El aspecto exotérico de una tradición es, pues, una disposición providencial que, lejos de ser reprobable, es necesaria, puesto que la vía esotérica no podría concernir, sobre todo en las condiciones actuales de la humanidad terrestre, más que a una minoría, y porque no hay nada mejor, para el común de los mortales, que la vía ordinaria de salvación; lo que es reprobable no es la existencia del exoterismo, sino más bien su autocracia invasora — debida quizá, en el mundo cristiano, sobre todo a la estrecha «precisión» del espíritu latino -, que hace que muchos que estarían cualificados para la vía del puro Conocimiento, no solamente se detengan en el aspecto exterior de la tradición, sino que lleguen inclusive a rechazar el esoterismo, que no conocen más que a través de prejuicios o de deformaciones, a menos que, al no encontrar en el exoterismo lo que conviene a su inteligencia, se pierdan en doctrinas falsas o artificiales, en las que pretenden encontrar lo que él no les ofrece y que cree inclusive poder prohibirles1.
El punto de vista exotérico, en efecto, debe desembocar, desde el momento en que no está vivificado por la presencia interior del esoterismo del que a la vez constituye su irradiación exterior y su velo, en su propia negación; es en este sentido en el que la religión, en la medida en que ella niega las realidades metafísicas e iniciáticas y se fija en un dogmatismo literalista, engendra inevitablemente la increencia; la atrofia causada en los dogmas por la privación de su «dimensión interna» vuelve a caer sobre ellos desde el exterior, bajo la forma de negaciones heréticas y ateas.
Se recordará la maldición de Cristo: «¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y no entráis vosotros ni dejáis entrar!» (Lc 11,52). ↩