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El origen del Hombre Divino
El hombre es el tercero en la tríada de creaciones o emanaciones divinas sucesivas: Palabra (Logos), Artífice de la Mente (Noûs-Demiurgos), Hombre (Anthropos). El hombre puede ver al Demiurgo como a su hermano pero guarda una especial analogía con el Logos y ésta consiste en que ambos entran en estrecha relación con la Naturaleza inferior que a su debido tiempo vuelve a disolverse. La Palabra y el Demiurgo tenían que cumplir una tarea cósmica, que analizaremos más tarde; mientras tanto, el Hombre fue engendrado por el primer Dios después del establecimiento del sistema cósmico, si bien fuera de él, y sin propósito aparente, salvo el placer que Dios obtendría de su propia perfección a partir de una imagen perfecta de sí mismo, no contaminada por el aditivo del mundo inferior. Por el hecho de haber sido creado “a imagen de Dios” y sólo al terminar la creación cósmica, esta versión del origen del dios Hombre muestra una mayor proximidad con el relato bíblico que la versión más generalizada en el gnosticismo, y según la cual el Hombre precede a la creación y posee un papel cosmogónico. La especulación rabínica sobre Adán, basada en el duplicado del relato de su creación en Gn. 1 y 2, y que fue referida al Adán celeste y al Adán terrenal respectivamente, facilita un eslabón entre las doctrinas bíblicas y gnósticas sobre el Primer Hombre. Ciertas enseñanzas zoroástricas, bien directamente o por medio de aquellas especulaciones judías, pueden también haber contribuido a la concepción de esta figura clave en la teología gnóstica. La separación del modelo bíblico (si éste fue realmente el punto de partida del motivo, muy discutido entre los eruditos modernos) es notable en los siguientes rasgos: Dios no “hace” al Hombre, sino que, como principio generativo andrógino, lo engendra y alumbra, de forma que en realidad es una emanación de Su propia substancia; el hombre no se forma a partir del barro, sino que es mera Vida y Luz; la “igualdad” no es una similitud simbólica sino una absoluta igualdad de forma, de modo que en él Dios contempla y ama Su propia y adecuada representación; él es extramundano, mientras que hasta el mismo Demiurgo tiene su sede dentro del sistema cósmico, si bien en una esfera más exterior y elevada, la octava; sus dimensiones son iguales a las de la creación física, como demuestra su posterior unión con la totalidad de la Naturaleza; el poder que se le entrega no es efectivo sobre la fauna terrenal solamente, como sucede en el Génesis, sino también sobre el macrocosmo astral.
No obstante, el propósito original del Padre al crear al Hombre no es ni mucho menos el ejercicio de este poder, algo que surge en él cuando le concede el deseo de que “él también puede crear”. El deseo divino de descender al mundo inferior y de, finalmente, implicarse en éste está lógicamente y más a menudo relacionado con el principio demiúrgico mismo y responde de la misma existencia del mundo . Pero aquí el mundo ya ha sido creado, y es difícil ver lo que el Hombre, bien en colaboración o en competición con el Demiurgo, se le ha dejado para que haga. El relato posterior tampoco facilita una respuesta a esta cuestión: más que una urgencia creativa, su objetivo principal, al penetrar el sistema demiúrgico, parece ser la satisfacción de su curiosidad. Estas inconsistencias sugieren que nos encontramos ante una adaptación del mito de Ánthropos, en la cual perviven vagamente algunos rasgos de la función cosmogónica original de esta figura.