René GuénonApreciações sobre a Iniciação
SOBRE LA NOCIÓN DE LA ÉLITE
Hay una palabra que hemos empleado bastante frecuentemente en otras ocasiones, y cuyo sentido nos es menester todavía precisar aquí colocándonos más especialmente en el punto de vista propiamente iniciático, cosa que no habíamos hecho entonces, al menos explícitamente: esta palabra es la de «elite», de la que nos hemos servido para designar algo que ya no existe en el estado actual del mundo occidental, y cuya constitución, o más bien reconstitución, nos parecía como la condición primera y esencial de un enderezamiento intelectual y de una restauración tradicional (NA: Ver Oriente y Occidente y La Crisis del Mundo moderno.). Esta palabra, es menester decirlo, es también de aquellas de las que se abusa extrañamente en nuestra época, hasta el punto de emplearlas, de la manera más corriente, en acepciones que ya no tienen nada de común con lo que deberían significar normalmente; como lo hemos hecho observar en otras ocasiones, estas deformaciones toman frecuentemente un verdadero matiz de caricatura y de parodia, y ello es así concretamente cuando se trata de palabras que, anteriormente a toda desviación profana, han sido en cierto modo consagradas por un uso tradicional, lo que es en efecto el caso, como vamos a verlo, en lo que concierne a la palabra «elite» (NA: Hemos señalado más atrás una deformación de este género, y particularmente absurda, al respecto del sentido de la palabra «adepto»; la palabra «iniciación» misma no está más al abrigo de estos abusos, ya que algunos se sirven de ella hoy día para designar la enseñanza rudimentaria de un «saber» profano cualquiera, e incluso se la ve figurar en la portada de obras que, de hecho, no dependen más que de la más baja vulgarización.). Tales palabras se vinculan de una cierta manera, a título de términos «técnicos», al simbolismo iniciático mismo, y no porque haya profanos que se apoderen a veces de un símbolo que son incapaces de comprender, desviándole de su sentido y haciendo de él una aplicación ilegítima, este símbolo deja de ser en sí mismo lo que es verdaderamente; así pues, no hay ninguna razón válida para que el abuso que se hace de una palabra nos obligue a evitar su empleo, y por lo demás, si la cosa debiera ser así, con todo el desorden del que da testimonio el lenguaje actual, no vemos muy claro qué términos podrían quedar finalmente a nuestra disposición.

Cuando hemos empleado la palabra «elite», como lo decíamos hace un momento, las falsas concepciones a las que se aplica comúnmente aún no se habían mostrado tan extendidas como lo hemos constatado desde entonces, y quizá todavía no lo estaban realmente, ya que todo eso se va agravando visiblemente cada vez más rápidamente; de hecho, nunca se ha hablado tanto de «la elite», a cada instante y por todas partes, como desde que ya no existe, y, bien entendido, lo que se quiere designar con eso no es nunca la elite tomada en su verdadero sentido. Hay incluso más todavía: se ha llegado a hablar ahora de «las elites», término en el que se pretende comprender a todos los individuos que rebasan por poco que sea la «media» en un orden de actividades cualquiera, aunque sea el más inferior en sí mismo y el más alejado de toda intelectualidad (¡En el lenguaje de los periodistas, hay incluso una «élite deportiva», lo que, en efecto, es el último grado de degeneración que se pueda hacer sufrir a esta palabra!). Destacamos primeramente que el plural es aquí un verdadero sin-sentido: sin salir siquiera del punto de vista profano, ya se podría decir que esta palabra es de aquellas que no son susceptibles del plural, porque su sentido es en cierto modo el de un «superlativo», o también, porque implican la idea de algo que, por su naturaleza misma, no es susceptible de fragmentarse ni de subdividirse; pero, para nós, hay lugar a hacer llamada aquí a algunas otras consideraciones de un orden más profundo.

A veces, para mayor precisión y para descartar todo malentendido posible, hemos empleado la expresión de «elite intelectual»; pero, a decir verdad, en eso hay casi un pleonasmo, ya que no es concebible siquiera que la elite pueda ser otra que intelectual, o, si se prefiere, espiritual, pues estas dos palabras son en suma equivalentes para nós, desde que nos negamos absolutamente a confundir la intelectualidad verdadera con la «racionalidad». La razón de ello es que, por definición misma, la distinción que determina la elite no puede operarse más que «por arriba», es decir, bajo la relación de las posibilidades más elevadas del ser; y es fácil darse cuenta de ello reflexionando un poco en el sentido propio de la palabra, tal como resulta directamente de su etimología. En efecto, desde el punto de vista propiamente tradicional, aquello que da a la palabra «elite» todo su valor, es que se deriva de «elegido»; y es eso, lo decimos claramente, lo que nos ha llevado a emplearla como lo hemos hecho, con preferencia a cualquier otra; pero todavía es menester precisar un poco más cómo debe entenderse esto (NA: Naturalmente, aquí no vamos a ocuparnos de la concepción social moderna y profana de una «elección» que procede del «sufragio universal», y que, por consiguiente, se opera «por abajo» pretendiendo hacer derivar lo superior de lo inferior, contrariamente a toda noción de verdadera jerarquía.). Es menester no creer que vamos a detenernos aquí en el sentido religioso y exotérico que, sin duda, es aquel donde se habla más habitualmente de los «elegidos», aunque, ciertamente, eso ya es algo que podría dar lugar bastante fácilmente a una transposición analógica apropiada a aquello de lo que se trata efectivamente; pero hay todavía otra cosa, de la que se podría encontrar una indicación hasta en la palabra evangélica bien conocida y frecuentemente citada, pero quizás insuficientemente comprendida: Multi vocati, electi pauci.

En el fondo, podríamos decir que la elite, tal como la entendemos, representa el conjunto de aquellos que poseen las cualificaciones requeridas para la iniciación, y que, naturalmente, son siempre una minoría entre los hombres; en un sentido, éstos son todos «llamados», en razón de la situación «central» que ocupa el ser humano en este estado de existencia, entre los demás seres que se encuentran igualmente en él (NA: Esto no es verdad sólo en lo que concierne al mundo corporal, sino también en lo que concierne a las modalidades de existencia individual.), pero hay pocos «elegidos», y, en las condiciones de la época actual, hay ciertamente menos que nunca (NA: Se podría decir que, en razón del movimiento de «descenso» cíclico, debe haber necesariamente cada vez menos; y por eso es posible comprender lo que quiere decir la afirmación tradicional según la cual el ciclo actual terminará cuando «el número de los elegidos esté completo».). Se podría objetar que esta elite existe siempre de hecho, ya que, por poco numerosos que sean los que están cualificados, en el sentido iniciático de la palabra, no obstante, hay al menos algunos, y, por lo demás, aquí, el número importa poco (NA: Es evidente que, en todo lo que se refiere a la élite, es menester no considerar nunca más que una cuestión de «cualidad» y no de «cantidad».); eso es verdad, pero ellos no representan así más que una elite virtual, o, se podría decir, la posibilidad de la elite, y, para que ésta se constituya efectivamente, es menester ante todo que ellos mismos tomen consciencia de su cualificación. Por otra parte, debe entenderse bien que, como lo hemos explicado precedentemente, las cualificaciones iniciáticas, tal como pueden determinarse desde el punto de vista propiamente «técnico», no son todas de un orden exclusivamente intelectual, sino que conllevan también la consideración de otros elementos constitutivos del ser humano; pero eso no cambia absolutamente nada de lo que hemos dicho de la definición de la elite, puesto que, sean cuales sean en sí mismas estas cualificaciones, es siempre en vista de una realización esencialmente intelectual o espiritual como deben ser consideradas, y es en eso donde reside en definitiva su única razón de ser.

Normalmente, todos aquellos que están cualificados así deberían tener, por eso mismo, la posibilidad de obtener una iniciación; si la cosa no es así de hecho, eso se debe en suma únicamente al estado presente del mundo occidental, y, a este respecto, la desaparición de la elite consciente de sí misma y la ausencia de organizaciones iniciáticas adecuadas para recibirla aparecen como dos hechos estrechamente ligados entre sí, correlativos en cierto modo, sin que haya siquiera quizás lugar a preguntarse cuál ha podido ser una consecuencia del otro. Pero, por otra parte, es evidente que organizaciones iniciáticas que fueran verdadera y plenamente lo que deben ser, y no simplemente vestigios más o menos degenerados de lo que fue antaño, no podrían reformarse más que si encontraran elementos que poseen, no sólo la aptitud inicial necesaria a título de condición previa, sino también las disposiciones efectivas determinadas por la consciencia de esta aptitud, ya que es a ellos a quienes pertenece ante todo «aspirar» a la iniciación, y sería invertir las relaciones pensar que ésta debe venir a ellos independientemente de esta aspiración, que es como una primera manifestación de la actitud esencialmente «activa» exigida por todo lo que es de orden verdaderamente iniciático. Por eso es por lo que la reconstitución de la elite, queremos decir de la elite consciente de sus posibilidades iniciáticas, aunque no puedan ser más que posibilidades latentes y no desarrolladas en tanto que no ha sido obtenido un vinculamiento tradicional regular, es aquí la condición primera de la que depende todo el resto, del mismo modo que la presencia de materiales previamente preparados es indispensable para la construcción de un edificio, aunque, evidentemente, esos materiales no puedan desempeñar su destino más que cuando hayan encontrado su sitio en el edificio mismo.

Suponiendo que la iniciación, en tanto que vinculamiento a una «cadena» tradicional, ha sido obtenida realmente por aquellos que pertenecen a la elite, quedará que considerar todavía, para cada uno de ellos, la posibilidad de ir más o menos lejos, es decir, primeramente, de pasar de la iniciación virtual a la iniciación efectiva, y después, de alcanzar en ésta la posesión de tal o cual grado más o menos elevado, según la extensión de sus propias posibilidades particulares. Por consiguiente, para el paso de un grado a otro, habrá lugar a considerar lo que se podría llamar una elite en el interior de la elite misma (NA: Subsistía todavía una alusión bastante clara a esto en la Masonería del siglo XVIII, cuando se habla en ella de la constitución de un sistema de altos grados «en el interior» de una Logia ordinaria.), y es en este sentido como algunos han podido hablar de la «elite de la elite» (NA: Bien entendido, en eso no se trata en modo alguno de «elites» diferentes, sino más bien de grados en una única y misma élite.); en otros términos, se pueden considerar «elecciones» sucesivas, y cada vez más restringidas en cuanto al número de los individuos a quienes conciernen, «elecciones» que se operan siempre «por arriba» y según el mismo principio, y que corresponden en suma a los diferentes grados de la jerarquía iniciática (NA: Es en esta acepción como la palabra «elegido» se encuentra, por ejemplo, en la designación de algunos grados superiores de diversos Ritos masónicos, lo que, por lo demás, no quiere decir ciertamente que se haya guardado siempre ahí la consciencia real de su significación y de todo lo que implica verdaderamente.). Así, gradualmente, se puede llegar hasta la «elección» suprema, la que se refiere al «adeptado», es decir, al cumplimiento de la meta última de toda iniciación; y, por consiguiente, el elegido en el sentido más completo de esta palabra, aquel que se podría llamar el «elegido perfecto», será el que llegue finalmente a la realización de la «Identidad Suprema» (NA: En la tradición islámica, El-Mustafâ, «el Elegido», es uno de los nombres del Profeta; cuando esta palabra se emplea así por excelencia, se refiere pues efectivamente al «Hombre Universal».).