Todos los errores de las llamadas ciencias «exactas» proceden del hecho de que la mentalidad que sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que el fenómeno del mundo se revela. El referir toda observación a fórmulas matemáticas permite hacer abstracción en una larga medida de la existencia de un sujeto conocedor, y comportarse como si sólo existiera una realidad «objetiva»; se olvida deliberadamente que ese sujeto, precisamente, es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien no debe entenderse sólo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva.
En verdad, el conocimiento «objetivo» del mundo, es decir, independiente de las impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto, «subjetivas», presupone ciertos criterios ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el espíritu puro. En última instancia, el conocimiento del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce, de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo de los que reniegan de Dios: «Cuanto más blasfeman, más alaban a Dios». Cuanto más proclama la ciencia un orden exclusivamente «objetivo» de las cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e inconscientemente y en contradicción con sus propios principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende negar.
En la visión científica moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo sensibilidad, razón y espíritu pero, se ve sustituido artificialmente por el pensamiento matemático. Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo frente a la cual se albergan dudas: «El auténtico progreso de la ciencia natural», escribe un teórico moderno, «radica en que se aleja cada vez más de lo que es meramente subjetivo y destaca cada vez más claramente lo que existe independientemente de la mente humana, por lo cual tendrá poca similitud con lo que la percepción original consideraba real». No se trata, pues, de eliminar todo el conocimiento física y emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que despojarse también de lo que es inherente a la percepción humana, es decir, de la síntesis de varias impresiones en una imagen. Mientras que para la cosmología tradicional la integridad de las imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible, confiriéndoles su carácter de símbolo y de metáfora, para la ciencia moderna sólo el esquema conceptual, al que puedan referirse algunos procesos espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo. Esto es debido al hecho de que la fórmula matemática admite un máximo de generalización sin separarse de la ley del número, por lo cual permanece controlable en el plano cuantitativo. Por esta misma razón no puede captar toda la realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a través de un tamiz, por así decirlo, y considera irreal todo lo que queda excluido en este proceso. En él se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no son exactamente mensurables; son estas cualidades las que representan para la cosmología tradicional los indicios más claros de las realidades cósmicas, que atraviesan el plano cuantitativo y lo trascienden. La ciencia moderna no sólo prescinde del carácter cósmico de las cualidades puras, sino que también pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan en el plano físico. Para ella, los colores, por ejemplo, no existen como tales, sino sólo como impresiones «subjetivas» de diversos grados de oscilación de la luz: «Una vez admitido el principio», escribe un representante de esta ciencia, «según el cual las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades de las propias cosas, la física propone un sistema absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas relativas a lo que realmente subyace en esos colores, sonidos, temperaturas, etc.» ¿Acaso el carácter unívoco al que se alude no consistirá en el hecho de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad? Con ello la, ciencia moderna nos invita a sacrificar una buena parte de lo que para nosotros constituye la realidad del mundo; lo que nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera cantidad.
Este proceso de la realidad pasada por el cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades llamadas «secundarias» de las cosas perceptibles, como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de frío y calor, sino también y principalmente lo que los filósofos griegos y los escolásticos llamaron la «forma», es decir, el «sello» cualitativo, la «marca» de la unidad esencial de una criatura. Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe: «La creencia acariciada por algunos aristotélicos», escribe un representante del punto de vista moderno, «de poder, mediante una “iluminación” de nuestro intelecto, por obra del intellectus agens, entrar intuitivamente en posesión de los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la naturaleza, no es más que un hermoso sueño… Las esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de investigación». Un Plotino, un Avicena o un Alberto Magno le habrían, probablemente, replicado que nada es tan evidente en la naturaleza como las esencias (no los «conceptos de la esencia») de las cosas, desde el momento en que se manifiestan en sus formas. Estas, desde luego, no pueden descubrirse mediante una «ardua labor de investigación», dado que no pueden medirse cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual, que sí las capta, se apoya espontáneamente en la percepción sensible y, en cierto modo, también en la imaginación, en la medida en que ésta sintetiza las impresiones recibidas del exterior.