principial (RGSC)

Nos es menester, a este propósito, insistir un poco sobre un punto que es particularmente importante para disipar muchas confusiones, desafortunadamente demasiado frecuentes en nuestra época: queremos hablar de la diferencia capital que existe entre la “síntesis” y el “sincretismo”. El sincretismo consiste en amontonar desde fuera elementos más o menos disparatados y que, vistos de esta manera, jamás pueden estar verdaderamente unificados; no es en suma más que una suerte de eclecticismo, con todo lo que éste conlleva siempre de fragmentario y de incoherente. Es algo puramente exterior y superficial; los elementos tomados de todos lados y reunidos así artificialmente jamás tienen otro carácter que el de plagios, incapaces de integrarse efectivamente en una doctrina digna de ese nombre. La síntesis, al contrario, se efectúa esencialmente desde dentro; queremos decir con esto que la síntesis consiste propiamente en considerar las cosas en la unidad de su principio mismo, para ver como derivan y dependen de este principio, y para unirlas así, o más bien para tomar consciencia de su unión real, en virtud de un lazo enteramente interior, inherente a lo que hay de más profundo en su naturaleza. Para aplicar esto a lo que nos ocupa al presente, se puede decir que habrá sincretismo siempre que uno se limite a tomar elementos de diferentes formas tradicionales, para soldarlos en cierto modo exteriormente los unos a los otros, sin saber que no hay en el fondo más que una doctrina única de la cual estas formas son simplemente otras tantas expresiones diversas, otras tantas adaptaciones a condiciones mentales particulares, en relación con circunstancias determinadas de tiempos y de lugares. En un parecido caso, nada de válido puede resultarse de este ensamblaje; para servirnos de una comparación fácilmente comprehensible, uno no tendrá, en lugar de un conjunto organizado, más que un informe montón de residuos inutilizables, porque falta lo que podría darle una unidad análoga a la de un ser vivo o a la de un edificio armonioso; y es lo propio del sincretismo, en razón misma de su exterioridad, no poder realizar una tal unidad. Por el contrario, habrá síntesis cuando se parta de la unidad misma, y cuando no se la pierda jamás de vista a través de la multiplicidad de sus manifestaciones, lo que implica que se ha alcanzado, fuera y más allá de las formas, la consciencia de la verdad PRINCIPIAL que se reviste de éstas para expresarse y comunicarse en la medida de lo posible. Desde entonces, uno podrá servirse de una u otra de estas formas, según la ventaja que tenga en hacerlo, exactamente de la misma manera en que, para traducir un mismo pensamiento, se pueden emplear lenguajes diferentes según las circunstancias, a fin de hacerse comprender por los diversos interlocutores a los que uno se dirija; es esto, por lo demás, lo que algunas tradiciones designan simbólicamente como el “don de lenguas”. Las concordancias entre todas las formas tradicionales representan, podría decirse, “sinonimias” reales; es a este título, como las consideramos, y, del mismo modo que la explicación de algunas cosas puede ser más fácil en tal lengua que en cual otra, una de estas formas podrá convenir mejor que las demás a la exposición de algunas verdades y a hacer éstas más fácilmente inteligibles. Es pues perfectamente legítimo hacer uso, en cada caso, de la forma que aparece como la más apropiada a lo que uno se propone; tampoco hay ningún inconveniente en pasar de una a otra, a condición de que uno conozca realmente su equivalencia, lo que no puede hacerse más que partiendo de su principio común. Así, no hay ahí ningún sincretismo; éste, por lo demás, no es más que un punto de vista puramente “profano”, incompatible con la noción de la “ciencia sagrada”, a la que estos estudios se refieren exclusivamente. 7 SC PREFACIO

La cruz, hemos dicho, es un símbolo que, bajo formas diversas, se rencuentra casi por todas partes, y eso desde las épocas más remotas; por consiguiente, está muy lejos de pertenecer propia y exclusivamente al cristianismo como algunos podrían estar tentados de creerlo. Es menester decir incluso que el cristianismo, al menos en su aspecto exterior y generalmente conocido, parece haber perdido un poco de vista el carácter simbólico de la cruz para no considerarla ya más que como el signo de un hecho histórico; en realidad, estos dos puntos de vista no se excluyen de ningún modo, e incluso el segundo de ellos no es en un cierto sentido más que una consecuencia del primero; pero esta manera de considerar las cosas es tan extraña a la gran mayoría de nuestros contemporáneos que debemos detenernos un instante en ella para evitar todo malentendido. En efecto, con mucha frecuencia se tiene tendencia a pensar que la admisión de un sentido simbólico debe entrañar el rechazo del sentido literal o histórico; una tal opinión no resulta más que de la ignorancia de la ley de correspondencia que es el fundamento mismo de todo simbolismo, y en virtud de la cual cada cosa, al proceder esencialmente de un principio metafísico del que tiene toda su realidad, traduce o expresa este principio a su manera y según su orden de existencia, de tal suerte que, de un orden al otro, todas las cosas se encadenan y se corresponden para concurrir a la armonía universal y total, que es, en la multiplicidad de la manifestación, como un reflejo de la unidad PRINCIPIAL misma. Por eso es por lo que las leyes de un dominio inferior pueden tomarse siempre para simbolizar las realidades de un orden superior, donde tienen su razón profunda, y que es a la vez su principio y su fin; y podemos recordar en esta ocasión, tanto más cuanto que encontraremos aquí mismo ejemplos de ello, el error de las modernas interpretaciones “naturalistas” de las antiguas doctrinas tradicionales, interpretaciones que invierten pura y simplemente la jerarquía de las relaciones entre los diferentes órdenes de realidades. Así, los símbolos o los mitos jamás han tenido por función, como lo pretende una teoría muy extendida en nuestros días, representar el movimiento de los astros; sino que la verdad es que se encuentran frecuentemente en ellos figuras inspiradas en éste y destinadas a expresar analógicamente otra cosa, porque las leyes de este movimiento traducen físicamente los principios metafísicos de los que dependen. Lo que decimos de los fenómenos astronómicos, puede decirse igualmente, y al mismo título, de todos los demás géneros de fenómenos naturales: estos fenómenos, por eso mismo de que derivan de principios superiores y transcendentes, son verdaderamente símbolos de éstos; y es evidente que eso no afecta en nada a la realidad propia que estos fenómenos como tales poseen en el orden de existencia al que pertenecen; antes al contrario, es eso mismo lo que funda esta realidad, ya que, fuera de su dependencia al respecto de los principios, todas las cosas no serían más que una pura nada. Y ocurre con los hechos históricos como con todo lo demás: ellos también se conforman necesariamente a la ley de correspondencia de que acabamos de hablar y, por eso mismo, traducen según su modo las realidades superiores, realidades de las que no son en cierto modo más que una expresión humana; y agregaremos que es eso lo que constituye todo su interés desde nuestro punto de vista, enteramente diferente, no hay que decirlo, de aquel en el que se colocan los historiadores “profanos” (NA: “La verdad histórica misma no es sólida más que cuando deriva del Principio” (Tchoang-Tseu, capítulo XXV).). Este carácter simbólico, aunque común a todos los hechos históricos, debe ser particularmente claro en aquellos que dependen de lo que se puede llamar más propiamente la “historia sagrada”; y es así como se encuentra concretamente, de una manera muy destacada, en todas las circunstancias de la vida de Cristo. Si se ha comprendido bien lo que acabamos de exponer, se verá inmediatamente que eso no solo no es una razón para negar la realidad de estos acontecimientos y para tratarlos de “mitos” puros y simples, sino que, antes al contrario, esos acontecimientos debían ser tales y que no podrían ser de otro modo; por lo demás, ¿cómo se podría atribuir un carácter sagrado a lo que estaría desprovisto de toda significación transcendente? En particular, si Cristo ha muerto en la Cruz, es, podemos decirlo, en razón del valor simbólico que la cruz posee en sí misma y que siempre se le ha reconocido por todas las tradiciones; es así como, sin disminuir en nada su significación histórica, se la puede considerar como no siendo más que derivada de este valor simbólico mismo. 8 SC PREFACIO

Debemos recordar aquí, al menos sumariamente, la distinción fundamental del “Sí mismo” y del “yo”, o de la “Personalidad” y de la “individualidad”, sobre la que hemos dado ya en otra parte todas las explicaciones necesarias (Ibid., cap. II.). El “Sí mismo”, hemos dicho, es el principio transcendente y permanente del que el ser manifestado, el ser humano por ejemplo, no es más que una modificación transitoria y contingente, modificación que no podría, por otra parte, afectar de ningún modo al Principio. Inmutable en su naturaleza propia, desarrolla sus posibilidades en todas las modalidades de realización, en multitud indefinida, que son para el ser total otros tantos estados diferentes, estados de los que cada uno tiene sus condiciones de existencia limitativas y determinantes, y de los que uno solo constituye la porción o más bien la determinación particular de este ser que es el “yo” o la individualidad humana. Por lo demás, este desarrollo no es un desarrollo, a decir verdad, más que en tanto que se le considera del lado de la manifestación, fuera de la cual todo debe ser necesariamente en perfecta simultaneidad en el “eterno presente”; y es por eso por lo que la “permanente actualidad” del “Sí mismo” no es afectada por él. El “Sí mismo” es así el principio por el que existen, cada uno en su dominio propio, que podemos llamar un grado de existencia, todos los estados del ser; y esto debe entenderse, no solo de los estados manifestados, individuales como el estado humano o supraindividuales, es decir, en otros términos, formales o informales, sino también, aunque la palabra “existir” deviene entonces impropia, de los estados no manifestados, que comprenden todas las posibilidades que, por su naturaleza misma, no son susceptibles de ninguna manifestación, al mismo tiempo que las posibilidades de manifestación mismas en modo PRINCIPIAL; pero este “Sí mismo” no es sino por sí mismo, puesto que no tiene y no puede tener, en la unidad total e indivisible de su naturaleza íntima, ningún principio que le sea exterior. 18 SC I

Acabamos de decir que la palabra “existir” no puede aplicarse propiamente a lo no manifestado, es decir, en suma al estado PRINCIPIAL; en efecto, tomada en su sentido estrictamente etimológico (del latín ex-stare), esta palabra indica al ser dependiente respecto de un principio otro que sí mismo, o, en otros términos, al que no tiene en sí mismo su razón suficiente, es decir, al ser contingente, que es la misma cosa que el ser manifestado (De ello resulta que, hablando rigurosamente, la expresión vulgar “existencia de Dios” es un sinsentido, ya sea por lo demás que se entienda por “Dios”, bien el Ser como se hace habitualmente, o bien, con mayor razón, el Principio Supremo que está más allá del Ser.). Cuando hablemos de la Existencia, entenderemos pues la manifestación universal, con todos los estados o grados que conlleva, grados de los cuales cada uno puede ser designado igualmente como un “mundo”, y que son en multiplicidad indefinida; pero este término no convendría ya al grado del Ser puro, principio de toda la manifestación y él mismo no manifestado, ni con mayor razón, a lo que está más allá del Ser mismo. 19 SC I

Los estados de no manifestación son esencialmente supraindividuales, y, del mismo modo que el “Sí mismo” PRINCIPIAL del que no pueden ser separados, tampoco podrían de ninguna manera ser individualizados; en cuanto a los estados de manifestación, algunos son individuales, mientras que otros son no individuales, diferencia que corresponde, según lo que hemos indicado, a la distinción de la manifestación formal y de la manifestación informal. Si consideramos en particular el caso del hombre, su individualidad actual, que constituye hablando propiamente el estado humano, no es más que un estado de manifestación entre una indefinidad de otros, que deben ser concebidos todos como igualmente posibles y, por ello mismo, como existiendo al menos virtualmente, si no como efectivamente realizados para el ser que consideramos, bajo un aspecto relativo y parcial, en este estado individual humano. 23 SC I

Es esencial destacar aquí que toda transposición metafísica del género de la que acabamos de hablar debe considerarse como la expresión de una analogía en el sentido propio de esta palabra; y recordaremos, para precisar lo que es menester entender por esto, que toda verdadera analogía debe aplicarse en sentido inverso; es lo que figura el símbolo bien conocido del “sello de Salomón”, formado de la unión de dos triángulos opuestos (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulos I y III.). Así, por ejemplo, del mismo modo que la imagen de un objeto en un espejo está invertida en relación al objeto, lo que es lo primero o lo más grande en el orden PRINCIPIAL es, al menos en apariencia, lo último o lo más pequeño en el orden de la manifestación (Hemos mostrado que esto se encuentra expresado muy claramente a la vez en textos sacados, unos de las Upanishads y otros del Evangelio.). Para tomar términos de comparación en el dominio matemático, como lo hemos hecho a este propósito a fin de hacer la cosa más fácilmente comprehensible, es así como el punto geométrico es nulo cuantitativamente y no ocupa ningún espacio, aunque sea (y esto se explicará precisamente más completamente después) el principio por el que es producido el espacio entero, que no es más que el desarrollo o la expansión de sus propias virtualidades. Es así igualmente como la unidad aritmética es el más pequeño de los números si se le considera como situado en su multiplicidad, aunque es el más grande en principio, puesto que los contiene a todos virtualmente y produce toda su serie solo por la repetición indefinida de sí misma. 30 SC II

Para volver al simbolismo de la cruz, debemos observar todavía que ésta, además de la significación metafísica y PRINCIPIAL de la que hemos hablado exclusivamente hasta aquí, tiene otros diversos sentidos más o menos secundarios y contingentes; y ello debe ser así normalmente, según lo que hemos dicho, de una manera general, de la pluralidad de los sentidos incluidos en todo símbolo. Antes de desarrollar la representación geométrica del ser y de sus estados múltiples, tal como se encierra sintéticamente en el signo de la cruz, y de penetrar en el detalle de este simbolismo, bastante complejo cuando se le quiere llevar tan lejos como es posible, hablaremos un poco de esos otros sentidos, ya que, aunque las consideraciones a las que se refieren no constituyen el objeto propio de la presente exposición, todo eso está ligado sin embargo de una cierta manera, y a veces incluso más estrechamente de lo que se estaría tentado a creer, siempre en razón de esta ley de correspondencia que hemos señalado desde el comienzo como el fundamento mismo de todo simbolismo. 42 SC III

Debemos precisar también otro punto, que se refiere directamente a la consideración del “Hombre Universal”: hemos hablado más atrás de éste como constituido por el conjunto “Adam-Eva”, y hemos dicho en otra parte que la pareja Purusha-Prakriti, ya sea en relación a toda la manifestación, ya sea más particularmente en relación a un estado de ser determinado, puede considerarse como equivalente al “Hombre Universal” (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, capítulo IV.). Por consiguiente, desde este punto de vista, la unión de los complementarios deberá considerarse como constituyendo el “Andrógino” primordial del que hablan todas las tradiciones; sin extendernos más sobre esta cuestión, podemos decir que lo que es menester entender aquí, es que, en la totalización del ser, los complementarios deben encontrarse efectivamente en un equilibrio perfecto, sin ningún predominio de uno sobre el otro. Por otra parte, hay que destacar que a este “Andrógino” se le atribuye en general la forma esférica (A este respecto, se conoce el discurso que Platón, en el Banquete, pone en boca de Aristófanes, y cuyo valor simbólico, no obstante evidente, la mayoría de los comentadores modernos desconocen casi por completo. Se encuentra algo completamente similar en un cierto aspecto del simbolismo del yin-yang extremo oriental, que vamos a tratar más adelante.), que es la menos diferenciada de todas, puesto que se extiende igualmente en todas las direcciones, y que los pitagóricos consideraban como la forma más perfecta y como la figura de la totalidad universal (Entre todas las líneas de igual longitud, la circunferencia es la que envuelve la superficie máxima; del mismo modo, entre los cuerpos de igual superficie, la esfera es el que contiene el volumen máximo; desde el punto de vista puramente matemático, esa es la razón por la que estas figuras se consideraban como las más perfectas. Leibnitz se ha inspirado en esta idea en su concepción del “mejor de los mundos”, que define, entre la multitud indefinida de todos los mundos posibles, como el que encierra más ser o realidad positiva; pero, como ya lo hemos indicado, la aplicación que hace así de esta idea está desprovista de todo alcance metafísico verdadero.). Para dar así la idea de la totalidad, así como ya lo hemos dicho, la esfera debe ser indefinida, como lo son los ejes que forman la cruz, y que son tres diámetros rectangulares de esta esfera; en otros términos, debido a que la esfera, está constituida por la irradiación misma de su centro, no se cierra jamás, puesto que esta irradiación es indefinida y llena el espacio entero por una serie de ondas concéntricas, cada una de las cuales reproduce las dos fases de concentración y de expansión de la vibración inicial (NA: Esta forma esférica luminosa, indefinida y no cerrada, con sus alternativas de concentración y de expansión (sucesivas desde el punto de vista de la manifestación, pero en realidad simultáneas en el “eterno presente”), es, en el esoterismo islámico, la forma de la Rûh muhammadiyah; es a esta forma total del “Hombre Universal” a la que Dios ordenó a los Ángeles adorar, así como se ha dicho más atrás; y la percepción de esta misma forma está implícita en uno de los grados de la iniciación islámica.). Estas dos fases son por lo demás, ellas mismas, una de las expresiones del complementarismo (NA: Hemos indicado más atrás que esto, en la tradición hindú está expresado por el simbolismo de la palabra Hamsa. Se encuentra también en algunos textos tántricos, puesto que la palabra aha simboliza la unión de Shiva y Shakti, representados respectivamente por la primera y la última letra del alfabeto sánscrito (del mismo modo que, en la partícula hebraica eth, el aleph y el thau representan la “esencia” y la “sustancia” de un ser).); si, saliendo de las condiciones especiales que son inherentes a la manifestación (en modo sucesivo), se las considera en simultaneidad, ambas se equilibran una a la otra, de suerte que su reunión equivale en realidad, a la inmutabilidad PRINCIPIAL, del mismo modo que la suma de los desequilibrios parciales por los cuales se realiza toda manifestación constituye siempre e invariablemente el equilibrio total. 73 SC VI

En el capítulo precedente, hemos hablado de complementarios, no de contrarios; importa no confundir estas dos nociones, como se hace a veces equivocadamente, y no tomar el complementarismo por una oposición. Lo que puede dar lugar a algunas confusiones a este respecto, es que ocurre a veces que las mismas cosas aparecen como contrarias o como complementarias según el punto de vista desde el que se las considere; en este caso, se puede decir siempre que la oposición corresponde al punto de vista más inferior o más superficial, mientras que el complementarismo, en el que esa oposición se encuentra en cierto modo conciliada y ya resuelta, corresponde por eso mismo a un punto de vista más elevado o más profundo, así como lo hemos explicado en otra parte (Ver La Crisis del mundo moderno, PP. 43-44, ed. francesa.). La unidad PRINCIPIAL exige en efecto que no haya oposiciones irreductibles (Por consiguiente, todo “dualismo”, ya sea de orden teológico como el que se atribuye a los maniqueos, o de orden filosófico como el de Descartes, es una concepción radicalmente falsa.); así pues, si es verdadero que la oposición entre dos términos existe en las apariencias y que posee una realidad relativa en un cierto nivel de existencia, esta oposición debe desaparecer como tal y resolverse armónicamente, por síntesis o integración, al pasar a un nivel superior. Pretender que ello no es así, sería querer introducir el desequilibrio hasta en el orden PRINCIPIAL mismo, mientras que, como lo decíamos más atrás, todos los desequilibrios que constituyen los elementos de la manifestación considerados “distintivamente” concurren necesariamente al equilibrio total, que nada puede afectar ni destruir. El complementarismo mismo, que todavía es dualidad, a un cierto grado, debe desvanecerse ante la Unidad, puesto que sus dos términos se equilibran y se neutralizan en cierto modo y se unen hasta fusionarse indisolublemente en la indiferenciación primordial. 80 SC VII

La figura de la cruz puede ayudar a comprender la diferencia que existe entre el complementarismo y la oposición: hemos visto que la vertical y la horizontal podían tomarse como representando dos términos complementarios; pero, evidentemente, no se puede decir que haya oposición entre el sentido vertical y el sentido horizontal. Lo que representa claramente la oposición, en la misma figura, son las direcciones contrarias, a partir del centro, de las dos semirectas que son las dos mitades de un mismo eje, cualquiera que sea este eje; así pues, la oposición puede considerarse igualmente, ya sea en el sentido vertical, ya sea en el sentido horizontal. Se tendrán así, en la cruz vertical de dos dimensiones, dos parejas de términos opuestos formando un cuaternario; será la misma cosa en la cruz horizontal, cada uno de cuyos ejes puede considerarse como relativamente vertical, es decir, como desempeñando el papel de un eje vertical en relación al otro, así como lo hemos explicado en el final del capítulo precedente. Ahora bien, si se reúnen las dos figuras en la de la cruz de tres dimensiones, se tienen tres parejas de términos opuestos, como lo hemos visto precedentemente a propósito de las direcciones del espacio y de los puntos cardinales. Hay que destacar que una de las oposiciones cuaternarias más generalmente conocidas, la de los elementos y de las cualidades sensibles que les corresponden, debe disponerse según la cruz horizontal; en este caso, en efecto, se trata exclusivamente de la constitución del mundo corporal, que se sitúa todo entero en un mismo grado de la Existencia y que no representa incluso más que una porción muy restringida de él. Es la misma cosa cuando se consideran solamente cuatro puntos cardinales, que son entonces los del mundo terrestre, representado simbólicamente por el plano horizontal, mientras que el Zenit y el Nadir, opuestos según el eje vertical, corresponden a la orientación hacia los mundos respectivamente superiores e inferiores en relación a este mismo mundo terrestre. Hemos visto que es la misma cosa también para la doble oposición de los solsticios y de los equinoccios, y eso también se comprende fácilmente, ya que el eje vertical, que permanece fijo e inmóvil mientras que todas las cosas cumplen su rotación alrededor de él, es evidentemente independiente de las vicisitudes cíclicas, que él rige así en cierto modo por su inmovilidad misma, imagen sensible de la inmutabilidad PRINCIPIAL (Es el “motor inmóvil” de Aristóteles, al cual ya hemos tenido la ocasión de hacer frecuentes alusiones en otras partes.). Si no se considera más que la cruz horizontal, el eje vertical está representado en ella por el punto central mismo, que es donde el eje en cuestión encuentra al plano horizontal; así pues, todo plano horizontal, que simboliza un estado o un grado cualquiera de la existencia, tiene en este punto que puede llamarse su centro (puesto que es el origen del sistema de coordenadas al que todo punto del plano podrá ser referido) esa misma imagen de la inmutabilidad. Si se aplica esto, por ejemplo, a la teoría de los elementos del mundo corporal, el centro corresponde al quinto elemento, es decir, al éter (NA: Es la “quintaesencia” (quinta essentia) de los alquimistas, a veces representada, en el centro de la cruz de los elementos, por una figura tal como la estrella de cinco puntas o la flor de cinco pétalos. Se dice también que el éter tiene una “quíntuple naturaleza”; esto debe entenderse del éter considerado en sí mismo y como principio de los otros cuatro elementos.), que es en realidad el primero de todos según el orden de producción, aquél de donde todos los demás proceden por diferenciaciones sucesivas, y que reúne en él todas las cualidades opuestas, características de los demás elementos, en un estado de indiferenciación y de equilibrio perfecto, que corresponde en su orden a la no manifestación primordial (Es la razón por la que la designación del éter es susceptible de dar lugar a las transposiciones analógicas que hemos señalado más atrás; ella se toma entonces simbólicamente como una designación del estado primordial mismo.). 81 SC VII

En el punto central, todas las distinciones inherentes a los puntos de vista exteriores están rebasadas; todas las oposiciones han desaparecido y se han resuelto en un perfecto equilibrio. “En el estado primordial, estas oposiciones no existían. Todas se derivan de la diversificación de los seres (inherente a la manifestación y contingente como ella), y de sus contactos causados por la rotación universal (Es decir, por la rotación de la “rueda cósmica” alrededor de su eje.). Cesarían, si la diversidad y el movimiento cesaran. Cesan de inmediato de afectar al ser que ha reducido su yo distinto y su movimiento particular a casi nada (Esta reducción del “yo distinto”, que finalmente desaparece reabsorbiéndose en un punto único, es la misma cosa que el “vacío” que hemos tratado más atrás; es también El-fanâ del esoterismo islámico. Es por lo demás evidente, según el simbolismo de la rueda, que el “movimiento” de un ser es tanto más reducido cuanto más cerca del centro está ese ser.). Este ser ya no entra en conflicto con ningún ser, porque está establecido en el infinito, borrado de lo indefinido (La primera de estas dos expresiones se refiere a la “personalidad”, y la segunda a la “individualidad”.). Ha llegado y está en el punto de partida de las transformaciones, punto neutro donde no hay conflictos. Por concentración de su naturaleza, por alimentación de su espíritu vital, por reunión de todas sus potencias, se ha unido al principio de todas las génesis. Al estar su naturaleza entera (totalizada sintéticamente en la unidad PRINCIPIAL), al estar su espíritu vital intacto, ningún ser podría dañarle” (Tchoang-tseu, cap. XIX. — La última frase se refiere todavía a las condiciones del “estado primordial”: es lo que la tradición judeocristiana designa como la inmortalidad del hombre antes de la “caída”, inmortalidad recobrada por aquel que, vuelto al “Centro del Mundo”, se alimenta en el “Árbol de la Vida”.). 85 SC VII

). En efecto, él está en el centro, de donde las seis direcciones salen por radiación, y a donde vienen, en el movimiento de retorno, a neutralizarse dos a dos, de suerte que, en este punto único, su triple oposición cesa enteramente, y nada de lo que resulta de ella o de lo que se localiza en ella puede alcanzar al ser que permanece en la unidad inmutable. Puesto que éste no se opone a nada, nada podría oponerse a él tampoco, ya que la oposición es necesariamente una relación recíproca, que exige dos términos en presencia, y que, por consiguiente, es incompatible con la unidad PRINCIPIAL; y la hostilidad, que no es más que una consecución o una manifestación exterior de la oposición, no puede existir al respecto de un ser que está fuera y más allá de toda oposición. El fuego y el agua, que son el tipo de los contrarios en elmundo elemental”, no pueden herirle, ya que, a decir verdad, ya no existen para él en tanto que contrarios, puesto que han entrado, equilibrándose y neutralizándose el uno al otro por la reunión de sus cualidades aparentemente opuestas, pero realmente complementarias (El fuego y el agua, no considerados ya bajo el aspecto de la oposición, sino bajo el del complementarismo, son una de las expresiones de los dos principios activo y pasivo en el dominio de la manifestación corporal o sensible; las consideraciones que se refieren a este punto de vista han sido desarrolladas especialmente por el hermetismo.), en la indiferenciación del éter primordial. 87 SC VII

Se puede decir que la razón de ser esencial de la guerra, bajo cualquier punto de vista y en cualquier dominio en que se la considere, es hacer cesar un desorden y restablecer el orden; es, en otros términos, la unificación de una multiplicidad por los medios que pertenecen al mundo de la multiplicidad misma; es a este título, y solo a este título, como la guerra puede considerarse como legítima. Por otra parte, el desorden, en un sentido, es inherente a toda manifestación tomada en sí misma, ya que la manifestación, fuera de su principio, y por consiguiente, en tanto que multiplicidad no unificada, no es más que una serie indefinida de rupturas de equilibrio. La guerra, entendida como acabamos de hacerlo, y no limitada a un sentido exclusivamente humano, representa pues el proceso cósmico de reintegración de lo manifestado en la unidad PRINCIPIAL; y es por eso por lo que, desde el punto de vista de la manifestación misma, esta reintegración aparece como una destrucción, así como se ve muy claramente por algunos aspectos del simbolismo de Shiva en la doctrina hindú. 95 SC VIII

Para el que ha llegado a realizar perfectamente la unidad en sí mismo, habiendo cesado toda oposición, el estado de guerra cesa también por eso mismo, puesto que ya no hay más que el orden absoluto, según el punto de vista total que está más allá de todos los puntos de vista particulares. A un tal ser, como ya se ha dicho precedentemente, nada puede dañarle en adelante, dado que ya no hay para él más enemigos, ni en él ni fuera de él; la unidad, efectuada dentro, lo es también y simultáneamente fuera, o más bien ya no hay más ni dentro ni fuera, pues eso no es todavía más que una de esas oposiciones que en adelante se han desvanecido a su mirada (NA: Según la tradición hindú, esta mirada es la del tercer ojo de Shiva, que representa elsentido de la eternidad”, y cuya posesión efectiva está esencialmente implícita en la restauración del “estado primordial” (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XX, y El Rey del Mundo, cap. V y VII).). Establecido definitivamente en el centro de todas las cosas, ese “es para sí mismo su propia ley” (Esta expresión está tomada al esoterismo islámico; en el mismo sentido, la doctrina hindú habla del ser que ha llegado a este estado como swêchchhâchâri, es decir, “que hace su propia voluntad”.), porque su voluntad es una con el Querer universal (la “Voluntad del Cielo” de la tradición extremo oriental, que se manifiesta efectivamente en el punto mismo donde reside este ser); él ha obtenido la “Gran Paz”, que es verdaderamente, como lo hemos dicho, la “Presencia divina” (Es-Sakînah, es decir, la inmanencia de la Divinidad en ese punto que es elCentro del Mundo”); al estar identificado, por su propia unificación, a la unidad PRINCIPIAL misma, ve la unidad en todas las cosas y todas las cosas en la unidad, en la absoluta simultaneidad del “eterno presente”. 100 SC VIII

Para comprender bien la significación de este simbolismo, es menester destacar primeramente que la urdimbre, formada de hilos tendidos sobre el telar, representa el elemento inmutable y PRINCIPIAL, mientras que los hilos de la trama, que pasan entre los de la urdimbre por el vaivén de la lanzadera, representan el elemento variable y contingente, es decir, las aplicaciones del principio a tales o cuales condiciones particulares. Por otra parte, si se considera un hilo de la urdimbre y un hilo de la trama, uno se apercibe inmediatamente de que su reunión forma la cruz, de la que son respectivamente la línea vertical y la línea horizontal; y todo punto del tejido, siendo así el punto de encuentro de dos hilos perpendiculares entre ellos, es por eso mismo el centro de una tal cruz. Ahora bien, según lo que hemos visto en cuanto al simbolismo general de la cruz, la línea vertical representa lo que une entre ellos todos los estados de un ser o todos los grados de la Existencia, puesto que liga todos sus puntos correspondientes, mientras que la línea horizontal representa el desarrollo de uno de esos estados o de uno de esos grados. Si referimos esto a lo que indicábamos hace un momento, se puede decir, como lo hemos hecho precedentemente, que el sentido horizontal figurará por ejemplo el estado humano, y que el sentido vertical lo que es transcendente en relación a este estado; este carácter transcendente es en efecto el de la Shruti, que es esencialmente “no humana”, mientras que la Smiriti conlleva las aplicaciones al orden humano y es el producto del ejercicio de las facultades específicamente humanas. 160 SC XIV

En resumen, se puede decir que la urdimbre, son los principios que ligan entre ellos todos los mundos o todos los estados, puesto que cada uno de sus hilos liga los puntos que se corresponden en esos diferentes estados, y que la trama, son los conjuntos de acontecimientos que se producen en cada uno de los mundos, de suerte que cada hilo de esta trama es, como ya lo hemos dicho, el desarrollo de los acontecimientos en un mundo determinado. Desde otro punto de vista, se puede decir también que la manifestación de un ser en un cierto estado de existencia está, como todo acontecimiento cualquiera que sea, determinada por el encuentro de un hilo de la urdimbre con un hilo de la trama. Cada hilo de urdimbre es entonces un ser considerado en su naturaleza esencial, que, en tanto que proyección directa del “Sí mismo” PRINCIPIAL, constituye el lazo de todos sus estados, manteniendo su unidad propia a través de su indefinida multiplicidad. En este caso, el hilo de la trama al que este hilo de la urdimbre encuentra en un cierto punto corresponde a un estado definido de existencia, y su intersección determina las relaciones de ese ser, en cuanto a su manifestación en ese estado, con el medio cósmico en el que se sitúa bajo esta relación. La naturaleza individual de un ser humano por ejemplo, es la resultante del encuentro de estos dos hilos; en otros términos, siempre habrá lugar a distinguir en ella dos tipos de elementos, que deberán referirse respectivamente al sentido vertical y al sentido horizontal: los primeros expresan lo que pertenece en propiedad al ser considerado, mientras que los segundos provienen de las condiciones del medio. 165 SC XIV

Sin embargo, el elemento primordial, el que existe por sí mismo, es el punto, puesto que está presupuesto por la distancia y porque ésta no es más que una relación; la extensión misma presupone pues el punto. Se puede decir que éste contiene en sí mismo una virtualidad de extensión, que no puede desarrollar más que desdoblándose primero, para colocarse en cierto modo enfrente de sí mismo, y multiplicándose después (o mejor dicho submultiplicándose) indefinidamente, de tal suerte que la extensión manifestada procede toda entera de su diferenciación, o, para hablar más exactamente, de él mismo en tanto que se diferencia. Por lo demás, esta diferenciación no tiene realidad más que desde el punto de vista de la manifestación espacial; ella es ilusoria al respecto del punto PRINCIPIAL mismo, que no cesa por eso de ser en sí mismo tal cual era, y cuya unidad esencial no podría ser afectada de ningún modo por eso (Si la manifestación espacial desaparece, todos los puntos situados en el espacio se reabsorben en el punto PRINCIPIAL único, puesto que ya no hay entre ellos ninguna distancia.). El punto, considerado en sí mismo, no está sometido de ninguna manera a la condición espacial, puesto que, antes al contrario, es su principio: es él quien realiza el espacio, quien produce la extensión por su acto, el cual, en la condición temporal (pero en esa condición solamente), se traduce por el movimiento; pero, para realizar así el espacio, es menester que, por algunas de sus modalidades, se sitúe él mismo en este espacio, que, por lo demás, no es nada sin él, y que él llenará todo entero con el despliegue de sus propias virtualidades (Leibnitz ha distinguido con razón lo que llama los “puntos metafísicos”, que son para él las verdaderas “unidades de substancia”, y que son independientes del espacio, y los “puntos matemáticos”, que no son más que simples modalidades de los precedentes, en tanto que son sus determinaciones espaciales, y que constituyen sus “puntos de vista” respectivos para representar o expresar el Universo. Para Leibnitz también, es lo que está situado en el espacio lo que hace toda la realidad actual del espacio mismo; pero es evidente que no se podría referir al espacio, como él lo hace, todo lo que constituye, en cada ser, la expresión del Universo total.). Puede, sucesivamente en la condición temporal, o simultáneamente fuera de esta condición (lo que, digámoslo de pasada, nos haría salir del espacio ordinario de tres dimensiones) (La transmutación de la sucesión en simultaneidad, en la integración del estado humano, implica en cierto modo una “espacialización” del tiempo, que puede traducirse por la agregación de una cuarta dimensión.), identificarse, para realizarlos, a todos los puntos potenciales de esta extensión, extensión que se considerada entonces solo como una pura potencia de ser, que no es otra que la virtualidad total del punto concebida bajo su aspecto pasivo, o como potencialidad, es decir, el lugar o el continente de todas las manifestaciones de su actividad, continente que actualmente no es nada, si no es por la efectuación de su contenido posible (NA: Es fácil darse cuenta de que la relación del punto principal con la extensión virtual, o más bien potencial, es análoga a la de la “esencia” con la “substancia”, siendo estos dos términos entendidos en su sentido universal, es decir, como designando los dos polos activo y pasivo de la manifestación, que la doctrina hindú llama Purusha y Prakriti (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. IV).). 185 SC XVI

Puesto que el punto primordial es sin dimensiones, es también sin forma; por consiguiente, no es del orden de las existencias individuales; no se individualiza en cierto modo más que cuando se sitúa en el espacio, y eso no en sí mismo, sino solo en algunas de sus modalidades, de suerte que, a decir verdad, son éstas las que son propiamente individualizadas, y no el punto PRINCIPIAL. Por lo demás, para que haya forma, es menester que haya ya diferenciación, y por consiguiente, multiplicidad realizada en una cierta medida, lo que no es posible más que cuando el punto se opone a sí mismo, si se puede hablar así, en dos o varias de sus modalidades de manifestación espacial; y esta oposición es lo que, en el fondo, constituye la distancia, cuya realización es la primera efectuación del espacio, que sin ella no es, como acabamos de decirlo, más que una pura potencia de receptividad. Destacamos todavía que la distancia no existe primero más que virtual o implícitamente en la forma esférica de la que hemos hablado más atrás, y que es la que corresponde al mínimo de diferenciación, puesto que es “isótropa” en relación al punto central, sin nada que distinga una dirección particular en relación a todas las demás; el radio, que es aquí la expresión de la distancia (tomada desde el centro a la periferia), no está trazado efectivamente y no forma parte integrante de la figura esférica. La realización efectiva de la distancia no se encuentra explicitada más que en la línea recta, y en tanto que elemento inicial y fundamental de ésta, como resultante de la especificación de una cierta dirección determinada; desde entonces, el espacio ya no puede considerarse como “isótropo”, y, desde este punto de vista, debe ser referido a dos polos simétricos (los dos puntos entre los cuales hay distancia), en lugar de serlo a un centro único. 186 SC XVI

Si consideramos ahora el Ser universal, que es representado por el punto PRINCIPIAL en su indivisible unidad, y del que todos los seres, en tanto que manifestados en la Existencia, no son en suma más que “participaciones”, podemos decir que se polariza en sujeto y atributo sin que su unidad sea afectada por ello; y la proposición de que él es a la vez el sujeto y el atributo toma esta forma: “El Ser es el Ser”. Es el enunciado mismo de lo que los lógicos llaman el “principio de identidad”; pero, bajo esta forma, se ve que su alcance real rebasa el dominio de la lógica, y que es propiamente, ante todo, un principio ontológico, sean cuales sean las aplicaciones que se pueden sacar de él en órdenes diversos. Se puede decir también que es la expresión de la relación entre el Ser como sujeto (Lo que es) y el Ser como atributo (Lo que Él es), y que, por otra parte, puesto que el Ser-sujeto es el que Conoce y el Ser-atributo (u objeto) el Conocido, esta relación es el Conocimiento mismo; pero, al mismo tiempo, es la relación de identidad; así pues, el Conocimiento absoluto es la identidad misma, y todo conocimiento verdadero, al ser una participación en ella, implica también identidad en la medida en que es efectivo. Agregamos todavía que, puesto que la relación no tiene realidad más que por los dos términos que liga, puestos que éstos no son más que uno, los tres elementos (el que Conoce, el Conocido y el Conocimiento) no son verdaderamente más que Uno (Ver lo que hemos dicho sobre el ternario Sachchidânanda en El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XIV.); es lo que puede expresarse diciendo que “el Ser se conoce a Sí mismo por Sí mismo” (NA: En el esoterismo islámico, se encuentran también fórmulas tales como ésta: “Allah ha creado el mundo de Sí mismo por Sí mismo en Sí mismo”, o: “Él ha enviado Su mensaje de Sí mismo a Sí mismo por Sí mismo”. Estas dos fórmulas son por lo demás equivalentes, ya que el “mensaje divino” es el “Libro del Mundo”, arquetipo de todos los Libros Sagrados, y las “letras transcendentes” que componen este Libro son todas las criaturas, así como lo hemos explicado más atrás. De esto resulta también que la “ciencia de las letras” (ilmul-hurûf), entendida en su sentido superior, es el conocimiento de todas las cosas en el principio mismo, en tanto que esencias eternas; en un sentido que puede decirse medio, es la cosmogonia; y finalmente, en el sentido inferior, es el conocimiento de las virtudes de los nombres y de los números, en tanto que expresan la naturaleza de cada ser, conocimiento que permite ejercer por su medio, en razón de esta correspondencia, una acción de orden “mágico” sobre los seres mismos.). 195 SC XVII

Se pueden considerar como coexistiendo todos los sistemas tales como nuestra representación vertical, que tienen respectivamente como ejes centrales todas las rectas que pasan por el centro, ya que son en efecto coexistentes en el estado potencial, y, por lo demás, eso no impide de ningún modo escoger después tres ejes de coordenadas determinadas, a los cuales se referirá toda la extensión. Aquí todavía, todos los sistemas de que hablamos no son en realidad más que las diferentes posiciones del mismo sistema, cuando su eje toma todas las posiciones posibles alrededor del centro, y se interpenetran por la misma razón que precedentemente, es decir, porque cada uno de ellos comprende todos los puntos de la extensión. Se puede decir pues que es el punto PRINCIPIAL del que hemos hablado, independiente de toda determinación y que representa el ser en sí, el que efectúa o realiza esta extensión, hasta entonces completamente potencial y concebida como una pura posibilidad de desarrollo, llenando su volumen total, indefinido a la tercera potencia, por la completa expansión de sus virtualidades en todas las direcciones. Por lo demás, es precisamente en la plenitud de la expansión donde se obtiene la perfecta homogeneidad, del mismo modo que, inversamente, la extrema distinción no es realizable más que en la extrema universalidad (Aquí todavía, hacemos alusión a la unión de los dos puntos de vista de “la unidad en la pluralidad y de la pluralidad en la unidad”, que ya hemos tratado precedentemente, en conformidad con las enseñanzas del esoterismo islámico.); en el punto central del ser, se establece, como lo hemos dicho más atrás, un perfecto equilibrio entre los términos opuestos de todos los contrastes y de todas las antinomias a las que dan lugar los puntos de vista exteriores y particulares. 222 SC XX

El eje vertical representa entonces el lugar metafísico de la manifestación de la “Voluntad del Cielo”, y atraviesa a cada plano horizontal en su centro, es decir, en el punto donde se realiza el equilibrio en el que reside precisamente esta manifestación, o, en otros términos, la armonización completa de todos los elementos constitutivos del estado del ser correspondiente. Como lo hemos visto más atrás, es eso lo que es menester entender por el “Invariable Medio” (Tchoung-young), donde se refleja, en cada estado de ser (por el equilibrio que es como una imagen de la Unidad PRINCIPIAL en lo manifestado), la “Actividad del Cielo”, que, en sí misma, es no actuante y no manifestada, aunque debe ser concebida como capaz de acción y de manifestación, sin que, por lo demás, eso pueda afectarla o modificarla de ninguna manera, e incluso, a decir verdad, como capaz de toda acción y de toda manifestación, precisamente porque está más allá de todas las acciones y manifestaciones particulares. Por consiguiente, podemos decir que, en la representación de un ser, el eje vertical es el símbolo de la “Vía Personal” (Recordamos todavía que la “personalidad” es para nos el principio transcendente y permanente del ser, mientras que la “individualidad” no es más que una manifestación transitoria y contingente del mismo.), que conduce a la Perfección, y que es una especificación de la “Vía Universal”, representada precedentemente mediante una figura esferoidal indefinida y no cerrada; con el mismo simbolismo geométrico, esta especificación se obtiene, según lo que hemos dicho, por la determinación de una dirección particular en la extensión, dirección que es la de este eje vertical (NA: Esto acaba de precisar lo que hemos indicado ya sobre el tema de las relaciones de la “Vía” (Tao) y de la “Rectitud” (Te).). 252 SC XXIII

Por la operación del “Espíritu Universal” (Âtma), que proyecta el “Rayo Celeste” que se refleja sobre el espejo de las “Aguas”, se encierra en el seno de éstas una chispa divina, germen espiritual increado, que, en el Universo potencial (Brahmânda o “Huevo del Mundo”), es esta determinación del “No-Supremo” Brahma (Apara-Brahma) que la tradición hindú designa como Hiranhagarbha (es decir, el “Embrión de Oro”) (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XIII.). En cada ser considerado en particular, esta chispa de la Luz Inteligible constituye, si se puede hablar así, una unidad fragmentaria (expresión por lo demás inexacta si se tomara al pie de la letra, puesto que la unidad es en realidad indivisible y sin partes) que, al desarrollarse para identificarse en acto a la Unidad total, a la que es en efecto idéntica en potencia (ya que contiene en sí misma la esencia indivisible de la luz, como la naturaleza del fuego está contenida entera en cada chispa) (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. V.), se irradiará en todos los sentidos a partir del centro, y realizará en su expansión el perfecto florecimiento de todas las posibilidades del ser. Este principio de esencia divina involucionado en los seres (en apariencia solo, ya que no podría ser afectado realmente por las contingencias, y ya que ese estado de “envolvimiento” no existe más que desde el punto de vista de la manifestación), es también, en el simbolismo Vêdico, Agni (NA: Agni es figurado como un principio ígneo (del mismo modo, por lo demás, que el Rayo luminoso que le hace nacer), puesto que al fuego se le considera como el elemento activo en relación al agua, el elemento pasivo. — Agni en el centro del swastika, es también el cordero en la fuente de los cuatro ríos en el simbolismo cristiano (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. III; El esoterismo de Dante, cap. IV; El Rey del Mundo, cap. IX).), manifestándose en el centro del swastika, que es, como lo hemos visto, la cruz trazada en el plano horizontal, y que, por su rotación alrededor de este centro, genera el ciclo evolutivo que constituye cada uno de los elementos del ciclo universal. El centro, que es el único punto que permanece inmóvil en este movimiento de rotación, es, en razón misma de su inmovilidad (imagen de la inmutabilidad PRINCIPIAL), el motor de la “rueda de la existencia”; encierra en sí mismo la “ley” (en el sentido del término sánscrito Dharma) (NA: Ver Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 3ª Parte, V, y El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. IV. — Hemos indicado también en otra parte la relación que existe entre el término Dharma y el nombre sánscrito del Polo, Dhruva, derivados respectivamente de las raíces dhri y dhru, que tienen el mismo sentido y expresan esencialmente la idea de estabilidad (El Rey del Mundo, cap. I).), es decir, la expresión o la manifestación de la “Voluntad del Cielo”, para el ciclo que corresponde al plano horizontal en el que se efectúa esta rotación, y, según lo que hemos dicho, su influencia se mide, o al menos se mediría si tuviéramos la facultad para ello, por el paso de la hélice evolutiva en el eje vertical (NA: “Cuando se dice ahora (en el curso de la manifestación) “el Principio”, este término ya no designa el Ser solitario, tal como fue primordialmente; designa el Ser que existe en todos los seres, norma universal que preside la evolución cósmica. La naturaleza del Principio, la naturaleza del Ser, son incomprehensibles e inefables. Solo lo limitado puede comprenderse (en modo individual humano) y expresarse. Del Principio que actúa como el polo, como el eje de la universalidad de los seres, de él solo decimos que es el polo, que es el eje de la evolución universal, sin intentar explicarle” (Tchoang-tseu, cap. XXV). Por eso es por lo que el Tao “con un nombre”, que es “La Madre de los diez mil seres” (Tao-te-king, cap. I), es la “Gran Unidad” (Tai-i), situada simbólicamente, como lo hemos visto más atrás, en la estrella polar: “Si es menester dar un nombre al Tao (aunque no pueda ser nombrado), se le llamará (como equivalente aproximativo) la “Gran Unidad”? Los diez mil seres son producidos por Tai-i, modificados por yin y yang”. — En occidente, en la antigua “Masonería operativa”, una plomada, imagen del eje vertical, se suspendía de un punto que simbolizaba el polo celeste. Es también el punto de suspensión de la “balanza” de la que hablan diversas tradiciones (ver El Rey del Mundo, cap. X); y esto muestra que la “nada” (Ain) de la Qabbala hebraica corresponde al “no-actuar” (wou-wei) de la tradición extremo oriental.). 265 SC XXIV

Por otra parte, puesto que el “Cielo” y la “Tierra” son dos principios complementarios, uno activo y el otro pasivo, su unión puede representarse por la figura del “Andrógino”, y esto nos lleva a algunas de las consideraciones que hemos indicado desde el comienzo en lo que concierne al “Hombre Universal”. Aquí también, la participación de los dos principios existe para todo ser manifestado, y se traduce en él por la presencia de los dos términos yang y yin, pero en proporciones diversas y siempre con la predominancia del uno o del otro; la unión perfectamente equilibrada de estos dos términos no puede realizarse más que en el “estado primordial” (NA: Por eso es por lo que las dos mitades del yin-yang constituyen por su reunión la forma circular completa (que corresponde en el plano a la forma esférica en el espacio de tres dimensiones).). En cuanto al estado total, en él no puede tratarse de ninguna distinción del yang y del yin, que han entrado entonces en la indiferenciación PRINCIPIAL; aquí ni siquiera se puede pues hablar del “Andrógino”, lo que implica ya una cierta dualidad en la unidad misma, sino solo de la “neutralidad” que es la del Ser considerado en sí mismo, más allá de la distinción de la “esencia” y de la “sustancia”, del “Cielo” y de la “Tierra”, de Purusha y de Prakriti. Es pues solo en relación a la manifestación como la pareja Purusha-Prakriti puede ser, como lo decíamos más atrás, identificada al “Hombre Universal” (Lo que decimos aquí del verdadero lugar del “Andrógino” en la realización del ser y de sus relaciones con el “estado primordial”, explica el papel importante que esta concepción desempeña en el hermetismo, cuyas enseñanzas se refieren al dominio cosmológico, así como a las extensiones del estado humano en el orden sutil, es decir, en suma a lo que se puede llamar elmundo intermediario”, que es menester no confundir con el domino de la metafísica pura.); es también desde este punto de vista, evidentemente, como éste es el “mediador” entre el “Cielo” y la “Tierra”, puesto que estos dos términos mismos desaparecen desde que se pasa más allá de la manifestación (NA: Con esto se puede comprender el sentido superior de esta frase del Evangelio: “El Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. El Verbo mismo, y por consiguiente el “Hombre Universal” que le es idéntico, está más allá de la distinción del “Cielo” y de la “Tierra”; permanece pues eternamente tal cual es, en su plenitud de ser, mientras que toda manifestación y toda diferenciación (es decir, todo orden de la existencia contingente) se han desvanecido en la “transformación” total.). 306 SC XXVIII

Es verdad, sin duda, que en la representación espacial del ser total, cada punto, antes de toda determinación, es, en potencia, centro del ser que representa esta extensión donde está situado; pero no lo es más que en potencia y virtualmente, mientras el centro real no está efectivamente determinado. Esta determinación implica, para el centro, una identificación a la naturaleza misma del punto PRINCIPIAL, que, en sí mismo, no está hablando propiamente en ninguna parte, puesto que no está sometido a la condición espacial, lo que le permite contener todas sus posibilidades; lo que está por todas partes, en el sentido espacial, no son pues más que las manifestaciones de este punto principal, que llenan en efecto la extensión toda entera, pero que no son sino simples modalidades, de tal suerte que la “ubicuidad” no es en suma más que el sustituto sensible de la “omnipresencia” verdadera (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XXV.). Además, si el centro de la extensión se asimila en cierto modo a todos los demás puntos por la vibración que les comunica, esto no es sino en tanto que les hace participar de la misma naturaleza indivisible e incondicionada que ha devenido la suya propia, y esta participación, en tanto que es efectiva, les sustrae por eso mismo de la condición espacial. 313 SC XXIX

Por consiguiente, para resumir esto en algunas palabras, podemos decir que, no solo en el espacio, sino en todo lo que es manifestado, es lo exterior o la circunferencia lo que está por todas partes, mientras que el centro no está en ninguna, puesto que es no manifestado; pero (y es aquí donde la expresión del “sentido inverso” toma toda su fuerza significativa) lo manifestado no sería absolutamente nada sin este punto esencial, que él mismo no es nada de manifestado, y que, precisamente en razón de su no manifestación, contiene en principio todas las manifestaciones posibles, puesto que es verdaderamente el “motor inmóvil” de todas las cosas, el origen inmutable de toda diferenciación y de toda modificación. Este punto produce todo el espacio (así como las demás manifestaciones) saliendo de sí mismo en cierto modo, por el despliegue de sus virtualidades en una multitud indefinida de modalidades, de las cuales llena este espacio entero; pero, cuando decimos que sale de sí mismo para efectuar este desarrollo, sería menester no tomar al pie de la letra esta expresión muy imperfecta, pues eso sería un grosero error. En realidad, el punto PRINCIPIAL del que hablamos, al no estar jamás sometido al espacio, puesto que es él quien le efectúa y puesto que la relación de dependencia (o la relación causal) no es evidentemente reversible, permanece “no afectado” por las condiciones de sus modalidades cualesquiera que sean, de donde resulta que no deja de ser idéntico a sí mismo. Cuando ha realizado su posibilidad total, es para volver (pero sin que la idea de “retorno” o de “recomienzo” sea no obstante aplicable aquí de ninguna manera) al “fin que es idéntico al comienzo”, es decir, a esa Unidad primera que contenía todo en principio, Unidad que, puesto que es él mismo (considerado como el “Sí mismo”), no puede devenir de ninguna manera otra que él mismo (lo que implicaría una dualidad), y de la que, por consiguiente, considerado en él mismo, jamás había salido. Por lo demás, en tanto que se trate del ser en sí mismo, simbolizado por el punto, e incluso del Ser universal, no podemos hablar más que de la Unidad, como acabamos de hacerlo; pero, si rebasando los límites del Ser mismo, quisiéramos considerar la Perfección absoluta, deberíamos pasar al mismo tiempo, más allá de esta Unidad, al Cero metafísico, que ningún simbolismo podría representar, como tampoco ningún nombre podría nombrarle (Ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, cap. XV.). 316 SC XXIX