Abellio – Ver

Cuando, en la actitud natural que es propia de la totalidad de los que existen, “veo” una casa, mi percepción es espontánea; es la casa lo que percibo y no mi propia percepción. Por el contrario, en la actitud “trascendental”, percibo mi percepción misma. Pero esta percepción de la percepción alterna radicalmente el estado primitivo. El estado vivido, ingenuo en un principio, pierde su espontaneidad precisamente por el hecho de que la nueva reflexión toma por objeto lo que era primer estado y no objeto, y de que, entre los elementos de mi nueva percepción, figuran no solamente los de la casa como tal, sino también los de la percepción misma como flujo vivido. Y lo que importa esencialmente en esta “alteración” es que la visión concomitante que tengo, en este estado birreflexivo o mejor, reflexionado-reflexivo de la casa que fue mi motivo original, lejos de perderse, alejarse o confundirse por esta interposición de “mi” percepción segunda ante “su” percepción primaria, se encuentra paradójicamente intensificada, más clara, más presente, más cargada de realidad objetiva que antes. Nos encontramos aquí ante un hecho injustificable por el puro análisis especulativo: el de la transfiguración de la cosa como hecho de conciencia, el de su transformación, como diremos más tarde, en «supercosa», el de su paso del estado de ciencia al estado de conciencia. Este hecho se desconoce generalmente, aunque sea el más chocante de toda experimentación fenomenológica real. Todas las dificultades con que tropieza la fenomenología vulgar y, desde luego, todas las teorías clásicas del “conocimiento”, residen en el hecho de que consideran la pareja conciencia-conocimiento (o más exactamente, conciencia-ciencia) como capaz de abarcar por sí sola la totalidad de lo vivido, siendo así que habría que considerar en realidad la trilogía conocimiento-concienciaciencia, que es la única que permite un arraigo realmente ontológico de la fenomenología. Ciertamente, nada puede poner de manifiesto esta transformación, salvo la experiencia directa y personal del mismo fenomenólogo. Nadie puede pretender haber comprendido la fenomenología realmente trascendental si no ha practicado con éxito este experimento y no se ha visto él mismo “iluminado” por aquél. El dialéctico más sutil, el lógico más agudo, si no han vivido aquella experiencia y no han visto, por tanto, otras cosas debajo de las cosas, sólo podrán hilvanar discursos sobre la fenomenología, pero no asumir una actividad realmente fenomenológica. Tomemos un ejemplo más preciso. Desde lo más remoto de mi recuerdo, siempre he sabido distinguir los colores: el azul, el rojo, el amarillo. Los veían mis ojos, tenía de ellos la experiencia latente. Ciertamente, “mis ojos” no se preguntaban sobre ellos, y, por lo demás, ¿cómo habrían podido formular preguntas? Su función es ver, no verse viendo; pero mi cerebro mismo estaba como adormecido, no era en absoluto el ojo del ojo, sino una simple prolongación de este órgano. Así, decía solamente, y casi sin pensarlo: éste es un bello rojo, o un verde un poco apagado, o un blanco brillante. Un día, hace algunos años, paseando por los viñedos que se extienden en cornisa sobre el lago Leman y que constituyen uno de los más bellos escenarios del mundo, tan bello y tan vasto como el “Yo”, que, a fuerza de dilatarse, se siente disuelto en él y bruscamente se recupera y se exalta, se produjo un acontecimiento súbito y para mí extraordinario. Yo había visto cien veces el ocre de la vertiente abrupta, el azul del lago, el violeta de los montes de Saboya y, al fondo, los glaciares resplandecientes del Gran Combin. Supe por primera vez que jamás los había mirado. Sin embargo, vivía allí desde hacía tres meses. Desde el primer instante, ciertamente, este paisaje no había logrado disolverme, sino que lo que le respondía en mí no era más que una exaltación confusa. Cierto, el “Yo” del filósofo es más fuerte que todos los paisajes. El sentimiento punzante de la belleza no es más que la recuperación por el “Yo”, que se fortifica con ello, de la distancia infinita que le separa de aquélla. Pero aquel día supe, bruscamente, que yo mismo creaba aquel paisaje, que nada era sin mí: “Soy yo quien te veo, y que me veo verte, y que, al verme, te hago.” Este verdadero grito interior es el que lanza el demiurgo a raíz de “su” creación del mundo. No es sólo suspensión en un mundo “antiguo”, sino proyección de uno “nuevo”. Y en aquel instante, en efecto, el mundo fue de nuevo creado. Jamás había visto semejantes colores. Eran cien veces más intensos, más matizados, más “vivos”. Supe que acababa de adquirir el sentido de los colores, que había renacido a los colores, que jamás, hasta entonces, había visto realmente un cuadro p penetrado en el Universo de la pintura. Pero supe también que, por esta llamada a sí de mi propia conciencia, por esta percepción de mi percepción, tenía la llave del mundo de la transfiguración, que no es un trasmundo misterioso, sino el mundo verdadero, aquel en que la Naturaleza nos tiene “exiliados”. Nada de común, por cierto, con la atención. La transfiguración es plena, la atención no lo es. La transfiguración se conoce en su suficiencia cierta, la atención tiende a una suficiencia eventual. No puede decirse, entiéndase bien, que la atención sea vacía. Por el contrario, es no-vacía. Pero la no-vacuidad no es la plenitud. Cuando volví al pueblo aquel día, las gentes con quienes me cruzaba estaban en su mayoría “atentas” a su trabajo: sin embargo, todos me parecían sonámbulos.

Raymond Abellio