Vida Gloriosa Ibn Arabi

Miguel Asín Palacios — Escatologia Muçulmana na Divina Comédia
A Vida Gloriosa segundo Ibn Arabi
Pasemos, pues, a estudiar la escena que en ese glorioso teatro se desarrolla, según el místico murciano. Su descripción minuciosa y pintoresca llena muchas y nutridas páginas del Futühát, que intentaremos resumir con toda la fidelidad que lo delicado del tema reclama:

«Reunidos los bienaventurados en derredor de la candida colina en cuya cumbre ha de tener lugar la epifanía de la divinidad, y después de ocupar ya cada grupo de elegidos su grado propio, puestos de pie en sus respectivos asientos y vestidos de gloriosas túnicas de incomparable belleza, he aquí que una hermosa luz les ofusca y les hace caer postrados. Esa luz se propaga rápida a través de sus ojos exteriormente y a través de sus inteligencias interiormente, penetrando hasta las partículas todas de sus cuerpos y los más sutiles repliegues de sus almas, de tal modo, que cada uno de los bienaventurados tórnase y se transforma todo él en ojo y oído, viendo con su esencia entera, sin que la visión se restrinja a una parte determinada de su ser, y oyendo igualmente con toda su esencia. Esta es la virtud que por aquella luz les es otorgada: con ella son ya capaces de experimentar la presencia de Dios y quedan aptos para recibir la visión beatífica, que es un grado de conocimiento más perfecto que aquella experiencia. Viene en seguida el Profeta y les dice: Preparaos para la visión de vuestro Señor, pues he aquí que se os va a manifestar. Prepárame los elegidos, y el Señor, la Verdad, se les manifiesta. Tres velos lo ocultan a las miradas de las criaturas: el velo de la gloria, el de la majestad y el de la grandeza. Los bienaventurados no pueden verle, porque sus miradas tropiezan con esos velos. Dios ordena que se descorran, para hacérseles visible, y una vez descorridos, muéstraseles la Verdad como única y simple, aunque manifiesta bajo la doble epifanía de sus dos nombres, El Hermoso y El Bueno. Todos los elegidos lo ven, como si todos fuesen una sola vista, un solo ojo. El relámpago de aquella luz difúndese sobre todos ellos y circula a través de sus esencias. La hermosura del Señor los deja estupefactos y aturdidos, y el brillo de aquella santísima belleza comunica su esplendor a las esencias de todos los elegidos.»

Esta visión, una y la misma en sí para todos, tiene, sin embargo, diferentes grados accidentales: «Cada uno de los profetas, que no adquirieron el conocimiento que de Dios poseen sino por medio de la fe recibida de Dios mismo, sin acrecer aquel conocimiento mediante la especulación racional, experimentará entonces la presencia de su Señor, viéndolo con el mismo ojo de su fe. El santo que siguió en el mundo las huellas del profeta en su fe acerca de Dios, lo verá entonces en el espejo de su profeta. Si, además, adquirió en el mundo un conocimiento especulativo de Dios mediante la razón empleando el estudio racional como obra meritoria en ayuda de su fe, tendrá entonces dos modos de visión beatífica: visión de ciencia y visión de fe. Esto mismo le sucederá al profeta, si poseyó en vida algún conocimiento reflexivo de Dios: tendrá dos visiones, correspondientes a su fe y a su ciencia. Igualmente, si el santo vivió en épocas o pueblos privados de toda revelación profética positiva acerca de Dios, de modo que sus conocimientos teológicos los adquirió, bien por estudio personal de su propia razón, bien por ilustración sobrenatural comunicada directamente por Dios a su corazón, bien por ambos medios, entonces ese santo ocupará en la visión beatífica el rango mismo de los hombres de ciencia, en cuanto a los conocimientos teológicos que adquirió por este medio, y el de los hombres de simple fe, en cuanto a los que obtuvo por ilustración divina. Los que en vida obtuvieron de Dios solamente la intuición mística, ocuparán en la gloria un rango aislado y aparte de todos los otros elegidos. En suma, pues, hay que concluir en general que la visión beatífica será como una secuela o consecuencia de las creencias o convicciones dogmáticas profesadas en la vida terrena. De modo que aquel elegido cuyas ideas teológicas procedan, a la vez, de la pura razón especulativa, de la ilustración mística y de la ciega sumisión a la autoridad del profeta, verá a Dios bajo cada uno de los tres aspectos correspondientes a las formas varias en que a Dios conoció en el mundo. Habrá, pues, para este elegido tres manifestaciones divinas en un mismo instante, correspondientes a sus tres facultades de visión. Y cosa análoga sucederá al que poseyó exclusivamente una tan sólo de las tres facultades cognoscitivas, sea la razón filosófica, sea la ilustración mística, sea la fe teológica. Por lo que toca a la perfección relativa de visión en estas tres categorías de elegidos, los profetas que recibieron de Dios la inspiración sobrenatural superarán a los santos que siguieron las enseñanzas de esos mismos profetas; para los que ni fueron profetas ni seguidores suyos, sino simplemente santos, amigos de Dios, no cabe establecer a priori una gradación fija, respecto de la totalidad de los elegidos, en cuanto a la visión beatífica; puede sí asegurarse que, si fueron hombres de especulación racional, serán inferiores en la visión beatífica a los místicos o contemplativos, porque el razonamiento, a guisa de velo, se interpondrá entre ellos y la Verdad divina, y cada vez que intenten levantarlo, se sentirán impotentes para conseguirlo. Cosa análoga ocurrirá a los seguidores de los profetas: que no podrán levantar el velo de la revelación profética, a través del cual ven a Dios, cuando pretendan contemplar a su Señor sin la ayuda de este medio. De modo que la visión beatífica, pura de toda mezcla extraña, será patrimonio exclusivo de los profetas y de los místicos, que gozaron, como ellos, en el mundo, de una ilustración sobrenatural. Claro es que, si estos últimos fueron, además, o seguidores de los profetas o filósofos, sumarán a esa visión pura la correspondiente a ambas categorías.»

A cada grado de visión, más o menos perfecta y pura, corresponderá un grado proporcional de goce, deleite o fruición. Así, por ejemplo, «habrá santos, para los que ese goce será puramente ideal o intelectual; para otros, será anímico, es decir, emocional, acompañado de un movimiento de la sensibilidad afectiva o interna; para otros, será físicamente sensible; para otros, imaginativo; para otros, modal, es decir, dotado de modos o cualidades varias; para otros, privado de toda modalidad, etc. Por lo que atañe al vulgo de los fieles, el deleite o fruición, derivado de su visión beatífica, será también proporcional a lo que cada cual fué capaz de comprender de ios dogmas teológicos que les enseñaron los doctores a cuyas doctrinas se sometieron. Mas dicha capacidad individual depende del respectivo temperamento psicológico, de su mentalidad; y como la mentalidad del vulgo es principalmente imaginativa, resultará que, no habiendo podido despojar o abstraer de la materia las representaciones mentales que en esta vida se formaron acerca de Dios, tampoco lograrán otro deleite que el imaginativo, en su visión beatífica. Es más: análoga suerte cabrá a la mayoría de los hombres de ciencia racional, superiores al vulgo, pues son pocos los que pueden concebir, acá abajo> la abstracción absoluta o universal de toda materia. Y de aquí cabalmente nace que la mayor parte de las verdades reveladas por Dios en la ley religiosa lo han sido en forma apta para la comprensión del vulgo, aunque siempre vayan acompañadas de algunas vagas alusiones, inteligibles sólo a la minoría selecta de los que no son vulgo».

Insistiendo aún en esta doctrina, Ibn Arabi la precisa y resume una vez más, añadiendo siempre algún rasgo interesante:

«En el acto de la visión beatifica, Dios se manifiesta a los elegidos en una epifanía general o común, aunque diversificada según las varias formas que dependen de las peculiares concepciones mentales que de Dios se formaron ellos en esta vida. La epifanía o manifestación es, pues, una y simple en sí, en cuanto tal epifanía, y múltiple por razón de la diferencia de formas bajo las que es recibida. La visión deja a los elegidos completamente impregnados, teñidos, inundados de la luz divina: cada bienaventurado aparece, se hace evidente, resplandece, mediante la luz de la forna divina que él ve o experimenta; de modo que quien poseyó, en esta vida, conocimiento de todos los dogmas divinos, tendrá entonces consigo la luz correspondiente a todos ellos, y quien sólo conoció un determinado dogma, poseerá únicamente la luz de aquel dogma particular.»

Esta iluminación visible, que inunda a los elegidos, difúndese y se comunica a su exterior, de modo que todo cuanto les rodea lo ven también teñido de la luz que adquieren en la divina epifanía y que en ellos se refleja como en espejos. Tal visión de la luz divina, reflejada exteriormente, contemplada ya fuera de Dios y fuera de ellos mismos, engendra en sus espíritus un deleite secundario en sí, pero más importante que el mismo de la visión directa, porque es más consciente. En efecto: «Durante el momento de la presencia o experiencia de la visión beatífica, los elegidos caen en el éxtasis, pierden la conciencia de su propio ser, y por tanto no experimentan el goce o placer de su visión, porque el deleite mismo que comienzan a sentir en el instante primero de la divina epifanía los subyuga con tal imperio, que les priva de la conciencia de su misma fruición y de su propia individualidad: de modo que están gozando, sí, pero sin darse cuenta de que gozan, en fuerza de la intensidad del goce. En cambio, cuando después ven aquella forma de la manifestación divina, reflejada ya en sus mansiones y en los demás elegidos, entonces experimentan aquella misma fruición de modo más fijo o permanente y sin la inconsciencia del éxtasis.»

Las diferencias de grado de gloria que poseen los elegidos, es decir, la mayor o menor claridad en la visión beatifica, el goce más o menos intenso que les produce, el esplendor y brillo más o menos refulgente de sus almas y cuerpos, la mayor o menor proximidad respecto de Dios, no engendra ni puede engendrar pena o disgusto, ni mucho menos envidia, en el espíritu de los que ocupan los grados inferiores. Ibn Arabi desarrolla esta idea con toda precisión en los siguientes términos:

«Cada individuo conoce su grado propio con conocimiento necesario: hacia él corre y en solo él reposa, como corre el niño hacia el pecho materno y el hierro hacia el imán. Aunque quisiese ocupar otro grado distinto, no podría; aunque quisiese desearlo, no le sería posible tal deseo. Antes al contrario: cada elegido ve que en aquel grado que ocupa ha llegado a conseguir el colmo y meta de sus esperanzas y aspiraciones. Con pasión natural, esencial, ama el grado de gloria y de goce que posee, sin que su espíritu conciba siquiera algo mejor que aquello. Si así no fuese, el cielo no sería cielo, sino mansión de dolor y de amarga desilusión, no morada de bienaventuranza. Esto no obstante, la fruición del grado superior incluye a la de los inferiores.»

Miguel Asín Palacios