sánscrito

Según lo que acabamos de decir, se puede ver que las divisiones geográficas no siempre coinciden estrictamente con el campo de expansión de las civilizaciones correspondientes, sino sólo con el punto de partida y el centro principal de estas civilizaciones. En la India, se encuentran elementos musulmanes un poco por todas partes, y los hay incluso en China; pero no vamos a preocuparnos de ellos cuando hablamos de las civilizaciones de estas dos regiones, porque la civilización islámica no es autóctona de ellas. Por otra parte, Persia debería vincularse, étnica e incluso geográficamente, a lo que hemos llamado el Oriente medio; si no la hacemos entrar ahí, es porque su población actual es enteramente musulmana. Sería menester considerar en realidad, en ese Oriente medio, dos civilizaciones distintas, aunque tengan manifiestamente una cepa común: una es la de la India, y la otra la de los antiguos persas; pero esta última ya no tiene hoy, como representantes, más que a los parsis, que forman agrupaciones poco numerosas y dispersas, unas en la India, en Bombay principalmente, y las otras en el Cáucaso; bástenos aquí señalar su existencia. Así pues, ya no nos queda que considerar, en la segunda de nuestras grandes divisiones, más que la civilización propiamente india, o más precisamente hindú, que abarca en su unidad pueblos de razas muy diversas: entre las múltiples regiones de la India, y sobre todo entre el norte y el sur, hay diferencias étnicas al menos tan grandes como las que se pueden encontrar en toda la extensión de Europa; pero todos estos pueblos tienen no obstante una civilización común, y también una lengua tradicional común, que es el SÁNSCRITO. La civilización de la India, en algunas épocas, se ha extendido más hacia el este, y ha dejado huellas evidentes en algunas regiones de Indochina, como Birmania, Siam y Camboya, e incluso en algunas islas de Oceanía, en Java concretamente. Por otra parte, de esta misma civilización hindú ha salido la civilización búdica, que se ha extendido, bajo formas diversas, sobre una gran parte del Asia central y oriental; pero la cuestión del budismo hace llamada a algunas explicaciones que daremos después. IGEDH: Las grandes divisiones de Oriente

Si pasamos ahora a la civilización hindú, su unidad es también de orden pura y exclusivamente tradicional: comprende, en efecto, elementos pertenecientes a razas o agrupaciones étnicas muy diversas, y que todas pueden llamarse igualmente «hindúes» en el sentido estricto de la palabra, a exclusión de otros elementos pertenecientes a esas mismas razas, o al menos a algunas de entre ellas. Algunos querrían que no hubiera sido así en el origen, pero su opinión se funda sólo en la suposición de una pretendida «raza aria», que se debe simplemente a la imaginación demasiado fértil de los orientalistas; el término SÁNSCRITO ârya, del que se ha sacado el nombre de esta raza hipotética, no ha sido nunca en realidad más que un epíteto distintivo que se aplica sólo a los hombres de las tres primeras castas, y eso independientemente del hecho de pertenecer a tal o cual raza, consideración que no interviene aquí. Es verdad que el principio de la institución de las castas, como muchas otras cosas, ha permanecido tan incomprendido en Occidente, que no hay nada sorprendente en que todo lo que se refiere a él de cerca o de lejos haya dado lugar a toda suerte de confusiones; pero volveremos de nuevo sobre esta cuestión en otra parte. Lo que es menester retener por el momento, es que la unidad hindú reposa enteramente sobre el reconocimiento de una cierta tradición, que envuelve, aquí también, todo el orden social, aunque, por lo demás, a título de simple aplicación a unas contingencias; esta última reserva es necesaria por el hecho de que la tradición de que se trata ya no es religiosa como lo era en el islam, sino que es de orden más puramente intelectual y esencialmente metafísico. Esta suerte de doble polarización, exterior e interior, a la que hemos hecho alusión a propósito de la tradición musulmana, no existe en la India, donde, por consiguiente, no se pueden hacer con Occidente las aproximaciones que, al menos, permitía todavía el lado exterior del islam; aquí ya no hay absolutamente nada que sea análogo a lo que son las religiones occidentales, y, para sostener lo contrario, no puede haber más que observadores superficiales, que prueban así su perfecta ignorancia de los modos del penspensamiento oriental. Como nos reservamos tratar muy especialmente la civilización de la India, no es útil, por el momento, decir mucho más a su respecto. IGEDH: Principios de unidad de las civilizaciones orientales

Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de «creación»: esta concepción, que es tan extraña a los orientales, exceptuando los musulmanes, como lo fue también a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción que ha recibido con el cristianismo, ya que creare no quería decir primero nada mas que «hacer», sentido que siempre ha permanecido, en SÁNSCRITO, el de la raíz verbal kri, que es idéntica a esta palabra; hubo pues ahí un cambio profundo de significación, y este caso es, como ya lo hemos dicho, similar al del término «religión». Es evidentemente del judaísmo de donde la idea de la que se trata ha pasado al cristianismo y al islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, es en el fondo la misma que la de la prohibición de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como «un ser» más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener como corolario natural, por todas parte donde existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente «demiúrgico», queremos decir, una acción que se ejerce sobre una materia que se supone exterior a él, lo que es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad, y de la infinitud divina, afirmar expresamente que Dios ha «hecho el mundo de nada», es decir, en suma, de nada que le fuera exterior, la suposición de lo cual tendría por efecto limitarle dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica no es aquí mas que la expresión de un sin-sentido metafísico, lo que, por lo demás, es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, devenía muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, bajo esta forma derivada, ya no aparecía inmediatamente. La concepción teológica de la «creación» es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la «manifestación universal», y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero, por lo demás, no se puede establecer ninguna equivalencia entre estas dos concepciones, desde que, necesariamente, hay entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los que se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente. IGEDH: Simbolismo y antropomorfismo

De lo que precede, resulta también que la metafísica carece de relación con todas las concepciones tales como el idealismo, el panteísmo, el espiritualismo, el materialismo, que llevan precisamente el carácter sistemático del pensamiento filosófico occidental; y eso es tanto más importante observarlo aquí cuanto que una de las manías comunes de los orientalistas es querer hacer entrar a toda costa el pensamiento oriental en esos cuadros estrechos que no están hechos para él; tendremos que señalar especialmente más adelante el abuso que se hace así de esas vanas etiquetas, o al menos de algunas de entre ellas. Por el momento no queremos insistir más que sobre un punto: es que la querella del espiritualismo y del materialismo, alrededor de la cual gira casi todo el pensamiento filosófico desde Descartes, no interesa en nada a la metafísica pura; por lo demás, ese es un ejemplo de esas cuestiones que no tienen más que un tiempo, a las que hacíamos alusión hace un momento. En efecto, la dualidad «espíritu-materia» no se había planteado nunca como absoluta e irreductible anteriormente a la concepción cartesiana; los antiguos, los griegos concretamente, no tenían siquiera la noción de «materia» en el sentido moderno de esta palabra, como tampoco la tienen actualmente la mayor parte de los orientales: en SÁNSCRITO, no existe ninguna palabra que responda a esta noción, ni siquiera de lejos. La concepción de una dualidad de este género tiene como único mérito representar bastante bien la apariencia exterior de las cosas; pero, precisamente porque se queda en las apariencias, es completamente superficial, y, al colocarse en un punto de vista especial, puramente individual, deviene negadora de toda metafísica, desde que se le quiere atribuir un valor absoluto al afirmar la irreductibilidad de sus dos términos, afirmación en la que reside el dualismo propiamente dicho. Por lo demás, es menester no ver en esta oposición del espíritu y de la materia más que un caso muy particular del dualismo, ya que los dos términos de la oposición podrían ser otros que estos dos principios relativos, y sería igualmente posible considerar de la misma manera, según otras determinaciones más o menos especiales, una indefinidad de parejas de términos correlativos diferentes de esa. De una manera completamente general, el dualismo tiene como carácter distintivo detenerse en una oposición entre dos términos más o menos particulares, oposición que, sin duda, existe realmente desde un cierto punto de vista, y esa es la parte de verdad que encierra el dualismo; pero, al declarar esta oposición irreductible y absoluta, en lugar de ser completamente contingente y relativa, se impide ir más allá de los dos términos que ha colocado uno frente al otro, y es así como se encuentra limitado por lo que constituye su carácter de sistema. Si no se acepta esta limitación, y si se quiere resolver la oposición a la que el dualismo se aferra obstinadamente, podrán presentarse diferentes soluciones; y, primeramente, encontramos en efecto dos en los sistemas filosóficos que se pueden colocar bajo la común denominación de monismo. Se puede decir que el monismo se caracteriza esencialmente por esto, que, no admitiendo que haya una irreductibilidad absoluta, y queriendo sobrepasar la oposición aparente, cree llegar a ello reduciendo uno de sus dos términos al otro; si se trata, en particular, de la oposición del espíritu y de la materia, se tendrá así, por una parte, el monismo espiritualista, que pretende reducir la materia al espíritu, y, por otra parte, el monismo materialista, que pretende al contrario reducir el espíritu a la materia. El monismo, cualquiera que sea, tiene razón al admitir que no hay oposición absoluta, ya que, en eso, es menos estrictamente limitado que el dualismo, y constituye al menos un esfuerzo para penetrar más en el fondo de las cosas; pero, casi fatalmente, le ocurre que cae en otro defecto, y que desdeña completamente, cuando no niega, la oposición que, incluso si no es más que una apariencia, por eso no merece menos ser considerada como tal: es pues, aquí también, la exclusividad del sistema la que constituye su primer defecto. Por otra parte, al querer reducir directamente uno de los dos términos al otro, no se sale nunca completamente de la alternativa que ha sido planteada por el dualismo, puesto que no se considerará nada que esté fuera de estos dos mismos términos de los que el dualismo había hecho sus principios fundamentales; y habría incluso lugar a preguntarse si, al ser estos dos términos correlativos, uno tiene todavía su razón de ser sin el otro, es decir, si es lógico conservar uno desde que se suprime el otro. Además, nos encontramos entonces en presencia de dos soluciones que, en el fondo, son mucho más equivalentes de lo que parece superficialmente: que el monismo espiritualista afirme que todo es espíritu, y que el monismo materialista afirme que todo es materia, eso no tiene en suma sino muy poca importancia, tanto más cuanto que cada uno se encuentra obligado a atribuir al principio que conserva las propiedades más esenciales del que suprime. Se concibe que, sobre este terreno, la discusión entre espiritualistas y materialistas debe degenerar bien pronto en una simple querella de palabras; las dos soluciones monistas opuestas no constituyen en realidad más que las dos caras de una solución doble, por lo demás completamente insuficiente. Es aquí donde debe intervenir otra solución; pero, mientras que, con el dualismo y el monismo, no teníamos que tratar más que con dos tipos de concepciones sistemáticas y de orden puramente filosófico, ahora va a tratarse de una doctrina que se coloca, al contrario, en el punto de vista metafísico, y que, por consiguiente, no ha recibido ninguna denominación en la filosofía occidental, que no puede más que ignorarla. Designaremos esta doctrina como el «no dualismo», o mejor todavía como la «doctrina de la no dualidad», si se quiere traducir tan exactamente como es posible el término SÁNSCRITO adwaita-vâda, que no tiene equivalente usual en ninguna lengua europea; la primera de estas dos expresiones tiene la ventaja de ser más breve que la segunda, y es por lo que la adoptaremos gustosamente, pero, no obstante, tiene un inconveniente en razón de la presencia de la terminación «ismo», que en el lenguaje filosófico, va unida ordinariamente a la designación de los sistemas; se podría decir, es cierto, que es menester hacer recaer la negación sobre la palabra «dualismo» todo entera, comprendida su terminación, entendiendo con esto que esta negación debe aplicarse precisamente al dualismo en tanto que concepción sistemática. Sin admitir mas irreductibilidad absoluta que el monismo, el «no dualismo» difiere profundamente de éste, en que no pretende en modo alguno por eso que uno de los dos términos sea pura y simplemente reductible al otro; los considera a uno y a otro simultáneamente en la unidad de un principio común, de orden más universal, y en el que están contenidos igualmente, no ya como opuestos, hablando propiamente, sino como complementarios, por una suerte de polarización que no afecta en nada a la unidad esencial de este principio común. Así, la intervención del punto de vista metafísico tiene como efecto resolver inmediatamente la oposición aparente, y, por lo demás, únicamente él permite hacerlo verdaderamente, allí donde el punto de vista filosófico mostraba su impotencia; y lo que es verdadero para la distinción del espíritu y de la materia, lo es igualmente para cualquier otra entre todas las que se podrían establecer del mismo modo entre aspectos más o menos especiales del ser, y que son en multitud indefinida. Por lo demás, si se puede considerar simultáneamente toda esta indefinidad de las distinciones que son así posibles, y que son todas igualmente verdaderas y legítimas desde sus puntos de vista respectivos, es porque ya no nos encontramos encerrados en una sistematización limitada a una de esas distinciones con exclusión de todas las otras; y así, el «no dualismo» es el único tipo de doctrina que responde a la universalidad de la metafísica. Los diversos sistemas filosóficos pueden, en general, bajo un aspecto o bajo otro, vincularse, ya sea al dualismo, o ya sea al monismo; pero sólo el «no dualismo», tal como acabamos de indicar, su principio, es susceptible de rebasar inmensamente el alcance de toda filosofía, porque sólo él es propia y puramente metafísico en su esencia, o, en otros términos, constituye una expresión del carácter más esencial y más fundamental de la metafísica misma. IGEDH: Pensamiento metafísico y pensamiento filosófico

Antes de su establecimiento en la India, esta misma tradición era la de una civilización que no llamaremos «arianismo», puesto que ya hemos explicado por qué esta palabra esta desprovista de sentido, pero para la que podemos aceptar, a falta de otra, la denominación de «indoiraní», aunque su lugar de desarrollo no haya sido verdaderamente más el Irán que la India, y simplemente para marcar que debía dar nacimiento después a las dos civilizaciones, hindú y persa, distintas e incluso opuestas en algunos aspectos. Así pues, en una cierta época, debió producirse una escisión bastante análoga a lo que fue más tarde, en la India, la del budismo; y la rama separada, desviada en relación a la tradición primordial, fue entonces lo que se llama «iranismo», es decir, lo que debía devenir la tradición persa, llamada todavía «mazdeísmo». Ya hemos señalado esta tendencia, general en Oriente, de las doctrinas que fueron primero antitradicionales a establecerse a su vez en tradiciones independientes; ésta de que se trata había tomado sin duda este carácter mucho tiempo antes de ser codificada en el Avesta bajo el nombre de Zarathustra o Zoroastro, en el que, por lo demás, es menester no ver la designación de un hombre, sino más bien la de una colectividad, así como ocurre frecuentemente en parecido caso: los ejemplos de Fo-hi para la China, de Vyâsa para la India, de Thoth o Hermes para Egipto, lo muestran suficientemente. Por otro lado, un rastro muy claro de la desviación ha permanecido en la lengua misma de los persas, donde algunas palabras tuvieron un sentido directamente opuesto al que tenían primitivamente y que conservaron en SÁNSCRITO; el caso de la palabra dêva es aquí el más conocido, pero se podrían citar otros, el del nombre de Indra por ejemplo, y eso no puede ser accidental. El carácter dualista que se atribuye ordinariamente a la tradición persa, si fuera real, sería también una prueba manifiesta de alteración de la doctrina; pero es menester decir, no obstante, que ese carácter parece no ser más que el hecho de una interpretación falsa o incompleta, mientras que hay otra prueba más seria, constituida por la presencia de algunos elementos sentimentales; por lo demás, no vamos a insistir aquí sobre esta cuestión. IGEDH: Significación precisa de la palabra «hindú»

Entre las nociones que son susceptibles de causar un gran embarazo a los occidentales, porque no tienen equivalente en ellos, se puede citar la que se expresa en SÁNSCRITO por la palabra dharma; ciertamente, no faltan traducciones propuestas por los orientalistas, pero en su mayor parte son groseramente aproximativas o incluso completamente erróneas, siempre en razón de las confusiones de puntos de vista que hemos señalado. Así, a veces se quiere traducir dharma por «religión», mientras que aquí el punto de vista religioso no se aplica; pero, al mismo tiempo, se debe reconocer que no es la concepción de la doctrina, supuesta erróneamente religiosa, lo que esta palabra designa propiamente. Por otra parte, si se trata del cumplimiento de los ritos, que no tienen tampoco el carácter religioso, son designados, en su conjunto, por otra palabra, karma, que se toma entonces en una acepción especial, técnica en cierto modo, puesto que su sentido general es el de «acción». Para aquellos que quieren ver a toda costa una religión en la tradición hindú, quedaría entonces lo que ellos creen que es la moral, y es ésta lo que se llamaría más precisamente dharma; de ahí, según los casos, interpretaciones diversas y más o menos secundarías como las de «virtud», de «justicia», de «mérito», de «deber», nociones todas exclusivamente morales en efecto, pero que, por eso mismo, no traducen a ningún grado la concepción de que se trata. El punto de vista moral, sin el que esas nociones están desprovistas de sentido, no existe en la India; ya hemos insistido suficientemente en ello, y hemos indicado incluso que el budismo, único que podría parecer propio a introducirle, no había llegado hasta ahí en la vía del sentimentalismo. Por lo demás, esas mismas nociones, lo destacamos de pasada, no son todas igualmente esenciales al punto de vista moral mismo; queremos decir que hay algunas que no son comunes a toda concepción moral: así, la idea de deber o de obligación está ausente de la mayor parte de las morales antiguas, de la de los estoicos concretamente; y no es sino en los modernos, y sobre todo desde Kant, donde ha llegado a jugar un papel preponderante. Lo que importa indicar a este propósito, porque es una de las fuentes de error más frecuentes, es que ideas o puntos de vista que han devenido habituales tienden por eso mismo a parecer esenciales; por eso es por lo que se esfuerzan en transportarlos a la interpretación de todas las concepciones, incluso las más alejadas en el tiempo o en el espacio, y, sin embargo, frecuentemente, no habría necesidad de remontarse muy lejos para descubrir su origen y su punto de partida. IGEDH: La ley de Manú

En su conjunto, el ser individual se considera como un compuesto de dos elementos, que son llamados respectivamente namâ, el nombre, y rûpa, la forma; estos dos elementos son en suma la «esencia» y la «substancia» de la individualidad, o lo que la escuela aristotélica llama «forma» y «materia», y, por lo demás, estos términos tienen un sentido técnico muy diferente de su acepción corriente; es menester destacar incluso que el de «forma», en lugar de designar el elemento que llamamos así para traducir el SÁNSCRITO rûpa, designa entonces al contrario el otro elemento, el que es propiamente la «esencia individual». Debemos de agregar que la distinción que acabamos de indicar, aunque análoga a la del alma y del cuerpo en los occidentales, está lejos de serle rigurosamente equivalente: la forma no es exclusivamente la forma corporal, aunque no nos sea posible insistir aquí sobre este punto; en cuanto al nombre, lo que representa es el conjunto de todas las cualidades o atribuciones características del ser considerado. Seguidamente, hay lugar a hacer otra distinción en el interior de la «esencia individual»: nâmika, lo que se refiere al nombre, en un sentido más restringido, o lo que debe expresar el nombre particular de cada individuo, es el conjunto de las cualidades que pertenecen en propiedad a éste, sin que las tenga de otro que de sí mismo; gotrika, lo que pertenece a la raza o a la familia, es el conjunto de cualidades que el ser tiene de su herencia. Se podría encontrar una representación analógica de esta segunda distinción en la atribución a un individuo de un «nombre», que le es especial, y de un «apellido»; por lo demás, habría mucho que decir sobre la significación original de los nombres y sobre lo que deberían estar destinados a expresar normalmente, pero, esas consideraciones no entran en nuestro plan actual, y nos limitaremos a indicar que la determinación del nombre verdadero se confunde en principio con la de la naturaleza individual misma. El «nacimiento», en el sentido del SÁNSCRITO jâti, es propiamente la resultante de los dos elementos nâmika y gotrika: así pues, es menester tener en cuenta la parte de la herencia, que puede ser considerable, pero también la parte de aquello por lo que el individuo se distingue de sus padres y de los otros miembros de la familia. Es evidente, en efecto, que no hay dos seres que presenten exactamente el mismo conjunto de cualidades, ya sea físicas, o ya sea psíquicas: junto con lo que les es común, hay también lo que les diferencia; aquellos mismos que querrían explicarlo todo en el individuo por la influencia de la herencia estarían sin duda muy embarazados a la hora de aplicar su teoría a un caso particular cualquiera; no se puede negar esta influencia, pero hay otros elementos que es menester tener en cuenta, como lo hace precisamente la teoría que acabamos de exponer. IGEDH: Principio de la institución de las castas

La palabra Vêdânga significa literalmente «miembro del Vêda»; se aplica a algunas ciencias auxiliares del Vêda, porque se comparan a los miembros corporales por cuyo medio un ser actúa exteriormente; los tratados fundamentales que se refieren a estas ciencias, cuya enumeración vamos a dar, forman parte de la smriti, y, en razón de su relación directa con el Vêda, ocupan en ella incluso el primer lugar. La Shiksâ es la ciencia de la articulación correcta y de la pronunciación exacta, que implica, con las leyes de la eufonía que son más importantes y más desarrolladas en SÁNSCRITO que en ninguna otra lengua, el conocimiento del valor simbólico de las letras; en las lenguas tradicionales, en efecto, el uso de la escritura fonética no es en modo alguno exclusivo del mantenimiento de una significación ideográfica, de lo que el hebreo y el árabe ofrecen igualmente el ejemplo. El chhandas es la ciencia de la prosodia, que determina la aplicación de los diferentes metros en correspondencia con las modalidades vibratorias del orden cósmico que deben expresar, y que hace así de ellos algo completamente diferente de las formas «poéticas» en el sentido simplemente literario de esta palabra; por lo demás, el conocimiento profundo del ritmo y de sus relaciones cósmicas, de donde deriva su empleo para algunos modos preparatorios de la realización metafísica, es común a todas las civilizaciones orientales, pero, por el contrario, totalmente extraño a los occidentales. El vyâkarana es la gramática, pero que, en lugar de presentarse como un simple conjunto de reglas que parecen más o menos arbitrarias porque se ignoran sus razones, así como se produce de ordinario en las lenguas occidentales, se basa al contrario sobre concepciones y clasificaciones que están siempre en relación estrecha con la significación lógica del lenguaje. El nirukta es la explicación de los términos importantes o difíciles que se encuentran en los textos védicos; esta explicación no reposa solamente sobre la etimología, sino también, lo más frecuentemente, sobre el valor simbólico de las letras y de las sílabas que entran en la composición de las palabras; de ahí provienen innumerables errores por parte de los orientalistas, que no pueden comprender y ni siquiera concebir este último modo de explicación, absolutamente propio de las lenguas tradicionales, y muy análogo al que se encuentra en la Qabbalah hebraica, y que, por consiguiente, no quieren y no pueden ver más que etimologías fantasiosas, o incluso vulgares «juegos de palabras», en lo que es naturalmente algo muy diferente en realidad. El jvotisha es la astronomía, o, más exactamente, es a la vez la astronomía y la astrología, que no se han separado nunca en la India, como tampoco estuvieron separadas en ningún pueblo antiguo, ni siquiera en los griegos, que se servían indiferentemente de estas dos palabras para designar una única y misma cosa; la distinción de la astronomía y la astrología es completamente moderna, y es menester agregar, por lo demás, que la verdadera astrología tradicional, tal como se ha conservado en Oriente, no tiene casi nada en común con las especulaciones «adivinatorias» que algunos buscan constituir con el mismo nombre en la Europa contemporánea. Finalmente, el kalpa, palabra que tiene, por otra parte, muchos otros sentidos, es aquí el conjunto de las prescripciones que se refieren al cumplimiento de los ritos, y cuyo conocimiento es indispensable para que éstos tengan su plena eficacia; en los sûtras que las expresan, estas prescripciones están condensadas en fórmulas de apariencia bastante semejante a la de fórmulas algebraicas, por medio de una notación simbólica particular. IGEDH: Los puntos de vista de la doctrina

La palabra yoga significa propiamente «unión»; digamos de pasada, aunque la cosa tenga en suma poca importancia, que no sabemos por qué buen número de autores europeos hacen a esta palabra femenina, cuando en SÁNSCRITO es masculina. Lo que este término designa principalmente, es la unión efectiva del ser humano con lo Universal; aplicado a un darshana, cuya formulación en sûtras se atribuye a Patanjali, indica que este darshana tiene como meta la realización de esta unión y que conlleva los medios de llegar a ella. Así pues, mientras que el Sânkhya es sólo un punto de vista teórico, de lo que se trata aquí esencialmente es de realización, en el sentido metafísico que hemos indicado, piensen lo que piensen de ello aquellos que quieren ver en el Yoga, ya sea «una filosofía», como los orientalistas oficiales, ya sea incluso, como algunos supuestos «esoteristas» que se esfuerzan en reemplazar por delirios la doctrina que les falta, «un método de desarrollo de los poderes latentes del organismo humano». El punto de vista en cuestión se refiere a un orden completamente diferente, incomparablemente superior a lo que implican las interpretaciones de este género, y que escapa igualmente a la comprehensión de unos y de otros; y eso es bastante natural, ya que no hay nada análogo que sea conocido en Occidente. IGEDH: El Yoga

Puesto que la realización metafísica consiste esencialmente en la identificación por el conocimiento, todo lo que no es el conocimiento mismo no tiene en ella más que un valor de medios accesorios; así pues, el Yoga toma como punto de partida y medio fundamental lo que se llama êkâgrya, es decir, la «concentración». Esta concentración misma es, como lo confiesa Max Müller (NA: Prefacio to the Sacred Books of the East, PP. XXIII – XXIV.), algo completamente extraño al espíritu occidental, habituado a poner toda su atención sobre las cosas exteriores y a dispersarse en su multiplicidad indefinidamente cambiante; ella ha llegado a serle incluso casi imposible, y sin embargo es la primera y la más importante de todas las condiciones de una realización efectiva. La concentración puede tomar como soporte, sobre todo al comienzo, un pensamiento cualquiera, un símbolo tal como una palabra o una imagen; pero, después, estos medios auxiliares devienen inútiles, así como los ritos y otras «ayudas» que pueden ser empleadas concurrentemente en vista de la misma meta. Por lo demás, es evidente que esta meta no podría ser alcanzada únicamente por los medios accesorios, extrínsecos al conocimiento, que acabamos de mencionar en último lugar; pero por eso no es menos cierto que estos medios, sin tener nada de esencial, no son en modo alguno desdeñables, ya que pueden tener una gran eficacia para facilitar la realización y conducir, si no a su término, al menos sí a sus estadios preparatorios. Tal es la verdadera razón de ser de todo lo que se designa por el término de hatha-yoga, y que está destinado, por una parte, a destruir o más bien a «transformar» lo que, en el ser humano, obstaculiza a su unión con lo universal, y, por otra, a preparar esta unión por la asimilación de ciertos ritmos, ligados principalmente a la regulación de la respiración; pero, por los motivos que hemos dado precedentemente, no insistiremos sobre las modalidades de la realización. En todo caso, es menester acordarse siempre de que, de todos los medios preliminares, el conocimiento teórico es el único verdaderamente indispensable, y que, después, en la realización misma, es la concentración lo que más importa y de la manera más inmediata, ya que está en relación directa con el conocimiento, y, mientras que una acción cualquiera está separada siempre de sus consecuencias, la meditación o la contemplación intelectual, llamada en SÁNSCRITO dhyâna, lleva su fruto en sí misma; en fin, la acción no puede tener como efecto hacernos salir del dominio de la acción, lo que una realización metafísica implica en su meta verdadera. Pero se puede ir más o menos lejos en esta realización, e incluso detenerse en la obtención de estados superiores, pero no definitivos; es a estos grados secundarios a los que se refieren sobre todo las observancias especiales que prescribe el Yoga-shâstra; pero, en lugar de rebasarlos sucesivamente, también se puede, aunque más difícilmente sin duda, rebasarlos de una sola vez para alcanzar directamente la meta final, y es esta última vía la que designa frecuentemente el término de râja-yoga. No obstante, esta expresión debe entenderse también, más estrictamente, de la meta misma de la realización, cualesquiera que sean sus medios o sus modos particulares, que deben adaptarse naturalmente lo mejor posible a las condiciones mentales e incluso fisiológicas de cada uno; en este sentido, el hatha-yoga, en todos sus estadios, tiene como razón de ser esencial conducir al râja-yoga. IGEDH: El Yoga

Ya que estamos en explicarnos sobre las críticas posibles, debemos señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de detalle que podría prestarse a ellas: hemos creído necesario abstenernos de seguir, para los términos SÁNSCRITOs que teníamos que citar, la transcripción extravagante y complicada que está ordinariamente en uso entre los orientalistas. Puesto que el alfabeto SÁNSCRITO tiene muchos más caracteres que los alfabetos europeos, se está naturalmente forzado a representar varias letras distintas por una sola y misma letra, cuyo sonido es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables, pero que escapan a los recursos de pronunciación demasiado restringidos de que disponen las lenguas occidentales. Así pues, ninguna transcripción puede ser verdaderamente exacta, y lo mejor sería ciertamente abstenerse de ellas; pero, además de que es casi imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres SÁNSCRITOs de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad completamente inútil para aquellos que no los conocen, y que por eso no son menos aptos que otros para comprender las doctrinas hindúes; por lo demás, hay incluso «especialistas» que, por inverosímil que eso parezca, no saben apenas servirse más que de transcripciones para leer los textos SÁNSCRITOs, y existen ediciones hechas a su intención bajo esta forma. Sin duda, es posible remediar en una cierta medida, por medio de algunos artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del reducido número de letras de las que se compone el alfabeto latino; es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible, ya que implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera sido aquí de alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar algún otro que fuera preferible, desfigurando menos las palabras y acercándose más a su pronunciación real. No obstante, como aquellos que tienen algún conocimiento del SÁNSCRITO no deben tener ninguna dificultad para restablecer la ortografía exacta, y como los demás no tienen ninguna necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, que es lo único que importa verdaderamente en el fondo, hemos pensado que no había serios inconvenientes para dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción que nos pareciera a la vez la más simple y la más conforme a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a aquellos a quienes los detalles relativos a estas cosas interesan particularmente. Sea como sea, debíamos al menos esta explicación a los espíritus analíticos, siempre dispuestos a la disputa, como una de las raras concesiones que nos ha sido posible hacer a sus hábitos mentales, concesión requerida por la cortesía de la que se debe usar siempre al respecto de las gentes de buena fe, no menos que por nuestro deseo de despejar todos los malentendidos que no recaerían más que sobre puntos secundarios y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente de la diferencia irreductible de los puntos de vista de nuestros contradictores eventuales y de los nuestros; para aquellos que se adhieran a esta última causa, no podemos hacer nada, puesto que, desafortunadamente, no tenemos ningún medio de proporcionar a otros las posibilidades de comprehensión que les faltan. Dicho esto, podemos sacar ahora de nuestro estudio las pocas conclusiones que se imponen para precisar su alcance aún mejor de lo que lo hemos hecho hasta aquí, conclusiones en las que las cuestiones de erudición no tendrán la menor parte, como es fácil preverlo, sino donde indicaremos, sin salirnos por lo demás de una cierta reserva que es indispensable bajo más de un aspecto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente de un conocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales. IGEDH: Últimas observaciones