Antes de ir más lejos, podemos, en lo que concierne al número de los elementos y a su orden de derivación, así como a sus correspondencia con las cualidades sensibles, hacer observar algunas diferencias importantes con las teorías de esos «filósofos físicos» griegos a los cuales hacíamos alusión al comienzo. En primer lugar es menester decir que la mayoría de los mismos no han admitido más que cuatro elementos, pues que no reconocían el éter como un elemento distinto; y en esto, hecho muy curioso, concuerdan con los jainas y con los budistas, que quedan en oposición sobre este punto, como sobre otros muchos, con la doctrina hindú ortodoxa. No obstante, es menester hacer algunas excepciones, como por ejemplo Empedocles, quien admitía los cinco elementos, pero desarrollados en el orden siguiente: el éter, el fuego, la tierra, el agua y el aire, lo que parece difícilmente justificable; y todavía, según algunos (NA: Struve, De Elementis Empedoclis.), el mismo filósofo no habría admitido, él también, más que cuatro elementos, los que son entonces enumerados en un orden diferente: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Este último orden es exactamente inverso del que uno encuentra en PLATÓN; también sería menester quizás ver en el mismo, no un orden de producción de los elementos, sino antes al contrario su orden de reabsorción de los unos en los otros. Según diversos testimonios, los órficos y los pitagóricos reconocían los cinco elementos, lo que es perfectamente normal, siendo dado el carácter propiamente tradicional de sus doctrinas; más tarde, por lo demás, Aristóteles los admitía igualmente; pero , sea ello lo que fuere, la función del éter no ha sido jamás tan importante ni tan claramente definida entre los griegos, ello al menos en las escuelas exotéricas, como lo es entre los hindúes. A pesar de algunos textos del Fedón y del Timeo, que son sin duda de inspiración pitagórica, PLATÓN mismo no considera generalmente más que cuatro elementos: es así que para él el fuego y la tierra son los elementos extremos, y al aire y el agua son los elementos medios, y este orden difiere del orden tradicional hindú en aquello de que el aire y el fuego quedan invertidos en el mismo; uno puede preguntarse si no habría aquí una confusión del orden de producción, ello, si no obstante fuera realmente así como el mismo PLATÓN hubiera querido entenderle, y una repartición según lo que se podría denominar los grados de sutileza, repartición que encontraremos por lo demás en su momento. PLATÓN concuerda con la doctrina hindú al atribuir la visibilidad al fuego como su cualidad propia, pero se aleja de la misma al atribuir la tangibilidad a la tierra, en lugar de atribuirla al aire; por lo demás, parece muy difícil encontrar entre los griegos una correspondencia rigurosamente establecida entre los elementos y las cualidades sensibles; y uno comprende sin esfuerzo que ello sea así, ya que, pues que no consideran más que cuatro elementos, uno debería apercibirse inmediatamente de una laguna en esta correspondencia, siendo que el número de cinco es, por todas partes y siempre, admitido uniformemente en lo que concierne a los sentidos. EH: LA TEORÍA HINDÚ DE LOS CINCO ELEMENTOS ( (Publicado en V.J., agosto-septiembre de 1935).)
Se ha querido también, más recientemente, asimilar los elementos a los diferentes estados físicos de la materia tal y como la entienden los físicos modernos, es decir, en suma a sus diferentes grados de condensación, produciéndose esta a partir del éter: Primordial homogeneidad, que rebosa toda la extensión, uniendo así entre ellas todas las partes del mundo corpóreo. Bajo ese punto de vista, se hace corresponder, yendo de lo más denso a lo más sutil, es decir, en un orden inverso del orden que se admite para su diferenciación, la tierra al estado sólido, el agua al estado líquido, el aire al estado gaseoso, y el fuego a un estado todavía más rarificado, muy parecido a lo que algunos físicos han denominado el «estado radiante», y que debería entonces ser distinguido del estado etérico. Se encuentra aquí esa vana preocupación, tan común en nuestros días, de concordar las ideas tradicionales con las concepciones científicas profanas; esto no es decir, por lo demás, que un tal punto de vista no pueda encerrar alguna parte de verdad, en el sentido de que se puede admitir que cada uno de esos estados físicos tiene ciertas relaciones más particulares con un elemento determinado; pero eso no es aquí, todo lo más, otra cosa que una correspondencia, y no en punto ninguno una asimilación, asimilación que sería por lo demás incompatible con la coexistencia constante de todos los elementos en un cuerpo cualquiera, bajo cualquier estado en que el mismo se presente; y sería todavía menos legítimo querer ir más lejos en aquello de pretender identificar los elementos con las cualidades sensibles, las que, bajo otro punto de vista, se les vinculan mucho más directamente. De otro lado, el orden de condensación creciente que es así establecido entre los elementos es el mismo que el orden que hemos encontrado en PLATÓN: PLATÓN sitúa el fuego ante el aire e inmediatamente después el éter, como si el fuego fuera el primer elemento diferenciado o que se diferencia antes en el seno de ese medio cósmico original; no es pues, de esta manera, como se puede encontrar la justificación del orden tradicional afirmado por la doctrina hindú. Por lo demás, es menester siempre poner el mayor cuidado en evitar atenerse exclusivamente a un punto de vista demasiado sistemático, es decir, demasiado estrechamente limitado y particularizado; y, sería seguramente malcomprender la teoría de Aristóteles y de los hermetistas que hemos mencionado, aquello de buscar, bajo pretexto de que la misma hace intervenir los principios de expansión y de condensación, interpretarla a favor de una identificación de los elementos con los diversos estados físicos que acabamos de cuestionar. EH: LA TEORÍA HINDÚ DE LOS CINCO ELEMENTOS ( (Publicado en V.J., agosto-septiembre de 1935).)
Antes de abandonar esta parte de nuestra exposición, nos queda todavía por hacer una última observación: Ello es que, si tomamos los elementos en el orden en el cual los hemos repartido en su esfera, yendo de arriba hacia abajo, es decir, del más sutil al más denso, encontramos precisamente el orden indicado por PLATÓN; pero aquí este orden, orden que podemos denominar jerárquico, no se confunde con el orden de producción o de diferenciación de los elementos y debe ser cuidadosamente distinguido de aquel. En efecto, en este orden jerárquico el aire ocupa un rango intermediario entre el fuego y el agua, pero no es por ello menos producido antes del fuego, y, a decir verdad, la razón de esas dos diferentes situaciones es en el fondo la misma: Es que el aire es en cierto modo un elemento neutro, y que, por eso mismo, corresponde a un estado de menor diferenciación que el fuego y el agua, ya que las dos tendencias ascendente y descendente se equilibran todavía perfectamente la una a la otra. Por el contrario, el equilibrio en cuestión es roto en el fuego en provecho de la tendencia ascendente, y en el agua en provecho de la tendencia descendente; y la oposición manifestada entre las cualidades respectivas de estos dos elementos marca claramente el estado de mayor diferenciación al cual se corresponden. Si uno se sitúa en el punto de vista de la producción de los elementos, es menester mirar su diferenciación como efectuándose a partir del centro de la esfera, punto primordial en el que emplazaremos entonces el éter en tanto que este éter es su principio; desde allí tendremos en primer lugar la expansión horizontal, expansión que corresponde al aire, luego tendremos la manifestación de la tendencia ascendente, que corresponde al fuego, y la manifestación de la tendencia descendente, que corresponde al agua en primer lugar, y después a la tierra, punto de parada y término final de toda la diferenciación elemental. EH: LA TEORÍA HINDÚ DE LOS CINCO ELEMENTOS ( (Publicado en V.J., agosto-septiembre de 1935).)
En esta transposición, nâma equivale todavía al griego eidos pero entendido esta vez en el sentido platónico antes que en el sentido aristotélico: Es la “idea” no en la acepción sicológica y “subjetiva” que le dan los modernos, no, sino en el sentido transcendente del “arquetipo”, es decir, en tanto que realidad del “mundo inteligible”, mundo del cual el “mundo sensible” no ofrece más que un reflejo o una sombra (NA: Se recordará aquí el simbolismo de la caverna de PLATÓN.); se puede por lo demás, as este respecto, tomar aquí el “mundo sensible” como representando simbólicamente todo el dominio de la manifestación formal, siendo el “mundo inteligible” el dominio de la manifestación informal, es decir, el mundo de los Dêvas. Es también de esta forma como es menester entender la aplicación del término nâma al modelo “ideal” que el artista debe primero contemplar interiormente, para, según el cual, realizar después su obra bajo una forma sensible, la que es entonces propiamente rûpa, de tal suerte que, cuando la “idea” se ha incorporado de ese modo, la obra de arte puede ser mirada, como el ser individual mismo, como una combinación de nâma y de rûpa (NA: Sobre este punto, y también para una buena parte de las demás consideraciones expuestas en este artículo, ver Ananda K. Coomaraswamy, The Part of Art in Indian Life, en la compilación conmemorativa del centenario de Shi Râmakrishna, The Cultural Heritage of India, vol. III, págs. 485-513.). Es así que hay, por así decir, un “descenso” (NA: avatarana) de la “idea” al dominio formal; no es, bien entendido, que la “idea” sea afectada por ello en ella misma, sino antes es que se refleja en una cierta forma sensible, forma que procede de ella y a la cual la “idea” le da en cierto modo la vida; uno podría decir todavía, a este respecto, que la “idea” en ella misma corresponde al “espíritu”, y que su aspecto “incorporado” corresponde al “alma”. Esta similitud de la obra de arte permite comprender de una manera más precisa la verdadera naturaleza de la relación que existe entre el “arquetipo” y el individuo, y, por consiguiente, la relación de los sentidos del término nâma, según que el mismo sea aplicado en el dominio “angélico” o en el dominio humano, es decir, según que designe, de una parte, el principio informal o “espiritual” del ser, que uno puede denominar también su pura “esencia”, y, de otra parte, la parte sutil de la individualidad, la que no es esencia más que en un sentido enteramente relativo y en relación a su parte corpórea, pero que, a ese título, representa la esencia en le dominio individual y puede pues, en consecuencia, ser considerada en él como un reflejo de la verdadera “esencia” transcendente. EH: NÂMA-RÛPA (NA: Publicado en E. T., de marzo de 1940.)