Hemos visto que, en Clemente de Alejandría, se habla de seis fases del tiempo, que corresponden respectivamente a las seis direcciones del espacio: son, como lo hemos dicho, seis periodos cíclicos, subdivisiones de otro periodo más general, y a veces representados como seis milenarios. El Zohar, del mismo modo que el Talmud, divide en efecto la duración del mundo en periodos milenarios. “El mundo subsistirá durante seis mil años a los cuales hacen alusión las seis primeras palabras del Génesis” (Siphra di-Tseniutha: Zohar, II, 176 b.); y estos seis milenarios son análogos a los seis “días” de la Creación (Recordaremos aquí la palabra bíblica: “Mil años son como un día a la mirada del Señor”.). El séptimo milenario, como el séptimo “día”, es el Sabbath, es decir, la fase de retorno al Principio, que corresponde naturalmente al centro, considerado como la séptima región del espacio. Hay ahí una suerte de cronología simbólica, que evidentemente no debe tomarse al pie de la letra, como tampoco las que se encuentran en otras tradiciones; Josefo (Antigüedades judaicas, I, 4.) destaca que seis mil años forman diez “grandes años”, siendo el “GRAN AÑO” de seis siglos (éste es el Naros de los caldeos); pero, en otras partes, lo que se designa por esta misma expresión es un periodo mucho más largo, diez o doce mil años entre los griegos y los persas. Por lo demás, eso no importa aquí, donde no se trata de ningún modo de calcular la duración real de nuestro mundo, lo que exigiría un estudio profundo de la teoría hindú de los Manvantaras; como no es eso lo que nos proponemos al presente, basta tomar estas divisiones con su valor simbólico. Así pues, solo diremos que puede tratarse de seis fases indefinidas, y, por consiguiente, de una duración indeterminada, más una séptima que corresponde al acabamiento de todas las cosas y a su restablecimiento en el estado primero (Este último milenario es sin duda asimilable al “Reino de mil años” del que se habla en el Apocalipsis.). SC IV
Desde otro punto de vista, hemos visto que todo individuo humano, por lo demás como toda otra manifestación de un ser en un estado cualquiera, tiene en sí mismo la posibilidad de hacerse centro en relación al ser total; se puede decir pues que lo es en cierto modo virtualmente, y que la meta que debe proponerse, es hacer de esta virtualidad una realidad actual. Le está pues permitido a este ser, antes incluso de esta realización, y con miras a ella, colocarse en cierto modo idealmente en el centro (NA: Hay aquí algo comparable a la manera en la que Dante, siguiendo un simbolismo temporal y no ya espacial, se sitúa él mismo en el medio del “GRAN AÑO” para llevar a cabo su viaje a través de los “tres mundos” (ver El esoterismo de Dante, cap. VIII).); por el hecho de que está en el estado humano, su perspectiva particular da naturalmente a este estado una importancia preponderante, contrariamente a lo que tiene lugar cuando se considera desde el punto de vista de la metafísica pura, es decir, de lo Universal; y esta preponderancia se encontrará por así decir justificada “a posteriori” en el caso donde este ser, tomando efectivamente el estado en cuestión como punto de partida y como base de su realización, haga de él verdaderamente el estado central de su totalidad, que corresponde al plano horizontal de coordenadas en nuestra representación geométrica. Esto implica primeramente la reintegración del ser considerado al centro mismo del estado humano, reintegración en la que consiste propiamente la restitución del “estado primordial”, y a continuación, para este mismo ser, la identificación del centro humano mismo con el centro universal; la primera de estas dos fases es la realización de la integralidad del estado humano, y la segunda es la de la totalidad del ser. SC XXVIII