Nada es más fácil que hacer la crítica de este «optimismo» estúpido que representa, en nuestros contemporáneos, la creencia en el «progreso»; aquí no podemos extendernos en ella, ya que esta discusión nos alejaría mucho del espiritismo, que no representa aquí más que un caso muy particular; esta creencia está extendida igualmente en los medios más diversos, y, naturalmente, cada uno se figura el «progreso» conformemente a sus propias preferencias. El error fundamental, cuyo origen parece que debe atribuirse a Turgot y sobre todo a Fourier, consiste en hablar de «la civilización», de una manera absoluta; eso es una cosa que no existe, ya que ha habido siempre y hay todavía «civilizaciones», cada una de las cuales tiene su desarrollo propio, y además, entre estas civilizaciones, las hay que se han perdido enteramente, y de las cuales aquellas que han nacido más tarde no han recogido ninguna herencia. Tampoco se podría contestar que, en el curso de una civilización, hay periodos de decadencia, ni que un progreso relativo en un cierto dominio pueda ser compensado por una regresión en otros dominios; por lo demás, sería bien difícil a la generalidad de los hombres de un mismo pueblo y de una misma época aplicar igualmente su actividad a las cosas de los órdenes más diferentes. La civilización occidental moderna es, ciertamente, aquella cuyo desarrollo se limita al dominio más restringido de todos; no es muy difícil encontrar quienes sostienen que «el progreso intelectual ha alcanzado un grado desconocido hasta nuestros días», y aquellos que piensan así muestran que ignoran todo de la intelectualidad verdadera; tomar por un «progreso intelectual» lo que no es más que un desarrollo puramente material, limitado al orden de las ciencias experimentales (o más bien de algunas de entre ellas, puesto que hay ciencias experimentales de las que los modernos desconocen hasta la existencia), y sobre todo de sus aplicaciones industriales, es en efecto la más ridícula de todas las ilusiones. Antes al contrario, a partir de la época que se ha convenido llamar el renacimiento, bien erróneamente según nos, ha habido en occidente una formidable regresión intelectual, que ningún progreso material podría compensar; ya hemos hablado de ello en otra parte1, y volveremos sobre ello de nuevo en su ocasión. En cuanto al supuesto «progreso moral», se trata de un asunto de sentimiento, y por consiguiente de apreciación individual pura y simple; desde este punto de vista, cada uno puede hacerse un «ideal» conforme a sus gustos, y el de los espiritistas y demás demócratas no conviene a todo el mundo; pero los «moralistas», en general, no lo entienden así, y, si tuvieran poder para ello, impondrían a todos su propia concepción, ya que nada es menos tolerante en la práctica que las gentes que sienten la necesidad de predicar la tolerancia y la fraternidad. Sea como sea, la «perfección moral» del hombre, según la idea que se hacen de ella lo más corrientemente, parece ser «desmentida por la experiencia» más bien que al contrario; muchos acontecimientos recientes desmienten aquí a Allan Kardec y a sus adláteres como para que sea útil insistir en ello; pero los soñadores son incorregibles, y, cada vez que estalla una guerra, siempre se encuentran para predecir que será la última; estas gentes que invocan la «experiencia» a todo propósito parecen perfectamente insensibles a todos los «desmentidos» que ella les inflige. En lo que concierne a las razas futuras, siempre se las puede imaginar al gusto de su fantasía; los espiritistas tienen al menos la prudencia de no dar, sobre este punto, esas precisiones que han quedado como monopolio de los teosofistas; se quedan en vagas consideraciones sentimentales, que no valen quizás más en el fondo, pero que tienen la ventaja de ser menos pretenciosas. En fin, conviene destacar que la «ley del progreso» es para sus partidarios una suerte de postulado o de artículo de fe: Allan Kardec afirma que «el hombre debe progresar», y se contenta con agregar que, «si progresa, es que Dios lo quiere así»; si se le hubiera preguntado cómo lo sabía, habría respondido probablemente que los «espíritus» se lo habían dicho; es débil como justificación, pero, ¿se cree que aquellos que emiten las mismas afirmaciones en nombre de la «razón» tienen una posición mucho más fuerte? Es un «racionalismo» que apenas es más que un sentimentalismo disfrazado, y por lo demás no hay absurdidades que no encuentren el medio de recomendarse en la razón; Allan Kardec mismo proclama también que «la fuerza del espiritismo está en su filosofía, en la llamada que hace a la razón, al buen sentido» (Le Livre des Esprits, p. 457). Ciertamente, el «buen sentido» vulgar, del cual se ha abusado tanto desde que Descartes ha creído deber alabarle de una manera completamente democrática ya, es bien incapaz de pronunciarse con conocimiento de causa sobre la verdad o la falsedad de una idea cualquiera; e inclusive una razón más «filosófica» apenas garantiza mejor a los hombres contra el error. Así pues, ríase tanto como se quiera de Allan Kardec cuando se encuentra satisfecho de afirmar que, «si el hombre progresa, es que Dios lo quiere así»; ¿pero entonces qué será menester pensar de tal sociólogo eminente, representante muy calificado de la «ciencia oficial», que declaraba gravemente (lo hemos oído nos mismo) que, «si la humanidad progresa, es porque tiene una tendencia a progresar»? Las solemnes necedades de la filosofía universitaria son a veces tan grotescas como las divagaciones de los espiritistas; pero éstas, como lo hemos dicho, tienen peligros especiales, que residen concretamente en su carácter «pseudoreligioso», y es por eso por lo que es más urgente denunciarlas y hacer aparecer su inanidad.
Ver los primeros capítulos de nuestra INTRODUCCIÓN GENERAL AL ESTUDIO DE LAS DOCTRINAS HINDÚES (IGEDH). ↩