La presencia del núcleo esotérico en una religión de carácter específicamente semítico garantiza a ésta un desenvolvimiento normal y un máximo de estabilidad; este núcleo no es en absoluto, por otro lado, una parte, siquiera interior, del exoterismo, sino que representa, por el contrario, una dimensión cuasi independiente en relación con este último1. Desde el momento en que esta dimensión o este germen llegue a faltar, lo que no puede ocurrir más que en circunstancias completamente anormales, bien que cosmológicamente necesarias, el edificio tradicional se bambolea, y aun se derrumba en partes, y termina por encontrarse reducido a lo que él comporta de más exterior, a saber, el literalismo y la sentimentalidad2; también los criterios más tangibles de una tal decadencia son, de una parte, el desconocimiento y hasta la negación de la exégesis metafísica e iniciática, es decir, del sentido «místico» de las Escrituras — exégesis que, sin embargo, está en conexión íntima con toda la intelectualidad de la forma tradicional considerada — y, de otra parte, el rechazo del arte sagrado, sea de las formas inspiradas y simbólicas a través de las cuales irradia esta intelectualidad para comunicarse así, mediante un lenguaje inmediato e ilimitado, a todas las inteligencias. Pero todo esto no basta quizá para hacer comprender por qué el exoterismo tiene indirectamente necesidad del esoterismo, no decimos para poder subsistir, porque el simple hecho de su subsistencia no está en causa, no más que la incorruptibilidad de sus medios de gracia, sino simplemente para poder subsistir en condiciones normales. Ahora bien, la presencia de la «dimensión trascendente» en el centro de la forma tradicional provee al lado exotérico de ésta de una savia vivificante de esencia universal, «paraclética», sin la cual no podrá más que replegarse enteramente sobre sí mismo para convertirse, librado a sus solos recursos que son limitados por definición, en algo así como un cuerpo masivo y opaco cuya densidad misma provocará fatalmente fisuras, como lo prueba la historia moderna de la cristiandad; en otros términos: cuando el exoterismo se priva de las interferencias complejas y sutiles de la dimensión trascendente, se ve finalmente aplastado por las consecuencias exteriorizadas de sus propias limitaciones, habiendo éstas llegado a ser, por así decirlo, totales.
Ahora, cuando se parte de la idea de que los exoteristas no comprenden el esoterismo y que tienen inclusive el derecho a no comprenderlo y hasta de tenerlo por inexistente, debe también reconocérseles el derecho a condenar ciertas manifestaciones del esoterismo que parecen usurpar su terreno y hacer «escándalo» de ello, según la palabra evangélica; pero ¿cómo explicarse que en la mayoría de los casos de este género, si no en todos ellos, los acusadores se despojan a sí mismos de sus derechos al proceder con iniquidad? No es ciertamente su incomprensión más o menos natural, ni la protección de su derecho real, sino únicamente la perfidia de sus medios lo que constituye en éstos un verdadero «pecado contra el Espíritu»3; esta perfidia prueba por lo demás que las acusaciones que ellos creen deber formular no sirven en general más que de pretexto para saciar un odio instintivo contra todo lo que parece amenazar su equilibrio superficial; equilibrio que, en el fondo, no es más que una forma de individualismo, en definitiva, de ignorancia.
En cuanto concierne a la tradición islámica, citemos esta reflexión de un príncipe musulmán de la India: «La mayoría de los no-musulmanes, e inclusive muchos musulmanes enteramente formados en un ambiente de cultura europea, ignoran este elemento particular del Islam que constituye la médula y el centro, que da realmente vida y fuerza a sus formas y actividades exteriores y que, gracias al carácter universal de su contenido, puede poner por testigos a discípulos de otras religiones.» (Nawab A. Hydari Hydar Nawaz Jung Bahadur, en su prefacio a los Studies in Tasawwuf, de Khaja Khan.) ↩
De ahí viene la preponderancia cada vez más marcada de la «literatura», en el sentido peyorativo, sobre la intelectualidad verdadera de una parte, y de la piedad real de otra; de ahí también la importancia exagerada que se concede a toda clase de actividades más o menos fútiles que olvidan siempre cuidadosamente la «sola cosa necesaria». ↩
Así ni la incomprensión por parte de tal autoridad religiosa ni siquiera un cierto fundamento de la acusación aportada por ella, excusan la iniquidad del proceso incoado al Sufí El-Hallaj, no más que la incomprensión de los judíos excusa la iniquidad del proceso incoado a Cristo.
En un orden de ideas muy análogo, se puede preguntar por qué se suele encontrar en las polémicas religiosas tantísima tontería y mala fe, y esto inclusive en hombres que de otro modo estarían exentos. Es éste un indicio cierto de que, en la mayor parte de estas polémicas, hay una parte de «pecado contra el Espíritu». Nadie es reprensible por el solo hecho de atacar, en nombre de su creencia, una tradición extraña, si lo hace por simple ignorancia; pero cuando no es así, el hombre será culpable de blasfemia, puesto que al ultrajar a la Verdad divina en una forma extraña no hace, en suma, más que aprovechar una ocasión de ofender a Dios sin hacer de ello un caso de conciencia; este es, en el fondo, el secreto del celo grosero e impuro desplegado por los que, en nombre de sus convicciones religiosas, consagran su vida a hacer odiosas las cosas sagradas, lo que no pueden hacer más que mediante procedimientos despreciables. ↩