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APULEYO, DE DEO SOCRATIS
A Apuleyo, nacido en Numidia hacia 125 d. de C, suele recordárselo (y merecidamente) en la actualidad por su curiosa novela, La metamorfosis o El asno de oro. Sin embargo, para un medievalista, su ensayo Sobre el dios de Sócrates es más importante.
Sus fuentes son dos pasajes de Platón. El primero figura en la Apología (31cd) y en él Sócrates explica por qué se abstuvo de intervenir en la vida política. «La razón», dice, «ya me habéis oído citarla muchas veces. Algo divino y demoníaco (theion ti kai daimonion) me sucede… Ha sido así desde que era un niño. Surge una voz que, siempre que la oigo, me prohibe algo que estoy a punto de hacer, pero nunca me ordena.» (Cf. Fedro, 242b-c)
«Dios» y «demonio», tal como aparecen en este caso representados en sus adjetivos «divino» y «demoníaco» pueden ser sinónimos, pues — como supongo — en muchos casos lo son para otros escritores griegos tanto de prosa como de poesía. Pero, en el segundo pasaje (Banquete, 202e-203e), Platón hace una clara distinción entre ellos, que durante siglos iba a respetarse. En este otro caso, los demonios son criaturas de una naturaleza intermedia entre los dioses y los hombres, como «los espíritus medios» de Milton: «de tipo intermedio entre el angélico y el humano». (Paradise Lost, III, 461) Por medio de esos intermediarios, y por medio de ellos exclusivamente, es como nosotros los mortales nos relacionamos con los dioses. Pues theos anthropon ou mignytai; tal como Apuleyo lo traduce, nullus deus miscetur hominibus, ningún dios se relaciona con los hombres, la voz que hablaba a Sócrates era la de un demonio, no la de un dios.
Sobre esos «espíritus intermedios» o demonios Apuleyo tiene mucho que decirnos. Naturalmente, habitan la región intermedia entre la Tierra y el éter, es decir, el aire, que se extiende hacia arriba hasta la órbita de la Luna. De hecho, todo está dispuesto de tal manera «que cada parte de la naturaleza tenga sus animales apropiados». A primera vista, admite, podría suponerse que las aves constituyen los «animales apropiados» para el aire. Pero no lo son en absoluto: no suben por encima de las montañas más altas. Ratio exige que haya una especie nativa y genuina para el aire, como los dioses lo son para el éter y los hombres para la Tierra. Me resultaría muy difícil escoger palabra alguna de nuestra lengua como traducción correcta de ratio en este contexto. «Razón», «método», «propiedad» y «proporción» podrían exhibir el mismo derecho.
Los cuerpos de los demonios, que normalmente no nos son visibles, tienen menor consistencia que las nubes. Precisamente porque tienen cuerpos es por lo que los llama animales: evidentemente, no quiere decir que sean bestias. Son animales racionales (aéreos), de igual forma que nosotros somos animales racionales (terrestres) y los dioses propiamente dichos son animales racionales (etéreos). La idea de que incluso los espíritus creados más excelsos — los dioses, en el sentido de seres diferentes de Dios — eran seres encarnados a su manera, de que tenían algún tipo de «vehículo» material, procede de Platón. Éste había llamado a los dioses verdaderos, las estrellas deificadas, zoa, animales. (Timeo, 38a) La escolástica, al considerar a los ángeles — que es como se llama en lenguaje cristiano a los dioses o criaturas etéreas — espíritus desnudos o puros, resultaba revolucionaria. Los platónicos florentinos recurrieron a la concepción más antigua.
Los demonios son seres intermedios entre nosotros y los dioses no sólo local y materialmente, sino también cualitativamente. Como los dioses impasibles, son inmortales: como los hombres mortales, son pasibles (xiii). Algunos de ellos, antes de llegar a ser demonios, vivieron en cuerpos terrestres; de hecho, fueron hombres. Por eso es por lo que Pompeyo vio semidei Manes, espíritus semidioses, en su región aérea. Pero eso no es aplicable a todos los demonios. Algunos, como el Sueño y el Amor, nunca fueron humanos. A cada ser humano se le asigna un demonio individual (o genius, traducción latina habitual de daemon) de esa clase como «testigo y guardián» para toda su vida (xvi). Tendríamos que detenernos demasiado en esto para seguir los pasos por los que el genius de un hombre, de ser un servidor invisible, personal y externo, pasó a ser su yo auténtico y después la configuración de su mente y, finalmente (entre los románticos), sus dotes literarias o artísticas. Entender ese proceso totalmente equivaldría a comprender ese gran movimiento de interiorización y los consiguientes engrandecimiento del hombre y desvitalización del universo en que ha consistido en gran medida la historia psicológica de Occidente. (Con respecto al otro sentido, muy diferente, de genius, véase mi Allegory of Love, Apéndice I)
Aparte de sus contribuciones directas al Modelo, esta obrita tiene un doble valor para quienes se inicien en los estudios medievales.
En primer lugar, ilustra el tipo de conducto a través del cual fragmentos de las obras de Platón — muchas veces fragmentos que eran muy marginales y poco importantes en el conjunto de su obra — fueron goteando hasta la Edad Media. Los medievales disponían solamente de una versión latina incompleta de un solo diálogo de Platón, el Timeo. Por sí solo, éste no habría bastado en absoluto para producir un «período platónico». Pero también recibieron un platonismo difuso, mezclado inextricablemente con elementos neoplatónicos, de forma indirecta, a través de autores como Apuleyo y los que trataremos en el próximo capítulo. Éstos, junto con los Platonici que leyó San Agustín (Confesiones, VII, ix) (traductores latinos del neoplatonismo), constituyeron la atmósfera intelectual en que creció la nueva cultura cristiana. Por tanto, el «platonismo» de las primeras épocas fue algo muy diferente del renacentista o del decimonónico.
En segundo lugar, Apuleyo nos presenta dos principios — a no ser que, en realidad, sean el mismo principio — que volveremos a encontrar una y otra vez, a medida que avancemos.
Uno es el que llamo principio de la tríada. La afirmación más clara con respecto a él en la obra de Platón procede del Timeo: «Es imposible que dos cosas solas se junten sin una tercera. Ha de haber cierto vínculo entre ambas para unirlas» (31b-c). El principio no aparece formulado, sino implícito, en la afirmación del Banquete de que dios no se relaciona con el hombre. Se pueden encontrar solamente de forma indirecta; ha de haber algún hilo, algún medio, algún introductor, algún puente — una tercera cosa de algún tipo — entre ellos. Los demonios son los que llenan ese vacío. Vamos a ver al propio Platón y a los medievales poniendo en práctica incansablemente dicho principio; tendiendo puentes, como si dijéramos, «terceras cosas»: entre la razón y los instintos, el alma y el cuerpo, el rey y el pueblo.
El otro es el principio de plenitud. Sí, entre el éter y la Tierra hay un cinturón de aire, le parece a Apuleyo que la propia ratio exige que esté habitado. Hay que aprovechar el universo totalmente. Nada debe desperdiciarse. (Sobre esto, véase A. O. Lovejoy, The Great Chain of Being, Harvard, 1957)