Schuon-UTR hesychia

Schuon referências aos termos hesíquia e correlatos — Em busca dos traços da religião perene
Hesiquiasmo
La presencia de las órdenes monásticas no podría tener otra explicación que la existencia de una tradición iniciática en la Iglesia de Occidente tanto como en la Iglesia de Oriente, tradición que se remonta — San Benito lo atestigua como lo atestiguan los Hesiquiastas — a los Padres del desierto, luego a los Apóstoles y a Cristo; el hecho de que el cenobitismo de la Iglesia latina se remonte a los mismos orígenes que el de la Iglesia griega — formando éste por lo demás una comunidad única y no comunidades diferentes — prueba precisamente que el primero es de esencia esotérica al igual que el segundo; y asimismo el eremitismo está considerado por una y otra parte como la cumbre de la perfección espiritual — San Benito lo dice explícitamente en su regla — , lo que permite concluir que la desaparición de los eremitas marca el declive de la floración crística. La vida monástica, lejos de constituir una vía suficiente en sí misma, es designada en la Regla de San Benito como un «comienzo de vida religiosa»; en cuanto a «aquel que acelera su marcha hacia la perfección de la vida monástica, para él están las enseñanzas de los Santos Padres, cuya observación conduce al hombre a la meta suprema de la religión»; ahora bien, estas enseñanzas son las que constituyen la misma esencia doctrinal del Hesiquiasmo. 221 VIII

El órgano del espíritu, o el principal centro de la vida espiritual, es el corazón; aquí, todavía, la doctrina hesiquiasta está en perfecto acuerdo con la enseñanza de todas las demás tradiciones iniciáticas. Pero lo que en el Hesiquiasmo hay de más importante desde el punto de vista de la realización espiritual es que enseña el medio de perfeccionar la participación natural del microcosmo humano en el Metacosmos divino transmutándola en participación sobrenatural y finalmente en unión e identidad: este medio es la «plegaria interior» o la «plegaria de Jesús». Esta oración sobrepasa en principio todas las virtudes, porque ella es un acto divino en nosotros y, por tanto, el mejor acto posible; únicamente por medio de esta oración puede realmente la criatura unirse a su Creador; el fin principal de esta oración es, por consiguiente, el estado espiritual supremo, en el cual el hombre sobrepasa todo cuanto pertenece a la criatura y, uniéndose íntimamente a la Divinidad, es iluminada por la Luz divina; este estado es el «santo silencio», simbolizado por otra parte por el color negro de ciertas Vírgenes. 222 VIII

hesiquiasta
Se habrá comprendido que no se trata de ninguna manera de despreciar la moral, que es una institución divina; pero el hecho de que lo sea no impide que también sea limitada. Es preciso no perder de vista jamás que, en la mayoría de los casos, las leyes morales se convierten, fuera de su dominio ordinario, en símbolos y, por consiguiente, en vehículos de conocimiento. Toda virtud marca en efecto una conformidad con una «actitud divina», o sea, un modo indirecto y cuasi existencial del conocimiento de Dios, lo que viene a decir que, si se puede conocer un objeto sensible por el ojo, no se puede conocer a Dios más que por el «ser»; para conocer a Dios es preciso parecérsele, es decir, conformar el microcosmo al Metacosmos divino — y, por consiguiente, también al macrocosmo — como expresamente lo enseña la doctrina hesiquiasta. Dicho esto, tenemos que subrayar con fuerza que la amoralidad de la posición espiritual es una supermoralidad más bien que una no-moralidad. La moralidad, en el más amplio sentido de la palabra, es en su orden el reflejo de la verdadera espiritualidad y debe ser integrada, al mismo tiempo que las verdades parciales — o los errores parciales — en el ser total; en otros términos, lo mismo que el hombre más santo no está jamás completamente liberado de la acción sobre esta tierra, puesto que tiene un cuerpo, tampoco está jamás completamente liberado de la distinción de un «bien» y de un «mal», puesto que ella se insinúa forzosamente en toda acción. 92 III

Hemos dicho más arriba que el Cristianismo representa una «vía de Gracia» o de «Amor» (el bhakti-mârga de los hindúes); esta definición requiere aún algunas precisiones de orden general, que formularemos de la manera siguiente: lo que distingue más profundamente la Nueva de la Antigua Alianza es que en ésta predominaba el aspecto divino de Rigor, mientras que en aquélla es, por el contrario, el aspecto de Clemencia el que prevalece; ahora bien, la vía de Clemencia es, en un cierto sentido, más fácil que la del Rigor porque, siendo al mismo tiempo de un orden más profundo, se beneficia de una Gracia particular: es la «justificación por la Fe», cuyo «yugo es suave y su peso ligero», y que hace inútil el «yugo del Cielo» de la Ley mosaica. Esta «justificación por la Fe» es por lo demás análoga — y esto es lo que le confiere todo su alcance esotérico — a la «liberación por el Conocimiento», siendo la una como la otra más o menos independientes de la «Ley», es decir, de las obras12. La Fe no es otra cosa, en efecto, que el modo bháktico del Conocimiento y de la certidumbre intelectual, lo que significa que es un acto pasivo de la inteligencia, teniendo por objeto no inmediatamente la verdad como tal, sino un símbolo de ésta; este símbolo descubrirá sus secretos en la medida en que la Fe sea grande, y lo será por una actitud de confianza, o de certidumbre emocional, luego por un elemento de bhakti, de amor. La Fe, en tanto es una actitud contemplativa, tiene por sujeto la inteligencia; se puede, pues, decir que es un Conocimiento virtual; pero como su modo es pasivo, debe compensar esta pasividad mediante una actitud activa complementaria, es decir, por una actitud voluntaria cuya substancia será precisamente la confianza y el fervor, gracias a los cuales la inteligencia recibirá certidumbres espirituales. La Fe es a priori una disposición natural del alma a admitir lo sobrenatural; ella será, pues, esencialmente una intuición de lo sobrenatural, provocada por la Gracia que, sí, será actualizada mediante la actitud de confianza ferviente. Cuando por la Gracia la Fe sea completa, se disolverá en el Amor, que es Dios; es por esto por lo que, desde el punto de vista teológico, los Bienaventurados del Cielo no tienen ya Fe, puesto que ellos ven ya a su objeto: Dios, que es amor o Beatitud. Añadamos que, desde el punto de vista iniciático, esta visión puede, e inclusive debe, obtenerse desde esta vida, como por otra parte lo enseña la tradición hesiquiasta. Pero hay otro aspecto de la Fe que conviene mencionar aquí. Nos referimos a la conexión entre la Fe y el milagro, de la que queremos hablar; conexión que explica la importancia capital que el último tiene no sólo en Cristo, sino inclusive en el Cristianismo como tal; contrariamente a lo que ocurre en el Islam, el milagro juega en el Cristianismo un papel central y cuasi orgánico, y esto no deja de estar relacionado con el carácter de bhakti propio de la vía cristiana. El milagro, en efecto, sería inexplicable sin el papel que representa en la Fe; no teniendo ningún valor persuasivo en sí mismo, porque, de tenerlo, los milagros satánicos constituirían un criterio de verdad, tiene un valor extremo, por el contrario, en conexión con todos los demás factores que intervienen en la Revelación crística; en otros términos, si los milagros de Cristo, de los Apóstoles y de los santos son preciosos y venerables, es únicamente porque ellos se añaden a otros criterios que permiten a priori atribuir a estos milagros el valor de «signos» divinos. La función esencial y primordial del milagro es la de poner en marcha sea la gracia de la Fe — lo que presupone, en el hombre tocado por esta gracia, una predisposición natural a admitir lo sobrenatural, sea o no consciente esta predisposición — , sea el perfeccionamiento de una Fe ya adquirida. Para precisar todavía mejor el papel del milagro, no solamente en el Cristianismo, sino en todas las formas religiosas — porque no existe ninguna que ignore los hechos milagrosos — , diremos que el milagro, abstracción hecha de su cualidad simbólica que lo emparenta con el objeto mismo de la Fe, es propio para suscitar una intuición que será, en el alma del creyente, un elemento de certidumbre. En fin, si el milagro desencadena la Fe, ésta puede a su vez dar lugar al milagro, que será así una confirmación de esa «Fe que mueve las montañas». Esta relación recíproca muestra también que estos dos elementos están cosmológicamente ligados y que su conexión no tiene nada de arbitraria, al establecer el milagro un contacto inmediato entre la Omnipotencia divina y el mundo, y al establecer la Fe, a su vez, un contacto análogo, aunque pasivo, entre el microcosmo y Dios; el simple raciocinio, es decir, la operación discursiva de lo mental está tan alejada de la Fe como lo están las leyes naturales del milagro, mientras que el conocimiento intelectual verá lo milagroso en lo natural y viceversa. 217 VIII

Hesiquiastas
Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo — como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes — un Nombre del Verbo manifestado18, en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo. «El Sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor — dice el profeta Joel — , pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados»; y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Corintios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación». No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así — dice la Centuria de los monjes Calixto e Ignacio — como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre ha legado a los Suyos estas tres cosas (la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la Caridad) El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: ¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí’ Persevera sin parar en el Nombre de Nuestro Señor Jesús, a fin de que tu corazón beba el Señor y el Señor beba tu corazón, y así los dos se conviertan en Uno.» 224 VIII



Frithjof Schuon