En efecto, es menester decir que, en el uso corriente, parecen vincularse a esta expresión de «sociedades secretas» varias significaciones bastante diferentes las unas de las otras, y que no parecen necesariamente ligadas entre ellas, de aquí las divergencias de opinión cuando se trata de saber si esta designación conviene realmente a tal o a cual caso particular. Algunos quieren restringirla a las asociaciones que disimulan su existencia, o al menos el nombre de sus miembros; otros la extienden a aquellas que son simplemente «cerradas», o que no guardan el secreto más que sobre algunas formas especiales, rituales o no, adoptadas por ellas, sobre algunos medios de reconocimiento reservados a sus miembros, o sobre otras cosas de este género; y, naturalmente, los primeros protestarán cuando los segundos califiquen de secreta a una asociación que efectivamente no podría entrar en su propia definición. Decimos «protestarán» porque, muy frecuentemente las discusiones de este tipo no tiene un carácter enteramente desinteresado: cuando los adversarios más o menos abiertamente declarados de una asociación cualquiera la llaman secreta, con razón o sin ella, ponen en eso manifiestamente una intención polémica y más o menos injuriosa, como si el secreto no pudiera tener a sus ojos más que motivos «inconfesables», e incluso se puede discernir en ello a veces como una suerte de amenaza apenas disfrazada, en el sentido de que hay en eso una alusión expresa a la «ilegalidad» de una tal asociación, ya que apenas hay necesidad de decir que es siempre sobre el terreno «social», si no incluso más precisamente «político», donde se tienen preferentemente semejantes discusiones. Es muy comprehensible que, en estas condiciones, los miembros o los partidarios de la asociación en causa se esfuercen en establecer que el epíteto de «secreta» no podría convenirle realmente, y que, por esta razón, no quieran aceptar más que la definición más limitada, la que, muy evidentemente, no podría serle aplicable. Por lo demás, de una manera completamente general, se puede decir que la mayor parte de las discusiones no tienen otra causa que una falta de ENTENDIMIENTO sobre el sentido de los términos que se emplean; pero, cuando hay en juego intereses cualesquiera, así como ocurre aquí, detrás de esta divergencia en el empleo de las palabras, es muy probable que la discusión pueda proseguirse indefinidamente sin que los adversarios lleguen nunca a ponerse de acuerdo. En todo caso, las contingencias que intervienen en eso están ciertamente muy lejos del dominio iniciático, el único que nos concierne; si hemos creído deber decir aquí algunas palabras al respecto, es únicamente para despejar el terreno en cierto modo, y también porque eso bastaba para mostrar que, en todas las querellas que se refieren a las sociedades secretas o supuestas tales, o no es de organizaciones iniciáticas de lo que se trata, o al menos no es el carácter de éstas como tales el que está en causa, lo que, por lo demás, sería imposible por otras razones más profundas que la continuación de nuestra exposición harán comprender mejor. 385 RGAI ORGANIZACIONES INICIÁTICAS Y SOCIEDADES SECRETAS
Uno de los caracteres particulares del mundo moderno, es la escisión que se observa en él entre Oriente y Occidente; y, aunque ya hayamos tratado esta cuestión de una manera más especial, es necesario volver a ella de nuevo aquí para precisar algunos de sus aspectos y disipar algunos malentendidos. La verdad es que hubo siempre civilizaciones diversas y múltiples, cada una de las cuales se ha desarrollado de una manera que le era propia y en un sentido conforme a las aptitudes de tal pueblo o de tal raza; pero distinción no quiere decir oposición, y puede haber una suerte de equivalencia entre civilizaciones de formas muy diferentes, desde que todas reposan sobre los mismos principios fundamentales, de los cuales ellas representan solamente aplicaciones condicionadas por circunstancias variadas. Tal es el caso de todas las civilizaciones que podemos llamar normales, o también tradicionales; no hay entre ellas ninguna oposición esencial, y las divergencias, si existe alguna, no son más que exteriores y superficiales. Por el contrario, una civilización que no reconoce ningún principio superior, que no está fundada en realidad más que sobre una negación de los principios, está, por eso mismo, desprovista de todo medio de ENTENDIMIENTO con las demás, ya que este ENTENDIMIENTO, para ser verdaderamente profundo y eficaz, no puede establecerse más que por arriba, es decir, precisamente por aquello que falta a esta civilización anormal y desviada. Así pues, en el estado presente del mundo, tenemos, por un lado, todas las civilizaciones que han permanecido fieles al espíritu tradicional, y que son las civilizaciones orientales, y, por el otro, una civilización propiamente antitradicional, que es la civilización occidental moderna. 1096 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO II
Sea como sea, si se supone que Occidente, de una manera cualquiera, vuelve de nuevo a la tradición, su oposición con Oriente se encontraría por eso mismo resuelta y dejaría de existir, puesto que ella no ha tomado nacimiento sino por el hecho de la desviación occidental, y puesto que no es en realidad más que la oposición del espíritu tradicional y del espíritu antitradicional. Así, contrariamente a lo que suponen aquellos a los que hacíamos alusión hace un instante, el retorno a la tradición tendría, entre sus primeros resultados, hacer inmediatamente posible un ENTENDIMIENTO con Oriente, como ese ENTENDIMIENTO es posible entre todas las civilizaciones que poseen elementos comparables o equivalentes, y entre esas civilizaciones solamente, ya que son estos elementos los que constituyen el único terreno sobre el que este ENTENDIMIENTO puede operarse válidamente. El verdadero espíritu tradicional, de cualquier forma que se revista, es por todas partes y siempre el mismo en el fondo; las formas diversas, que están especialmente adaptadas a tales o a cuales condiciones mentales, a tales o a cuales circunstancias de tiempo y de lugar, no son más que expresiones de una única y misma verdad; pero es menester poder colocarse en el orden de la intelectualidad pura para descubrir esta unidad bajo su aparente multiplicidad. Por lo demás, es en este orden intelectual donde residen los principios de los que todo el resto depende normalmente a título de consecuencias o de aplicaciones más o menos alejadas; así pues, es sobre estos principios donde es menester estar de acuerdo ante todo, si debe tratarse de un ENTENDIMIENTO verdaderamente profundo, puesto que eso es todo lo esencial; y, desde que se comprenden realmente, el acuerdo se hace por sí mismo. En efecto, es menester destacar que el conocimiento de los principios, que es el conocimiento por excelencia, el conocimiento metafísico en el verdadero sentido de esta palabra, es universal como los principios mismos, y por tanto enteramente libre de todas las contingencias individuales, que intervienen por el contrario necesariamente desde que se desciende a sus aplicaciones; así, este dominio puramente intelectual es el único donde no hay necesidad de un esfuerzo de adaptación entre mentalidades diferentes. Además, cuando se cumple un trabajo de este orden, ya no hay más que desarrollar los resultados para que el acuerdo en todos los demás dominios se encuentre igualmente realizado, puesto que, como acabamos de decirlo, es de eso de lo que depende todo directa o indirectamente; por el contrario, el acuerdo obtenido en un dominio particular, al margen de los principios, será siempre eminentemente inestable y precario, y mucho más semejante a una combinación diplomática que a un verdadero ENTENDIMIENTO. Por eso es por lo que este ENTENDIMIENTO, insistimos aún en ello, no puede operarse realmente más que por arriba, y no por abajo, y esto debe entenderse en un doble sentido: es menester partir de lo que hay más elevado, es decir, de los principios, para descender gradualmente a los diversos órdenes de aplicaciones observando siempre rigurosamente la dependencia jerárquica que existe entre ellos; y esta obra, por su carácter mismo, no puede ser más que la de una élite, dando a esta palabra su acepción más verdadera y más completa: es de una élite intelectual de lo que queremos hablar exclusivamente, y, a nuestros ojos, no podría haber otras, puesto que todas las distinciones sociales exteriores carecen de importancia desde el punto de vista donde nos colocamos. 1106 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO II
Ya que estamos hablando de los factores económicos, aprovecharemos para señalar una ilusión muy extendida sobre este tema, y que consiste en imaginarse que las relaciones establecidas sobre el terreno de los intercambios comerciales pueden servir para un acercamiento y para un ENTENDIMIENTO entre los pueblos, mientras que, en realidad, tienen exactamente el efecto contrario. La materia, ya lo hemos dicho muchas veces, es esencialmente multiplicidad y división, y por tanto fuente de luchas y de conflictos; así, ya sea que se trate de los pueblos o de los individuos, el dominio económico no es y no puede ser más que el dominio de las rivalidades de intereses. En particular, Occidente no tiene que contar con la industria, ni tampoco con la ciencia moderna de la que es inseparable, para encontrar un terreno de ENTENDIMIENTO con Oriente; si los orientales llegan a aceptar esta industria como una necesidad penosa y por lo demás transitoria, ya que, para ellos, no podría ser nada más, eso no será nunca sino como un arma que les permita resistir a la invasión occidental y salvaguardar su propia existencia. Importa que se sepa bien que ello no puede ser de otro modo: los orientales que se resignan a considerar una concurrencia económica frente a Occidente, a pesar de la repugnancia que sienten hacia este género de actividad, no puede hacerlo más que con una única intención, la de desembarazarse de una dominación extranjera que no se apoya más que sobre la fuerza bruta, sobre el poder material que la industria pone precisamente a su disposición; la violencia llama a la violencia, pero se deberá reconocer que no son ciertamente los orientales quienes habrán buscado la lucha sobre este terreno. 1204 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO VII
Por lo demás, puede ser que estos acontecimientos mismos impongan pronto o tarde, a los dirigentes de la Iglesia católica, como una necesidad ineludible, aquello cuya importancia desde el punto de vista de la intelectualidad pura no comprenderían directamente; ciertamente, sería deplorable que, para hacerles reflexionar, fueran necesarias algunas circunstancias tan contingentes como las que dependen del dominio político, considerado al margen de todo principio superior; pero es menester admitir que la ocasión de un desarrollo de posibilidades latentes debe serle proporcionada a cada uno por los medios que están más inmediatamente al alcance de su comprehensión actual. Por eso es por lo que diremos esto: ante la agravación de un desorden que se generaliza cada vez más, hay lugar a hacer llamada a la unión de todas las fuerzas espirituales que ejercen todavía una acción en el mundo exterior, tanto en Occidente como en Oriente; y, por el lado occidental, no vemos otras que la Iglesia católica. Si ésta pudiera entrar en contacto con los representantes de las tradiciones orientales, no tendríamos más que felicitarnos por este primer resultado, que podría ser precisamente el punto de partida de lo que tenemos en vista, ya que no se tardaría sin duda en apercibirse de que un ENTENDIMIENTO simplemente exterior y «diplomático» sería ilusorio y no podría tener las consecuencias queridas, de suerte que sería menester llegar efectivamente a aquello por lo que se hubiera debido comenzar normalmente, es decir, a considerar el acuerdo sobre los principios, acuerdo cuya condición necesaria y suficiente sería que los representantes de Occidente vuelvan a ser de nuevo conscientes de estos principios, como lo son siempre los de Oriente. El verdadero ENTENDIMIENTO, lo repetimos todavía una vez más, no puede cumplirse más que por arriba y desde lo interior, por consiguiente en el dominio que se puede llamar indiferentemente intelectual o espiritual, ya que, para nos, en el fondo, estas dos palabras tienen exactamente la misma significación; después, y partiendo de ahí, el ENTENDIMIENTO se establecería también forzosamente en todos los demás dominios, del mismo modo que, cuando se ha sentado un principio, ya no hay más que deducir, o más bien «explicitar», todas las consecuencias que se encuentran implícitas en él. Para eso no puede haber más que un solo obstáculo: es el proselitismo occidental, que no puede admitir que a veces se deben tener «aliados» que no son de ninguna manera «súbditos»; o, para hablar más exactamente, es la falta de comprehensión de la que el proselitismo no es más que uno de los efectos; ¿será superado este obstáculo? Si no lo fuera, la élite, para constituirse, ya no tendría que contar más que con el esfuerzo de los que estarían calificados por su capacidad intelectual, fuera de todo medio definido, y también, bien entendido, con el apoyo de Oriente; su trabajo se haría más difícil y su acción no podría ejercerse más que a más largo plazo, puesto que ella misma tendría que crear todos los instrumentos, en lugar de encontrarlos preparados como en el otro caso; pero no pensamos de ninguna manera que estas dificultades, por grandes que puedan ser, sean de una naturaleza que impida lo que se debe cumplir de una manera o de otra. 1240 LA CRISIS DEL MUNDO MODERNO CAPÍTULO IX
Cuando decimos, al hablar de la «mente» o de la razón, o, lo que equivale todavía casi a lo mismo, del pensamiento bajo su modo humano, que son facultades individuales, no hay que decir que por eso es menester entender, no facultades que serían propias a un individuo a exclusión de los otros, o que serían esencial y radicalmente diferentes en cada individuo ( lo que sería por lo demás la misma cosa en el fondo, ya que no se podría decir entonces verdaderamente que son las mismas facultades, de suerte que no se trataría más que de una asimilación puramente verbal ), sino facultades que pertenecen a los individuos en tanto que tales, y que no tendrían ya ninguna razón de ser si se las quisiera considerar fuera de un cierto estado individual y de las consideraciones particulares que definen la existencia en ese estado. Es en este sentido como la razón, por ejemplo, es propiamente una facultad individual humana, ya que, si es verdad que la razón es en el fondo, en su esencia, común a todos los hombres ( sin lo cual no podría servir evidentemente para definir la naturaleza humana ), y que no difiere de un individuo a otro más que en su aplicación y en sus modalidades secundarias, por eso no pertenece menos a los hombres en tanto que individuos, y solo en tanto que individuos, puesto que es justamente característica de la individualidad humana; y es menester poner atención en que no es sino por una transposición puramente analógica que se puede considerar legítimamente en cierto modo su correspondencia en lo universal. Por consiguiente, e insistimos en ello para descartar toda confusión posible ( confusión que las concepciones «racionalistas» del occidente moderno hacen todavía de las más fáciles ), si se toma la palabra «razón» a la vez en un sentido universal y en un sentido individual, se debe tener siempre cuidado de observar que este doble empleo de un mismo término ( que, en todo rigor, sería por lo demás preferible evitar ) no es más que la indicación de una simple analogía, que expresa la refracción de un principio universal ( que no es otro que Buddhi ) en el orden mental humano ( En el orden cósmico, la refracción correspondiente del mismo principio tiene su expresión en el Manú de la tradición hindú ( Ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. V, y L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IV ). ). No es sino en virtud de esta analogía, que no es a ningún grado una identificación, como se puede en un cierto sentido, y bajo la reserva precedente, llamar también «razón» a lo que, en lo universal, corresponde, por una transposición conveniente, a la razón humana, o, en otros términos, a aquello de lo cual ésta es la expresión, como traducción y manifestación, en modo individualizado ( Según los filósofos escolásticos, una transposición de este género debe efectuarse cada vez que se pasa de los atributos de los seres creados a los atributos divinos, de tal suerte que no es sino analógicamente como los mismos términos pueden ser aplicados a los unos y a los otros, y simplemente para indicar que en Dios está el principio de todas las cualidades que se encuentran en el hombre o en todo otro ser, con la condición, bien entendido, de que se trate de cualidades realmente positivas, y no de aquellas que, no siendo más que la consecuencia de una privación o de una limitación, no tienen más que una existencia puramente negativa cualesquiera que sean por lo demás las apariencias, y que, por consiguiente, están desprovistas de principio. ). Por lo demás, los principios fundamentales del conocimiento, incluso si se los considera como la expresión de una suerte de «razón universal», entendida en el sentido del Logos platónico y alejandrino, por eso no rebasan menos, más allá de toda medida asignable, el dominio particular de la razón individual, que es exclusivamente una facultad de conocimiento distintivo y discursivo ( El conocimiento discursivo, que se opone al conocimiento intuitivo, es en el fondo sinónimo de conocimiento indirecto y mediato; no es pues más que un conocimiento completamente relativo, y en cierto modo por reflejo o por participación; en razón de su carácter de exterioridad, que deja subsistir la dualidad del sujeto y del objeto, no podría encontrar en sí mismo la garantía de su verdad, sino que debe recibirla de principios que le rebasan y que son del orden del conocimiento intuitivo, es decir, puramente intelectual. ), a la cual se imponen como datos de orden transcendente que condicionan necesariamente toda actividad mental. Eso es evidente, por lo demás, desde que se observa que estos principios no presuponen ninguna existencia particular, sino que, al contrario, son supuestos lógicamente como premisas, al menos implícitas, de toda afirmación verdadera de orden contingente. Puede decirse incluso que, en razón de su universalidad, estos principios, que dominan toda lógica posible, tienen al mismo tiempo, o más bien ante todo, un alcance que se extiende mucho más allá del dominio de la lógica, ya que ésta, al menos en su acepción habitual y filosófica ( Hacemos esta restricción porque la lógica, en las civilizaciones orientales tales como las de la India y de la China, presenta un carácter diferente, que hace de ella un «punto de vista» ( darshana ) de la doctrina total y una verdadera «ciencia tradicional» ( ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. IX ). ), no es y no puede ser más que una aplicación, más o menos consciente por lo demás, de los principios universales a las condiciones particulares del ENTENDIMIENTO humano individualizado ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XVII. ). 1812 EMS LA MENTE, ELEMENTO CARACTERÍSTICO DE LA INDIVIDUALIDAD HUMANA
Así pues, cuando hemos dicho que el «conocer» y el «ser» son las dos caras de una misma realidad, es menester no tomar el término «ser» más que en su sentido analógico y simbólico, puesto que el conocimiento va más lejos que el Ser; ocurre aquí como en los casos donde hablamos de la realización del ser total, puesto que esta realización implica esencialmente el conocimiento total y absoluto, y no es en modo alguno distinta de este conocimiento mismo, en tanto que se trate, bien entendido, del conocimiento efectivo, y no de un simple conocimiento teórico y representativo. Y es éste el lugar de precisar un poco, por otra parte, la manera en que es menester entender la identidad metafísica de lo posible y de lo real: puesto que todo posible se realiza por el conocimiento, esta identidad, tomada universalmente, constituye propiamente la verdad en sí, ya que ésta puede ser concebida precisamente como la adecuación perfecta del conocimiento a la Posibilidad total ( Esta fórmula concuerda con la definición que Santo Tomás de Aquino da de la verdad como adoequatio rei et intellectus; pero en cierto modo es su transposición, porque hay lugar a tener en cuenta esta diferencia capital, a saber, que la doctrina escolástica se encierra exclusivamente en el Ser, mientras que lo que decimos aquí se aplica igualmente a todo lo que está más allá del Ser. ). Se ve sin esfuerzo todas las consecuencias que se pueden sacar de esta última precisión, cuyo alcance es inmensamente mayor que el de una definición simplemente lógica de la verdad, ya que aquí hay toda la diferencia entre el intelecto universal e incondicionado ( Aquí, el término «intelecto» está transpuesto también más allá del Ser, y, por consiguiente, con mayor razón más allá de Buddhi, que, aunque de orden universal e informal, pertenece todavía al dominio de la manifestación, y por consecuencia no puede decirse incondicionada. ) y el ENTENDIMIENTO humano con sus condiciones individuales, y también, por otro lado, toda la diferencia que separa el punto de vista de la realización del de una «teoría del conocimiento». La palabra «real» misma, habitualmente muy vaga, incluso equívoca, y que lo es forzosamente para los filósofos que mantienen la pretendida distinción de lo posible y de lo real, toma aquí un valor metafísico completamente diferente, al encontrarse referida a este punto de vista de la realización ( Se observará por lo demás el estrecho parentesco, que no tiene nada de fortuito, entre los términos «real» y «realización». ), o, para hablar de una manera más precisa, al devenir una expresión de la permanencia absoluta, en lo Universal, de todo aquello cuya posesión efectiva alcanza un ser por la total realización de sí mismo ( Es esta misma permanencia la que se expresa de otra manera, en el lenguaje teológico occidental, cuando se dice que los posibles están eternamente en el ENTENDIMIENTO divino. ). 1900 EMS CONOCIMIENTO Y CONSCIENCIA
Ante todo, el simbolismo se nos aparece como especialísimamente adaptado a las exigencias de la naturaleza humana, que no es una naturaleza puramente intelectual, sino que ha menester de una base sensible para elevarse hacia las esferas superiores. Es preciso tomar el compuesto humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; esto es lo que hay tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea comunicable; pero no ocurre así en el hombre. En el fondo, toda expresión, toda formulación, cualquiera que fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente; en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe, pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China, ha conservado siempre ese carácter). De modo general, la forma del lenguaje es analítica, “‘discursiva”, como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso mismo “intuitivo” en cierta manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición inferior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos. Por consiguiente, de no contentarse con la comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al ENTENDIMIENTO límites más o menos estrechos. 1998 EMS IV: EL VERBO Y EL SÍMBOLO
Lo que acabamos de decir debe hacer comprender también que las doctrinas de las que nos proponemos hablar se niegan, por su naturaleza misma, a toda tentativa de “vulgarización”; sería ridículo querer “poner al alcance de todo el mundo”, como se dice tan frecuentemente en nuestra época, concepciones que no puedan estar destinadas más que a una elite, y buscar hacerlo sería el medio más seguro de deformarlas. Hemos explicado en otra parte lo que entendemos por la elite intelectual, cuál será su papel si llega a constituirse algún día en occidente, y cómo el estudio real y profundo de las doctrinas orientales es indispensable para preparar su formación. Es en vistas de ese trabajo cuyos resultados sin duda no se harán sentir más que a largo plazo, que creemos deber exponer algunas ideas para aquellos que son capaces de asimilárselas, sin hacerlas sufrir jamás ninguna de esas modificaciones y de esas simplificaciones que son el hecho de los “vulgarizadores”, y que irían directamente en contra del cometido que nos proponemos. En efecto, no es a la doctrina a quien corresponde rebajarse y restringirse a la medida del ENTENDIMIENTO limitado del vulgo; es a aquellos que pueden a quienes corresponde elevarse a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral, y no es sino de esta manera como se puede formar una elite intelectual verdadera. Entre aquellos que reciben una misma enseñanza, cada uno la comprende y se la asimila más o menos completamente, más o menos profundamente, según la extensión de sus propias posibilidades intelectuales: y es así como se opera de modo perfectamente natural la selección sin la cual no podría haber verdadera jerarquía. Ya habíamos dicho estas cosas, pero era necesario recordarlas antes de emprender una exposición propiamente doctrinal; y es tanto menos inútil repetirlas con insistencia cuanto más extrañas son a la mentalidad occidental actual. 2950 HDV PREFACIO
Si consideramos ahora la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos tenido en vista hasta aquí, y que pueden llamarse todas experimentales, puesto que tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del ENTENDIMIENTO humano; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se llama los principios lógicos no es más que la aplicación y la especificación, en un dominio determinado, de los verdaderos principios, que son de orden universal; así pues, se puede operar a su respecto una transposición del mismo género que esa cuya posibilidad hemos indicado a propósito de la teología. Por lo demás, la misma precisión puede hacerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que están limitadas exclusivamente al dominio de la cantidad únicamente, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser considerados como constituyendo una determinación inmediata en relación a algunos principios universales. Así, la lógica y las matemáticas son, en todo el dominio científico, lo que ofrece más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, por eso mismo de que entran en la definición general del conocimiento científico, es decir, en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, están todavía muy profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite acordar un valor efectivo a puntos de vista que se plantean como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de unas «teorías del conocimiento», que han tomado una importancia tan grande en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, por donde pretenden rebasar la lógica, no son más que fantasías pseudometafísicas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica no puede ocupar más que el lugar de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que tiene lugar en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la edad media occidental, pero que la filosofía moderna ignora, y que no es en suma más que una aplicación de los principios metafísicos a un punto de vista especial y en un dominio determinado; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ella a propósito de las doctrinas hindúes. 3686 IGEDH Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico
La consecuencia inmediata de esto, es que conocer y ser no son en el fondo más que una sola y misma cosa; son, si se quiere, dos aspectos inseparables de una realidad única, aspectos que, verdaderamente, ya no podrían distinguirse siquiera ahí donde todo es «sin dualidad». Eso basta para volver completamente vanas todas las «teorías del conocimiento» con pretensiones pseudometafísicas que tienen un lugar tan grande en la filosofía occidental moderna, y que a veces tienden incluso, como en Kant por ejemplo, a absorber todo lo demás, o al menos a subordinárselo; la única razón de ser de este género de teorías está en una actitud común a casi todos los filósofos modernos, y que, por lo demás, ha salido del dualismo cartesiano, actitud que consiste en oponer artificialmente el conocer al ser, lo que es la negación de toda metafísica verdadera. Esta filosofía llega así a querer sustituir el conocimiento mismo por la «teoría del conocimiento», y, por su parte, eso es una verdadera confesión de impotencia; a este respecto, nada es más característico que esta declaración de Kant: «Después de todo, la mayor y quizás la única utilidad de toda filosofía de la razón pura es exclusivamente negativa, puesto que no es un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (NA: Kritik der reinen Verunuft, ed. Harteustein, p. 256.). ¿No equivalen tales palabras a decir simplemente que la única pretensión de los filósofos debe ser imponer a todos los límites estrechos de su propio ENTENDIMIENTO? Por lo demás, ese es el inevitable resultado del espíritu de sistema, que es, lo repetimos, antimetafísico al más alto grado. 3712 IGEDH La realización metafísica
Hemos dicho que el Nyâya es esencialmente la lógica; pero debemos agregar que este término tiene aquí un acepción menos restringida que en los occidentales, y eso porque lo que designa, en lugar de ser concebido como una parte de la filosofía, lo es como un punto de vista de la doctrina total. Al escapar a la estrecha especialización que es inevitable para la lógica considerada en modo filosófico, y al no tener, por lo demás, que integrarse en ningún sistema, la lógica hindú tiene por eso mismo un alcance mucho más grande; y, para comprenderlo, recuérdese aquí lo que decíamos a propósito de los caracteres de la metafísica: lo que constituye el objeto propio de una especulación, no son precisamente las cosas mismas que estudia, sino el punto de vista bajo el cual las estudia. La lógica, hemos dicho también precedentemente, concierne a las condiciones del ENTENDIMIENTO humano; así pues, lo que puede ser considerado lógicamente, es todo lo que es objeto del ENTENDIMIENTO humano, en tanto que se considere efectivamente bajo este aspecto. Por consecuencia, la lógica comprende en su punto de vista las cosas consideradas como «objetos de prueba», es decir, de conocimiento razonado o discursivo: ese es, en el Nyâya el sentido del término padârtha, y, a pesar de algunas diferencias, es también, en la antigua lógica occidental, la verdadera significación de las «categorías» o «predicamentos». Si las divisiones y clasificaciones establecidas por la lógica tienen al mismo tiempo un valor ontológico real, es porque hay necesariamente correspondencia entre los dos puntos de vista, desde que no se establece, como lo hace la filosofía moderna, una oposición radical y artificial entre el sujeto y el objeto. Por lo demás, el punto de vista lógico es analítico, porque es individual y racional; no es sino a título de simple aplicación al orden individual como los principios lógicos, incluso los más generales, se derivan de los principios metafísicos o universales. 3799 IGEDH El Nyâya
El Nyâya distingue dieciséis padârthas, de los que el primero se llama pranâma, palabra que tiene el sentido habitual de «prueba», y que se traduce incluso frecuentemente por «evidencia»; pero esta última traducción es impropia en muchos de los casos, y tiene, además, el inconveniente de hacer pensar en la concepción de la evidencia cartesiana, que no es realmente válida más que en el dominio matemático. Para fijar la verdadera significación del término pramâna, es menester destacar que su primer sentido es el de «medida»; lo que designa aquí, son los medios legítimos de conocimiento en el orden racional, medios de los que cada uno no es en efecto aplicable más que en una cierta medida y bajo algunas condiciones, o, en otros términos, en el interior de un cierto dominio particular cuya extensión define su alcance propio; y la enumeración de estos medios de conocimiento o de prueba proporcionan las subdivisiones del primer padârtha. El segundo es pramêya o «lo que hay que probar», es decir, lo que es susceptible de ser conocido por uno u otro de los medios de los que acabamos de hablar; comprende, como subdivisiones, una clasificación de todas las cosas que puede alcanzar el ENTENDIMIENTO humano en su condición individual. Los otros padârthas son menos importantes, y se refieren sobre todo a las diversas modalidades del razonamiento o de la demostración; no emprenderemos aquí dar su enumeración completa, sino que nos contentaremos con señalar especialmente el que está constituido por los miembros de un argumento regular. 3800 IGEDH El Nyâya
El nombre del Vaishêshika se deriva de la palabra vishêsa, que significa «carácter distintivo» y, por consecuencia, «cosa individual»; así pues, este darshana está constituido por el conocimiento de las cosas individuales como tales, consideradas en modo distintivo, en su existencia contingente. Mientras que el Nyâya considera esas cosas en su relación con el ENTENDIMIENTO humano, el Vaishêshika las considera más directamente en lo que son en sí mismas; se ve inmediatamente la diferencia de estos dos puntos de vista, pero también su relación, puesto que lo que las cosas son en el conocimiento es, en el fondo, idéntico a lo que son en sí mismas; pero, por otra parte, la diferencia de los dos puntos de vista no desaparece más que cuando se rebasan uno y otro, de suerte que su distinción ha de mantenerse siempre en los límites del dominio al que se aplican propiamente. Este dominio es evidentemente el de la naturaleza manifestada, fuera del cual el punto de vista individual mismo, del que estos dos darshanas representan modalidades, ya no tiene ningún sentido posible; pero la manifestación universal puede ser considerada de dos maneras diferentes: ya sea sintéticamente, a partir de los principios de los que procede y que la determinan en todos sus modos, y es lo que hace el Sânkhya, tal como lo veremos más adelante; o ya sea analíticamente, en la distinción de sus elementos constitutivos múltiples, y es lo que hace el Vaishêshika. Este último punto de vista puede limitarse incluso a la consideración especial de uno de los modos de la manimanifestación universal, tal como el que constituye el conjunto del mundo sensible; y, de hecho, está obligado a limitarse a él casi exclusivamente, ya que las condiciones de los demás modos escapan necesariamente a las facultades individuales de ser humano: no se puede llegar a ellos más que por arriba, en cierto modo, es decir, por lo que, en el hombre, rebasa las limitaciones y las relaciones inherentes al individuo. Esto sale manifiestamente del punto de vista distintivo y analítico que vamos a caracterizar al presente; pero no se puede comprender completamente un punto de vista especial más que a condición de rebasarle, desde que ese punto de vista se presenta, no como independiente y teniendo toda su razón de ser en sí mismo, sino como vinculado a algunos principios de los que deriva, como una aplicación a un orden contingente, de algo que es de un orden diferente y superior. 3807 IGEDH El Vaishêshika
Hay aún otro aspecto bajo el que la vía oriental está en antítesis absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente «esotérica», sino más bien «iniciática», se oponen evidentemente a toda difusión desconsiderada, difusión más perjudicial que útil a los ojos de cualquiera que no está engañado por ciertas apariencias. Primeramente, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo una forma idéntica, a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en cuanto a aptitudes y temperamento, así como se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, ciertamente el más imperfecto de todos, es exigido por la manía igualitaria que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, para gentes en quienes los «hechos» deben ocupar el lugar de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuvieran completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más visible que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Después, hay otra razón por la que el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer extender a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda «vulgarización»: es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, bajo pretexto de hacérsela accesible; no pertenece a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del ENTENDIMIENTO limitado del vulgo; pertenece a los individuos elevarse, si pueden, a la comprehensión de la doctrina en su pureza integral. Esas son las únicas condiciones posibles de formación de una élite intelectual, por una selección apropiada, puesto que cada uno se detiene necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio «horizonte intelectual»; y es también el obstáculo a todos los desórdenes que suscita, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus beneficios supuestos, y, a nuestro juicio, tienen mucha razón. 3863 IGEDH La enseñanza tradicional
Râm Mohum Roy se había dedicado particularmente a interpretar el Vêdânta conformemente a sus propias ideas; aunque insistía con razón sobre la concepción de la «unidad divina», que, por lo demás, ningún hombre competente había contestado nunca, pero que él expresaba en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizaba bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que habían devenido los suyos, y hacía de ella algo que acababa por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una suerte de «deismo» revestido de una fraseología oriental. Así pues, en su espíritu mismo, una tal interpretación está tan lejos como es posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es la única meta verdadera de la doctrina toda entera. Tal fue el prototipo de las deformaciones del Vêdânta, ya que debían producirse otras después, y siempre en el sentido de un acercamiento con Occidente, pero de un acercamiento en el que Oriente corría con todos los gastos, en gran detrimento de la verdad doctrinal: empresa verdaderamente insensata, y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, ya que las cosas de este género le parecen completamente desdeñables. En toda lógica, no pertenece a Oriente acercarse a Occidente siguiéndole en sus desviaciones mentales, como le invitan a hacerlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda categoría que Europa le envía; antes al contrario, pertenece a Occidente volver de nuevo, cuando quiera y pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que Oriente, por su parte, no se ha apartado nunca; y, ese día, el ENTENDIMIENTO sobre todos los puntos secundarios, que no dependen más que del orden de las contingencias, se cumplirá por sí mismo y como por añadidura. 3895 IGEDH El Vêdânta occidentalizado
Así pues, si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque, de todas las maneras, es el primero que hay que considerar; pero recordamos que es menester entenderle de tal suerte que las posibilidades que conlleve sean verdaderamente ilimitadas, así como lo hemos explicado al caracterizar el pensamiento metafísico. Es de metafísica de lo que se trata esencialmente, puesto que nada, excepto eso, puede llamarse propia y puramente intelectual; y esto nos lleva a precisar que, para la elite de que hemos hablado, la tradición, en su esencia profunda, no tiene que ser concebida bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de todo, más que un asunto de adaptación a las condiciones de la mentalidad general y media. Por otra parte, esta elite, antes incluso de haber realizado una modificación apreciable en la orientación del pensamiento común, podría ya, por su influencia, obtener en el orden de las contingencias algunas ventajas bastante importantes, como hacer desaparecer las dificultades y los malentendidos que, de otro modo, son inevitables en las relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, eso no son más que consecuencias secundarias de la única realización primordialmente indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y que ella misma no está condicionada por nada, es de un orden completamente interior. Así pues, lo que debe jugar el primer papel, es la comprehensión de las cuestiones de principio, cuya verdadera naturaleza hemos intentado indicar aquí, y esta comprehensión implica, en el fondo, la asimilación de los modos esenciales del pensamiento oriental; por lo demás, en tanto que se piense en modos diferentes, y, sobre todo, sin que, por un lado, se tenga consciencia de la diferencia, evidentemente no será posible ningún ENTENDIMIENTO, como no sería posible tampoco si se hablaran lenguas diferentes, y uno de los interlocutores ignorara la lengua del otro. Es por eso por lo que los trabajos de los orientalistas no pueden ser de ninguna ayuda para lo que se trata, cuando no son un obstáculo por las razones que ya hemos dado; es también por eso por lo que, habiendo juzgado útil escribir estas cosas, nos proponemos, además, precisar y desarrollar algunos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo directamente algunos aspectos de las doctrinas orientales, de las de la India en particular, o ya sea adaptando estas mismas doctrinas de la manera que nos parezca más inteligible, cuando estimemos que una tal adaptación es preferible a la exposición pura y simple; en todo caso, lo que presentaremos así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una interpretación tan escrupulosamente exacta y fiel como sea posible de las doctrinas tradicionales, y lo que pondremos como nuestro en eso, serán sobre todo las imperfecciones fatales de la expresión. 3917 IGEDH Conclusión
Para terminar estas observaciones, destinadas a completar nuestro anterior estudio, citaremos este pasaje de Jacob Boehme, quien, con la terminología que le es particular y con una forma quizá algo oscura, como a menudo ocurre en él, nos parece que expresa correctamente las relaciones entre los ángeles y los aspectos divinos: “La creación de los ángeles tiene un comienzo, pero las fuerzas con las cuales han sido creados jamás ha conocido principio, sino que asistieron al nacimiento del eterno comienzo… Han surgido del Verbo revelado, de la naturaleza eterna, tenebrosa, ígnea y luminosa, del deseo de la divina revelación, y han sido transformadas en imágenes “creaturadas” (es decir, fragmentadas en criaturas aisladas) (Mysterium Magnum, VIII, 1.). Y, en otro lugar, Boehme dice todavía: Cada príncipe angélico es una propiedad surgida de la voz de Dios, y lleva el gran nombre de Dios (De Signatura Rerum, XVI, 5. Con respecto a la primera creación, “surgida de la voz de Dios”, cf. Aperçus sur l’Initiation, págs. 304-305.). A. K. Coomaraswamy, citando esta última frase y comparándola con diversos textos que se refieren a los “Dioses” tanto en la tradición griega como en la hindú, añade estas palabras que se adecuan completamente a lo que acabamos de exponer: “Apenas tenemos necesidad de decir que tal multiplicidad de Dioses no es un politeísmo, pues todos son los sujetos angélicos de la Suprema Deidad, de la cual extraen su origen y en la cual, como tan a menudo se nos recuerda, vuelven a ser uno (What is Civilitation? en Albert Schweitzer Festschrift. Coomaraswamy menciona también, a propósito de esto, la identificación que Filón establece entre los ángeles y las “Ideas” entendidas en sentido platónico, es decir, en suma, las “Razones Eternas” que están contenidas en el ENTENDIMIENTO divino, o, según el lenguaje de la teología cristiana, en el Verbo considerado en tanto que “lugar de los posibles”.)”. 4423 MISCELÁNEA MONOTEÍSMO Y ANGELOLOGÍA)
Esto aún no es todo, y hablaremos en último lugar de las consecuencias, también muy discutibles, del empleo de los números negativos desde el punto de vista de la mecánica; ésta por otra parte, es en realidad, por su objeto, una ciencia física, y el hecho de tratarla como parte integrante de las matemáticas no deja de introducir ya ciertas deformaciones. Digamos únicamente a este respecto, que los pretendidos “principios” sobre los que los matemáticos modernos hacen descansar esta ciencia tal y como la conciben (y, entre los diversos abusos que se han hecho de esta palabra de “principios”, éste no es de los menos dignos de notar) no son propiamente sino hipótesis mejor o peor fundadas, o aún, en el caso más favorable, simples leyes más o menos generales, quizás más generales que otras, pero que no pueden ser sino aplicaciones, en un dominio todavía muy especial, de los verdaderos principios universales. Sin querer entrar en desarrollos demasiado largos, citaremos, como ejemplo del primer caso, el llamado “principio de inercia”, que no justifica nada, ni la experiencia que demuestra al contrario que en la naturaleza no hay inercia en ninguna parte, ni el ENTENDIMIENTO que no puede concebir esta pretendida inercia, no pudiendo consistir ésta sino la ausencia completa de toda propiedad; se podría, si acaso, aplicar tal palabra a la potencialidad pura, pero ésta es seguramente otra cosa muy distinta de la “materia” cuantificada y cualificada que consideran los físicos. Un ejemplo del segundo caso es lo que se llama el “principio de la igualdad de la acción y de la reacción”, que tiene tan poco de “principio” que se deduce inmediatamente de la ley general del equilibrio de las fuerzas naturales: cada vez que este equilibrio se rompe de alguna manera, tiende enseguida a restablecerse, de donde la intensidad de una reacción es equivalente a aquella de la acción que la ha provocado; este no es más que un simple caso particular de las “acciones y reacciones concordantes”, que no conciernen únicamente al mundo corpóreo, sino al conjunto de la manifestación en todos sus modos y sus estados; y precisamente debemos insistir todavía un poco sobre esta cuestión del equilibrio. 4795 MISCELÁNEA OBSERVACIONES SOBRE LA NOTACION MATEMÁTICA
Volvamos a la cuestión de la reencarnación: éste no es lugar para demostrar su imposibilidad metafísica, es decir, su absurdidad; hemos ya dado todos los elementos de esta demostración (Véase Le Symbolisme de la Croix, y L’Erreur spirite.) y la completaremos en otros estudios. Por el momento, debemos limitarnos a ver lo que de ella dicen sus partidarios mismos, a fin de descubrir la base que esta creencia puede tener en su ENTENDIMIENTO. Los espiritistas quieren sobre todo demostrar la reencarnación “experimentalmente” (¿?), por hechos, y ciertos ocultistas les siguen en estas investigaciones, que, naturalmente, no han desembocado en nada probatorio, como tampoco en lo que concierne a la «demostración científica de la inmortalidad». Por otro lado, la mayor parte de los teosofistas no ven, parece, en la teoría reencarnacionista más que una especie de dogma, de artículo de fe, que se debe admitir por motivos de orden sentimental, pero del cual sería imposible dar ninguna prueba racional o sensible. 5127 MISCELÁNEA LA GNOSIS Y LAS ESCUELAS ESPIRITUALISTAS
Quizás más que ninguna otra persona, tenemos consciencia de toda la distancia que separa Oriente y Occidente, sobre todo el Occidente moderno; por lo demás, en nuestra Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, hemos insistido particularmente sobre las diferencias, hasta tal punto que algunos han podido creer en alguna exageración por nuestra parte. Sin embargo, estamos persuadidos de que no hemos dicho nada que no fuera rigurosamente exacto; y al mismo tiempo, en nuestra conclusión, considerábamos las condiciones de un acercamiento intelectual que, con ser verdaderamente muy lejano, no por ello nos parecía como menos posible. Así pues, si nos hemos levantado contra las falsas asimilaciones que han intentado algunos occidentales, es porque éstas no son uno de los menores obstáculos que se oponen a este acercamiento; cuando se parte de una concepción errónea, los resultados van frecuentemente en contra de la meta que uno se ha propuesto. Al negarse a ver las cosas tales como son y a reconocer algunas diferencias al presente irreductibles, uno se condena a no comprender nada de la mentalidad oriental, y así no se hace más que agravar y perpetuar los malentendidos, cuando sería menester dedicarse ante todo a disiparlos. Mientras los occidentales se imaginen que no existe más que un solo tipo de humanidad, y que no hay más que una sola «civilización» en diversos grados de desarrollo, no será posible ningún ENTENDIMIENTO. La verdad es que hay civilizaciones múltiples, que se despliegan en sentidos muy diferentes, y que la civilización del Occidente moderno presenta caracteres que hacen de ella una excepción bastante singular. Admitiendo incluso que sean efectivamente comparables, no se debería hablar nunca de superioridad o de inferioridad de una manera absoluta, sin precisar bajo qué aspecto se consideran las cosas que se quieren comparar. No hay civilización que sea superior a las demás bajo todos los aspectos, porque al hombre no le es posible aplicar igualmente , y a la vez, su actividad en todas las direcciones, y porque hay desarrollos que aparecen como verdaderamente incompatibles. Únicamente, es permisible pensar que hay que observar una cierta jerarquía, y que las cosas del orden intelectual, por ejemplo, valen más que las del orden material; si ello es así, una civilización que se muestra inferior bajo el primer aspecto, aunque sea incontestablemente superior bajo el segundo, se encontrará aún desaventajada en el conjunto, cualesquiera que puedan ser las apariencias exteriores; y tal es el caso de la civilización occidental, si se la compara a las civilizaciones orientales. Sabemos bien que esta manera de ver choca a la gran mayoría de los occidentales, porque es contraria a todos sus prejuicios; pero, aparte de toda cuestión de superioridad, es menester que admitan al menos que las cosas a las que los occidentales atribuyen la mayor importancia no interesan forzosamente a todos los hombres al mismo grado, que algunos pueden tenerlas incluso como perfectamente desdeñables, y que se puede hacer prueba de inteligencia de otro modo que construyendo máquinas. Ya sería algo si los europeos llegaran a comprender eso y si se comportaran en consecuencia; sus relaciones con los demás pueblos se encontrarían algo modificadas por ello, y de una manera muy ventajosa para todo el mundo. 5360 Oriente y Occidente PREFACIO
Pero ese no es más que el lado más exterior de la cuestión: si los occidentales reconocieran que no todo es forzosamente despreciable en las demás civilizaciones por la única razón de que difieren de la suya, nada les impediría ya estudiar esas civilizaciones como deben serlo, queremos decir, sin una toma de partido por la denigración y sin hostilidad preconcebida; y entonces algunos de entre ellos no tardarían quizás en apercibirse, por este estudio, de todo lo que les falta a ellos mismos, sobre todo desde el punto de vista puramente intelectual. Naturalmente, suponemos que esos habrían llegado, en una cierta medida al menos, a la comprehensión verdadera del espíritu de las diferentes civilizaciones, lo que requiere otra cosa que trabajos de simple erudición; sin duda, todo el mundo no es apto para una tal comprehensión, pero, si algunos lo son, como es probable a pesar de todo, eso puede bastar para acarrear pronto o tarde resultados apreciables. Ya hemos hecho alusión al papel que podría jugar una elite intelectual, si llegara a constituirse en el mundo occidental, donde actuaría a la manera de un «fermento» para preparar y dirigir en el sentido más favorable una transformación mental que devendrá inevitable un día u otro, se la quiera o no. Por lo demás, algunos comienzan a sentir más o menos confusamente que las cosas no pueden continuar yendo indefinidamente en el mismo sentido, e incluso a hablar de una «quiebra» de la civilización occidental, lo que nadie se hubiera atrevido a hacer hace pocos años; pero las verdaderas causas que pueden provocar esta quiebra parecen escapárseles aún en gran parte. Como, al mismo tiempo, estas causas son precisamente las que impiden todo ENTENDIMIENTO entre Oriente y Occidente, se puede sacar de su conocimiento un doble beneficio: trabajar para preparar ese ENTENDIMIENTO, es esforzarse también en desviar las catástrofes por las que Occidente está amenazado debido a su propia culpa; esos dos fines están mucho más cercanos de lo que se podría creer. Así pues, no es hacer obra de crítica vana y puramente negativa denunciar, como nos proponemos hacerlo aquí en primer lugar, los errores y las ilusiones occidentales; en esta actitud, hay razones mucho más profundas, y a eso no le aportamos ninguna intención «satírica», lo que, por lo demás, convendría muy poco a nuestro carácter; si hay quienes han creído ver en nós algo de ese género, se han equivocado extrañamente. Por nuestra parte, querríamos mucho mejor no tener que librarnos a este trabajo más bien ingrato, y poder contentarnos con exponer algunas verdades sin tener que preocuparnos nunca de las falsas interpretaciones que no hacen más que complicar y embrollar las cuestión como por gusto; pero nos es forzoso tener en cuenta estas contingencias, puesto que, si no comenzamos por despejar el terreno, todo lo que podríamos decir correrá el riesgo de permanecer incomprendido. Por lo demás, incluso allí donde parezca que sólo estamos descartando errores o respondiendo a objeciones, podemos no obstante encontrar la ocasión de exponer cosas que tengan un alcance verdaderamente positivo; y, por ejemplo, mostrar por qué ciertas tentativas de acercamiento entre Oriente y Occidente han fracasado, ¿no es hacer entrever ya, por contraste, las condiciones en las que una tal empresa sería susceptible de prosperar? Así pues, esperamos que nadie se equivoque sobre nuestras intenciones; y, si no buscamos disimular las dificultades y los obstáculos, si al contrario insistimos en ellos, es porque, para poder aplanarlos o remontarlos, es menester ante todo conocerlos. No podemos detenernos en consideraciones demasiado secundarias, ni preguntarnos lo que agradará o desagradará a cada quien; la cuestión que consideramos es mucho más seria, incluso si uno se limita a lo que podemos llamar sus aspectos exteriores, es decir, a lo que no concierne al orden de la intelectualidad pura. 5361 Oriente y Occidente PREFACIO
Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta «ciencia» de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta «ciencia» todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: «la ciencia occidental es un saber ignorante» (The Miscarriage of Life in the West, por R. Ramanathan, procurador general de Ceilán: Hibbert Journal, VII, 1; citado por Benjamín Kidd, La Science de Puissance, p. 110 (traducción francesa).). La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y este estudio se emprende y se conduce de tal manera que, insistimos en ello, no puede estar vinculado a ningún principio de orden superior; ciertamente, al ignorar resueltamente todo lo que la rebasa, se hace así plenamente independiente en su dominio, pero esa independencia de la que se glorifica no está hecha más que de su limitación misma. Más aún, llega hasta negar lo que ignora, porque ese es el único medio de no confesar esta ignorancia; o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no cae bajo su dominio, niega al menos que eso pueda ser conocido de cualquier otra manera, lo que de hecho equivale a lo mismo, y pretende englobar todo conocimiento posible. Por una toma de partido frecuentemente inconsciente, los «cientificistas» se imaginan como Augusto Comte, que el hombre no se ha propuesto nunca otro objeto de conocimiento que una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, ya que son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades que les faltan a ellos mismos: se dirían ciegos que niegan, si no la existencia de la luz, al menos la del sentido de la vista, por la única razón de que están privados de él. Afirmar que no sólo hay lo desconocido, sino también lo «incognoscible», según la palabra de Spencer, es hacer de una enfermedad intelectual un límite que no le está permitido traspasar a nadie; he aquí lo que nunca se ha dicho en ninguna parte; y nunca se había visto tampoco a hombres hacer de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, tomarla abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de «agnosticismo». Y éstos, obsérvese bien, no son y no quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su aptitud una cierta lógica que podría hacerla excusable; pero, al contrario, son los creyentes más entusiastas de la «ciencia», y los más fervientes admiradores de la «razón». Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto, y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; eso es algo contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos encargaremos de explicarlo; esta actitud denota una mentalidad que no es la nuestra a ningún grado, y no es incumbencia nuestra justificar las contradicciones que parecen inherentes al «relativismo» bajo todas sus formas. Nós también, nos decimos que la razón es limitada y relativa; pero, muy lejos de hacer de ella toda la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que rebasan inmensamente las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de entre ellos al menos, consienten en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás más gustosamente que sus predecesores, pero a condición de que nadie tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es, o solo limitar radicalmente el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación que es tan característico del mundo moderno. Este espíritu de negación, no es otra cosa que el espíritu sistemático, ya que un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y ha llegado a identificarse al espíritu filosófico mismo, sobre todo desde Kant, que, queriendo encerrar todo conocimiento en lo relativo, se ha atrevido a declarar expresamente que «la filosofía no es un instrumento para entender el conocimiento, sino una disciplina para limitarle» (Kritik der reinen Vernunft, ed. Hartenstein, p. 256.), lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio ENTENDIMIENTO. Por eso es por lo que la filosofía moderna ha terminado por substituir casi enteramente el conocimiento mismo por la «crítica» o por la «teoría del conocimiento»; es también por lo que, en muchos de sus representantes, no quiere ser más que «filosofía científica», es decir, simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. Filosofía y ciencia, en estas condiciones, ya no tienen que ser distinguidas, y, a decir verdad, desde que el racionalismo existe, no pueden tener más que un solo y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas de un mismo espíritu: es lo que llamamos, no el espíritu científico, sino antes el espíritu «cientificista». 5397 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA
Hemos pronunciado hace un momento la palabra «vulgarización»; se trata también de una cosa completamente particular a la civilización moderna, y se puede ver en ello uno de los principales factores de este estado de espíritu que tratamos de describir al presente. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda de la que está animado el espíritu occidental, y que no puede explicarse más que por la influencia preponderante de los elementos sentimentales; ninguna consideración intelectual justifica el proselitismo, en el que los orientales no ven más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión; son dos cosas enteramente diferentes exponer simplemente la verdad tal como se ha comprendido, no aportándole más que la única preocupación de no desnaturalizarla, y querer a toda costa hacer participar a los demás en la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender poner ésta «al alcance de todo el mundo», hacerla accesible a todos indistintamente, es necesariamente disminuirla y deformarla, ya que es imposible admitir que todos los hombres son igualmente capaces de comprender no importa qué; no es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de «horizonte intelectual», y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano. El prejuicio quimérico de la «igualdad» va contra los hechos mejor establecidos, en el orden intelectual tanto como en el orden físico; es la negación de toda jerarquía natural, y el rebaje de todo conocimiento al nivel del ENTENDIMIENTO limitado del vulgo. Ya no se quiere admitir nada que rebase la comprehensión común, y, efectivamente, las concepciones científicas y filosóficas de nuestra época, sean cuales sean sus pretensiones, son en el fondo de la más lamentable mediocridad; se ha logrado eliminar todo lo que hubiera podido ser incompatible con la preocupación de la vulgarización. Digan lo que digan algunos, la constitución de una elite cualquiera es incompatible con el ideal democrático; lo que exige éste, es la distribución de una enseñanza rigurosamente idéntica a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en aptitudes y en temperamento; a pesar de todo, no se puede impedir que esta enseñanza produzca resultados muy variables también, aunque eso sea contrario a las intenciones de aquellos que la han instituido. En todo caso, un tal sistema de instrucción es ciertamente el más imperfecto de todos, y la difusión desconsiderada de cualquier conocimiento es siempre más perjudicial que útil, ya que no puede conducir, de una manera general, más que a un estado de desorden y de anarquía. Es a una tal difusión a lo que se oponen los métodos de la enseñanza tradicional, tal como existe por todas partes en Oriente, donde se estará siempre mucho más persuadido de los inconvenientes muy reales de la «instrucción obligatoria» que de sus supuestos beneficios. Aunque los conocimientos que el público occidental puede tener a su disposición no tienen nada de transcendente, aún se empequeñecen más en las obras de vulgarización, que no exponen más que sus aspectos más inferiores, y que los falsean además para simplificarlos; y esas obras insisten complacidamente sobre las hipótesis más fantasiosas, dándolas audazmente como verdades demostradas, y acompañándolas de esas ineptas declamaciones que agradan tanto a la muchedumbre. Una semiciencia adquirida por tales lecturas, o por una enseñanza cuyos elementos estén sacados todos de manuales del mismo valor, es mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; vale más no conocer nada en absoluto que tener el espíritu atestado de ideas falsas, frecuentemente indesarraigables, sobre todo cuando han sido inculcadas desde la edad más joven. El ignorante guarda al menos la posibilidad de aprender si encuentra la ocasión para ello; puede poseer un «buen sentido» natural, que, junto a la consciencia que tiene ordinariamente de su incompetencia, basta para evitarle muchas necedades. Al contrario, el hombre que ha recibido una semiinstrucción, tiene casi siempre una mentalidad deformada, y lo que cree saber le da una tal suficiencia que imagina poder hablar de todo indistintamente; y lo hace sin ton ni son, pero tanto más fácilmente cuanto más incompetente es: ¡todas las cosas parecen muy simples a quien no conoce nada! 5403 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA
Los occidentales reprochan frecuentemente a las civilizaciones orientales, entre otras cosas, su carácter de fijeza y de estabilidad, que les parece como la negación del progreso, y que lo es en efecto, se lo reconocemos de buena gana; pero, para ver en eso un defecto, es menester creer en el progreso. Para nosotros, este carácter indica que esas civilizaciones participan de la inmutabilidad de los principios sobre los que se apoyan, y ese es uno de los aspectos esenciales de la idea de tradición; es porque la civilización moderna carece de principio por lo que es eminentemente cambiante. Por lo demás, sería menester no creer que la estabilidad de que hablamos llega hasta excluir toda modificación, lo que sería exagerado; pero reduce la modificación a no ser nunca más que una adaptación a las circunstancias, por la que los principios no son afectados de ninguna manera, y que puede al contrario deducirse de ellos estrictamente, por poco que se los considere no en sí mismos, sino en vista de una aplicación determinada; y por eso es por lo que existen, además de la metafísica que no obstante se basta a sí misma en tanto que conocimiento de los principios, todas las «ciencias tradicionales» que abarcan el orden de las existencias contingentes, comprendidas las instituciones sociales. Sería menester no confundir inmutabilidad con inmovilidad; los errores de este género son frecuentes en los occidentales, porque son generalmente incapaces de separar la concepción de la imaginación, y porque su espíritu no puede desprenderse de las representaciones sensibles; eso se ve muy claramente en filósofos tales como Kant, que, no obstante, no pueden ser colocados entre los «sensualistas». Lo inmutable, no es lo que es contrario al cambio, sino lo que le es superior, de igual modo que lo «suprarracional» no es lo «irracional»; es menester desconfiar de la tendencia a colocar las cosas en oposiciones y en antítesis artificiales, por una interpretación a la vez «simplista» y sistemática, que procede sobre todo de la incapacidad de ir más lejos y de resolver los contrastes aparentes en la unidad armónica de una verdadera síntesis. Por eso no es menos cierto que hay realmente, bajo el aspecto que consideramos aquí como bajo muchos otros, una cierta oposición entre Oriente y Occidente, al menos en el estado actual de las cosas: hay divergencia, pero, no hay que olvidarlo, es unilateral y no simétrica, es como la de una rama que se separa del tronco; es sólo la civilización occidental la que, al marchar en el sentido que ha seguido en el curso de los últimos siglos, se ha alejado de las civilizaciones orientales hasta el punto de que, entre aquella y éstas, ya no parece haber por así decir ningún elemento en común, ningún término de comparación, ningún terreno de ENTENDIMIENTO y de conciliación. 5413 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA
Hasta aquí, hemos presentado sobre todo una visión de conjunto del estado actual del mundo occidental considerado bajo el aspecto mental; es por ahí por donde es menester comenzar, ya que es de eso de lo que depende todo lo demás, y no puede haber cambio importante y duradero si no recae primero sobre la mentalidad general. Aquellos que sostienen lo contrario son todavía las víctimas de una ilusión muy moderna: puesto que no ven más que las manifestaciones exteriores, toman los efectos por las causas, y creen gustosamente que lo que no ven no existe; lo que se llama «materialismo histórico», o la tendencia a reducir todo a los factores económicos, es un notable ejemplo de esta ilusión. El estado de cosas ha devenido tal que los factores de ese orden han adquirido efectivamente, en la historia contemporánea, una importancia que no habían tenido nunca en el pasado; pero no obstante su papel no es y no podrá ser nunca exclusivo. Por lo demás, que nadie se engañe: los «dirigentes», conocidos o desconocidos, saben bien que, para actuar eficazmente, les es menester ante todo crear y mantener corrientes de ideas o de pseudoideas, y no se privan de ello; aunque estas corrientes son puramente negativas, por ello no son menos de naturaleza mental, y es en el espíritu de los hombres donde debe germinar primero lo que se realizará después en el exterior; incluso para abolir la intelectualidad, es menester en primer lugar persuadir a los espíritus de su inexistencia y volver su actividad hacia otra dirección. No es que seamos de aquellos que pretenden que las ideas gobiernen el mundo directamente; es también una fórmula de la que se ha abusado mucho, y la mayoría de aquellos que la emplean no saben apenas lo que es una idea, si es que no la confunden totalmente con la palabra; en otros términos, no son frecuentemente otra cosa que «ideólogos», y los peores soñadores «moralistas» pertenecen precisamente a esta categoría: en el nombre de las quimeras que llaman «derecho» y «justicia», y que no tienen nada que ver con las ideas verdaderas, han ejercido en los acontecimientos recientes una influencia muy nefasta y cuyas consecuencias se hacen sentir muy pesadamente como para que sea necesario insistir sobre lo que acabamos de decir; pero no solo hay ingenuos en parecido caso, hay también, como siempre, aquellos que los manejan sin que lo sepan, que los explotan y los que se sirven de ellos en vista de intereses mucho más positivos. Sea como sea, como somos tentados a repetirlo a cada instante, lo que importa ante todo, es saber poner cada cosa en su verdadero lugar: la idea pura no tiene ninguna relación inmediata con el dominio de la acción, y no puede tener sobre lo exterior la influencia directa que ejerce el sentimiento; pero la idea no es por ello menos el principio, aquello por lo que todo debe comenzar, bajo pena de estar desprovisto de toda base sólida. El sentimiento, si no es guiado y controlado por la idea, no engendra más que error, desorden y obscuridad; no se trata de abolir el sentimiento, sino de mantenerle en sus límites legítimos, y lo mismo para todas las demás contingencias. La restauración de una verdadera intelectualidad, aunque no sea más que en una elite restringida, al menos al comienzo, se nos aparece como el único medio de poner fin a la confusión mental que reina en Occidente; sólo con eso pueden ser disipadas tantas vanas ilusiones que atestan el espíritu de nuestros contemporáneos, tantas supersticiones enteramente ridículas y desprovistas de fundamento como todas aquellas de las que se burlan sin ton ni son las gentes que quieren pasar por «ilustradas»; y sólo con eso también se podrá encontrar un terreno de ENTENDIMIENTO con los pueblos orientales. En efecto, todo lo que hemos dicho representa fielmente, no solo nuestro propio pensamiento, que no importa apenas en sí mismo, sino también, lo que es mucho más digno de consideración, el juicio que Oriente tiene sobre Occidente, ello, cuando consiente en ocuparse de él de otro modo que para oponer a su acción invasora esa resistencia enteramente pasiva que Occidente no puede comprender, porque supone un poder interior del que no tiene equivalente, y contra el que ninguna fuerza brutal podría prevalecer. Este poder está más allá de la vida, es superior a la acción y a todo lo que pasa, es ajeno al tiempo y es como una participación de la inmutabilidad suprema; si el oriental puede sufrir pacientemente la dominación material de Occidente, es porque conoce la relatividad de las cosas transitorias, y es porque lleva, en lo más profundo de su ser, la consciencia de la eternidad. 5422 Oriente y Occidente LA SUPERSTICIÓN DE LA VIDA
Fuera de las excepciones individuales de que acabamos de hablar, y también de la excepción colectiva que constituye el Japón, el progreso material no interesa verdaderamente a nadie en los países orientales, donde se le reconocen pocas ventajas reales y muchos inconvenientes; pero hay, a su respecto, dos actitudes diferentes, que incluso pueden parecer exteriormente opuestas, y que proceden no obstante de un mismo espíritu. Unos no quieren oír hablar a ningún precio de ese pretendido progreso y, encerrándose en una actitud de resistencia puramente pasiva, continúan comportándose como si no existiera; otros prefieren aceptar transitoriamente ese progreso, aunque no le consideran más que como una necesidad enojosa impuesta por circunstancias que no permanecerán más que un tiempo, y únicamente porque ven, en los instrumentos que puede poner a su disposición, un medio de resistir más eficazmente a la dominación occidental y de apresurar su fin. Esas dos corrientes existen por todas partes, en China, en la India y en los países musulmanes; si la segunda parece tender a predominar actualmente bastante generalmente sobre la primera, sería menester guardarse bien de concluir de ello que haya en eso algún cambio profundo en la manera de ser de Oriente; toda la diferencia se reduce a una simple cuestión de oportunidad, y no es de ahí de donde puede venir un acercamiento real con Occidente, muy al contrario. Los orientales que quieren provocar en su país un desarrollo industrial que les permita luchar en adelante sin desventaja con los pueblos europeos, sobre el terreno mismo donde éstos despliegan toda su actividad, esos orientales, decimos, no renuncian por eso a nada de lo que es lo esencial de su civilización; además, la concurrencia económica no podrá ser más que una fuente de nuevos conflictos, si no se establece un acuerdo en otro dominio y desde un punto de vista más elevado. No obstante, hay algunos orientales, muy poco numerosos, que han llegado a pensar esto: puesto que los occidentales son decididamente refractarios a la intelectualidad, que no se trate más de ella; pero, a pesar de todo, se podrían establecer quizás, con algunos pueblos de Occidente, relaciones amistosas limitadas al dominio puramente económico. Eso también es una ilusión: o se comienza por entenderse sobre los principios, y todas las dificultades secundarias se allanarán seguidamente como por sí solas, o jamás se llegará a un ENTENDIMIENTO verdadero sobre nada; y es solo a Occidente a quien pertenece dar, si puede, los primeros pasos en la vía de un acercamiento efectivo, porque es de la incomprehensión de que ha hecho prueba hasta aquí de donde vienen en realidad todos los obstáculos. 5434 Oriente y Occidente TERRORES QUIMÉRICOS Y PELIGROS REALES
Sería deseable que los occidentales, resignándose al fin a ver la causa de los más peligrosos malentendidos allí donde está, es decir, en sí mismos, se deshicieran de esos terrores ridículos de los que el famosísimo «peligro amarillo» es ciertamente el ejemplo más bello. Se tiene costumbre también de agitar sin ton ni son el espectro del «panislamismo»; aquí, el temor está sin duda menos absolutamente desprovisto de fundamento, ya que los pueblos musulmanes, puesto que ocupan una situación intermediaria entre Oriente y Occidente, tienen a la vez algunos rasgos de uno y otro, y tienen concretamente un espíritu mucho más combativo que el de los puros orientales; pero finalmente es menester no exagerar. El verdadero panislamismo es ante todo una afirmación de principio, de un carácter esencialmente doctrinal; para que tome la forma de una reivindicación política, es menester que los europeos hayan cometido muchas fechorías; en todo caso, no tiene nada de común con un «nacionalismo» cualquiera, que es completamente incompatible con las concepciones fundamentales del Islam. En suma, en bastantes casos (y aquí pensamos sobre todo en África del Norte), una política de «asociación» bien comprendida, que respetara integralmente la legislación Islámica, y que implicara una renuncia definitiva a toda tentativa de «asimilación», bastaría probablemente para descartar el peligro, si es que lo hubiera; cuando se piensa, por ejemplo, que las condiciones impuestas para obtener la nacionalidad francesa equivalen simplemente a una abjuración (y habría que citar muchos otros hechos en el mismo orden), nadie puede sorprenderse de que haya frecuentemente choques y dificultades que una comprehensión más justa de las cosas podría evitar muy fácilmente; pero, todavía una vez más, es precisamente esa comprehensión lo que les falta completamente a los europeos. Lo que es menester no olvidar, es que la civilización Islámica, en todos sus elementos esenciales, es rigurosamente tradicional, como lo son todas las civilizaciones orientales; esta razón es plenamente suficiente para que el panislamismo, cualquiera que sea la forma que revista, no pueda identificarse nunca con un movimiento tal como el bolchevismo, como parecen temerlo las gentes mal informadas. No querríamos formular aquí de ninguna manera una apreciación cualquiera sobre el bolchevismo ruso, ya que es muy difícil saber exactamente a qué atenerse a su respecto: es probable que la realidad sea bastante diferente de lo que se dice corrientemente, y más compleja de lo que piensan sus adversarios y sus partidarios; pero lo que hay de cierto, es que ese movimiento es claramente antitradicional, y por consiguiente, de espíritu enteramente moderno y occidental. Es profundamente ridículo pretender oponer al espíritu occidental la mentalidad alemana o incluso la rusa, y no sabemos qué sentido pueden tener las palabras para aquellos que sostienen una tal opinión, como tampoco para aquellos que califican de «asiático» el bolchevismo; de hecho, Alemania es al contrario uno de los países donde el espíritu occidental es llevado al grado más extremo; y, en cuanto a los rusos, incluso si tienen algunos rasgos exteriores de los orientales, están también tan alejados intelectualmente de ellos como es posible. Es menester agregar que, en Occidente, comprendemos también el judaísmo, que no ha ejercido nunca influencia más que de este lado, y cuya acción no ha sido incluso completamente extraña a la formación de la mentalidad moderna en general; y, precisamente, el papel preponderante desempeñado en el bolchevismo por los elementos israelitas es para los orientales, y sobre todo para los musulmanes, un grave motivo para desconfiar y mantenerse aparte; no hablamos de algunos agitadores del tipo «joven turco», que son profundamente antimusulmanes, frecuentemente también israelitas de origen, y que no tienen la menor autoridad. Tampoco en la India puede introducirse el bolchevismo, porque está en oposición con todas las instituciones tradicionales, y especialmente con la institución de las castas; desde este punto de vista, los hindúes no harían diferencia entre su acción destructiva y la que los ingleses han intentado desde hace mucho tiempo por todo tipo de medios, y, allí donde la primera ha fracasado, la segunda no tendría éxito tampoco. En lo que concierne a China, todo lo que es ruso resulta generalmente muy antipático, y, por lo demás, el espíritu tradicional no está allí menos sólidamente establecido que en todo el resto de Oriente; si algunas cosas pueden ser toleradas más fácilmente en China, a título transitorio, es en razón de ese poder de absorción que es propio a la raza china, y que, incluso de un desorden pasajero, permite sacar finalmente el partido más ventajoso; en fin, para acreditar la leyenda de acuerdos inexistentes e imposibles, sería menester no invocar la presencia en Rusia de algunas bandas de mercenarios que no son más que vulgares bandoleros, de los que los chinos están muy felices de librarse en provecho de sus vecinos. Cuando los bolcheviques cuentan que ganan partidarios a sus ideas entre los orientales, se jactan o se ilusionan; la verdad, es que algunos orientales ven en Rusia, bolchevique o no, una posible aliada contra la dominación de algunas otras potencias occidentales; pero las ideas bolcheviques les son perfectamente indiferentes, e incluso, si consideran un ENTENDIMIENTO o una alianza temporal como aceptable en algunas circunstancias, es porque saben bien que esas ideas no podrán implantarse nunca entre ellos; si fuera de otro modo, se guardarían de favorecerlas en lo más mínimo. Se pueden aceptar como aliadas, en vista de una acción determinada, gentes con las que no se tiene ningún pensamiento común, y por quienes no se siente ni estima ni simpatía; para los verdaderos orientales, el bolchevismo, como todo lo que viene de Occidente, no será nunca más que una fuerza brutal; si esta fuerza puede prestarles servicio momentáneamente, se felicitarán por ello sin duda, pero se puede estar seguro de que, desde que ya no tengan nada que esperar de ella, tomarán todas las medidas requeridas para que no pueda devenirles perjudicial. Por lo demás, los orientales que aspiran a escapar a una dominación occidental no consentirían, ciertamente, en colocarse, para llegar a ello, en condiciones tales que corrieran el riesgo de recaer subsecuentemente bajo otra dominación occidental; no ganarían nada con el cambio, y, como su temperamento excluye toda prisa febril, preferirán siempre esperar circunstancias más favorables, por lejanas que parezcan, más que exponerse a una semejante eventualidad. 5435 Oriente y Occidente TERRORES QUIMÉRICOS Y PELIGROS REALES
Esas condiciones, lo hemos dicho, son ante todo intelectuales, y son a la vez negativas y positivas: primero, destruir todos los prejuicios que son otros tantos obstáculos, y es a lo que tienden esencialmente todas las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí; después, restaurar la verdadera intelectualidad, que Occidente ha perdido, y que el estudio del pensamiento oriental, por poco que se emprenda como debe ser, puede ayudarle a recuperar poderosamente. En eso se trata, en suma, de una reforma completa del espíritu occidental; tal es, al menos, la meta final a alcanzar; pero esta reforma, al comienzo, no podría ser realizada evidentemente más que por una elite restringida, lo que, por lo demás, sería suficiente para que diera sus frutos en un plazo más o menos lejano, por la acción que esta elite no dejaría de ejercer, incluso sin buscarla expresamente, sobre todo el medio occidental. Según toda verosimilitud, éste sería el único medio de ahorrar a Occidente los peligros muy reales que no son aquellos en los que se piensa, y que le amenazarán cada vez más si persiste en seguir sus vías actuales; y éste sería también el único medio de salvar de la civilización occidental, en el momento justo, todo lo que pueda ser conservado, es decir, todo aquello que pueda tener de ventajoso bajo algunos aspectos y de compatible con la intelectualidad normal, en lugar de dejarla desaparecer totalmente en algunos de esos cataclismos cuya posibilidad indicábamos al comienzo del presente capítulo, sin que, por lo demás, queramos arriesgar en esto la menor predicción. Sobre todo, si una tal eventualidad llegara a realizarse, la constitución preliminar de una elite intelectual, en el verdadero sentido de esta palabra, es la única que podría impedir el retorno a la barbarie; e incluso, si esta elite hubiera tenido el tiempo de actuar bastante profundamente sobre la mentalidad general, evitaría la absorción o la asimilación de Occidente por otras civilizaciones, hipótesis mucho menos temible que la precedente, pero que, no obstante, presentaría algunos inconvenientes al menos transitorios, en razón de las revoluciones étnicas que precederían necesariamente a esa asimilación. A este propósito, y antes de ir más lejos, tenemos que precisar claramente nuestra actitud: no atacamos al Occidente en sí mismo, sino sólo, lo que es completamente diferente, al espíritu moderno, en el que vemos la causa de la decadencia intelectual de Occidente; nada sería más deseable, desde nuestro punto de vista, que la reconstitución de una civilización propiamente occidental sobre bases normales, ya que la diversidad de las civilizaciones, que ha existido siempre, es la consecuencia natural de las diferencias mentales que caracterizan a las razas. Pero la diversidad en las formas no excluye de ninguna manera el acuerdo sobre los principios; ENTENDIMIENTO y armonía no quieren decir uniformidad, y pensar lo contrario sería sacrificar en los altares de esas utopías igualitarias contra las que nos levantamos precisamente. Una civilización normal, en el sentido en que la entendemos, podrá desarrollarse siempre sin ser un peligro para las demás civilizaciones; al tener consciencia del lugar exacto que debe ocupar en el conjunto de la humanidad terrestre, sabrá atenerse a él y no creará ningún antagonismo, porque no tendrá ninguna pretensión a la hegemonía, y porque se abstendrá de todo proselitismo. No obstante, no nos atreveríamos a afirmar que una civilización que fuera puramente occidental podría tener, intelectualmente, el equivalente de todo lo que poseen las civilizaciones orientales; en el pasado de Occidente, remontándose tan lejos como la historia nos permite conocer, no se encuentra plenamente este equivalente (salvo quizás en algunas escuelas extremadamente cerradas, y de las que, por esta razón, es difícil hablar con certeza); pero, no obstante, a este respecto, encontramos en él cosas que no son en modo alguno descuidables, y que nuestros contemporáneos cometen el gran error de ignorar sistemáticamente. Además, si Occidente llega un día a mantener relaciones intelectuales con Oriente, no vemos por qué no aprovecharía para suplir lo que aún le faltara; se pueden tomar lecciones o inspiraciones en los demás sin abdicar por ello de su independencia, sobre todo si, en lugar de contentarse con apropiaciones puras y simples, se sabe adaptar lo que se adquiere de la manera más conforme a la propia mentalidad. Pero, aún una vez más, éstas son posibilidades lejanas; y, a la espera de que Occidente vuelva a sus propias tradiciones, no hay quizás otro medio, para preparar ese retorno y para recuperar sus elementos, que proceder por analogía con las formas tradicionales que, al existir todavía actualmente, pueden ser estudiadas de una manera directa. Así, la comprehensión de las civilizaciones orientales podría contribuir a reconducir a Occidente a las vías tradicionales fuera de las cuales se ha marginado desconsideradamente, mientras que, por otro lado, el retorno a esta tradición realizaría por sí mismo un acercamiento efectivo con Oriente: éstas son dos cosas que están íntimamente ligadas, de cualquier manera que se las considere, y que nos parecen igualmente útiles, e incluso necesarias. Todo eso podrá comprenderse mejor por lo que tenemos que decir todavía; pero se debe ver ya que no criticamos a Occidente por el vano placer de criticar, ni siquiera para hacer sobresalir su inferioridad intelectual en relación a Oriente; si el trabajo por el que es menester comenzar parece sobre todo negativo, es porque es indispensable, como lo decíamos al comienzo, despejar el terreno primero para poder después construir en él. De hecho, si Occidente renunciara a sus prejuicios, la tarea estaría hecha en su mitad, e incluso quizás en más de su mitad, pues nada se opondría ya a la constitución de una elite intelectual, y aquellos que poseen las facultades requeridas para formar parte de ella, al no ver ya levantarse ante ellos las barreras casi infranqueables que crean las condiciones actuales, encontrarían desde entonces fácilmente el medio de ejercer y desarrollar esas facultades, en lugar de que estén comprimidas y asfixiadas por la formación o más bien por la deformación mental que se impone al presente a quienquiera que no tenga el valor de colocarse resueltamente fuera de los cuadros convencionales. Por lo demás, para darse cuenta verdaderamente de la inanidad de esos prejuicios de que hablamos, es menester ya un cierto grado de comprehensión positiva, y, para algunos al menos, es quizás más difícil alcanzar este grado que ir más lejos cuando han llegado a él; para una inteligencia bien constituida, la verdad, por elevada que sea, debe ser más asimilable que todas las sutilezas ociosas donde se complace la «sabiduría profana» del mundo occidental. 5437 Oriente y Occidente TERRORES QUIMÉRICOS Y PELIGROS REALES
Si uno se coloca al margen de todo prejuicio, es menester resignarse a admitir que Occidente no tiene nada que enseñar a Oriente, si no es en el dominio puramente material, en el que, todavía una vez más, no puede interesarse, porque tiene a su disposición cosas frente a las cuales las cosas materiales no cuentan apenas, y que no está dispuesto a sacrificar por vanas y fútiles contingencias. Por lo demás, el desarrollo industrial y económico, como ya lo hemos dicho, no puede provocar más que la concurrencia y la lucha entre los pueblos; así pues, ese no podría ser un terreno de acercamiento, a menos que se pretenda que también es una manera de acercar a los hombres el llevarles a batirse los unos contra los otros; pero no es así como lo entendemos, y eso no sería en suma más que un mal juego de palabras. Para nosotros, cuando hablamos de acercamiento, se trata de ENTENDIMIENTO y no de concurrencia; por lo demás, la única manera en que algunos orientales podrían ser tentados a admitir entre ellos el desarrollo económico, así como lo hemos explicado, no deja ninguna esperanza por ese lado. No son las facilidades aportadas por las invenciones mecánicas a las relaciones exteriores entre los pueblos las que darán nunca a éstos los medios de comprenderse mejor; de eso no puede resultar, y eso de una manera completamente general, más que choques más frecuentes y conflictos más extensos; en cuanto a los acuerdos basados sobre intereses puramente comerciales, se debería saber muy bien qué valor conviene atribuirles. Por su naturaleza, la materia es un principio de división y de separación; todo lo que procede de ella no podría servir para fundar una unión real y durable, y, por lo demás, es el cambio incesante el que es aquí la ley. No queremos decir que no sea menester de ningún modo preocuparse de los intereses económicos; pero, como lo repetimos sin cesar, es menester poner cada cosa en su lugar, y el lugar que les corresponde normalmente sería más bien el último que el primero. Eso no quiere decir tampoco que sea menester sustituirlos por utopías sentimentales a la manera de una «sociedad de las naciones» cualquiera; eso es aún menos sólido si ello es posible, puesto que no tiene como fundamento ni tan siquiera esa realidad brutal y grosera que al menos no se le puede negar a las cosas del orden puramente sensible; y el sentimiento, en sí mismo, no es menos variable e inconstante que lo que pertenece propiamente al orden material. Por lo demás, el humanitarismo, con todos sus delirios, no es frecuentemente más que una máscara de intereses materiales, máscara impuesta por la hipocresía «moralista»; no creemos apenas en el desinterés de los apóstoles de la «civilización», y, por lo demás, a decir verdad, el desinterés no es una virtud política. En el fondo, no es ni sobre el terreno económico ni sobre el terreno político dónde podrán encontrarse nunca los medios de un ENTENDIMIENTO, y sólo después y secundariamente la actividad económica y política será llamada a beneficiarse de ese ENTENDIMIENTO; esos medios, si existen, no dependen ni del dominio de la materia ni del dominio del sentimiento, sino de un dominio mucho más profundo y más estable, que no puede ser más que el de la inteligencia. Solamente queremos entender aquí la inteligencia en el sentido verdadero y completo; no se trata de ningún modo, en nuestro pensamiento, de esas falsificaciones de intelectualidad que el Occidente se obstina desgraciadamente en presentar a Oriente, y que, por otra parte, son todo lo que le puede presentar, puesto que no conoce nada más y puesto que, incluso para su propio uso, no tiene otra cosa a su disposición; pero lo que basta para contentar a Occidente bajo este aspecto es perfectamente impropio para dar a Oriente la menor satisfacción intelectual, desde que carece de todo lo esencial. 5458 Oriente y Occidente TENTATIVAS INFRUCTUOSAS
Entre el conocimiento de los principios y la reconstitución de las «ciencias tradicionales», podría tener lugar otra tarea, u otra parte de la misma tarea, cuya acción se haría sentir más directamente en el orden social; por lo demás, en una medida bastante amplia, ésta es la única de la que Occidente podría encontrar todavía los medios en sí mismo; pero esto requiere algunas explicaciones. En la edad media, la civilización occidental tenía un carácter incontestablemente tradicional; si lo tenía de una manera tan completa como las civilizaciones orientales, es lo que es difícil decidir, sobre todo aportando pruebas formales en un sentido o en el otro. Para atenerse a lo que se conoce generalmente, la tradición occidental, tal como existía en aquella época, era una tradición de forma religiosa; pero eso no quiere decir que no haya habido otra cosa, y no por eso, en una cierta elite, la intelectualidad pura, superior a todas las formas, debía estar necesariamente ausente. Ya hemos dicho que en eso no hay ninguna incompatibilidad, y hemos citado a este propósito el ejemplo del Islam; si lo recordamos aquí, es porque la civilización islámica es precisamente aquella cuyo tipo se acerca más, en muchos aspectos, al de la civilización europea de la edad media; y en eso hay una analogía que quizás sería bueno tener en cuenta. Por otra parte, es menester no olvidar que las verdades religiosas o teóricas, puesto que no son, como tales, consideradas desde un punto de vista puramente intelectual, y puesto que no tienen la universalidad que pertenece exclusivamente a la metafísica, no son principios más que en un sentido relativo; si los principios propiamente dichos, de los que esos son sólo una aplicación, no hubieran sido conocidos de manera plenamente consciente por algunos al menos, por poco numerosos que fueran, nos parece difícil admitir que la tradición, exteriormente religiosa, hubiera podido tener toda la influencia que ha ejercido efectivamente en el curso de un periodo tan largo, y producir, en diversos dominios que no parecen concernirla directamente, todos los resultados que la historia ha registrado y que sus modernos falsificadores no pueden llegar a disimular enteramente. Por lo demás, es menester decir que, en la doctrina escolástica, hay al menos una parte de metafísica verdadera, quizás insuficientemente desprendida de las contingencias filosóficas, y bastante poco claramente distinguida de la teología; ciertamente, no es la metafísica total, pero es metafísica, mientras que en los modernos no hay ni rastro de ella (Sólo Leibnitz ha intentado retomar algunos elementos tomados a la escolástica, pero los ha mezclado a consideraciones de un orden completamente diferente, que les quitan casi todo su alcance, y que prueban que no los comprendía sino muy imperfectamente.); y decir que hay metafísica, es decir que esta doctrina, para todo lo que abarca, debe encontrarse necesariamente de acuerdo con toda otra doctrina metafísica. Las doctrinas orientales van mucho más lejos, y de varias maneras; pero puede que haya habido, en la edad media occidental, complementos a lo que se enseñaba exteriormente, y que esos complementos, para uso exclusivo de medios muy cerrados, no hayan sido formulados nunca en ningún texto escrito, de suerte que, a este respecto, todo lo más que se puede encontrar son alusiones simbólicas, suficientemente claras para quien sabe de qué se trata, pero perfectamente ininteligibles para cualquier otro. Sabemos bien que hay actualmente, en muchos medios religiosos, una tendencia muy clara a negar todo «esoterismo», tanto para el pasado como para el presente; pero creemos que esta tendencia, además de que puede implicar algunas concesiones involuntarias al espíritu moderno, proviene en una buena parte de que se piensa demasiado en el falso esoterismo de algunos contemporáneos, que no tiene absolutamente nada en común con el verdadero esoterismo que tenemos en vista y del que todavía es posible descubrir muchos indicios cuando no se está afectado de ninguna idea preconcebida. Sea como sea, hay un hecho incontestable: es que la Europa de la edad media tuvo en diversas ocasiones, si no de una manera continua, relaciones con los orientales, y que estas relaciones tuvieron una acción considerable en el dominio de las ideas; se sabe, pero quizás incompletamente todavía, lo que Europa debe a los árabes, intermediarios naturales entre Occidente y las regiones más lejanas de Oriente; y también hubo relaciones directas con el Asia central y la China misma. Habría lugar a estudiar más particularmente la época de Carlomagno, y también la de las cruzadas, donde, si bien hubo luchas en lo exterior, hubo igualmente ENTENDIMIENTO en un plano más interior, si es permisible expresarlo así; y debemos hacer observar que las luchas, suscitadas por la forma igualmente religiosa de las dos tradiciones en presencia, no tienen ninguna razón de ser y no pueden producirse allí donde existe una tradición que no reviste esa forma, así como ocurre con las civilizaciones más orientales; en este último caso, no puede haber ni antagonismo ni siquiera simple concurrencia. Por lo demás, después tendremos la ocasión de volver sobre este punto; lo que queremos hacer destacar por el momento, es que la civilización occidental de la edad media, con sus conocimientos verdaderamente especulativos (incluso reservando la cuestión de saber hasta dónde se extendían), y con su constitución social jerarquizada, era suficientemente comparable a las civilizaciones orientales como para permitir algunos intercambios intelectuales (con la misma reserva), que el carácter de la civilización moderna, por el contrario, hace actualmente imposibles. 5479 Oriente y Occidente EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS
Si algunos, aún admitiendo que se impone una regeneración de Occidente, se sienten tentados a preferir una solución que permita no recurrir más que a medios puramente occidentales (y, en el fondo, sólo un cierto sentimentalismo podría inclinarles a ello), harán sin duda esta objeción: ¿por qué pues, no volver pura y simplemente, aportando todas las modificaciones necesarias bajo el aspecto social, a la tradición religiosa de la edad media? En otros términos, ¿por qué no podríamos contentarnos, sin buscar más lejos, con devolver al Catolicismo la preeminencia que tenía en aquella época, es decir, con reconstituir bajo una forma apropiada la antigua «Cristiandad», cuya unidad fue rota por la Reforma y por los acontecimientos que se siguieron? Ciertamente, si eso fuera inmediatamente realizable, ya sería algo, sería incluso mucho para remediar el espantoso desorden del mundo moderno; pero, desafortunadamente, eso no es tan fácil como puede parecerles a algunos teóricos, lejos de ello, ya que obstáculos de todo tipo no tardarían en levantarse ante aquellos que quisieran ejercer una acción efectiva en este sentido. No vamos a enumerar todas esas dificultades, pero haremos observar que la mentalidad actual, en su conjunto, apenas parece dispuesta a prestarse a una transformación de este género; así pues, aquí también, sería menester todo un trabajo preparatorio que, admitiendo que aquellos que quisieran emprenderle tuvieran verdaderamente a su disposición los medios para ello, no sería quizás menos largo ni menos penoso que el que consideramos por nuestra parte, y cuyos resultados no serían nunca tan profundos. Además, nada prueba que no haya habido, en la civilización tradicional de la edad media, más que el lado exterior y propiamente religioso; hubo ciertamente otra cosa, aunque no fuera más que la escolástica, y acabamos de decir por qué pensamos que debió haber más aún, ya que ésta, a pesar de su interés incontestable, no es más que lo exterior. Finalmente, si nos encerramos así en una forma especial, el ENTENDIMIENTO con las demás civilizaciones no podría realizarse más que en una medida bastante limitada, en lugar de hacerse ante todo sobre lo que hay de más fundamental, y así, entre las cuestiones que se le refieren, hay muchas todavía que no serían resueltas, sin contar con que los excesos del proselitismo occidental serían siempre de temer y amenazarían perpetuamente con comprometerlo todo, pues este proselitismo no puede ser detenido definitivamente más que por la plena comprehensión de los principios y por el acuerdo esencial que, incluso sin necesidad de ser formulado expresamente, resultaría inmediatamente de ella. No obstante, es evidente que, si el trabajo a cumplir en los dos dominios metafísico y religioso pudiera efectuarse paralelamente y al mismo tiempo, no veríamos en ello más que ventajas, pues estamos persuadidos de que, incluso si las dos cosas se llevaran a cabo independientemente la una de la otra, los resultados, finalmente, no podrían ser más que concordantes. De todas maneras, si las posibilidades que tenemos en vista deben realizarse, la renovación propiamente religiosa se impondrá más pronto o más tarde como un medio especialmente apropiado para Occidente; podrá ser una parte de la obra reservada a la elite intelectual, cuando ésta se haya constituido, o bien, si se hace previamente, la elite encontrará en ella un apoyo conveniente para su acción propia. La forma religiosa contiene todo lo que le es menester a la masa occidental, que verdaderamente no puede encontrar en otra parte las satisfacciones que exige su temperamento; esta masa no tendrá nunca necesidad de otra cosa, y es a través de esta forma cómo deberá recibir la influencia de los principios superiores, influencia que, aunque así es indirecta, por ello no será menos una participación real (Convendría hacer aquí una aproximación con la institución de las castas y la manera en que la participación en la tradición se asegura con ella.). En una tradición completa, puede haber así dos aspectos complementarios y superpuestos, que no podrían contradecirse o entrar en conflicto de ninguna manera, puesto que se refieren a dominios esencialmente distintos; por lo demás, el aspecto intelectual puro no concierne directamente más que a la elite, que es la única que debe ser forzosamente consciente de la comunicación que se establece entre los dos dominios para asegurar la unidad total de la doctrina tradicional. 5480 Oriente y Occidente EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS
Hay todavía otro punto sobre el que debemos explicarnos: hemos dicho en otra parte que el apoyo de los orientales no faltaría a la elite intelectual en el cumplimiento de su tarea, porque, naturalmente, siempre serán favorables a un acercamiento que sea lo que debe ser normalmente; pero eso supone una elite occidental ya constituida, y, para su constitución misma, es menester que la iniciativa parta de Occidente. En las condiciones actuales, los representantes autorizados de las tradiciones orientales no pueden interesarse intelectualmente en Occidente; al menos, no pueden interesarse más que en las raras individualidades que vienen a ellos, directa o indirectamente, y que son casos demasiado excepcionales para permitir considerar una acción generalizada. Podemos afirmar esto: ninguna organización oriental establecerá nunca «ramas» en Occidente; más aún, en tanto que las condiciones no hayan cambiado enteramente, no podrá mantener nunca relaciones con ninguna organización occidental, cualquiera que sea, ya que no podría hacerlo más que con la elite constituida conformemente a los verdaderos principios. Por consiguiente, hasta aquí no se les puede pedir a los orientales nada más que inspiraciones, lo que ya es mucho, y estas inspiraciones no pueden ser transmitidas de otro modo que por influencias individuales que sirvan de intermediarias, no por una acción directa de organizaciones que, a menos de trastornos imprevistos, no comprometerán nunca su responsabilidad en los asuntos del mundo occidental, y eso se comprende, ya que esos asuntos, después de todo, no les conciernen; los occidentales son los únicos que se mezclan muy gustosamente en lo que pasa en los demás pueblos. Si nadie en Occidente hace prueba a la vez de la voluntad y de la capacidad de comprender todo lo que es necesario para acercarse verdaderamente a Oriente, éste se guardará de intervenir, sabiendo que eso sería inútil, y, aunque Occidente deba precipitarse en un cataclismo, no podría hacer otra cosa que dejarle abandonado a sí mismo; en efecto, ¿cómo actuar sobre Occidente, suponiendo que se quiera, si no se encuentra en éste el menor punto de apoyo? De todas maneras, lo repetimos todavía, es a los occidentales a quienes pertenece dar los primeros pasos; naturalmente, no se trata de la masa occidental, ni siquiera de un número considerable de individuos, lo que sería quizás más perjudicial que útil en ciertos aspectos; para comenzar, basta con algunos, a condición de que sean capaces de comprender verdadera y profundamente todo lo que se trata. Hay todavía otra cosa: aquellos que se han asimilado directamente a la intelectualidad oriental no pueden pretender desempeñar más que este papel de intermediarios del que hemos hablado hace un momento; debido al hecho de esta asimilación, están demasiado cerca de Oriente como para hacer más; pueden sugerir ideas, exponer concepciones, indicar lo que convendría hacer, pero no tomar por sí mismos la iniciativa de una organización que, viniendo de ellos, no sería verdaderamente occidental. Si hubiera todavía, en Occidente, individualidades, incluso aisladas, que hubieran conservado intacto el depósito de la tradición puramente intelectual que ha debido existir en la edad media, todo se simplificaría mucho; pero es a estas individualidades a quienes corresponde afirmar su existencia y exponer sus credenciales, y, en tanto que no lo hayan hecho, no nos pertenece resolver la cuestión. A falta de esa eventualidad, desdichadamente bastante improbable, es sólo lo que podríamos llamar una asimilación de segundo grado de las doctrinas orientales lo que podría suscitar los primeros elementos de la elite futura; queremos decir que la iniciativa debería venir de individualidades que se habrían desarrollado por la comprehensión de estas doctrinas, pero sin tener lazos demasiado directos con Oriente, y guardando al contrario el contacto con todo lo que todavía puede subsistir de válido en la civilización occidental, y especialmente con los vestigios de espíritu tradicional que han podido mantenerse en ella, a pesar de la mentalidad moderna, principalmente bajo la forma religiosa. Esto no quiere decir que este contacto deba romperse necesariamente con aquellos cuya intelectualidad ha devenido completamente oriental, y eso tanto menos cuanto que, en suma, son esencialmente representantes del espíritu tradicional; pero su situación es demasiado particular como para que no estén obligados a una gran reserva, sobre todo en tanto que no se haga llamada expresamente a su colaboración; deben mantenerse a la expectativa, como los orientales de nacimiento, y todo lo que pueden hacer en mayor grado que estos últimos, es presentar las doctrinas bajo una forma más apropiada a Occidente, y hacer notar las posibilidades de acercamiento que se desprenden de su comprehensión; todavía una vez más, deben contentarse con ser los intermediarios cuya presencia pruebe que toda esperanza de ENTENDIMIENTO no está irremediablemente perdida. 5491 Oriente y Occidente CONSTITUCIÓN Y FUNCIÓN DE LA ÉLITE
El acuerdo, que descansa esencialmente sobre los principios, no puede ser verdaderamente consciente más que para las doctrinas que encierran al menos una parte de metafísica o de intelectualidad pura; no lo es para aquellas que están limitadas estrictamente a una forma particular, como por ejemplo, a la forma religiosa. No obstante, este acuerdo no existe menos realmente en parecido caso, en el sentido de que las verdades teológicas pueden ser consideradas como una traducción, a un punto de vista especial, de algunas verdades metafísicas; pero, para hacer aparecer este acuerdo, es menester efectuar entonces la transposición que restituya a esas verdades su sentido más profundo, y el metafísico es el único que puede hacerlo, porque se coloca más allá de todas las formas particulares y de todos los puntos de vista especiales. La metafísica y la religión no están y no estarán nunca sobre el mismo plano; de eso resulta que una doctrina puramente metafísica y una doctrina religiosa no pueden ni hacerse la competencia ni entrar en conflicto, puesto que sus dominios son claramente diferentes. Pero, por otra parte, de eso resulta también que la existencia de una doctrina únicamente religiosa es insuficiente para permitir establecer un ENTENDIMIENTO profundo como el que tenemos en vista cuando hablamos del acercamiento intelectual de Oriente y de Occidente; es por esto por lo que hemos insistido sobre la necesidad de cumplir en primer lugar un trabajo de orden metafísico, y en que sólo después de esto, la tradición religiosa de Occidente, revivificada y restaurada en su plenitud, podría devenir utilizable para este fin, gracias a la adición del elemento interior que le falta actualmente, pero que puede venir muy bien a superponerse a ella sin que se cambie nada exteriormente. Si es posible un ENTENDIMIENTO entre los representantes de las diferentes tradiciones, y sabemos que nada se opone a ello en principio, este ENTENDIMIENTO no podrá hacerse más que por arriba, de tal manera que cada tradición guardará siempre su entera independencia con las formas que le son propias; y la masa, aunque participe en los beneficios de este ENTENDIMIENTO, no tendrá directamente consciencia de él, ya que se trata de algo que no concierne más que a la elite, e incluso a «la elite de la elite», según la expresión que emplean algunas escuelas islámicas. 5503 Oriente y Occidente ENTENDIMIENTO Y NO FUSIÓN
Todo eso resulta inmediatamente de los caracteres del conocimiento metafísico, el único absolutamente ilimitado en efecto, porque es de orden universal; y nos parece oportuno volver aquí sobre la cuestión, que ya hemos tratado en otra parte, de las relaciones de la metafísica y de la lógica (Introducción general al estudio de las doctrinas hindúes, 2a parte, cap. VIII.). Esta última, puesto que se refiere a las condiciones propias del ENTENDIMIENTO, es algo contingente; es del orden individual y racional, y lo que se llama sus principios, no son tales más que en un sentido relativo; y queremos decir que no pueden ser, como los de las matemáticas o los de cualquier otra ciencia particular, más que la aplicación y la especificación de los verdaderos principios en un dominio determinado. Así pues, la metafísica domina necesariamente a la lógica de igual modo que domina todo lo demás; no reconocerlo, es invertir las relaciones jerárquicas que son inherentes a la naturaleza de las cosas; pero, por evidente que eso nos parezca, hemos debido constatar que en eso hay algo que sorprende mucho a nuestros contemporáneos. Éstos ignoran totalmente lo que es del orden metafísico y «supraindividual», no conocen más que cosas que pertenecen al orden racional, comprendida ahí la «pseudometafísica» de los filósofos modernos; y, en este orden racional, la lógica ocupa efectivamente el primer rango, y todo lo demás le está subordinado. Pero la metafísica verdadera no puede ser más dependiente de la lógica que de cualquier otra ciencia; el error de aquellos que piensan lo contrario proviene de que no conciben el conocimiento más que en el dominio de la razón y no tienen la menor sospecha de lo que es el conocimiento intelectual puro. Esto, ya lo hemos dicho; y hemos tenido cuidado también de hacer observar que sería menester distinguir entre la concepción de verdades metafísicas, que, en sí misma, escapa a toda limitación individual, y su exposición formulada, que, en la medida en que es posible, no puede consistir más que en una suerte de traducción en modo discursivo y racional; por consiguiente, si esta exposición toma una forma de razonamiento, una apariencia lógica e incluso dialéctica, es porque, dada la constitución del lenguaje humano, no se podría decir nada sin eso; pero no se trata más que de una forma exterior, que no afecta de ninguna manera a las verdades en cuestión, puesto que son esencialmente superiores a la razón. Por otra parte, hay dos maneras muy diferentes de considerar la lógica: una es la manera occidental, que consiste en tratarla en modo filosófico, y en esforzarse en vincularla a una concepción sistemática cualquiera; y la otra es la manera oriental, es decir, la lógica constituida como una «ciencia tradicional» y ligada a los principios metafísicos, lo que le da, como a toda otra ciencia, un alcance incomparablemente mayor. Puede ocurrir, ciertamente, que los resultados parezcan prácticamente los mismos en muchos casos, pero la diferencia de los dos puntos de vista no disminuye por eso de ninguna manera; es inconstestable que, por el hecho de que las acciones de diversos individuos se parezcan exteriormente, no se puede concluir que se han llevado a cabo con las mismas intenciones. Y he aquí a donde queremos llegar: la lógica no es, por sí misma, algo que presente un carácter especialmente «filosófico», puesto que existe también allí donde no se encuentra el modo de pensamiento particular al que conviene propiamente esta denominación; si, hasta un cierto punto, y siempre bajo la reserva de lo que contienen de inexpresable, las verdades metafísicas pueden ser revestidas de una forma lógica, es la lógica tradicional, no la lógica filosófica, la que es apta para este uso; ¿y cómo podría ser de otro modo, cuando la filosofía ha devenido tal que no puede subsistir más que a condición de negar la metafísica verdadera? Por esta explicación se ve cómo comprendemos la lógica: si empleamos una cierta dialéctica, sin la cual no nos sería posible hablar de nada, esto no se nos puede reprochar como una contradicción, ya que, para nosotros, no se trata de hacer filosofía. Por lo demás, incluso cuando se trata especialmente de refutar las concepciones de los filósofos, se puede tener la seguridad de que siempre sabemos conservar las distancias exigidas por la diferencia de los puntos de vista: no nos colocamos sobre el mismo terreno, como lo hacen aquellos que critican o combaten a una filosofía en nombre de otra filosofía; lo que decimos, lo decimos porque las doctrinas tradicionales nos han permitido comprender la absurdidad o la inanidad de algunas teorías, y, cualesquiera que sean las imperfecciones que aportemos inevitablemente (y que no deben imputarse más que a nosotros mismos), el carácter de estas doctrinas es tal que nos prohibe todo compromiso. Lo que tenemos en común con los filósofos, no puede ser más que la dialéctica; pero, en nosotros, ésta no es más que un instrumento al servicio de principios que ellos ignoran; así pues, esta semejanza misma es completamente exterior y superficial, como la que se puede constatar a veces entre los resultados de la ciencia moderna y los de las «ciencias tradicionales». A decir verdad, en esto no tomamos tampoco los métodos de los filósofos, ya que estos métodos, en lo que tienen de válido, no les pertenecen en propiedad, sino que representan simplemente algo que es la posesión común de todos los hombres, incluso de aquellos que están más alejados del punto de vista filosófico; la lógica filosófica no es más que un empequeñecimiento de la lógica tradicional, y ésta tiene la prioridad sobre aquélla. Si insistimos aquí sobre esta distinción que nos parece esencial, no es por nuestra satisfacción personal, sino porque importa mantener el carácter transcendente de la metafísica pura, y porque todo lo que procede de ésta, incluso secundariamente y en un orden contingente, recibe como una participación de ese carácter, que hace de ello algo muy diferente de los conocimientos puramente «profanos» del mundo occidental. Lo que caracteriza a un género de conocimiento y le diferencia de los demás, no es sólo su objeto, sino sobre todo la manera en que se considera ese objeto; y es por eso por lo que cuestiones que, por su naturaleza, podrían tener un cierto alcance metafísico, le pierden enteramente cuando se encuentran incorporadas a un sistema filosófico. Pero la distinción de la metafísica y de la filosofía, que no obstante es fundamental, y que no se debe olvidar nunca si se quiere comprender algo de las doctrinas de Oriente (puesto que sin ella no se puede escapar al peligro de las falsas asimilaciones), es tan inusitada para los occidentales que muchos no pueden llegar a aprehenderla: ¡tanto es así que hemos tenido la sorpresa de ver afirmar aquí y allá que habíamos hablado de la «filosofía hindú», mientras que nos habíamos aplicado precisamente a mostrar que lo que existe en la India es algo muy diferente de la filosofía! Tal vez ocurra también lo mismo con lo que acabamos de decir sobre el tema de la lógica, y, a pesar de todas nuestras precauciones, no nos sorprendería que, en algunos medios, se nos acuse de «filosofar» contra la filosofía, mientras que lo que hacemos en realidad es algo completamente diferente. Si exponemos por ejemplo una teoría matemática, y si a alguien le agrada llamarla «física», no tendríamos, ciertamente, ningún medio de impedírselo, pero todos aquellos que conocen la significación de las palabras sabrían bien lo que deben pensar de ello; aunque aquí se trate de nociones menos corrientes, los errores que intentamos prevenir son bastante comparables a éste. Si hay quienes se sienten tentados de formular algunas críticas basadas sobre semejantes confusiones, les advertimos que les llevarían a conclusiones falsas, y, si llegamos a ahorrarles así algunos errores, nos sentiríamos muy afortunados por ello; pero no podemos hacer nada más, ya que no está en nuestro poder, ni en el de nadie, dar la comprehensión a aquellos que no tienen en sí mismos los medios para ello. Así pues, si esas críticas mal fundadas se producen a pesar de todo, tendremos el derecho a no tenerlas en cuenta; pero, por el contrario, si nos apercibimos de que no hemos marcado aún algunas distinciones con una claridad suficiente, volveremos sobre ello hasta que el equívoco ya no sea posible, o que al menos no pueda ser atribuido más que a una ceguera incurable o a una evidente mala fe. 5518 Oriente y Occidente CONCLUSIÓN
Es aquí donde interviene, para rectificar esa falsa noción, o más bien para reemplazarla por una concepción verdadera de las cosas (En todo rigor lógico, hay lugar a hacer una distinción entre «falsa noción» (o, si se quiere, «pseudonoción») y «noción falsa»: una «noción falsa» es la que no corresponde adecuadamente a la realidad, aunque se le corresponde no obstante en una cierta medida; al contrario, una «falsa noción» es la que implica contradicción, como es el caso aquí, y la que así no es verdaderamente una noción, ni siquiera falsa, aunque tenga la apariencia de ello para los que no se dan cuenta de la contradicción, ya que, puesto que no expresa más que lo imposible, que es lo mismo que nada, no corresponde absolutamente a nada; una «noción falsa» es susceptible de ser rectificada, pero una «falsa noción» no puede ser más que rechazada pura y simplemente.), la idea de lo indefinido, que es precisamente la idea de un desarrollo de posibilidades cuyos límites no podemos alcanzar actualmente; y por eso consideramos como fundamental, en todas las cuestiones donde aparece el pretendido infinito matemático, la distinción del Infinito y de lo indefinido. Es sin duda a eso a lo que respondía, en la intención de sus autores, la distinción escolástica de infinitum absolutum y del infinitum secundum quid; y es ciertamente deplorable que Leibnitz, que no obstante ha tomado tanto de la escolástica, haya descuidado o ignorado ésta, ya que, por imperfecta que fuera la forma bajo la que estaba expresada, hubiera podido servirle para responder bastante fácilmente a ciertas de las objeciones suscitadas contra su método. Por el contrario, parece que Descartes había intentado establecer la distinción de que se trata, pero está muy lejos de haberla expresado e incluso concebido con una precisión suficiente, puesto que, según él, lo indefinido es aquello cuyos límites no vemos, y que en realidad podría ser infinito, aunque no podamos afirmar que lo sea, mientras que la verdad es que, al contrario, podemos afirmar que no lo es, y que no hay necesidad ninguna de ver sus límites para estar ciertos de que esos límites existen; así pues, se ve cuan vago y embarullado está todo esto, y siempre a causa de la misma falta de principio. Descartes dice en efecto: «Y para nosotros, al ver cosas en las que, según algunos sentidos (Estos términos parecen querer recordar el secundum quid escolástico y así, pudiera ser que la intención primera de la frase que citamos haya sido criticar indirectamente la expresión infinitum secundum quid.), no observamos límites, no aseguramos por eso que sean infinitas, sino que las estimaremos solamente indefinidas (Principes de la Philosophie, I, 26.)». Y da como ejemplos de ello la extensión y la divisibilidad de los cuerpos; no asegura que estas cosas sean infinitas, pero no obstante no parece tampoco querer negarlo formalmente, tanto más cuanto que llega a declarar que no quiere «enredarse en las disputas del infinito», lo que es una manera demasiado simple de sortear las dificultades, y aunque diga un poco más adelante que «si bien observamos en ellas propiedades que nos parecen no tener límites, no dejaremos de reconocer que eso procede del defecto de nuestro ENTENDIMIENTO, y no de su naturaleza» (Ibid., I, 27. ). En suma, con justa razón, quiere reservar el nombre de infinito a lo que no puede tener ningún límite; pero, por una parte, no parece saber, con la certeza absoluta que implica todo conocimiento metafísico, que lo que no tiene ningún límite no puede ser nada más que el Todo universal, y por otra, la noción misma de lo indefinido tiene necesidad de ser precisada mucho más de lo que la precisa él; si lo hubiera sido, sin duda un gran número de confusiones ulteriores no se habrían producido tan fácilmente (Es así como Varignon, en su correspondencia con Leibnitz, al respecto del cálculo infinitesimal, emplea indistintamente las palabras «infinito» e «indefinido», como si fueran más o menos sinónimos, o como si al menos fuera en cierto modo indiferente tomar uno por otro, mientras que, al contrario, es la diferencia de sus significaciones la que, en todas estas discusiones, hubiera debido ser considerada como el punto esencial.). 5558 LOS PRINCIPIOS DEL CÁLCULO INFINITESIMAL INFINITO E INDEFINIDO
A propósito de los números negativos, y aunque no sea más que una digresión en relación al tema principal de nuestro estudio, hablaremos también de las consecuencias muy contestables del empleo de estos números desde el punto de vista de la mecánica; en realidad, por su objeto, ésta es una ciencia física, y el hecho mismo de tratarla como una parte integrante de las matemáticas, consecuencia del punto de vista exclusivamente cuantitativo de la ciencia actual, no deja de introducir en ella singulares deformaciones. A este respecto, decimos solamente que los pretendidos «principios» sobre los que los matemáticos modernos hacen reposar esta ciencia tal como la conciben, y que no se llaman así más que de una manera completamente abusiva, no son propiamente más que hipótesis más o menos bien fundadas, o también, en el caso más favorable, simples leyes más o menos generales, quizás más generales que otras, si se quiere, pero que, en todo caso, no tienen nada en común con los verdaderos principios universales, y que, en una ciencia constituida según el punto de vista tradicional, no serían más que aplicaciones de estos principios a un dominio todavía muy especial. Sin querer entrar en desarrollos demasiado largos, citaremos, como ejemplo del primer caso, el supuesto «principio de inercia», que no podría justificar nada, ni la experiencia que muestra al contrario que no hay inercia en ninguna parte de la naturaleza, ni el ENTENDIMIENTO que no puede concebir esta pretendida inercia, puesto que ésta no puede consistir más que en la ausencia completa de toda propiedad; sólo se podría aplicar legítimamente una tal palabra a la potencialidad pura de la substancia universal, o de la materia prima de los escolásticos, que, por lo demás, por esta razón misma, es propiamente «ininteligible»; pero esta materia prima es ciertamente otra cosa que la «materia» de los físicos (Cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. II. ). Un ejemplo del segundo caso es lo que se llama el «principio de la igualdad de la acción y de la reacción», que es en tan poca medida un principio como se deduce inmediatamente de la ley general del equilibrio de las fuerzas naturales: cada vez que este equilibrio se rompe de una manera cualquiera, tiende inmediatamente a restablecerse, produciéndose una reacción cuya intensidad es equivalente a la de la acción que lo ha provocado; así pues, eso no es más que un simple caso particular de lo que la tradición extremo oriental llama las «acciones y reacciones concordantes», que no conciernen solo al mundo corporal como las leyes de la mecánica, sino al conjunto de la manifestación bajo todos sus modos y en todos sus estados; es precisamente sobre esta cuestión del equilibrio y de su representación matemática sobre lo que nos proponemos insistir aquí un poco, ya que es bastante importante en sí misma como para merecer que uno se detenga en ella un instante. 5711 LOS PRINCIPIOS DEL CÁLCULO INFINITESIMAL REPRESENTACIÓN DEL EQUILIBRIO DE LAS FUERZAS
Debemos insistir ahora sobre un punto que, para nos, es de una importancia capital: es que la concepción tradicional del ser, tal como la exponemos aquí, difiere esencialmente, en su principio mismo y por este principio, de todas las concepciones antropomórficas y geocéntricas de las que la mentalidad occidental se libera tan difícilmente. Podríamos decir incluso que difiere de ellas infinitamente, y eso no sería un abuso de lenguaje como ocurre en la mayoría de los casos donde se emplea comúnmente esta palabra, sino, antes al contrario, una expresión más justa que toda otra, y más adecuada a la concepción a la que la aplicamos, ya que ésta es propiamente ilimitada. La metafísica pura no podría admitir de ningún modo el antropomorfismo ( Sobre esta cuestión, ver Introducción general al estudio de la doctrinas hindúes, 2a Parte, cap. VII. ); si éste parece introducirse a veces en la expresión, no hay en eso más que una apariencia completamente exterior, por lo demás inevitable en una cierta medida desde que, si se quiere expresar algo, es menester necesariamente servirse del lenguaje humano. Por consiguiente, no se trata más que de una consecuencia de la imperfección que es forzosamente inherente a toda expresión, cualquiera que sea, en razón de su limitación misma; y esta consecuencia se admite solo a título de indulgencia en cierto modo, de concesión provisoria y accidental a la debilidad del ENTENDIMIENTO humano individual, a su insuficiencia para alcanzar lo que rebase el dominio de la individualidad. Por el hecho de esta insuficiencia, se produce ya algo de este género, antes de toda expresión exterior, en el orden del pensamiento formal ( que, por lo demás, aparece también como una expresión si se considera en relación a lo informal ): toda idea en la que se piensa con intensidad acaba por “figurarse”, por tomar en cierto modo una forma humana, la misma del pensador; según una comparación muy expresiva de Shankarâchârya, se diría que “el pensamiento se moldea en el hombre como el metal en fusión se expande en el molde del fundidor”. La intensidad misma del pensamiento ( Entiéndase bien que esta palabra de “intensidad” no debe tomarse aquí en un sentido cuantitativo, y también que, puesto que el pensamiento no está sometido a la condición espacial, su forma no es en modo alguno “localizable”; es en el orden sutil donde se sitúa, no en el orden corporal. ) hace que ocupe el hombre entero, de una manera análoga a como el agua llena un vaso hasta los bordes; el pensamiento toma pues la forma de lo que le contiene y le limita, es decir, en otros términos, deviene antropomorfo. Una vez más, se trata de una imperfección a la que el ser individual, en las condiciones restringidas y particularizadas de su existencia, apenas puede escapar; a decir verdad, no es en tanto que individuo como puede escapar, aunque deba tender a ello, ya que la liberación completa de una tal limitación no se obtiene más que en los estados extraindividuales y supraindividuales, es decir, informales, alcanzados en el curso de la realización efectiva del ser total. 6516 SC XXVI
Ante todo, el simbolismo se nos aparece como especialísimamente adaptado a las exigencias de la naturaleza humana, que no es una naturaleza puramente intelectual, sino que ha menester de una base sensible para elevarse hacia las esferas superiores. Es preciso tomar el compuesto humano tal cual es, uno y múltiple a la vez en su complejidad real; esto es lo que hay tendencia a olvidar a menudo, desde que Descartes ha pretendido establecer entre el alma y el cuerpo una separación radical y absoluta. Para una pura inteligencia, sin duda, ninguna forma exterior, ninguna expresión se necesita para comprender la verdad, ni siquiera para comunicar a otras inteligencias puras lo que ha comprendido, en la medida en que ello sea comunicable; pero no ocurre así en el hombre. En el fondo, toda expresión, toda formulación, cualquiera fuere, es un símbolo del pensamiento, al cual traduce exteriormente; en este sentido, el propio lenguaje no es otra cosa que un simbolismo. No debe, pues, haber oposición entre el empleo de las palabras y el de los símbolos figurativos; estos dos modos de expresión serían más bien mutuamente complementarios (y de hecho, por lo demás, pueden combinarse, ya que la escritura es primitivamente ideográfica y a veces, inclusive, como en la China, ha conservado siempre ese carácter). De modo general, la forma del lenguaje es analítica, “discursiva”, como la razón humana de la cual constituye el instrumento propio y cuyo decurso el lenguaje sigue o reproduce lo más exactamente posible; al contrario, el simbolismo propiamente dicho es esencialmente sintético, y por eso mismo “intuitivo” en cierta manera, lo que lo hace más apto que el lenguaje para servir de punto de apoyo a la “intuición intelectual”, que está por encima de la razón, y que ha de cuidarse no confundir con esa intuición inferior a la cual apelan diversos filósofos contemporáneos. Por consiguiente, de no contentarse con la comprobación de la diferencia, y de querer hablarse de superioridad, ésta estará, por mucho que algunos pretendan lo contrario, del lado del simbolismo sintético, que abre posibilidades de concepción verdaderamente ilimitadas, mientras que el lenguaje, de significaciones más definidas y fijadas, pone siempre al ENTENDIMIENTO límites más o menos estrechos. 6619 SFCS EL VERBO Y EL SIMBOLO