religión (IGEDH)

Por otra parte, lo que hemos dicho de la unidad antigua de la «Cristiandad», unidad de naturaleza esencialmente tradicional, y concebida según un modo especial que es el modo religioso, puede aplicarse aproximadamente a la concepción de la unidad del mundo musulmán. En efecto, entre las civilizaciones orientales, la civilización islámica es la que está más cerca de Occidente, y se podría decir inclusive que, tanto por sus caracteres como por su situación geográfica, es, en diversos aspectos, intermediaria entre Oriente y Occidente; así pues, la tradición puede ser considerada bajo dos modos profundamente distintos, de los que uno es puramente oriental, pero el otro, que es el modo propiamente religioso, es común con la civilización occidental. Por lo demás, judaísmo, cristianismo e islamismo se presentan como los tres elementos de un mismo conjunto, fuera del cual, lo decimos desde ahora, a menudo es muy difícil aplicar propiamente el término mismo de «RELIGIÓN», por poco que se le conserve un sentido preciso y claramente definido; pero, en el islamismo, este lado estrictamente religioso no es en realidad más que el aspecto más exterior; éstos son puntos sobre los cuales tendremos que volver después. Sea como sea, para no considerar de momento más que el lado exterior, es sobre una tradición que se puede calificar de religiosa donde reposa toda la organización del mundo musulmán: no es, como en la Europa actual, la RELIGIÓN la que es un elemento del orden social, sino que, al contrario, es el orden social todo entero el que se integra en la RELIGIÓN, de cuya legislación es inseparable, al encontrar en ella su principio y su razón de ser. Eso es lo que, desgraciadamente para ellos, no han comprendido nunca bien los europeos que han tenido que tratar con pueblos musulmanes, y este desconocimiento ha entrañado los errores políticos más groseros y más inextricables; pero no queremos detenernos aquí sobre estas consideraciones, que no hacemos más que indicarlas de pasada. A este propósito, agregaremos sólo dos precisiones que tienen su interés: la primera es que la concepción del «califato», única base posible de todo «panislamismo» verdaderamente serio, no es asimilable a ningún grado a la de una forma cualquiera de gobierno nacional, y que, por lo demás, tiene todo lo que es menester para desorientar a los europeos, habituados a considerar una separación absoluta, e incluso una oposición, entre el «poder espiritual» y el «poder temporal»; la segunda, es que para pretender instaurar en el islam «nacionalidades» diversas, es menester toda la ignorante suficiencia de algunos «jóvenes» musulmanes, como se califican ellos mismos para proclamar su «modernismo», y en quienes la enseñanza de las universidades occidentales ha obliterado completamente el sentido tradicional. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Parece que es bastante difícil entenderse sobre una definición exacta y rigurosa de la RELIGIÓN y de sus elementos esenciales, y la etimología, frecuentemente preciosa en parecido caso, aquí no constituye sino una ayuda bastante débil, ya que la indicación que nos proporciona es extremadamente vaga. La RELIGIÓN, según la derivación de esta palabra, es «lo que liga»; ¿pero es menester entender por esto lo que liga al hombre a un principio superior, o simplemente lo que liga a los hombres entre sí? Al considerar la antigüedad grecorromana, de donde nos ha venido la palabra, si no la cosa misma que designa hoy día, es casi cierto que la noción de RELIGIÓN participaba allí de esta doble acepción, y que incluso la segunda tenía entonces muy frecuentemente una parte preponderante. En efecto, la RELIGIÓN, o al menos lo que se entendía entonces por esta palabra, formaba cuerpo, de una manera indisoluble, con el conjunto de las instituciones sociales, de las que el reconocimiento de los «dioses de la ciudad» y la observancia de las formas de culto legalmente establecidas constituían condiciones fundamentales y garantizaban la estabilidad; por lo demás, eso era lo que daba a esas instituciones un carácter verdaderamente tradicional. Únicamente, había ya desde entonces, al menos en la época clásica, algo que no se comprendía en el principio mismo sobre el cual hubiera debido reposar intelectualmente esta tradición; se puede ver en eso una de las primeras manifestaciones de la inaptitud metafísica común a los occidentales, inaptitud que tiene como consecuencia fatal y constante una extraña confusión en las modalidades del pensamiento. En los griegos en particular, los ritos y símbolos, herencia de tradiciones más antiguas y ya olvidadas, habían perdido rápidamente su significación original precisa; la imaginación de este pueblo eminentemente artista, al expresarse al capricho de la fantasía individual de sus poetas, los había recubierto de un velo casi impenetrable, y es por eso por lo que se ve a filósofos tales como Platón declarar expresamente que no saben qué pensar de los escritos más antiguos que poseían relativos a la naturaleza de los Dioses (NA: Las Leyes, libro X.). Los símbolos habían degenerado así en simples alegorías, y, debido al hecho de una tendencia invencible a las personificaciones antropomórficas, habían devenido «mitos», es decir, fábulas de las que cada cual podía creer lo que bien le pareciera, con tal de que guardara prácticamente la actitud convencional impuesta por las prescripciones legales. En estas condiciones, no podía subsistir apenas más que un formalismo tanto más puramente exterior cuanto más incomprehensible había devenido para aquellos mismos que estaban encargados de asegurar su mantenimiento en conformidad con reglas invariables, y la RELIGIÓN, al haber perdido su razón de ser más profunda, ya no podía ser sino un asunto exclusivamente social. Es eso lo que explica cómo el hombre que cambiaba de ciudad debía al mismo tiempo cambiar de RELIGIÓN y podía hacerlo sin el menor escrúpulo: tenía que adoptar los usos de aquellos entre quienes se establecía, y debía obediencia en adelante a su legislación que devenía la suya, y, de esta legislación, la RELIGIÓN constituida formaba parte integrante, exactamente al mismo título que las instituciones gubernamentales, jurídicas, militares u otras. Esta concepción de la RELIGIÓN como «lazo social» entre los habitantes de una misma ciudad, a la que se superponía, por encima de las variedades locales, otra RELIGIÓN más general, común a todos los pueblos helénicos y que formaba entre ellos el único lazo verdaderamente efectivo y permanente, esta concepción, decimos, no era la de la «RELIGIÓN de Estado» en el sentido en que debía entenderse mucho más tarde, pero tenía ya con ella relaciones evidentes, y debía contribuir ciertamente en buena parte a su formación ulterior. IGEDH: Tradición y Religión

Para los romanos, fue casi igual que para los griegos, con la diferencia, no obstante, de que su incomprehensión de las formas simbólicas, que habían tomado de las tradiciones de los etruscos y de otros diversos pueblos, no provenía de una tendencia estética que invadía todos los dominios del pensamiento, incluso los que hubieran debido estarle más cerrados, sino más bien de una incompleta incapacidad para todo lo que es del orden propiamente intelectual. Esta insuficiencia radical de la mentalidad romana, casi exclusivamente dirigida hacia las cosas prácticas, es muy visible y, por lo demás, generalmente muy reconocida para que sea necesario insistir en ella; al ejercerse después la influencia griega, no debía remediarlo más que en una medida bien restringida. Sea como sea, los «dioses de la ciudad» tuvieron también allí el papel preponderante en el culto público, superpuesto a los cultos familiares que subsistieron siempre concurrentemente con él, pero sin ser quizás mucho mejor comprendidos en su razón profunda; y estos «dioses de la ciudad», a consecuencia de las extensiones sucesivas que recibió su dominio, devinieron finalmente los «dioses del Imperio». Es evidente que un culto como el de los emperadores, por ejemplo, no podía tener más que un alcance únicamente social; y se sabe que, si el cristianismo fue perseguido, mientras que tantos otros elementos heterogéneos se incorporaban sin inconveniente a la RELIGIÓN romana, es porque únicamente él entrañaba, prácticamente tanto como teóricamente, un desconocimiento formal de los «dioses del Imperio» esencialmente subversivo de las instituciones establecidas. Por lo demás, este desconocimiento no hubiera sido necesario si el alcance real de los ritos simplemente sociales hubiera estado claramente definido y delimitado; lo fue al contrario, en razón de las múltiples confusiones que se habían producido entre los dominios más diversos, y que, nacidas de los elementos incomprendidos que implicaban estos ritos, algunos de los cuales venían de muy lejos, les daban un carácter «supersticioso» en el sentido riguroso en el que ya nos ha ocurrido emplear esta palabra. IGEDH: Tradición y Religión

Con esta exposición, no hemos tenido simplemente como meta mostrar lo que era la concepción de la RELIGIÓN en la civilización grecorromana, lo que podría parecer un poco fuera de propósito; hemos querido hacer comprender sobre todo cuan profundamente difiere esta concepción de la de la RELIGIÓN en la civilización occidental actual, a pesar de la identidad del término que sirve para designar a una y otra. Se podría decir que el cristianismo, o, si se prefiere la tradición judeocristiana, al adoptar con la lengua latina esta palabra «RELIGIÓN» que le ha tomado, le ha impuesto una significación casi enteramente nueva; por lo demás, hay otros ejemplos en este hecho, y uno de los más destacables es el que ofrece la palabra «creación», de la que hablaremos más adelante. Lo que dominará en adelante, es la idea de lazo con un principio superior, y no ya la de lazo social, que subsiste todavía hasta un cierto punto, pero empequeñecida y pasada al rango de elemento secundario. Esto no es todavía, a decir verdad, más que una primera aproximación; para determinar más exactamente el sentido de la RELIGIÓN en su concepción actual, que es la única que consideraremos ahora bajo este nombre, sería evidentemente inútil referirse más a la etimología, de la que el uso se ha apartado enormemente, y no es más que por el examen directo de lo que existe efectivamente como es posible obtener una información precisa. IGEDH: Tradición y Religión

Debemos decir ahora que la mayor parte de las definiciones, o más bien de los intentos de definición que se han propuesto, en lo que concierne a la RELIGIÓN, tienen como defecto común poder aplicarse a cosas extremadamente diferentes, y de las cuales algunas no tienen nada en absoluto de religioso en realidad. Así, hay sociólogos que pretenden, por ejemplo, que «lo que caracteriza a los fenómenos religiosos, es su fuerza obligatoria» (NA: E. Durkheim, De la définition des phénomènes religieux.). Habría lugar a destacar que este carácter obligatorio está lejos de pertenecer al mismo grado a todo lo que es igualmente religioso, que puede variar de intensidad, ya sea para las prácticas y las creencias diversas en el interior de una misma RELIGIÓN, ya sea generalmente de una RELIGIÓN a otra; pero, admitiendo incluso que sea más o menos común a todos los hechos religiosos, está muy lejos de serle propio, y la lógica más elemental enseña que una definición debe convenir, no sólo «a todo lo definido», sino también «únicamente a lo definido». De hecho, la obligación, impuesta más o menos estrictamente por una autoridad o un poder de una naturaleza cualquiera, es un elemento que se encuentra de una manera casi constante en todo lo que son instituciones sociales propiamente dichas; en particular, ¿hay algo que se plantee como más riguroso que la legalidad? Por lo demás, que la legislación se vincule directamente a la RELIGIÓN como en el islam, o que esté por el contrario completamente separada y sea independiente de ella como en los estados europeos actuales, no obstante tiene este carácter de obligación tanto en un caso como en el otro, y lo tiene siempre necesariamente, simplemente porque se trata de una condición de posibilidad para cualquier forma de organización social; así pues, ¿quién se atrevería a sostener seriamente que las instituciones jurídicas de la Europa moderna están revestidas de un carácter religioso? Una tal suposición es manifiestamente ridícula, y, si nos entretenemos en ello un poco más de lo que convendría, es porque se trata de teorías que han adquirido, en algunos medios, una influencia tan considerable como poco justificada. Para acabar con este punto, no es únicamente en las sociedades que se ha convenido llamar «primitivas», erróneamente según nós, donde «todos los fenómenos sociales tienen el mismo carácter obligatorio», a un grado u otro, constatación que obliga a nuestros sociólogos, al hablar de estas sociedades supuestamente «primitivas», cuyo testimonio les agrada invocar tanto más cuanto más difícil es su control, a confesar que «la RELIGIÓN allí es todo, a menos que se prefiera decir que no es nada» (NA: E. Doutté, Magie et religion dans l’Afrique du Nord, Introducción, p. 7). Es verdad que agregan de inmediato, para esta segunda alternativa que nos parece que es la buena, esta restricción: «Si se la quiere considerar como una función especial»; pero precisamente, si no es una «función especial», ya no es RELIGIÓN en absoluto. IGEDH: Tradición y Religión

Pero no hemos terminado todavía con todas las fantasías de los sociólogos: otra teoría que les es querida consiste en decir que la RELIGIÓN se caracteriza esencialmente por la presencia de un elemento ritual; dicho de otro modo, por todas partes donde se constata la existencia de ritos, cualesquiera que sean, se debe concluir de ello, sin más examen, que nos encontramos por eso mismo en presencia de fenómenos religiosos. Es cierto que en toda RELIGIÓN hay un elemento ritual, pero este elemento no es suficiente, por sí sólo, para caracterizar la RELIGIÓN como tal; aquí, como hace un momento, la definición propuesta es demasiado amplia, porque hay ritos que no son en modo alguno religiosos, y los hay incluso de varios tipos. En primer lugar, hay ritos que tienen un carácter pura y exclusivamente social, civil si se quiere: este caso habría debido encontrarse en la civilización grecorromana, si no hubiera habido entonces las confusiones de las que hemos hablado; existen actualmente en la civilización china, donde no hay ninguna confusión del mismo género, y donde las ceremonias del confucionismo son efectivamente ritos sociales, sin el menor carácter religioso: sólo a este título son el objeto de un reconocimiento oficial, que, en China, sería inconcebible en toda otra condición. Es lo que habían comprendido muy bien los jesuitas establecidos en China en el siglo XVII, que encontraban muy natural participar en esas ceremonias, y que no veían en ellas nada incompatible con el cristianismo, en lo que tenían mucha razón, ya que el confucionismo, al colocarse enteramente fuera del dominio religioso, y al no hacer intervenir más que lo que puede y debe ser admitido normalmente por todos los miembros del cuerpo social sin ninguna distinción, es desde entonces perfectamente conciliable con una RELIGIÓN cualquiera, así como con la ausencia de toda RELIGIÓN. Los sociólogos contemporáneos cometen exactamente el mismo error que cometieron antaño los adversarios de los jesuitas, cuando les acusaron de haberse sometido a las prácticas de una RELIGIÓN extraña al cristianismo: al ver que allí había ritos, habían pensado, naturalmente, que estos ritos, como los que estaban habituados a considerar en el medio europeo, debían ser de naturaleza religiosa. La civilización extremo oriental nos servirá también de ejemplo para un género diferente de ritos no religiosos: en efecto, el taoísmo, que es, lo hemos dicho, una doctrina puramente metafísica, posee también algunos ritos que le son propios; es que, por extraño y por incomprehensible incluso que pueda parecer a los occidentales, existen ritos que tienen un carácter y un alcance esencialmente metafísico. Puesto que no queremos insistir más en ello por el momento, agregaremos simplemente que, sin ir tan lejos como la China o la India, se podrían encontrar tales ritos en algunas ramas del islam, si éste no permaneciera casi tan cerrado a los europeos, y en gran parte por su culpa, como todo el resto del Oriente. Después de todo, a los sociólogos se les puede excusar de engañarse sobre cosas que les son completamente extrañas, y podrían, con alguna apariencia de razón, creer que todo rito es de esencia religiosa, si el mundo occidental, sobre el que deberían estar mejor informados, no les presentara verdaderamente más que ritos religiosos; pero nos permitiríamos gustosamente preguntarles si, por ejemplo, los ritos masónicos, cuya verdadera naturaleza no tratamos de investigar aquí, poseen, por el hecho mismo de que son efectivamente ritos, un carácter religioso a cualquier grado que sea. IGEDH: Tradición y Religión

Ya que estamos en este tema, aprovecharemos también para señalar que la ausencia total del punto de vista religioso en los chinos ha podido dar lugar a otro error, pero que es inverso al precedente, y que, esta vez, se debe a una incomprehensión recíproca. El chino, que, en cierto modo, tiene por naturaleza el mayor respeto hacia todo lo que es de orden tradicional, adoptará gustosamente, cuando se encuentre trasladado a otro medio, lo que le parezca que constituye su tradición; ahora bien, puesto que en Occidente sólo la RELIGIÓN presenta este carácter, podrá adoptarla así, pero de una manera completamente superficial y pasajera. Vuelto a su país de origen, que jamás ha abandonado de una manera definitiva, ya que la «solidaridad de la raza» es demasiado poderosa para permitírselo, ese mismo chino ya no se preocupará lo más mínimo de la RELIGIÓN cuyos usos había seguido temporalmente; eso se debe a que esa RELIGIÓN, que es tal para los otros, él mismo no la había concebido nunca en modo religioso, puesto que ese modo es extraño a su mentalidad, y, por lo demás, como no ha encontrado en Occidente nada que tenga, por poco que sea, un carácter metafísico, ella no podía ser a sus ojos más que el equivalente más o menos exacto de una tradición de orden puramente social, a la manera del confucionismo. Así pues, los europeos cometerían un gran error al tachar a una tal actitud de hipócrita, como les ocurre hacerlo; para el chino no es más que una simple cuestión de cortesía, ya que, según la idea que se hacen de ella, la cortesía quiere que uno se conforme tanto como sea posible a las costumbres del país donde se vive, y los jesuitas del siglo XVII estaban estrictamente en regla con ella cuando, al vivir en China, ocupaban su lugar en la jerarquía oficial de los letrados y rendían a los Antepasados y a los Sabios los honores rituales que se les deben. IGEDH: Tradición y Religión

En el mismo orden de ideas, otro hecho interesante que hay que reseñar es que, en el Japón, el sintoísmo tiene, en una cierta medida, el mismo carácter y el mismo papel que el confucionismo en China; aunque tenga también otros aspectos menos claramente definidos, es ante todo una institución ceremonial del Estado, y sus funcionarios, que no son «sacerdotes», son enteramente libres de tomar la RELIGIÓN que quieran o de no tomar ninguna. A este propósito, recordamos haber leído, en un manual de historia de las religiones, la reflexión singular de que, «ni en el Japón ni tampoco en China, la fe en las doctrinas de una RELIGIÓN excluye en lo más mínimo la fe en las doctrinas de otra RELIGIÓN» (NA: Christus, cap. V, p. 193.); en realidad, doctrinas diferentes no pueden ser compatibles sino a condición de no colocarse sobre el mismo terreno, lo que es en efecto el caso, y eso debería bastar para probar que aquí no puede tratarse en modo alguno de RELIGIÓN. De hecho, fuera del caso de importaciones extranjeras que no han podido tener una influencia muy profunda ni muy extensa, el punto de vista religioso les es tan completamente desconocido a los japoneses como a los chinos; se trata incluso de uno de los raros rasgos comunes que se pueden observar en la mentalidad de estos dos pueblos. IGEDH: Tradición y Religión

Hasta aquí, no hemos tratado en suma más que de una manera negativa la cuestión que habíamos planteado, ya que hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de algunas definiciones, insuficiencia que llega hasta entrañar su falsedad; debemos indicar ahora, si no una definición, hablando propiamente, al menos sí una concepción positiva de lo que constituye verdaderamente la RELIGIÓN. Diremos que la RELIGIÓN conlleva esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral y un culto; por todas partes donde falte uno cualquiera de estos elementos, ya no se tratará de una RELIGIÓN en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos seguidamente que el primer elemento forma la parte intelectual de la RELIGIÓN, que el segundo forma su parte social, y que el tercero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y de otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin buscar más por el momento cuáles son las características especiales de una tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no obstante no es de orden puramente intelectual; y por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no ya religiosa. Así pues, es menester que esta doctrina, para tomar la forma particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extraintelectuales, que son, en su mayor parte, del orden sentimental; la palabra misma «creencias», que sirve comúnmente para designar las concepciones religiosas, marca bien este carácter, ya que es una precisión psicológica elemental que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certeza que es completamente intelectual, es un fenómeno donde la sentimentalidad juega un papel esencial, una suerte de inclinación o de simpatía hacia una idea, lo que, por lo demás, supone necesariamente que esta idea misma es concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, deviene preponderante, e incluso casi exclusivo, en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo teórica: esta moral, cuya razón de ser no puede ser sino puramente social, podría considerarse como una suerte de legislación, lo único que permanece como patrimonio de la RELIGIÓN allí donde las instituciones civiles son independientes de ella. Por último, los ritos, cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se consideren como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se consideren como «prácticas», que requieren, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto debería reservarse propiamente a los ritos religiosos; no obstante, de hecho, se emplea también corrientemente, aunque algo abusivamente, para designar otros ritos, ritos puramente sociales por ejemplo, cuando se habla del «culto de los antepasados» en China. Hay que destacar que, en una RELIGIÓN donde el elemento social y sentimental predomina sobre el elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente cada vez más, de suerte que una tal RELIGIÓN tiende a degenerar en un «moralismo» puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro de ello en el caso del protestantismo; en el límite, que, actualmente, ha alcanzado casi un cierto «protestantismo liberal», lo que queda ya no es una RELIGIÓN, puesto que no ha conservado más que una sola de las partes esenciales, sino simplemente una suerte de pensamiento filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando está vinculada en principio a un dogma al que se subordina, ya sea en modo filosófico, cuando se considera como independiente de él; volveremos de nuevo más adelante sobre esta segunda forma. IGEDH: Tradición y Religión

Se puede comprender ahora por qué decíamos precedentemente que es difícil aplicar rigurosamente el término de RELIGIÓN fuera del conjunto formado por el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, lo que confirma la proveniencia específicamente judaica de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Es que, en cualquier otro lugar, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados, por lo demás, por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral esta totalmente ausente, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este mismo punto de vista moral el que falta: si la legislación no es allí religiosa como en el islam, es porque está enteramente desprovista del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ningún rastro tampoco de esa forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la que el vinculamiento de una moral a un principio doctrinal es por lo demás completamente inconcebible. Se puede decir que el punto de vista moral y el punto de vista religioso mismo suponen esencialmente una cierta sentimentalidad, que está en efecto desarrollada sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Así pues, en eso hay algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que sería menester agregar aquí a los musulmanes, pero sin hablar del aspecto extrarreligioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos, la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existiendo por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una «moral independiente», es decir, filosófica, idea que se encontraba antaño en los griegos y en los romanos, y que está de nuevo muy extendida en Occidente en la época actual. IGEDH: Tradición y Religión

Aquí es indispensable una última observación: no admitimos, como los sociólogos de los que hablábamos más atrás, que la RELIGIÓN sea pura y simplemente un hecho social; decimos solamente que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que evidentemente, no es la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario en relación a la doctrina, que es de un orden completamente diferente, de suerte que la RELIGIÓN, aunque es social por un cierto lado, es al mismo tiempo algo más. Por lo demás, de hecho, hay casos donde todo lo que es del orden social se encuentra vinculado y como suspendido de la RELIGIÓN: es el caso del islamismo, como ya hemos tenido ocasión de decirlo, y también del judaísmo, en el que la legislación no es menos esencialmente religiosa, pero con la particularidad de que no es aplicable más que a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del cristianismo que podríamos llamar «integral», y que ha tenido antaño una realización efectiva. La opinión sociológica no corresponde más que al estado actual de Europa, y todavía haciendo abstracción de las consideraciones doctrinales, que, no obstante, no han perdido realmente su importancia primordial más que en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, la opinión sociológica podría servir para justificar la concepción de una «RELIGIÓN de Estado», es decir, en el fondo, de una RELIGIÓN que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre mucho riesgo de ser reducida a un papel de instrumento político; concepción que, en algunos aspectos, nos conduce a la RELIGIÓN grecorromana, así como lo indicábamos más atrás. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la «Cristiandad»: ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución, más que a condición de ser esencialmente «supranacional»; al contrario, la «RELIGIÓN de Estado» se considera siempre de hecho, que no de derecho, como nacional, ya sea enteramente independiente o ya sea que admita un vinculamiento a otras instituciones similares por una suerte de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la «Cristiandad», es eminentemente la de un «Catolicismo» en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una «RELIGIÓN de Estado», encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o ya sea en el anglicanismo o en algunas formas de la RELIGIÓN protestante, a la que, en general, este rebajamiento no parece repugnar en absoluto. Agregamos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la RELIGIÓN, la primera es la única que sea capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin ninguna excepción, la mentalidad oriental. IGEDH: Tradición y Religión

Importa destacar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, con eso, es marcar la distinción profunda que es menester establecer necesariamente entre la metafísica, por una parte, y, por otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir, todas las ciencias particulares y especiales, que tienen como objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales. Así pues, en el fondo, se trata de la distinción misma de lo universal y de lo individual, distinción que no debe tomarse como una oposición, ya que, entre sus dos términos, no hay ninguna medida común ni ninguna relación de simetría o de coordinación posible. Por lo demás, no podría haber oposición o conflicto de ningún tipo entre la metafísica y las ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; y es exactamente lo mismo, por lo demás, al respecto de la RELIGIÓN. Es menester comprender bien, no obstante, que la separación de que se trata no recae tanto sobre las cosas mismas como sobre los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que tendremos que decir más especialmente sobre la manera en que deben concebirse las relaciones que tienen entre sí las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; del mismo modo, todo lo que consideramos bajo algunos puntos de vista individuales y especiales puede ser considerado igualmente, por una transposición conveniente, desde el punto de vista universal, que, por lo demás, no es ningún punto de vista especial, así como puede serlo también lo que, por otra parte, no es susceptible de ser considerado en modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo que es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; por eso los dominios propios de las diferentes ciencias no permanecen menos distintos que el de la metafísica, ya que ésta, al no colocarse sobre el mismo terreno que las ciencias particulares, no es a ningún grado su análoga, de tal suerte que no puede haber nunca lugar a establecer ninguna comparación entre los resultados de una y los de las otras. Por otro lado, el dominio de la metafísica no es en modo alguno, como lo piensan algunos filósofos que no saben apenas de qué se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino más bien lo que, por su naturaleza misma, escapa al alcance de estas ciencias y rebasa inmensamente el alcance al que pueden pretender legítimamente. El dominio de toda ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está constituido esencialmente por aquello de lo que no hay ninguna experiencia posible: al estar «mas allá de la física», estamos también, y por eso mismo, más allá de la experiencia. Por consiguiente, el dominio de cada ciencia particular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar a tener nunca el menor punto de contacto con el de la metafísica. IGEDH: Caracteres esenciales de la metafísica

La influencia del elemento sentimental menoscaba evidentemente la pureza intelectual de la doctrina, y marca en suma, es menester decirlo, una decadencia en relación al pensamiento metafísico, decadencia que, por lo demás, allí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, era en cierto modo inevitable e incluso necesaria en un sentido, si la doctrina debía ser adaptada a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en quienes la sentimentalidad predominaba sobre la inteligencia, predominio que, por lo demás, ha alcanzado su punto más alto en los tiempos modernos. Sea como sea, no es menos verdad por eso que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él, y sobre la que él reacciona, no puede ser, ella misma, sino relativa y contingente; y esto puede observarse particularmente al respecto de la necesidad de «consolaciones» a la que responde, en una medida muy amplia, el punto de vista religioso. La verdad, en sí misma, no tiene porque ser consoladora; si alguien la encuentra tal, tanto mejor para él, cierto, pero la consolación que siente no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentimentalidad. Al contrario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que, por consiguiente, debe revestirse ella misma de una forma sentimental, desde entonces ya no puede ser identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correlativa de un menoscabo intelectual de la colectividad humana a la que se dirige. Por otro lado, es de eso de donde nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que entraña su incompatibilidad, ya que, mientras que la inteligencia es una, y mientras que la verdad, en toda la medida en que se comprende, no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es diversa, y la RELIGIÓN, que tiende a satisfacerla, deberá esforzarse en adaptarse formalmente lo mejor posible a sus modos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Por lo demás, eso no quiere decir que todas las formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación entre el catolicismo y el protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto. IGEDH: Relaciones de la metafísica y la teología

El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa, por incapacidad de elevarse hasta su significación puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda «idolatría» en el sentido propio de esta palabra, ese que el islamismo le da de una manera particularmente clara. Cuando ya no se ve del símbolo más que su forma exterior, su razón de ser y su eficacia actual han desaparecido igualmente; el símbolo ya no es más que un «ídolo», es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que «superstición» pura, en tanto no se encuentre a nadie cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que ha perdido, o al menos lo que ya no contiene más que en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido ha caído en el olvido, y especialmente el de toda RELIGIÓN que la común incomprehensión de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; ya hemos citado el ejemplo más llamativo quizás de esta degeneración, el de la RELIGIÓN griega. Es también en los griegos donde se encuentra, en su más alto grado, una tendencia que aparece como inseparable de la «idolatría» y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: los griegos no concebían a sus dioses como representando algunos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres con forma humana, dotados de sentimientos humanos, y que actuaban a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, ya no tenían nada que pudiera ser distinguido de la forma en que la poesía y el arte les habían revestido, no eran literalmente nada fuera de esa forma misma. Sólo una antropomorfización tan completa podía dar pretexto a lo que se ha llamado, según el nombre de su inventor, el «evemerismo», es decir, la teoría según la cual los dioses no habrían sido en el origen más que hombres ilustres; ciertamente, no se podría ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera aún que la de algunos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o una tentativa de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del «mito solar». El «mito», como el «ídolo», no ha sido nunca más que un símbolo incomprendido: uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los griegos la poesía produjo el primero y el arte produjo el segundo; pero, en los pueblos para quienes, como los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni el uno ni el otro podían tomar nacimiento, y no pudieron hacerlo en efecto más que en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los interpretes de lo que no comprendían de ninguna manera. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de un orden inferior a lo que es simbolizado. Del mismo modo, es sin duda una tendencia general y natural al hombre utilizar la forma humana en el simbolismo; pero eso, que no se presta en sí mismo a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye en modo alguno el antropomorfismo, en tanto que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada análogo a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos de figura humana, aunque de un uso corriente, allí no devinieron nunca «ídolos»; y, a este propósito, aún se puede notar hasta qué punto el simbolismo se opone a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero allí donde el arte no es en suma más que un medio de expresión y como un vehículo de algunas concepciones intelectuales, no podría considerarse evidentemente como un fin en sí mismo, lo que no puede ocurrir más que en los pueblos donde predomina la sentimentalidad. Únicamente en esos mismos pueblos el antropomorfismo es natural, y hay que destacar que, por la misma razón, se trata de los mismos pueblos donde ha podido constituirse el punto de vista propiamente religioso; pero, por lo demás, la RELIGIÓN siempre se ha esforzado en ellos en reaccionar contra la tendencia antropomórfica y en combatirla en principio, aunque su concepción más o menos falseada, en el espíritu popular, contribuyera a veces al contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los judíos y los árabes, son vecinos bajo este aspecto de los pueblos occidentales: en efecto, no podría haber otra razón para la prohibición de los símbolos de figura humana, común al judaísmo y al islamismo, pero con la restricción de que, en este último, no fue aplicada nunca rigurosamente en los persas, para quienes el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, porque, al ser más orientales que los árabes, y, por lo demás, de una raza completamente diferente, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

La ortodoxia y la heterodoxia pueden ser consideradas, no sólo desde el punto de vista religioso, aunque éste sea el caso más habitual en Occidente, sino también desde el punto de vista mucho más general de la tradición bajo todos sus modos; en lo que concierne a la India, es únicamente de esta manera como se las puede comprender, puesto que allí no hay nada que sea propiamente religioso, mientras que, al contrario, para Occidente no hay nada verdaderamente tradicional fuera de la RELIGIÓN. En lo que concierne a la metafísica y a todo lo que procede de ella más o menos directamente, la heterodoxia de una concepción no es otra cosa, en el fondo, que su falsedad, que resulta de su desacuerdo con los principios fundamentales; y, lo más frecuentemente, esta falsedad es incluso una absurdidad manifiesta, por poco que se quiera reducir la cuestión a la simplicidad de sus datos esenciales: no podría ser de otro modo, desde que la metafísica, como lo hemos dicho, excluye todo lo que presenta un carácter hipotético, para no admitir más que aquello cuya comprehensión implica inmediatamente la verdadera certeza. En estas condiciones, la ortodoxia no es más que uno con el conocimiento verdadero, puesto que reside en un acuerdo constante con los principios; y, como estos principios, para la tradición hindú, están contenidos esencialmente en el Vêda, es evidentemente el acuerdo con el Vêda el que es aquí el criterio de la ortodoxia. Únicamente, lo que es menester comprender bien, es que aquí se trata mucho menos de recurrir a la autoridad de los textos escritos que de observar la perfecta coherencia de la enseñanza tradicional en su conjunto; el acuerdo o el desacuerdo con los textos védicos no es en suma más que un signo exterior de la verdad o de la falsedad intrínseca de una concepción, y ésta es la que constituye realmente su ortodoxia o su heterodoxia. Si ello es así, se objetara quizás, ¿por qué no hablar entonces simplemente de verdad o de falsedad? Es porque la unidad de la doctrina tradicional, con toda la fuerza que le es inherente, proporciona la guía más segura para impedir que las divagaciones individuales tengan curso libre; por lo demás, para eso, basta con la fuerza que tiene la tradición en sí misma, sin que haya necesidad de la obligación ejercida por una autoridad más o menos análoga a la autoridad religiosa: esto resulta de lo que hemos dicho de la verdadera naturaleza de la unidad hindú. Allí donde esta fuerza de la tradición está ausente, y donde no hay siquiera una autoridad exterior que pueda suplirla en una cierta medida, se ve muy claramente, por el ejemplo de la filosofía occidental moderna, a qué confusión lleva el desarrollo y la expansión sin freno de las opiniones más aventuradas y más contradictorias; si las concepciones falsas toman entonces nacimiento tan fácilmente y llegan incluso a imponerse a la mentalidad común, es porque ya no es posible referirse a un acuerdo con los principios, porque ya no hay principios en el verdadero sentido de esta palabra. Al contrario, en una civilización esencialmente tradicional, los principios no se pierden nunca de vista, y no hay más que aplicarlos, directa o indirectamente, en un orden o en otro; así pues, las concepciones que se apartan de ellos se producirán mucho más raramente, serán incluso excepcionales, y, si se producen no obstante a veces, su crédito no será nunca muy grande: esas desviaciones seguirán siendo siempre anomalías como lo han sido en su origen, y, si su gravedad es tal que devienen incompatibles con los principios más esenciales de la tradición, se encontrarán por eso mismo arrojadas fuera de la civilización donde habían tomado nacimiento. IGEDH: Ortodoxia y heterodoxia

El budismo, acabamos de decir, parece más cercano, o más bien menos alejado de las concepciones occidentales que las demás doctrinas de Oriente, y, por consiguiente, parece más fácil de estudiar para los occidentales; es eso sin duda lo que explica la predilección marcada que le testimonian los orientalistas. Éstos, en efecto, piensan encontrar en él algo que entre en los cuadros de su mentalidad, o que al menos no escape completamente de ella; en todo caso, no se encuentran en él, como en las otras doctrinas, molestos por una total imposibilidad de comprehensión que, sin confesárselo a sí mismos, deben sentir no obstante más o menos confusamente. Tal es al menos la impresión que sienten en presencia de algunas formas del budismo, ya que, como lo diremos dentro de un momento, hay que hacer muchas distinciones a este respecto, y, naturalmente, en esas formas que les son más accesibles, quieren ver el budismo verdadero y en cierto modo primitivo, mientras que las otras no serían, según ellos, más que alteraciones más o menos tardías. Pero el budismo, sea como sea, e incluso en los aspectos más «simplistas» que haya podido revestir en algunas de sus ramas, es no obstante todavía oriental a pesar de todo; así pues, los orientalistas llevan demasiado lejos la asimilación con los puntos de vista occidentales, por ejemplo cuando quieren hacer de él el equivalente de una RELIGIÓN en el sentido europeo de la palabra, lo que, por lo demás, los mete a veces en un singular atolladero: ¿no han declarado algunos, que no retroceden ante una contradicción en los términos, que era una «RELIGIÓN atea»? En realidad, el budismo no es más «ateo» que «teísta» o «panteísta»; lo que es menester decir simplemente, es que no se coloca en el punto de vista en relación al que estos diversos términos tienen un sentido; pero, si no se coloca ahí, es precisamente porque no es una RELIGIÓN. Así, aquello mismo que podría parecer menos extraño a su propia mentalidad, los orientalistas encuentran aún el medio de desnaturalizarlo con sus interpretaciones, e incluso de varias maneras ya que, cuando quieren ver en el budismo una filosofía, no le desnaturalizan menos que cuando quieren hacer de él una RELIGIÓN: por ejemplo, si se habla de «pesimismo» como se hace muy frecuentemente, no es el budismo lo que se caracteriza, o al menos no es más que el budismo visto a través de la filosofía de Schopenhauer; el budismo autentico no es ni «pesimista» ni «optimista», ya que, para él, las cuestiones no se plantean precisamente de esta manera; pero es menester creer que es muy molesto para algunos no poder aplicar a una doctrina las etiquetas occidentales. IGEDH: A propósito del budismo

La verdad es que el budismo no es ni una RELIGIÓN ni una filosofía, aunque, sobre todo en aquellas de sus formas que tienen la preferencia de los orientalistas, esté más cerca de una y otra en algunos aspectos, que lo están las doctrinas tradicionales hindúes. En efecto, en eso se trata de escuelas que, habiéndose puesto fuera de la tradición regular, y habiendo perdido por eso mismo de vista la metafísica verdadera, debían ser llevadas inevitablemente a substituir ésta por algo que se parece al punto de vista filosófico en una cierta medida, pero sólo en una cierta medida. Se encuentran en ellas especulaciones que, si no se consideran más que superficialmente, pueden hacer pensar en la psicología, pero, evidentemente, eso no es propiamente psicología, que es algo completamente occidental e, inclusive en Occidente, completamente reciente, puesto que no data realmente más que de Locke; sería menester no atribuir a los budistas una mentalidad que procede muy especialmente del moderno empirismo anglosajón. El acercamiento, para ser legítimo, no debe de llegar hasta una asimilación y, de modo semejante, en lo que concierne a la RELIGIÓN, el budismo no le es efectivamente comparable más que sobre un punto, importante sin duda, pero insuficiente para hacer concluir en una identidad de pensamiento: es la introducción de un elemento sentimental, que, por lo demás, puede explicarse en todos los casos por una adaptación a las condiciones particulares del período en el que han tomado nacimiento las doctrinas que están afectadas por él, y que, por consecuencia, está lejos de implicar necesariamente que estás sean todas de una misma especie. La diferencia real de los puntos de vista puede ser mucho más esencial que una semejanza que, en suma, recae sobre todo sobre la forma de expresión de las doctrinas; eso es lo que desconocen concretamente aquellos que hablan de «moral búdica»: lo que toman por moral, tanto más fácilmente cuanto que su lado sentimental puede prestarse en efecto a esta confusión, se considera en realidad bajo un aspecto completamente diferente y tiene una razón de ser muy diferente, que no es siquiera de un orden equivalente. Un ejemplo bastará para permitir darse cuenta de ello: la fórmula bien conocida: «Que los seres sean felices», concierne a la universalidad de los seres, sin ninguna restricción, y no únicamente a los seres humanos; esa es una extensión de la que el punto de vista moral, por definición misma, no es susceptible de ninguna manera. La «compasión» búdica no es en modo alguno la «piedad» de Schoppenhauer; sería comparable más bien a la «caridad cósmica» de los musulmanes, que es, por lo demás, perfectamente transponible fuera de todo sentimentalismo. Por eso no es menos cierto que el budismo está incontestablemente revestido de una forma sentimental que, sin llegar hasta el «moralismo», constituye no obstante un elemento característico que hay que tener en cuenta, tanto más cuanto que es uno de aquellos que le diferencian muy claramente de las doctrinas hindúes, y que le hacen aparecer como ciertamente más alejado que éstas de la «primordialidad» tradicional. IGEDH: A propósito del budismo

Otro punto que es bueno indicar a este propósito es que existe un lazo bastante estrecho entre la forma sentimental de una doctrina y su tendencia a la difusión, tendencia que existe en el budismo como en las religiones, así como lo prueba su expansión en la mayor parte de Asia; pero, ahí también, es menester no exagerar la semejanza, y quizás no es muy justo hablar de los «misioneros» búdicos que se extendieron fuera de la India en algunas épocas, ya que, además de que en eso no se trata nunca de hecho más que de algunos personajes aislados, la palabra hace pensar demasiado inevitablemente en los métodos de propaganda y de proselitismo que son lo propio de los occidentales. Lo que es muy destacable, por otra parte, es que, a medida que se producía esta difusión, el budismo declinaba en la India misma y acababa por extinguirse en ella enteramente, después de haber producido allí en último lugar escuelas degeneradas y claramente heterodoxas, que son a las que apuntan las obras hindúes contemporáneas de esta última fase del budismo indio, concretamente las de Shankarâchârya, que no se ocupa de él más que para refutar las teorías de esas escuelas en el nombre de la doctrina tradicional, sin imputarlas, por lo demás, al fundador mismo del budismo, lo que indica bien que en eso no se trataba más que de una degeneración; y lo más curioso es que son precisamente estas formas disminuidas y desviadas las que, a los ojos de la mayor parte de los orientalistas, pasan por representar, con la mayor aproximación posible, al verdadero budismo original. Volveremos a ello dentro de un momento; pero, antes de ir más lejos, importa precisar bien que, en realidad, la India no fue nunca budista, contrariamente a lo que pretenden generalmente los orientalistas, que de alguna manera quieren hacer del budismo el centro mismo de todo lo que concierne a la India y a su historia: la India antes del budismo, la India después del budismo, tal es el corte más claro que creen poder establecer allí, entendiendo con ello que el budismo dejó, incluso después de su extinción total, una huella profunda en su país de origen, lo que es completamente falso por la razón misma que acabamos de indicar. Es cierto que esos orientalistas, que se imaginan que los hindúes han debido hacer plagios a la filosofía griega, podrían sostener así mismo, sin mucha más inverosimilitud, que han debido hacerlos también el budismo; y no estamos muy seguros de que no sea ese el fondo del pensamiento de algunos de entre ellos. Es menester reconocer que hay, a este respecto, algunas excepciones honorables, y es así como Barth ha dicho que «el budismo ha tenido sólo la importancia de un episodio», lo que, en lo que concierne a la India, es la estricta verdad; pero, a pesar de eso, la opinión contraria no ha cesado de prevalecer, sin hablar, bien entendido, de la grosera ignorancia del vulgo que, en Europa, se figura gustosamente que el budismo reina todavía actualmente en la India. Lo que sería menester decir, es sólo que, hacia la época del rey Ashoka, es decir, hacia el siglo III antes de la era cristiana, el budismo tuvo en la India un período de gran extensión, al mismo tiempo que comenzaba a extenderse fuera de la India, y que este período fue, por lo demás, seguido prontamente de su declive; pero, inclusive para esta época, si se quisiera encontrar una similitud en el mundo occidental, se debería decir que esa extensión fue más bien comparable a la de una orden monástica que a la de una RELIGIÓN que se dirige a todo el conjunto de la población; esta comparación, sin ser perfecta, sería ciertamente la menos inexacta de todas. IGEDH: A propósito del budismo

Entre las nociones que son susceptibles de causar un gran embarazo a los occidentales, porque no tienen equivalente en ellos, se puede citar la que se expresa en sánscrito por la palabra dharma; ciertamente, no faltan traducciones propuestas por los orientalistas, pero en su mayor parte son groseramente aproximativas o incluso completamente erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que hemos señalado. Así, a veces se quiere traducir dharma por «RELIGIÓN», mientras que aquí el punto de vista religioso no se aplica; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, supuesta erróneamente religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata del cumplimiento de los ritos, que no tienen tampoco el carácter religioso, son designados, en su conjunto, por otra palabra, karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, puesto que su sentido general es el de «acción». Para aquellos que quieren ver a toda costa una RELIGIÓN en la tradición hindú, quedaría entonces lo que ellos creen que es la moral, y es ésta lo que se llamaría más precisamente dharma; de ahí, según los casos, interpretaciones diversas y más o menos secundarías como las de «virtud», de «justicia», de «mérito», de «deber», nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por eso mismo, no traducen a ningún grado la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el que esas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido suficientemente en ello, y hemos indicado incluso que el budismo, único que podría parecer propio a introducirle, no había llegado hasta ahí en la vía del sentimentalismo. Por lo demás, esas mismas nociones, lo destacamos de pasada, no son todas igualmente esenciales al punto de vista moral mismo; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, la idea de deber o de obligación está ausente de la mayor parte de las morales antiguas, de la de los estoicos concretamente; y no es sino en los modernos, y sobre todo desde Kant, donde ha llegado a jugar un papel preponderante. Lo que importa indicar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más frecuentes, es que ideas o puntos de vista que han devenido habituales tienden por eso mismo a parecer esenciales; por eso es por lo que se esfuerzan en transportarlos a la interpretación de todas las concepciones, incluso las más alejadas en el tiempo o en el espacio, y, sin embargo, frecuentemente, no habría necesidad de remontarse muy lejos para descubrir su origen y su punto de partida. IGEDH: La ley de Manú

Con el Vêdânta, estamos, como hemos dicho, en el dominio de la metafísica pura; por consiguiente, es superfluo repetir que no es ni una filosofía ni una RELIGIÓN, aunque los orientalistas quieran forzosamente ver en él una u otra, o incluso, como Schopenhauer, una y otra a la vez. El nombre de este último darshana significa etimológicamente «fin del Vêda», y la palabra «fin» debe entenderse aquí en el doble sentido, que tiene también en español, de conclusión y de meta; en efecto, las Upanishads, sobre las que se basa esencialmente, forman la última parte de los textos védicos, y lo que se enseña en ellas, en la medida en que puede serlo, es la meta última y suprema del conocimiento tradicional todo entero, despojado de todas las aplicaciones más o menos particulares y contingentes a las que puede dar lugar en órdenes diversos. La designación misma de las Upanishads indica que están destinadas a destruir la ignorancia, raíz de la ilusión que encierra al ser en los lazos de la existencia condicionada, y que operan este efecto proporcionando los medios de acercarse al conocimiento de Brahma; si no se plantea más que acercarse a este conocimiento, es porque, al ser rigurosamente incomunicable en su esencia, no puede ser alcanzado efectivamente más que por un trabajo estrictamente personal, al que ninguna enseñanza exterior, por elevada y por profunda que sea, tiene el poder de suplir. La interpretación que acabamos de dar es aquella sobre la que están de acuerdo todos los hindúes competentes; sería evidentemente ridículo preferir la conjetura sin autoridad de algunos autores europeos, que quieren que la Upanishad sea el conocimiento obtenido sentándose a los pies de un preceptor; por lo demás, Max Müller (NA: Introduction to the Upanishads, PP. LXXIX – LXXXI.), aunque acepta esta última significación, está obligado a reconocer que ella no indica nada verdaderamente característico, y que convendría también a no importa cuál de las demás porciones del Vêda, puesto que la enseñanza oral es su modo común de transmisión regular. IGEDH: El Vêdânta

Esa es la gran diferencia sobre la que no hay acuerdo posible con los especialistas en la erudición: cuando hablamos de la verdad, con esto no entendemos simplemente una verdad de hecho, que tiene sin duda su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina, es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que se expresa en ella. Al contrario, aquellos que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan en modo alguno de la verdad de las ideas; en el fondo, no saben lo que es, ni siquiera si eso existe, y tampoco se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, aparte del caso muy especial donde se trata exclusivamente de la verdad histórica. La misma tendencia se afirma igualmente en los historiadores de la filosofía: lo que les interesa, no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; lo que les interesa es únicamente saber quién ha emitido esa idea, en qué términos la ha formulado, y en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo ha hecho; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba por perder el poco valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por lo demás, no hay que decir que una tal actitud es tan desfavorable como es posible para comprender una doctrina cualquiera: puesto que no se aplica más que a la letra, no puede penetrar el espíritu, y así la meta misma que se propone se le escapa fatalmente; la incomprehensión no puede dar nacimiento más que a interpretaciones fantasiosas y arbitrarias, es decir, a verdaderos errores, incluso si no se trata más que de exactitud histórica. Eso es lo que ocurre, en una medida más amplia que en cualquier otra parte, con el orientalismo, que trata concepciones totalmente extrañas a la mentalidad de aquellos que se ocupan de ellas; es el fracaso del supuesto «método histórico», incluso bajo el aspecto de la simple verdad histórica, cuya investigación es su razón de ser, como lo indica la denominación que se le ha dado. Quienes emplean este método cometen el doble error, por una parte, de no darse cuenta de las hipótesis más o menos aventuradas que implica, y que pueden reducirse principalmente a la hipótesis «evolucionista», y, por otra, de ilusionarse sobre su alcance, creyéndole aplicable a todo; ya hemos dicho por qué no es aplicable en modo alguno al dominio metafísico, de donde está excluida toda idea de evolución. A los ojos de los partidarios de este método, la primera condición para poder estudiar las doctrinas metafísicas es, evidentemente, no ser metafísico; del mismo modo, aquellos que le aplican a la «ciencia de las religiones» pretenden, más o menos abiertamente, que se está descalificado para ese estudio únicamente por el hecho de pertenecer a una RELIGIÓN cualquiera: esto equivale a proclamar la competencia exclusiva, en no importa cuál rama, de aquellos que no tienen más que un conocimiento exterior y superficial de ella, ese mismo que se basta para dar la erudición, y, sin duda, es por eso por lo que, en hecho de doctrinas, el juicio de los orientales se tiene por nulo e inconveniente. En eso hay, ante todo, un temor instintivo de todo lo que rebasa la erudición y amenaza con hacer ver cuan mediocre y pueril es en el fondo; pero este temor se refuerza por su acuerdo con el interés, mucho más consciente, que se vincula al mantenimiento de ese monopolio de hecho que han establecido en su provecho los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizás más completamente todavía que los otros. La voluntad bien decidida de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de buscar desacreditarlo por todos los medios, encuentra, por lo demás, su justificación en los prejuicios mismos que ciegan a esas gentes de miras estrechas, y que les llevan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; aquí también, no incriminamos su buena fe, sino que constatamos simplemente el efecto de su tendencia muy humana, por la que se está tanto más persuadido de una cosa cuanto más interés se tiene en ella. IGEDH: El orientalismo oficial

Es apropiado decir aquí algunas palabras en lo concerniente a lo que se llama la «ciencia de las religiones», ya que aquello de lo que se trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra «RELIGIÓN» no se toma ahí en el sentido exacto que le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece ser el primero en haber dado su denominación a esta ciencia, o supuesta tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la RELIGIÓN, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; es lo que le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan de ninguna manera con el punto de vista religioso, ya que reconoce al menos, con razón, que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la «ciencia de las religiones», que pretende reunir bajo este mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero hay muchas otras confusiones que han venido a sumarse a esa, sobre todo desde que la erudición más reciente ha introducido en este dominio su temible aparato de exégesis, de «crítica de los textos» y de «hipercrítica», más propio para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias. IGEDH: La ciencia de las religiones

Se debe comprender por qué calificamos a un estudio de este género de «pretendida ciencia», y por qué nos es completamente imposible tomarla en serio; y es menester agregar también que, aunque afecte darse un aire de imparcialidad desinteresada, y aunque proclame incluso la necia pretensión de «dominar todas las doctrinas» (NA: E. Burnouf, La Science des Religions, p. 6.), lo que rebasa la justa medida en este sentido, esta «ciencia de las religiones» es simplemente, la mayor parte del tiempo, un vulgar instrumento de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es servirse de él contra la RELIGIÓN, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición en un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del «método histórico»; es el espíritu mismo de este método, esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legítimo; y es por eso por lo que todos aquellos que dan algún valor real al punto de vista religioso son recusados aquí como incompetentes. No obstante, entre los especialistas de la «ciencia de las religiones», hay algunos que, en apariencia al menos, no van tan lejos: son aquellos que, pertenecen a la tendencia del «protestantismo liberal»; pero esos, aunque conservan nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirle a un simple «moralismo», lo que equivale de hecho a destruirle por la doble supresión del dogma y del culto, en el nombre de un «racionalismo» que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así, el resultado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de la «moral independiente», aunque la intención esté quizás mejor disimulada; y eso no es, en suma, más que la conclusión lógica de las tendencias que el espíritu protestante llevaba en él desde el comienzo. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desmantelada, de hacer penetrar ese mismo espíritu, bajo el nombre de «modernismo», en el catolicismo mismo. Este movimiento se proponía reemplazar la RELIGIÓN por una vaga «religiosidad», es decir, por una aspiración sentimental que la «vida moral» bastaba para satisfacer, y que, para llegar a ella, debía esforzarse en destruir los dogmas aplicándoles la «crítica» y constituyendo una teoría de su «evolución», es decir, sirviéndose también de esa misma máquina de guerra que es la «ciencia de las religiones», que quizás no ha tenido nunca otra razón de ser. IGEDH: La ciencia de las religiones

Para acabar de mostrar lo que es menester pensar de estas tres fases pretendidas de las concepciones religiosas, recordaremos primero lo que hemos dicho ya precedentemente, a saber, que no ha habido nunca ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los «mitos» que se relacionan con él bastante estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, el politeísmo y el antropomorfismo no se han generalizado verdaderamente más que en los griegos y los romanos, y, por toda otra parte, han permanecido en el dominio de los errores individuales. Así pues, toda doctrina verdaderamente tradicional es en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una «doctrina de la unidad», o incluso de la «no dualidad», que deviene monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, es muy evidente que son puramente monoteístas. Ahora bien, en lo que concierne al fetichismo, esta palabra, de origen portugués, significa literalmente «brujería»; por consiguiente, lo que designa no es RELIGIÓN o algo más o menos análogo, sino más bien magia, e incluso magia del tipo más inferior. La magia no es de ninguna manera una forma de RELIGIÓN, aunque se la suponga primitiva o desviada, y no es tampoco, como otros lo han sostenido, algo que se opone profundamente a la RELIGIÓN, una suerte de «contrarRELIGIÓN», si se puede emplear una tal expresión; en fin, no es tampoco aquello de donde habrían salido a la vez la RELIGIÓN y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que aquellos que hablan de la magia no saben demasiado de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; concierne al manejo de algunas fuerzas, que, en el Extremo Oriente, se llaman «influencias errantes», y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, por eso no son menos fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los demás. Esta ciencia es ciertamente susceptible de una base tradicional, pero, incluso entonces, no tiene nunca más valor que el de una aplicación contingente y secundaria; es menester agregar también, para aclararse sobre su importancia, que generalmente es desdeñada por los verdaderos detentadores de la tradición, que, salvo en algunos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos, como se encuentran frecuentemente en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de faquires, es decir, «pobres» o «mendigos», son hombres cuya incapacidad intelectual los ha detenido en la vía de una realización metafísica, así como ya lo hemos dicho; interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les acuerdan sus compatriotas. No entendemos contestar de ninguna manera la realidad de los fenómenos así producidos, aunque a veces sean sólo imitados o simulados, en condiciones que suponen, por lo demás, un poder de sugestión poco ordinario, al lado del cual los resultados obtenidos por los occidentales que intentan librarse al mismo género de experimentación aparecen como completamente desdeñables e insignificantes; lo que contestamos es el interés de estos fenómenos, de los que la doctrina pura y la realización que implica son absolutamente independientes. Este es el lugar de recordar que todo lo que depende del dominio experimental no prueba nunca nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir como mucho para la ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, incluso relativo, de una de sus aplicaciones particulares. IGEDH: La ciencia de las religiones

Si hemos tenido que precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace que ésta juegue un papel considerable en una cierta concepción de la «ciencia de las religiones», que es la de lo que se llama la «escuela sociológica»; después de haber buscado mucho tiempo dar sobre todo una explicación psicológica de los «fenómenos religiosos», ahora se busca más bien, en efecto, dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de ello a propósito de la definición de la RELIGIÓN; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la RELIGIÓN, y con mayor razón la tradición en general. Augusto Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos a la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que llaman «primitivos», mientras que nosotros los consideramos al contrario como unos degenerados. Si los salvajes hubieran estado siempre en el estado inferior donde los vemos, no se podría explicar que exista en ellos una multitud de usos que ellos mismos ya no comprenden, y que, al ser muy diferentes de lo que se encuentra en cualquier otra parte, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden considerarse más que como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que han debido ser, en una antigüedad muy remota, prehistórica incluso, la de pueblos de los que esos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer sobre el terreno de los hechos, y sin prejuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y demás «observadores» analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite frecuentemente interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las que se vinculaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fuesen reducidos al estado de «supersticiones»; de la misma manera, la misma unidad permite comprender también, en una amplia medida, las civilizaciones que no nos han dejado mas que monumentos escritos o figurados: es lo que indicábamos desde el comienzo, al hablar de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos aquellos que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que buscan sacar de ello enseñanzas válidas, no contentándose con el punto de vista completamente exterior y superficial de la simple erudición. IGEDH: La ciencia de las religiones

Nos es menester mencionar también, en un orden de ideas más o menos conexo a ese al que pertenece el «teosofismo», algunos «movimientos» que, aunque han tenido su punto de partida en la India misma, por eso no son menos de una inspiración occidental, y en los cuales es menester hacer un lugar preponderante a esas influencias políticas a las que ya hemos hecho alusión en el capítulo precedente. Su origen se remonta a la primera mitad del siglo XIX, época donde Râm Mohum Roy fundó el Brahma-Samâj ó «Iglesia hindú reformada», cuya idea le había sido sugerida por misioneros anglicanos, y donde se organizó un «culto» exactamente calcado sobre el plan de los servicios protestantes. Hasta entonces, no había habido nunca nada a lo que pudiera aplicarse una denominación tal como la de «Iglesia hindú» o de «Iglesia brâhmanica», porque semejante asimilación no era posible ni por el punto de vista esencial de la tradición hindú, ni por el modo de organización que le corresponde; de hecho, fue la primera tentativa para hacer del brâhmanismo una RELIGIÓN en el sentido occidental de esta palabra, y, al mismo tiempo, se quiso hacer de él una RELIGIÓN animada por tendencias idénticas a las que caracterizan al protestantismo. Como era natural, este movimiento «reformador» fue fuertemente animado y sostenido por el gobierno británico y por las sociedades de misiones anglo-indias; pero era demasiado manifiestamente antitradicional y demasiado contrario al espíritu hindú para poder triunfar, y no se vio en él otra cosa que lo que era en realidad, un instrumento de la dominación extranjera. Por lo demás, por un efecto inevitable de la introducción del «libre examen», el Brahma-Samâj se subdividió pronto en múltiples «iglesias», como el protestantismo al que se acercaba cada vez más, hasta el punto de merecer la calificación de «pietismo»; y, después de vicisitudes que es inútil rastrear, acabó por extinguirse casi enteramente. Sin embargo, el espíritu que había presidido en la fundación de esta organización no debía limitarse a una sola manifestación, y otros intentos análogos fueron llevados a cabo dependiendo de las circunstancias, y generalmente sin más éxito; citaremos únicamente el Arya-Samâj, asociación fundada, hace medio siglo, por Dayânanda Sarawasti, a quien algunos llamaron «el Lutero de la India», y que estuvo en relación con los fundadores de la «Sociedad Teosófica». Lo que hay que destacar, es que, ahí como en el Brahama-Samâj, la tendencia antitradicional tomaba como pretexto un retorno a la simplicidad primitiva y a la doctrina pura del Vêda; para juzgar esta pretensión, basta saber cuan extraño es al Vêda el «moralismo», preocupación dominante en todas estas organizaciones; pero el protestantismo pretende también restaurar el cristianismo primitivo en toda su pureza, y en esta similitud hay algo más que una simple coincidencia. Una tal actitud no carece de habilidad para hacer aceptar las innovaciones, sobre todo en un medio fuertemente vinculado a la tradición, con la que sería imprudente romper demasiado abiertamente; pero, si se admitieran verdadera y sinceramente los principios fundamentales de esta tradición, se deberían admitir también, por eso mismo, todos los desarrollos y todas las consecuencias que se derivan de ellos regularmente; es lo que no hacen los supuestos «reformadores», y es por eso por los que todos aquellos que tienen el sentido de la tradición ven sin esfuerzo que la desviación real no está del lado donde esos «reformadores» afirman que se encuentra. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado

Una rama más completamente desviada aún, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo del ilustre Ramakrishna, pero infiel a sus enseñanzas, y que ha reclutado adherentes sobre todo en América y en Australia, donde mantiene «misiones» y «templos». El Vêdânta ha devenido ahí lo que Schopenhauer había creído ver en él, una RELIGIÓN sentimental y «consolante», con una fuerte dosis de «moralismo» protestante; y, bajo esta forma decaída, se acerca extrañamente al «teosofismo», para el que es más bien un aliado natural que un rival o un competidor. Los matices «evangélicos» de esta pseudorRELIGIÓN le aseguran un cierto éxito en los países anglosajones, y lo que muestra bien su carácter de sentimentalismo, es el ardor que pone en su propaganda, ya que la tendencia completamente occidental al proselitismo actúa con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los aficionados a un exotismo de la más mediocre cualidad. Salido de esa extravagante invención americana, también de inspiración protestante, que se intituló el «Parlamento de las religiones», y tanto mejor adaptado a Occidente cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, este supuesto Vêdânta, que, por así decir, ya no tiene nada en común con la doctrina metafísica por la que quiere hacerse pasar, no merece ciertamente que nos detengamos más en él; pero, al menos, teníamos que señalar su existencia, así como la de otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían estar tentados de hacer aquellos que las conocen, y también porque, para aquellos que no las conocen, es bueno estar un poco informado sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que puede parecer a primera vista. IGEDH: El Vêdânta occidentalizado