su interpretación deformada. La substancia universal es algo completamente diferente de la materia, que no es, todo lo más, más que una determinación suya restrictiva y especializada; y ya hemos tenido la ocasión de decir que la noción misma de materia, tal y como se ha constituido en los occidentales MODERNOS, no existe en los hindúes, como tampoco existía en los griegos mismos. No se ve bien lo que podría ser un «materialismo» sin la materia; el atomismo de los antiguos, incluso en Occidente, si fue «mecanicista», no por eso fue «materialista», y conviene dejar a la filosofía moderna etiquetas que, al no haberse inventado más que para ella, no podrían aplicarse verdaderamente en otra parte. Por lo demás, aunque se refiere a la naturaleza, el Sânkhya, por la manera en que la considera, ni siquiera corre el riesgo de producir una tendencia al «naturalismo» como la que hemos constatado a propósito de la forma atomista del Vaishêshika; con mayor razón no puede ser de ninguna manera «evolucionista», como algunos se lo han imaginado, y eso incluso si se toma el «evolucionismo» en su concepción más general y sin hacer de él el sinónimo de un grosero «transformismo»; esta confusión de puntos de vista es demasiado absurda para que convenga detenerse más en ella. IGEDH: El Sânkhya

Esa es la gran diferencia sobre la que no hay acuerdo posible con los especialistas en la erudición: cuando hablamos de la verdad, con esto no entendemos simplemente una verdad de hecho, que tiene sin duda su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina, es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que se expresa en ella. Al contrario, aquellos que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan en modo alguno de la verdad de las ideas; en el fondo, no saben lo que es, ni siquiera si eso existe, y tampoco se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, aparte del caso muy especial donde se trata exclusivamente de la verdad histórica. La misma tendencia se afirma igualmente en los historiadores de la filosofía: lo que les interesa, no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; lo que les interesa es únicamente saber quién ha emitido esa idea, en qué términos la ha formulado, y en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo ha hecho; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba por perder el poco valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos MODERNOS. Por lo demás, no hay que decir que una tal actitud es tan desfavorable como es posible para comprender una doctrina cualquiera: puesto que no se aplica más que a la letra, no puede penetrar el espíritu, y así la meta misma que se propone se le escapa fatalmente; la incomprehensión no puede dar nacimiento más que a interpretaciones fantasiosas y arbitrarias, es decir, a verdaderos errores, incluso si no se trata más que de exactitud histórica. Eso es lo que ocurre, en una medida más amplia que en cualquier otra parte, con el orientalismo, que trata concepciones totalmente extrañas a la mentalidad de aquellos que se ocupan de ellas; es el fracaso del supuesto «método histórico», incluso bajo el aspecto de la simple verdad histórica, cuya investigación es su razón de ser, como lo indica la denominación que se le ha dado. Quienes emplean este método cometen el doble error, por una parte, de no darse cuenta de las hipótesis más o menos aventuradas que implica, y que pueden reducirse principalmente a la hipótesis «evolucionista», y, por otra, de ilusionarse sobre su alcance, creyéndole aplicable a todo; ya hemos dicho por qué no es aplicable en modo alguno al dominio metafísico, de donde está excluida toda idea de evolución. A los ojos de los partidarios de este método, la primera condición para poder estudiar las doctrinas metafísicas es, evidentemente, no ser metafísico; del mismo modo, aquellos que le aplican a la «ciencia de las religiones» pretenden, más o menos abiertamente, que se está descalificado para ese estudio únicamente por el hecho de pertenecer a una religión cualquiera: esto equivale a proclamar la competencia exclusiva, en no importa cuál rama, de aquellos que no tienen más que un conocimiento exterior y superficial de ella, ese mismo que se basta para dar la erudición, y, sin duda, es por eso por lo que, en hecho de doctrinas, el juicio de los orientales se tiene por nulo e inconveniente. En eso hay, ante todo, un temor instintivo de todo lo que rebasa la erudición y amenaza con hacer ver cuan mediocre y pueril es en el fondo; pero este temor se refuerza por su acuerdo con el interés, mucho más consciente, que se vincula al mantenimiento de ese monopolio de hecho que han establecido en su provecho los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizás más completamente todavía que los otros. La voluntad bien decidida de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de buscar desacreditarlo por todos los medios, encuentra, por lo demás, su justificación en los prejuicios mismos que ciegan a esas gentes de miras estrechas, y que les llevan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; aquí también, no incriminamos su buena fe, sino que constatamos simplemente el efecto de su tendencia muy humana, por la que se está tanto más persuadido de una cosa cuanto más interés se tiene en ella. IGEDH: El orientalismo oficial

La pretendida «ciencia de las religiones» reposa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el «naturalismo», en el que, al contrario, no vemos más que una desviación que, por todas partes donde se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar textos que no se comprenden, se acaba siempre por hacer salir de ellos alguna interpretación conforme a ese espíritu «naturalista». Es así como se elaboró toda la teoría de los «mitos», y concretamente la del «mito solar», el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Muller, que ya hemos tenido la ocasión de citar en varias ocasiones porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas. Esta teoría del «mito solar» no es otra cosa que la teoría astromitológica emitida y sostenida en Francia, hacia finales del siglo XVIII, por Dupuis y Volney (NA: Dupuis, Origine de tous les cultes; Volney, Les Ruines.). Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción tanto al cristianismo como a todas las demás doctrinas, y ya hemos señalado la confusión que implica esencialmente: desde que se observa en el simbolismo una correspondencia con algunos fenómenos astronómicos, se apresuran a concluir de ello que no se trata más que de una representación de esos fenómenos, mientras que los fenómenos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de un orden completamente diferente, y que la correspondencia constatada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar «naturalismo» por todas partes, y sería sorprendente incluso que no se encontrara, desde que el símbolo, que pertenece forzosamente al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los «nominalistas» que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y es así como los eruditos MODERNOS, animados, por lo demás, por el prejuicio que les lleva a imaginarse todas las civilizaciones como edificadas sobre el tipo grecorromano, fabrican ellos mismos los «mitos» por incomprehensión de los símbolos, lo que es la única manera en que pueden tomar nacimiento. IGEDH: La ciencia de las religiones

Admitiremos que no sea posible prever actualmente las circunstancias que podrán determinar un cambio de dirección en el desarrollo de Occidente; pero la posibilidad de un tal cambio no es contestable más que para aquellos que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un «progreso» absoluto. Para nosotros, esa idea de un «progreso» absoluto está desprovista de significación, y ya hemos indicado la incompatibilidad de algunos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado lleva aparejada en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, ya que no se puede hablar de equivalencia entre dos cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha ocurrido para la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente en vista de las aplicaciones prácticas y del progreso material han entrañado, como debían hacerlo necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se perdía así por un lado valía incomparablemente más que lo que se ganaba por el otro; es menester toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales MODERNOS para apreciar las cosas de otro modo. Sea como sea, con solo que se considere que un desarrollo unilineal está sometido forzosamente a algunas condiciones limitativas, que son más estrechas que en cualquier otro caso cuando este desarrollo se cumple en el orden material, se puede decir casi con seguridad que el cambio de dirección del que acabamos de hablar deberá producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a ello, es posible que se acabe por caer en la cuenta de que las cosas a las que se da al presente una importancia exclusiva son impotentes para dar los resultados que se esperan de ellas; pero eso mismo supondría ya una cierta modificación de la mentalidad común, aunque la decepción pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la constatación de la inexistencia de un «progreso moral» paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otra parte, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que actuar; pero esta mediocridad sería más bien de mal augurio para lo que resultara de ella. También se puede suponer que las invenciones mecánicas, llevadas cada vez más lejos, llegarán a un grado donde aparezcan tan enormemente peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o ya sea incluso a consecuencia de un cataclismo que dejaremos a cada uno la posibilidad de representarse a su gusto. En este caso también, el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos destacar, sin insistir demasiado en ello, que ya se han producido síntomas que se refieren a una y otra de las dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una medida débil, debido al hecho de los recientes acontecimientos que han trastornado a Europa, pero que no son todavía suficientemente considerables, se piense lo que se piense sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y duraderos. Por lo demás, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y requerir algunos siglos para cumplirse, como pueden surgir repentinamente de conmociones rápidas e imprevistas; no obstante, incluso en el primer caso, es verosímil que debe llegar un momento donde haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad en relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que sea imposible fijar de antemano, ni siquiera aproximadamente, la fecha de un tal cambio; no obstante, debemos decir que aquellos que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los periodos históricos podrían permitirse al menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre algunos límites; pero aquí nos abstendremos enteramente de este género de consideraciones, tanto más cuanto que a veces han sido simuladas por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las que acabamos de hacer alusión, y para quienes era tanto más fácil hablar de estas cosas cuanto más completamente las ignoraban: esta última reflexión no debe tomarse por una paradoja, sino que lo que expresa es literalmente exacto. IGEDH: Conclusión