Miguel Asín Palacios — Escalogia Muçulmana na Divina Comédia
A Estrutura Moral do Paraíso — Dante e Ibn Arabi
Pasemos ahora a comparar la estructura moral del paraíso dantesco con el de Ibn Arabi. Ante todo, se echa de ver en este último la misma preocupación de escrupulosa nimiedad en las divisiones y subdivisiones de las categorías de los elegidos, conforme a criterios éticos, lo mismo que vimos en Dante: para Ibn Arabi, «no hay obra buena alguna, sea por cumplimiento de un precepto o por omisión de una ley prohibitiva o por práctica de actos devotos supererogatorios, que no tenga en el paraíso su premio determinado y propio». Las categorías matrices o principales son ocho, como los órganos del cuerpo humano, de que el alma se sirve a guisa de instrumentos para la práctica de la virtud: ojos, oídos, lengua, manos, vientre, pudenda, pies y corazón. Recuérdese que en este mismo criterio se inspira la estructura moral de los pisos infernales, porque para Ibn Arabi, como para Dante, la más rígida simetría debe reinar entre los dos mundos de la vida futura. Aquellas ocho categorías de virtudes tienen su premio, pues, en cada una de las ocho esferas o pisos del paraíso celestial.
Pero, además, cada uno de los ocho premios tiene una rica variedad de grados, los cuales dependen de diferentes motivos: uno de ellos, exactamente dantesco, es la edad del bienaventurado; suponiendo que éste murió dentro de la fe del islam y sin pecado, si se trata de un hombre anciano, de edad provecta, merecerá un grado de gloria más alto que el joven, aunque ambos se hayan distinguido por una misma virtud; otros motivos de diferencia derivan de la época o lugar más o menos excelentes en que la virtud se practicó, de las circunstancias que acompañaron a sus actos, v. gr., si fueron de mera devoción o de obligación, si se realizaron en compañía de otros fieles o aisladamente, etc..
Otra clasificación general de las mansiones todas de la gloria hace Ibn Arabi, que coincide casi exactamente con la dantesca que hemos anotado en último lugar: para Ibn Arabi, los varios lugares que los elegidos ocupan en cada una de las ocho esferas gloriosas, ocúpanlos por uno de tres motivos: 1o, por mera gracia, sin mérito alguno adquirido con las obras, y este cielo es el que gozan los niños que murieron antes del uso de razón o los adultos que vivieron conforme a la ley natural; 2o, por mérito personal o en premio de las acciones buenas, realizadas por los adultos; 3o, por herencia de las mansiones celestiales que dejaron vacías los condenados al infierno. Y para que este paralelo sea más exacto, Ibn Arabi hace observar que el motivo 2o no debe entenderse en el sentido de mérito estricto de justicia, puesto que la felicidad de la gloria es algo muy superior al mérito condigno de las obras humanas, las cuales sólo obtienen el premio por mediación de los méritos de Mahoma.
A guisa sólo de ejemplo que sugiera al lector la distribución concreta de los elegidos en sus respectivos lugares, Ibn Arabi enumera algunas de las principales categorías que ocupan los grados superiores. Son cuatro las enumeradas: 1a, los profetas o enviados de Dios, que ocupan el grado más alto, sobre pulpitos o almimbares; 2a, los santos, que heredaron las enseñanzas de los profetas, imitando su vida y costumbres, síguenles en un grado inferior, ocupando tronos; 3a, los sabios o doctores de la fe, que alcanzaron en vida un conocimiento científico de Dios, ocupan el grado inferior, sobre escabeles o sillas; 4a, los simples fieles, que sólo alcanzaron un co-nacimiento de las cosas divinas por la mera adhesión a la autoridad revelada, ocupan, bajo los anteriores, gradas o bancos. Dante, al describir, como aquí Ibn Arabi, algunos de los asientos de los primeros círculos, a guisa sólo de espécimen, bien vimos cómo parecía obedecer en su enumeración a un criterio similar a éste, ya que colocaba en los más altos asientos a los profetas de la ley antigua, como Adán y Moisés, y a los apóstoles, como San Pedro y San Juan; bajo éstos, a los doctores y patriarcas de las órdenes religiosas, San Francisco, San Benito y San Agustín; y por fin, a los simples fieles que siguieron sus reglas de vida. Y aún es más de notar que Dante coincida con Ibn Arabi hasta en el empleo de las mismas voces para designar los asientos de los bienaventurados, llamándolos ambos indistintamente tronos o sillas, gradas o bancos.
Dentro de estas cuatro categorías generales, todavía distingue Ibn “Arabi, aunque de una manera vaga, entre los elegidos de cada clase que pertenecieron a la ley muslímica y los que profesaron antes del islam alguna de las religiones reveladas por los profetas de Israel, a los cuales pertenece Cristo, según la teología musulmana. No llega, es cierto, a asignar, como Dante, un determinado sector de los círculos gloriosos a cada una de ambas milicias; y en verdad que esta diferencia es tanto más de extrañar, cuanto que la tradición musulmana había establecido la misma división dantesca en dos sectores, mucho tiempo antes que Ibn Arabi: un hadit atribuido a Ali, yerno del Profeta, los describe con estos rasgos tan precisos como pintorescos:
«A las dos partes del trono divino hay en el paraíso dos margaritas o perlas, una blanca y otra amarilla; cada una de ellas contiene setenta mil mansiones; la blanca es para Mahoma y los de su grey; la amarilla, para Abrahán y los suyos.»
No podría idearse un tipo de distribución más análogo al que Dante imaginó al colocar en el sector izquierdo de la rosa mística a los profetas, patriarcas y santos de la ley antigua, y en el derecho a los que vivieron después de Cristo Y para que la similitud llegue a los pormenores, Ibn Arabi supone que el lugar más honorable de la gloria, ocupado por Mahoma, está tan contiguo al de Adán, que pueden ambos padres de la humanidad espiritual y corpórea considerarse ocupando un mismo grado de la visión beatífica, de la misma manera que Dante colocó juntos en la rosa mística a Adán, padre de los hombres, y a San Pedro, patriarca de la cristiana fe.
El sublime escenario en que se ha de representar el triunfo glorioso de los elegidos, queda así delineado en su traza general y adornado de sus más nimios pormenores. Estos pormenores y aquella traza ofrecen — bien se acaba de ver — la más estricta analogía que cabe concebir en las dos pinturas que hemos comparado: la de Ibn Arabi se parece a la dantesca como el modelo a su copia.