TITUS BURCKHARDT — ALMA
A simple vista, esta teoría no tiene nada de extravagante, prescindiendo del uso del término «irracional» en conexión con el simbolismo; se comprende fácilmente que la conciencia, centrada en el papel que el hombre asigna a su propio yo en el mundo, relegue a la sombra o a la oscuridad total ciertos campos psíquicos que no están directamente conectados con ese papel, así como una luz proyectada en una dirección determinada se difumina en la noche que la circunda. Pero Jung entiende el «inconsciente colectivo» de otra manera: para él, los contenidos de la zona no-personal del alma son inconscientes como tales, es decir, que no podrán nunca llegar a ser objeto directo de la inteligencia, sea cual fuese su modalidad o extensión: «… Así como el cuerpo humano tiene, al margen de todas las diferencias raciales, una anatomía común, también la psyché posee, al margen de todas las diferencias culturales y de conciencia, un substratum común que he definido como inconsciente colectivo. Esta psyché inconsciente, común a toda la humanidad, no consiste en contenidos susceptibles de llegar a ser conscientes, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones siempre idénticas». El autor insinúa que se trata de estructuras ancestrales que tienen sus raíces en el orden físico: «El hecho de que este inconsciente colectivo existe es simplemente la expresión psíquica de la identidad de las estructuras cerebrales más allá de todas las diferencias raciales. 212 CMST Cap. IV
El pasaje citado indica claramente que Jung sitúa las raíces del «inconsciente colectivo» en las regiones inferiores de un fondo psíquico que parece prehumano y no espiritualmente formado; conviene recordarlo, pues, en sí, el término «inconsciente colectivo» podría comprender realidades mucho más amplias y espirituales, como lo sugieren algunas comparaciones de Jung con conceptos tradicionales y, entre otras cosas, su uso (o, mejor, abuso) del término «arquetipo» para designar contenidos latentes y, como tal, inaccesibles, del «inconsciente colectivo». Los arquetipos, tal como los entiende Platón -al que hay que reconocer que sí sabía de qué hablaba cuando hablaba de arquetipos-, no corresponden al ámbito psíquico, sino que son determinaciones primordiales del Espíritu puro; sin embargo, se reflejan, en cierto modo, en el plano psíquico como virtualidades de imágenes antes de cristalizar según las circunstancias, en imágenes propiamente dichas, como símbolos verdaderos; de modo que una cierta aplicación del término «arquetipo» en el campo psicológico parece admisible con algunas reservas. Pero Jung no entiende el arquetipo en este sentido, desde el momento en que lo llama un «complejo innato», y describe su efecto sobre la psyché del siguiente modo: «La posesión: por un arquetipo, reduce al hombre a una mera figura colectiva, a una especie de máscara bajo la cual la naturaleza humana no puede evolucionar, sino degenerar progresivamente» ¡Como si un arquetipo, que es un contenido supraformal y no limitativo del Espíritu puro, pudiera «pegarse» y vampirizar al alma como una sanguijuela! ¿De qué se trata, en realidad, en el caso que Jung llama patológico de la «posesión» psíquica? Simplemente, del resultado de una desintegración de la forma sutil del hombre, durante la cual una posibilidad contenida en ella prolifera a expensas del conjunto. En todo individuo humano no degenerado hay en potencia un hombre y una mujer, un padre y una madre, un niño y un anciano, así como diversas cualidades o «dignidades» inseparables de la posición original y ontológica del hombre: es al mismo tiempo señor y siervo, sacerdote, rey, guerrero y artesano creador, aun cuando ninguna de estas posibilidades esté particularmente marcada. La feminidad está contenida en la auténtica virilidad, así como la virilidad está comprendida en la feminidad; y lo mismo es válido para todas las demás cualidades polarmente complementarias; nada tiene esto que ver con un fondo irracional del alma, pues la coexistencia de estas diversas posibilidades o aspectos de la «forma» humana es perfectamente inteligible en sí y no puede ocultarse más que a los ojos de una mentalidad o civilización unilateral y falsa. Como virtud en el sentido de virtus, fuerza psíquica, una cualidad puede manifestarse sólo si comprende en sí a las demás. También puede darse el caso contrario: la exageración patológica de una posibilidad psíquica a expensas de todas las demás, que determinaría una desintegración y una petrificación interior, y sería la caricatura moral que Jung compara con una máscara; la comparación podría ser válida si se pensara en una máscara carnavalesca, pero no en una máscara sacra como la que se usa en los ritos de muchos pueblos no europeos, pues no corresponde a una caricatura psíquica, sino a un arquetipo auténtico que no podría dar lugar a una obsesión limitativa, sino más bien a una iluminación liberadora. 214 CMST Cap. IV
Es cierto que algunos sueños, que no proceden de reminiscencias personales y que parecen surgir de un fondo inconsciente común a todos los hombres, contienen motivos o imágenes que se encuentran por todas partes en los mitos y en el simbolismo tradicional. Lo cual no significa que en el alma humana haya algo así como un museo de prototipos heredados de lejanos antepasados; los auténticos símbolos son siempre «actuales», son tan válidos hoy como hace mil años, porque reflejan realidades intemporales. Efectivamente, en ciertas condiciones, el alma puede asumir temporalmente la función de un espejo que refleje de modo pasivo e imaginativo las verdades universales contenidas en el Espíritu puro. Sin embargo, las «inspiraciones» de este tipo son bastante raras; dependen, por así decirlo, de circunstancias providenciales, como los sueños premonitorios de los que ya hemos hablado. Los sueños simbólicos, por otra parte, no revisten cualquier «estilo» tradicional; su lenguaje formal está normalmente determinado por la tradición o la religión a la que el individuo está adherido, ya que, en este campo, no existe lo arbitrario. 217 CMST Cap. IV