INTRODUÇÃO ÀS DOUTRINAS ESOTÉRICAS DO ISLÃ — LA UNIÓN SEGÚN MUHYI-L-DIN IBN ‘ARABI
En La Sabiduría de los Profetas (Muhyî-l-dîn ibn ‘Arabî describe la Unión suprema como una penetración mutua entre la Divinidad y el hombre: Allah reviste, como si dijéramos, la naturaleza humana; la naturaleza divina (al-Lâhût) se convierte en el contenido de la naturaleza humana (al-Nâsût), concebida como el recipiente de la primera y, desde otro ángulo, el hombre es absorbido y englobado por la Realidad divina. Al-lâh está misteriosamente presente en el hombre; el hombre se anula en Al-lâh. Todo ello debe entenderse únicamente desde un punto de vista espiritual, es decir, según una perspectiva no de pura doctrina sino conexa con la realización espiritual. Al confrontar estos dos modos recíprocos de penetración entre Al-lâh y el hombre, Ibn Arabi añade que «en ello hay dos aspectos de un estado único, que ni se confunden ni se acumulan» (capítulo sobre Abrahám).
De acuerdo con el primer modo, Al-lâh se revela como él verdadero Sí que conoce a través de las facultades de sensación del hombre y actúa por sus facultades de acción. Según el modo inverso, el hombre se mueve, como si dijéramos, dentro de las dimensiones de la Existencia divina, que se polariza en relación con él, de manera que a cada facultad o cualidad humana corresponde un aspecto divino, tal y como lo expresa el mensaje sagrado: «… El adorador no cesa de acercarse a Mí hasta que. Yo lo amo, y cuando Yo lo amo Yo soy el oído por el que oye, la vista por la que ve, la mano con la que coge y el pie con el que camina … » (hadiz qudsî). El espíritu del hombre, en cuanto está unido al Espíritu divino, conoce principialmente todas las cosas, pues en lo sucesivo nada se sitúa al margen de su propia esencia, pero este conocimiento esencial y global sólo se diferencia en la medida en que la luz del intelecto se proyecta sobre las cosas individuales. Por otra parte, el sujeto individual del Hombre divino en cierto modo subsiste necesariamente: no subsiste ya, en el sentido de que únicamente es en su identificación con el Intelecto divino, como este ser, que lleva todavía el nombre de hombre, se reconoce como «él mismo». Sin embargo, si su sujeto individual no subsistiese en algún sentido, ninguna continuidad «subjetiva» enlazaría sus experiencias humanas entre sí. Así pues, todo sujeto individual está sometido a las limitaciones que son inherentes a su esfera de existencia. Ibn Arabi lo expresa al decir que el Sello de la Santidad1 (jâtim al-Wilâyâ) que es el prototipo y el polo (Qutb) de todos los hombres espirituales, es a la vez «conocedor e ignorante» y que se le pueden atribuir cualidades aparentemente contrarias: «… En su Realidad esencial (Haqîqa) —(en cuanto su espíritu se identifica con el Espíritu increado)— y en su función espiritual (que se desprende espontáneamente de esta identificación) él conoce (de una manera global e indiferenciada) todo lo que ignora por su constitución corporal (sometida a las condiciones de espacio y tiempo)… Conoce y al mismo tiempo no conoce, percibe y no percibe (su conocimiento principial está más allí de la perfección diferenciada), contempla (las Realidades divinas en su espíritu) y, a pesar de ello, no (las) contempla (individualmente)… » (ibid., capítulo sobre Set).
La relación, en el hombre espiritualmente perfecto, entre la Realidad divina (Haqîqa) y la individualidad que todavía subsiste, es de lo más difícil de captar2. Para el hombre llegado a esta perfección la Realidad divina no está, en lo sucesivo, «cubierta por nada, mientras que la conciencia individual es por definición un «velo» (hiyâb) y no existe sino porque «quiebra» la luz cegadora del Intelecto divino. Ibn Arabi compara la individualidad del hombre que «ha realizado a Al-lâh» con una pantalla que colorea la luz pura al filtrarla y que es más transparente en él que en otros hombres: «Es como la luz que se proyecta a través de la sombra, pues la pantalla es de la naturaleza de la sombra que es luminosa por transparencia. Así es también el hombre que ha realizado a Al-lâh: en él, la «forma de Al-lâh» (es decir, el conjunto de las cualidades divinas) se manifiesta más directamente que en el caso de otros…» (ibid., capítulo sobre Yusuf).
La Unión con Al-lâh se concibe también en el aspecto de la «asimilación de las Cualidades divinas» (al-ittisâf bi-l-Sîfât il-ilâhiyya), asimilación que debe entenderse en un sentido puramente intelectivo, como conocimiento de las Cualidades o Presencias (Hadarat) divinas. Por otra parte, esta «asimilación de las Cualidades divinas» tiene su reflejo simbólico en el alma con la forma de las virtudes espirituales, y su modelo no es otro que el Hombre universal.
Volvamos ahora sobre lo que decíamos al principio de este capítulo a propósito de la penetración mutua entre la Divinidad y el hombre perfecto. Ibn Arabi compara esta penetración con la asimilación alimenticia, símbolo de la asimilación por el conocimiento: Al-lâh «se alimenta» del hombre y el hombre, por su parte, «se alimenta» de Al-lâh, «come» a Al-lâh3. El primer modo encuentra su expresión ritual en la hospitalidad sagrada, cuyo modelo tradicional es la hospitalidad de Abrahám hacia los Ângeles del Señor y hacia los pobres. El que da de comer al «invitado divino» se da a sí mismo como alimento a Al-lâh. Esto recuerda el proverbio hindú: «El Hombre se convierte en el alimento de la Divinidad que adora.» El segundo modo corresponde a la invocación de Al-lâh, pues el hombre se asimila la Presencia divina por la enunciación del Nombre de Al-lâh. La Eucaristía evidentemente simboliza el mismo aspecto de la Unión.
NOTAS: {footnotearea}
La santidad, en el sentido de la expresión árabe wilâyâ, es un estado de conocimiento permanente de Al-lâh, estado que, por lo demás, implica grados. ↩
Por este motivo el dogma cristiano de las dos naturalezas de Cristo —lo mismo que el de la Trinidad, del que el primero es rigurosamente solidario— es un «misterio», es decir, que es impenetrable para la razón discursiva. ↩
«El hombre no sólo se alimenta de pan, sino de toda palabra que viene de la Boca de Dios» (Evangelio de San Mateo, IV, 4; Deuteronomio, VIII, 3). ↩